Estudios Evangélicos

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El poder de una palabra

Es una especie de palabra mágica que tiene el poder de trasformar al simple opositor en un ser maligno, demoníaco, que quiere destruir el futuro de la familia tradicional, de la iglesia fiel, del matrimonio bíblico, de la sana doctrina, de las buenas costumbres.

Una vez más hay quienes necesitan simplificar al opositor para crear un enemigo. La oposición leal, madura, ética es demasiado compleja para muchos. Esto de entender que alguien o que un grupo de personas están en desacuerdo con nosotros aunque estemos buscando los mismos objetivos finales y tengamos las mismas motivaciones es algo que, culturalmente, se nos hace bastante difícil de asimilar. Así que muchos demonizan al opositor, tornándolo un enemigo ante los ojos de todos, simplificándolo, haciendo un esfuerzo por pulir las complejidades del pensamiento del adversario e intentando resumir todas sus propuestas a una palabra, una única palabra que sea capaz de despertar las más atávicas virulencias. Así es como muchos ganan seguidores, conquistan apoyo y engruesan sus filas contra las de su adversario. Una de las palabras más utilizadas con estos propósitos en los medios eclesiásticos evangélicos ha sido justamente la palabra “liberal”.

“Liberal” es una de las palabras más usadas y menos entendidas en la historia. Esto la hace muy útil para los inescrupulosos de siempre. Es una especie de palabra mágica que tiene el poder de trasformar al simple opositor en un ser maligno, demoníaco, que quiere destruir el futuro de la familia tradicional, de la iglesia fiel, del matrimonio bíblico, de la sana doctrina, de las buenas costumbres. Es interesante que esta es una palabra que resulta altamente conveniente no definir para aquellos que quieren mantener el poder mediante la distorsión de la realidad. La agenda de estos manipuladores de conciencia –entre los cuales se encuentran no pocos pastores y obispos evangélicos– es justamente dejar que cada persona se imagine lo que quiera con la palabra “liberal”, mientras la gente común se siga imaginando algo malo (muy malo: como el fin de la civilización), entonces está todo ok. Así se puede seguir usando para atacar, desprestigiar y dar falso testimonio a diestra y siniestra.

Nadie quiere saber acerca de las complejidades de lo que significa ser tildado de liberal. Liberalismo político, económico y teológico son cosas tan distintas que todo tipo de combinaciones entre ellas es posible y ninguno de ellos está necesariamente ligado al liberalismo moral. Pero, tristemente, el común de los feligreses nunca ha querido leer más de 100 páginas corridas y muchos de ellos menos aún quieren darse cuenta de que, aún teniendo las ideas más conservadoras política y teológicamente, son por otro lado verdaderos defensores y promotores de pensamientos liberales económicos. Así que esto también los clasificaría, con justa razón, entre los “liberales”.

En la iglesia evangélica teológicamente conservadora, con la cual tiendo a identificarme, pocos quieren saber que, por ejemplo, el liberalismo teológico murió a inicios del siglo XX, aunque también es verdad que, desde esos años, han surgido otras corrientes tanto o más opuestas a la ortodoxia. Pero al liberalismo teológico en sí muchos eruditos le dan incluso fecha de deceso: la publicación del “Römerbrief” de Karl Barth en 1919 habría sido la “bomba puesta en el parque de juegos de los teólogos liberales”. Ni hablar sobre el, nada casual, apoyo de teólogos y pastores liberales de Alemania al Tercer Reich que terminó de desprestigiar por completo lo que quedaba del movimiento ya herido de muerte. Nadie quiere darse la lata de entender la epistemología de Immanuel Kant o la dialéctica idealista de G. W. F. Hegel a fin de comprender el por qué de los cuestionamientos liberales. Menos aún hay gente dispuesta a reconocer aquello que muchos eruditos reformados ortodoxos como G. Vos, G. K. Beale, Walter C. Kaiser y D. A. Carson ya reconocieron hace tiempo: que la contribución del liberalismo teológico a las ciencias bíblicas ha sido no menor, aunque no concordemos con sus presupuestos. Herramientas críticas como el “Sitz im leben”, la “Formgeschichte” y tantas otras siguen siendo usadas por muchos exegetas conservadores y es, simplemente, inconcebible hacer exégesis sin ellas. Y ni hablar sobre la tremendamente ignorante asociación automática e instantánea que muchos hacen en América Latina entre “teología de la liberación” y “teología liberal” ¡sólo porque suenan parecidas! Por más que ambas escuelas cuestionen la autoridad de la Escritura y relativicen la doctrina de la inspiración (negándola, incluso) por someterla a ideologías humanistas, ciertamente los posibles puntos de comparación paran por ahí. Adolf von Harnack y Albrecht Ritschl se deben dar unas notables vueltas de carnero en su tumba sólo de enterarse de que se les pone en el mismo saco que Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y otros teólogos de inspiración marxista o revolucionaria de izquierda.

