Estudios Evangélicos

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El cristianismo y la unidad del liberalismo

Un destacado filósofo liberal ha escrito sobre la “típica incapacidad liberal para comprender la religión”. Pero también hay una típica incapacidad de los creyentes para comprender el liberalismo.

1. ¿Unidad del liberalismo?

 

William Galston, un destacado filósofo liberal, ha escrito sobre la “típica incapacidad liberal para comprender la religión”[1]. Aunque los creyentes pueden citar tales frases con cierta satisfacción, es una tentación que debe ser manejada de modo delicado: también hay una típica incapacidad de los creyentes para comprender el liberalismo. Y resulta crucial entenderlo, pues apenas cabe dudar de que el liberalismo es la corriente principal del pensamiento político moderno. Así, se nos presenta con peculiar urgencia la pregunta por su relación con el cristianismo. La pregunta por esa relación puede ser planteada en términos históricos: como la cuestión de la influencia del cristianismo en el surgimiento del liberalismo, como la pregunta por la posibilidad de que éste surgiera siquiera en un contexto distinto del influenciado por el cristianismo. Dicho modo de aproximarse a la cuestión no carece de interés y puede por sí mismo ser iluminador. Pero aquí me ocupo no de la pregunta histórica, sino por el modo en que se nos presenta hoy el dilema. Y se nos presenta de modo apremiante en una serie de frentes: es el modo en que muchas veces formulamos las preguntas por el tipo de orden económico y orden político deseable, pero también es el modo en que intentamos describir actitudes ante la vida completa, incluyendo en eso posiciones teológicas. “Liberal” se vuelve así término de elogio o acusación cruzada también entre los cristianos.

 

Pero cualquier intento por abordar la relación entre cristianismo y liberalismo pasa por un previo aclarar la naturaleza del liberalismo, lo que equivale a preguntarse también por su unidad. Aunque afirmé que es la principal corriente del pensamiento político moderno, lo primero que hay preguntarse es, pues, si acaso no es más que eso. ¿Corresponde pensar en el liberalismo no solo como un determinado conjunto de tesis en economía o política? Entre los propios liberales es frecuente afirmar la unidad del liberalismo al menos por lo que a esas dos esferas respecta: no sin razón nos advierten respecto de cómo la libertad económica y la libertad política se condicionan recíprocamente. ¿Pero constituye el liberalismo una unidad también más allá de eso? ¿Es una “filosofía de vida”? ¿Hay una correspondencia entre liberalismo teológico y liberalismo político, o se puede de modo consistente abrazar lo uno y distanciarse de lo otro?

 

La pregunta por esta consistencia no suele estar en el centro de nuestras preocupaciones. Más bien es frecuente que intentemos caracterizar nuestra posición por ciertas peculiares síntesis. Nos presentamos como “conservador en moral y liberal en economía”; o como “teológicamente liberal, pero con inclinación socialista”. Cabe notar que esas síntesis no siempre reflejan inconsistencia. A veces, como cuando Kolakowski se describía como “liberal-conservador-socialista”, se trata simplemente de que carecemos de un buen término para nuestro intento por hacer justicia a distintos aspectos de la realidad. Sin embargo, la inconsistencia también existe. Según lo expresa nadie menos que John Rawls, las personas muchas veces asumimos principios liberales sin notar la incompatibilidad de los mismos con nuestra propia visión de mundo, y si más tarde notamos tal incoherencia “bien pueden acabar ajustando o revisando dichas doctrinas antes que rechazar estos principios”[2].  El hecho de que los cristianos (y otros) sean inconsistentes con su visión de mundo es una de las cosas que dan esperanza al liberal contemporáneo. Pero no cabe responder a eso con un simple llamado a la consistencia, pues ese llamado siempre presupone ya comprensión de las tensiones.

 

Tiene pleno sentido plantearse entonces la pregunta por la naturaleza y unidad del liberalismo. La verdad es que incluso dentro de un mismo campo de la vida puede ser muy difícil de precisar su naturaleza: el liberalismo político, por ejemplo, podría ser caracterizado como un programa de gobierno limitado o como una tesis sobre la artificialidad de la vida social. Y a esa dificultad se suma el hecho de que el liberalismo se nos presenta, como ya hemos visto, en una variedad de campos. ¿Es primordialmente una tesis económica, moral, teológica, política? ¿O es tal vez una tesis sobre la relación entre esas esferas? En ese caso, comprender su naturaleza pasa por comprender su unidad.

 

2. El liberalismo como emancipación de las esferas

 

Consideremos en primer lugar esa última alternativa, que es la que menos presente suele estar en la discusión. Pierre Manent ha descrito la democracia moderna como principalmente caracterizada por una “organización de las separaciones”. No se trata simplemente de la separación entre iglesia y estado, sino entre los poderes del estado, entre la ciencia y los valores, entre las profesiones, etc[3]. En la discusión actual podríamos añadir a esas separaciones la del yo respecto del cuerpo. Algo similar había señalado casi un siglo antes Max Weber en su Sociología de la religión. Ahí describe una diferencia fundamental entre la sociedades tradicionales y las modernas por el modo en que distintas esferas de la vida reclaman en este segundo escenario autonomía respecto del todo que las regía (ese todo que podemos llamar “sabiduría”, “ethos” o “religión”). La política y la economía reclaman esa autonomía, con la pretensión de que hay una ley propia que rige a cada esfera: son leyes que escapan al espíritu fraternal de una omniabarcante sociedad tradicional. Pero asimismo reclaman autonomía otras esferas como el arte o la sexualidad: si la economía o la política se presentan como regidas por una ley dura (la “razón de Estado”, por ejemplo, o las leyes del mercado), estas otras esferas más bien son percibidas como algo demasiado blando como para poder siquiera ser abarcado por la sabiduría. Así, la sabiduría que ordenaba un conjunto de prácticas es reemplazada por una serie de racionalidades específicas que rigen cada esfera autónoma[4]. En lugar de un ethos con una serie de aspectos, tenemos ahora una serie de “esferas” de existencia separadas.

 

Aunque éstas son descripciones de la democracia moderna en el caso de Manent, y de la modernidad en general en el caso de Weber, bien pueden ser tomadas también como descripciones de la tradición liberal. Pero si bien este proceso de diferenciación de esferas es comúnmente notado, hay algo que suele perderse de vista: las distintas esferas no solo reclaman autonomía, sino también supremacía. Cada una de ellas levanta con facilidad la pretensión de ser aquello ante lo que en último término hemos de rendirnos: hemos de vivir por el arte, por el sexo, por la ciencia, por el poder, por el dinero, y así sucesivamente. Podría responderse que en eso no hay problema, siempre que cedamos a cada una de estas pretensiones en una medida precisa, y así hagamos justicia a cada esfera de la vida. Y así es. Pero responder así implica buscar una sabiduría que integre cada esfera en el todo, volviendo relativa la autonomía que cada esfera reclamaba. Ese tipo de respuesta, en otras palabras, permitiría afirmar lo logrado por el liberalismo, pero sin permitirle ser la lógica dominante.

 

3. Liberalismo económico

 

Pero pasemos a considerar una esfera específica de la vida. Si en alguna de ellas parece que sabemos qué es el liberalismo, es la economía. El ya citado Weber escribía que “la tensión entre la religión fraternal y el mundo ha sido más manifiesta en la esfera económica”[5]. Pero salta a la vista que también aquí el término liberalismo puede ser usado con distintos grados de precisión. Las diatribas contra el “neoliberalismo” son hoy una vía predilecta para manifestar nuestra indignación moral, pero son tan precisas como la fe del carbonero cuando habla contra “el mundo”. Un grado similar de generalidad se encuentra, por supuesto, también en el polo opuesto: es fácil constatar que muchos se declaran liberales para simplemente describir el hecho de que creen en la importancia de la libertad económica. Podría ser deseable que tuvieran otro término para describir su posición. Con todo, el justificado recelo ante el centralismo o el estatismo, sumado a la falta de un mejor vocablo, puede volver razonable su posición.