Pero ¿quién se va a dar la lata de leer los volúmenes imprescindibles para entender todo esto? Es mejor mantener al pueblo en la ignorancia y hacerles creer que los liberales, como muertos vivientes altamente infecciosos, todavía andan dando vueltas por los seminarios y, mejor aún, cuando se logra hacer que la galucha identifique ciertas prácticas (que nada tienen que ver con ser o no liberal) con liberalismo. Por ejemplo: que un pastor use jeans, zapatillas y camiseta: ¡típico liberal! Que un seminarista lea un libro de Bonhoeffer: ¡vade retro liberal! Que un presbítero disfrute un tabaco en su pipa: ¡se pudrió todo! ¡El liberalismo invadió nuestras iglesias! Que cristianos quieran reformas sociales profundas en busca de una mayor equidad y justicia social: ¡puaj! ¡ya llegó el liberalismo izquierdoso a nuestros santos concilios! Y así, las simplificaciones siguen y siguen. Nadie quiere saber acerca de la oposición que Abraham Kuyper lideró en contra de los trajes demasiado formales de los pastores reformados holandeses. Nadie quiere enterarse de que Bonhoeffer no sólo no puede ser clasificado como liberal, sino que incluso fue un dolor de cabeza para no pocos teólogos liberales. Menos aún queremos reconocer que héroes de los evangélicos como Charles Spurgeon (que combatió con todas sus fuerzas a las escuelas liberales de teología en Inglaterra) y C. S. Lewis (que combatió el evolucionismo, la alta crítica y las filosofías humanistas con pasión y erudición) eran aficionados a fumar un buen tabaco. Muchos evitan reconocer, o nombrar siquiera, que John Knox lideró la revolución parlamentaria de 1559 en Escocia o que no pocos de los líderes de la revolución norteamericana de la década de 1770 eran de inspiración calvinista en su doctrina y miembros de iglesias reformadas (incluyendo al único clérigo firmante de la declaración de independencia de EEUU: el pastor presbiteriano John Witherspoon).

Pero, una vez más, mi convicción es que la culpa principal no es de la gente común, que siempre va a tender a seguir lo que le digan con buena retórica desde el púlpito. La responsabilidad principal es de esos líderes y pastores que, por no saber hacer una oposición honesta y leal, con todas sus complejidades, prefieren la trasnochada estrategia – usada en el pasado por estalinistas y fascistas por igual – de simplificar al opositor para crear un demonio al cual atacar con todo. Aquella estrategia que aplicó magistralmente Goebbels, brazo derecho de Hitler y líder de la propaganda nazi: simplifiquen al enemigo, si es posible hacerlo con una sola palabra, mejor aún. Hubo un tiempo que fue la palabra “comunista”, o la palabra “momio”, hoy en ciertos contextos es la palabra “homofóbico” o la palabra “fundamentalista”. En contextos evangélicos actuales, sin embargo, es la palabra “liberal”.

Desde el infierno Goebbels mira con envidia a estos líderes evangélicos, pensando “¿cómo no se me ocurrió a mí usar la palabra ‘liberal’ de manera tan laxa e irresponsable para así lograr mis objetivos?”… y mordiéndose la rabia, pero reconociendo su astucia, los aplaude.

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