 

Pero desde luego declararse liberal en economía puede significar también otras cosas. Puede, obviamente, significar una teoría económica más específica. Puede, más aún, tratarse de una teoría que penda también de una antropología muy específica: una antropología, por ejemplo, según la cual todo ser humano deba ser visto como fundamentalmente egoísta, con la economía consiguientemente construida sobre la premisa de que solo buscamos lo nuestro y que cualquier orientación al bien común constituye un autoengaño. Esa es, después de todo, una a veces confesa y otras tantas no confesa filosofía subyacente a propuestas económicas: no es por la benevolencia del panadero, según la célebre afirmación de Adam Smith, que esperamos pan sobre nuestra mesa, sino de sus miras al interés propio. Ahora bien, la libertad económica no tiene por qué basarse en una antropología de ese carácter. Pero desde el cristianismo tampoco es posible ni deseable responder con una opuesta antropología ingenua que solo considere en el hombre inclinación por el bien de otros. Lo que sí es posible es resaltar el carácter mixto de nuestras motivaciones y mostrar cómo la búsqueda del bien propio y el bien ajeno no tienen por qué estar en tensión. El cristianismo desde luego puede afirmar una libertad económica que descanse sobre ese tipo de sustento. Si acaso al resultado de eso cabe llamarlo liberalismo, tal vez pasa a ser una cuestión semántica.

 

Pero con afirmar la libertad no es mucho lo que se ha hecho; es preciso afirmar el modo en que se entiende el lugar de la economía en el contexto del resto de la vida humana. Escribí antes que en el contexto de independización de esferas cada una de ellas reclama la primacía. Puede ser importante notar que eso no siempre implica una proclamación explícita de dicha supremacía. A veces se trata simplemente de un hecho: independizada una esfera, es capaz de no solo ignorar sino carcomer a las otras. Contra la idea de que el mercado sea un fenómeno conservador, hay aquí que recordar que cierto carácter revolucionario le puede ser propio. De ese hecho era bien consciente la antigua izquierda, motivo por el que siempre podía respirar aliviada ante las alianzas liberal-conservadoras, sabiendo en qué dirección se moverían. Nosotros no podemos respirar aliviados, pues vemos que el libre intercambio de bienes, si ha de operar con justicia y dignidad, requiere de un sustrato que el mismo mercado no es por sí solo capaz de darle.

 

4. ¿Liberalismo moral?

 

Ante lo anterior no faltan voces que expresan cuán deseable sería que la ética sea la esfera predominante, y que por tanto nuestras pretensiones en el orden económico sean sometidas a alguna regla moral. Pero esta posición tiene buenos títulos ella misma para ser descrita como liberal: después de todo, la comprensión de la ética como una esfera de la existencia es ella misma una novedad inaudita. En palabras de MacIntyre, “no hay ninguna palabra en ninguna lengua antigua o medieval que se pueda traducir de forma correcta como nuestra palabra moderna <moralidad>”[6]. No es que no existiera una dimensión moral de la vida; pero no había un esfera separada, un rango de acciones, o un tipo especial de consideraciones, que cupiera designar como la moralidad. Para entender la radicalidad del cambio que hemos vivido, hay que pensar que hoy a muchos les resulta plausible decir que ante una determinada situación hay que sopesar los factores económicos, los políticos y los morales, para luego tomar una decisión; para los siglos precedentes, en cambio, el acto de sopesar todos los factores era él mismo la consideración moral. Poco ganamos con considerar la moralidad como la esfera que debe prevalecer, si seguimos considerándola como una esfera en lugar de verla como una dimensión del todo que es nuestra vida.

 

Aunque no haya una “esfera” moral separada, hay pues una dimensión moral de todo acto humano. Se plantea entonces la pregunta sobre si acaso hay un modo distintivamente liberal de ver esa dimensión. La pregunta tiene importancia porque con alguna frecuencia se usa “liberalismo” como término genérico para describir el hedonismo o el relativismo. De más está decir que éstos efectivamente existen (aunque el relativismo estricto suele ser una posición teórica con rara implementación consecuente) y que deben ser sometidos a la crítica. Mucho más dudosa es la pertinencia de identificarlos con el liberalismo. Tal confusión de hecho nos hace perder de vista las tesis que sí son característicamente liberales respecto de la moralidad. Una de ellas es la idea de primacía de lo justo sobre lo bueno. No habiendo acuerdo sobre qué es una vida buena, reza esta parte del ideario liberal, conviene que nuestros esfuerzos se centren en la determinación de lo justo; qué sea lo justo sería, en otras palabras, algo previo e independiente de la pregunta por el bien. Un caso significativo de esta creencia se encuentra en la centralidad dada al principio de daño: la idea de que las restricciones solo son legítimas cuando evitan un daño a terceros. La verdad es que el cristianismo no tiene por qué postular una posición más restrictiva que esa: nadie menos que Tomás de Aquino escribía que la ley solo debía perseguir los vicios más graves que hacían imposible la vida social. Donde el cristianismo se aparta del liberalismo es en la creencia de que se pueda determinar qué es dañino y qué es injusto con independencia de qué sea bueno. Ésa, de hecho, ha resultado ser una de las más difíciles tareas para el liberalismo, pues salta a la vista que las distintas cosas nos parecerán menos o más dañinas según qué nos parezca más valioso.

 

5. Liberalismo político

 

Podría también afirmarse que un principio característico de la tradición liberal en su reflexión moral es la centralidad otorgada a la autonomía. Podemos tomarnos de eso para pasar a reflexionar más detenidamente sobre el liberalismo como tradición política. Una vez más, entenderse como liberal puede en política significar variadas cosas. No falta quien se describe como tal simplemente a falta de un mejor término para describir una razonable oposición al autoritarismo, la intransigencia, la incapacidad para el diálogo. Pero la tradición liberal también puede ser descrita por una serie de notas más precisas. Como tradición de la primacía del individuo, su manifestación política es el contractualismo y su manifestación jurídica es la estructuración de nuestra vida en común en torno a la pretensión de derechos. Éstas son descripciones negativas, por cierto, y pueden ser equilibradas por el modo en que políticamente busca garantizarse espacio para la libertad: así se proclama como distintivo de la tradición liberal la separación de poderes o la afirmación de un gobierno limitado. Sobra decir que el modo en que el liberalismo sea evaluado desde el cristianismo pende en gran medida de cuál de estos elementos sea el que se esté subrayando. Porque el cristianismo ciertamente tiene motivos propios para creer en la importancia del gobierno limitado; pero presentar ese hecho como una muestra de la compatibilidad entre cristianismo y liberalismo es una irresponsabilidad intelectual si pensamos en estas distintas cosas que el liberalismo político puede designar.

 

De hecho, incluso al pensar en la limitación del gobierno estamos ante algo que podría significar cosas distintas: puede significar un gobierno que tiene contrapesos y tareas muy cuidadosamente delimitadas (lo cual no resta importancia a su acción en dichas tareas), o puede tratarse de un gobierno que estructura nuestra vida en común en torno a preocupaciones muy limitadas. Tal limitada preocupación puede, naturalmente, carcomer las virtudes necesarias para mantener sano un régimen político liberal. En otras palabras, es no solo respecto del “liberalismo económico”, sino respecto del conjunto de la democracia liberal que corresponde tener presente la pregunta que ya hemos planteado antes: el dilema naciente del hecho de que “el estado liberal secularizado vive de prerrequisitos que él mismo no puede garantizar”[7] (por formularlo con Böckenförde).

 

Pero Böckenförde completa esa afirmación señalando que “esa es la gran aventura que el estado liberal ha emprendido a causa de la libertad”. La tradición liberal, en efecto, ha luchado por presentar sus ideas como particularmente adecuadas para garantizar la convivencia humana de un modo que permita libertad para distintos modos de vida: el estado limitado y la privatización de la pregunta por el bien (en contraste con la pregunta por la justicia) son vistas como fundamentos de la tolerancia y el pluralismo. El cristianismo no tiene motivo alguno para rechazar tal búsqueda de convivencia entre quienes disienten, muy por el contrario; pero sí tiene motivos para pensar en sus propios términos respecto de cómo es mejor garantizar esa tolerancia y pluralismo[8]. Puede coincidir, en otras palabras, con la centralidad de una preocupación liberal, sin que eso implique estar abordando el problema en sus mismos términos; tanto más evidente resulta esto si se piensa en la centralidad que ha tenido una particular concepción de la religión en la historia de la discusión liberal sobre la convivencia.

 

Lo anterior nos lleva, en efecto, una vez más a otra “esfera”, la de la religión, y ocurre aquí lo mismo que con la ética: la dificultad del liberalismo para comprender la religión –según la cita de Galston con que comenzábamos- tiene mucho que ver con la dificultad que tiene para pensar la religión como algo distinto de una esfera de la vida. En Locke mismo, usualmente tenido por padre del liberalismo como tradición política, se encuentra una definición de la religión como “aquellas acciones que agradan o desagradan a Dios sin implicar de modo alguno a mi prójimo, a la sociedad civil, ni a mi propia preservación en esta vida.”[9] Es una afirmación que Locke jamás publicó, aunque puede ser el más enfático intento en la historia del liberalismo por entender la religión como un fenómeno aislado de toda dimensión social. La historia posterior ha buscado describir esto sobre todo en términos de una “privatización de la religión”, una privatización que puede tener diversas formas, algunas que buscan sacar a la religión del Estado, otras que buscan sacarla del conjunto de la vida pública. Que esos dos tipos de esfuerzo deben ser objeto de evaluación distinta salta a la vista: bien cabe trazar con cierta nitidez la frontera entre la iglesia y el estado, precisamente porque la iglesia es una esfera de la existencia; entre la religión y la política, por el contrario, solo sería posible trazar fronteras con una comprensión de la religión tan estrecha como la reflejada en la cita de Locke.

 

6. Liberalismo teológico

 

Pero el impacto del liberalismo sobre la religión no se da exclusivamente por la vía de la privatización (la que pareciera permitir cierta subsistencia, aunque socialmente modificada, de la religión preexistente), sino también por la transformación interna de la religión. Es lo que puede describirse como “liberalismo teológico”, y su consideración nos debe ayudar a volver a plantear la pregunta por la unidad del liberalismo. La tendencia predominante a la hora de caracterizar el liberalismo teológico es pensar en la larga serie alemana del siglo XIX, pasando por los nombres de Schleiermacher, Ritschl, Harnack y Troeltsch. Hay quienes taxativamente nos prohíben extender el rótulo de liberal a quienes hayan escrito tras la Carta a los Romanos de Barth, cuya afirmación rotunda de la trascendencia de Dios dejó en débil pie a proyectos de carácter más inmanentista. Y es cierto que centrando la mirada en estos autores del siglo XIX saltan a la vista rasgos distintivos del liberalismo teológico (negativamente podrá notarse, por ejemplo, la concentración en la moralidad a costa de la doctrina; positivamente, en cambio, saltará a la vista la pasión por la honestidad en la investigación histórica).

 

Pero mirando a estos autores difícilmente se logra ver qué es lo que vincula al liberalismo teológico con el resto de la tradición liberal. En palabras de Mark Lilla, “el liberalismo teológico fue una teología política –implícita, débil, complaciente, pero al fin y al cabo una teología política”[10]. Pero si se busca comprender la unidad del liberalismo no ayuda buscarla donde es implícita… Por lo mismo la restricción cronológica en la descripción de la teología liberal resulta poco fructífera. Para comprender dicha unidad se vuelve necesario seguir los pasos de Henning Graf Reventlow y ver el liberalismo teológico no como un fenómeno alemán del siglo XIX, sino más bien como un fenómeno inglés del siglo XVII[11]. Ahí uno encuentra precisamente a los padres de la tradición política liberal, como Hobbes y Locke, involucrados en una titánica tarea de transformación de la teología.

 

No es, desde luego, solo un fenómeno inglés, sino un fenómeno común en la modernidad temprana, muchas veces más explícita sobre el carácter de su proyecto que los ponderados autores del siglo XIX. Piénsese, fuera de Inglaterra, en el Tratado teológico-político de Spinoza, del que es deudora tanto una amplia tradición política como la crítica bíblica moderna. Si en Spinoza hay una tradición “radical” que presenta este proyecto de transformación en términos de inequívoca hostilidad, Locke es el más típico representante de una versión pretendidamente moderada del mismo proyecto[12]. No es extraño que, en consecuencia, Locke sea frecuentemente presentado como autor en el que se podría ver la compatibilidad entre el liberalismo y el cristianismo. Pero su propia obra teológica, La razonabilidad del cristianismo, está en realidad dedicada a defender dicha compatibilidad por la vía de la más radical deconstrucción de la doctrina cristiana, la que a su parecer se reduce finalmente a un único dogma: que Jesús es el Mesías (signifique eso lo que signifique en ausencia del resto de la visión cristiana de la realidad). Tal doctrina única tendría la ventaja de no requerir siquiera de interpretación, escapando al carácter controversial del resto de la doctrina cristiana. Esta búsqueda de una “doctrina fundamental”, no contaminada del carácter controversial del resto de las enseñanzas cristianas, salta por cierto a la vista como un notable paralelo del derrotero que luego seguiría la tradición liberal en su reflexión moral: unos pocos “artículos fundamentales” de fe anticipan a los “derechos fundamentales” de la tradición posterior; una teología mínima anticipa una ética mínima; lo que una y otra tienen en común, como el principio de daño, es la pretensión de haber escapado al carácter controversial de todas las cosas humanas. Este minimalismo, junto con la separación de las esferas de la vida, son tal vez los más unitarios rasgos del liberalismo, aunque raramente sean expuestos como tales.

 

7. El liberalismo como colonizador de proyectos rivales

 

Los dos puntos recién mencionados constituyen puntos privilegiados para notar la facilidad con la que el liberalismo es absorbido por quien en principio declara querer contrarrestarlo. Piénsese en quien declare, por ejemplo, su preocupación preferente por la pobreza en lugar de ocuparse de cuestiones privadas como la sexualidad. Si bien no cuesta mucho comprender el sentido en que lo así expresado puede ser un correctivo muy necesario, su típica formulación corre el riesgo precisamente de dejar un campo o esfera, como en este caso el de la afectividad, abierto a las lógicas de depredación de las que se busca salvar al resto de la realidad.

 

Con el minimialismo doctrinal el asunto no es distinto. Después de todo, buena parte del cristianismo contemporáneo, y particularmente el cristianismo evangélico, es del más rampante minimalismo. Y si es característica de la generalidad del cristianismo, no lo es menos de quienes pretenden oponerse a sus lugares comunes desde derecha e izquierda. A su derecha está el fundamentalismo teológico del siglo XX, que tomó su nombre precisamente de su atrincheramiento en la defensa de unas doctrinas fundamentales, perdiendo así involuntariamente de vista el modo en que el cristianismo busca ser una mirada del conjunto de la realidad. A su izquierda basta con mirar el título de un reciente libro de Leonardo Boff: Cristianismo: lo mínimo de lo mínimo. Si alguna vez la teología de la liberación pudo imaginarse como oposición a la lógica burguesa, hoy tenemos a sus representantes escribiendo libros cuyo título Locke hubiera envidiado.

 

8. ¿Cristianismo y liberalismo?

 

Conviene notar, por cierto, que aquí nos hemos preocupado de ciertos rasgos característicos del liberalismo como tradición intelectual, y el enfoque bien podría varias si preguntáramos por la relación entre el cristianismo y la sociedad liberal. Pero a duras penas logramos preguntarnos con algún ordern lo primero. La pregunta por la unidad del liberalismo es esquiva, sin duda, y apenas he esbozado aquí algunos tipos de preguntas que vale la pena intentar formular, inquietudes con las que tiene sentido insistir; pero la pregunta por esta unidad, por lo que se puede ver, puede también resultar esclarecedora respecto de la fuerza del liberalismo, capaz de colonizar de modo tan masivo como sutil a sus aparentes críticos.

 

Por fuerte que sea, con todo, parece claro que no se puede tomar este conjunto y afirmarlo o rechazarlo en bloque. Parece claro que no solo es necesario prestar atención al uso del término en distintas dimensiones de la vida, sino que, como fuere que se caracterice los desacuerdos, hay una larga serie de preocupaciones en común del cristianismo con la tradición liberal. Tales preocupaciones pueden ser perseguidas considerando lo que el liberalismo tiene de fenómeno unitario (una consideración holística que al mismo liberalismo le suele costar), pero requieren también de una disposición al análisis pormenorizado en distintas esferas (una disposición analítica por la que no suelen destacar los críticos del liberalismo). Que el discernimiento, en otras palabras, puede ir de la mano de enfática crítica, es algo cierto, pero requiere combinar disposiciones que no se cruzan de modo espontáneo.



[1] William Galston, Liberal Purposes: Goods, Virtues, and Diversity in the Liberal State Cambridge University Press, Cambridge, 1991. p. 13

[2] John Rawls, Political Liberalism Columbia University Press, Nueva York, 2005. p. 160.

[3] Pierre Manent, Curso de filosofía política Fondo de cultura económica, México, 2003. cap. 1.

[4] Max Weber, Sociología de la religión Editorial La Pléyade, Buenos Aires, 1978. pp. 67-108.

[5] Ibid., pág. 67.

[6] MacIntyre, Tres versiones rivales de la ética: enciclopedia, genealogía y tradición Rialp, Madrid, 1992. p. 239.

[7] Ernst-Wolfgang BöckenfördeStaat, Gesellschaft, Freiheit Suhrkamp, Frankfurt, 1976. p. 60.

[8] Respecto de estos dos conceptos he intentado algo de esa naturaleza en “¿Una disposición pasajera? Hacia una concepción robusta de mera tolerancia” en Una disposición pasajera Ediciones UDP, Santiago, 2013 y en “Subsidiariedad y ordopluralismo” en Pablo Ortúzar (ed.) Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado Instituto de Estudios de la Sociedad, Santiago, 2015.

[9] John Locke, “Critical Notes upon Edward Stillingfleet’s Mischief and Unreasonableness of Separation” en Victor Nuovo (ed.) John Locke: Writings on Religion Oxford University Press, Oxford, 2002. p. 74.

[10] Mark Lilla, The Stillborn God: Religion, Politics, and the Modern West Knopf, Nueva York, 2008. p. 231.

[11] Henning Graf Reventlow, The Authority of the Bible and the Rise of the Modern World SCM Press, Londres, 1984.

[12] Para la distinción entre Ilustración radical y moderada (que, como se puede ver, yo relativizaría considerablemente) véase Jonathan Israel, La Ilustración radical Fondo de cultura económica, México, 2012.

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