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Tarea del historiador cristiano: entre el escepticismo y la esperanza

Pienso que la actitud del historiador cristiano no debe ser de reclusión y abstensión de todo juicio. Si fuimos creados con facultades racionales y existimos en una dimensión temporal debemos hacer uso de nuestro discernimiento racional para apuntar -desde la humildad y la moderación- a esos problemas.

Escuchaba recientemente en un servicio dominical que “la historia de la humanidad es triste”. En efecto, una lectura posible es esa. La historia del ser humano está plagada de conflictos, guerras, crímenes, matanzas, pobreza, desastres naturales, miserias de los más diversos tipos. Cuando, por añadidura, se creía que la humanidad había aprendido -pienso en el período posterior a la Ilustración o post Primera Guerra Mundial- sobrevinieron nuevas catástrofes y peores guerras. La modernidad es una sucesión incesante de estos problemas. Al mismo tiempo se pueden constatar avances materiales, progresos políticos, institucionales, científicos y tecnológicos tanto en los últimos siglos como, si se prefiere, en las últimas décadas. Es importante precisar, por cierto, que este desarrollo reciente ha sido y es extremadamente dispar. Existen países y regiones que han logrado un progreso económico-social e institucional significativo, mientras que otros que se encuentran en la precariedad más absoluta, incluso han involucionado. La evidencia parece mostrar que no hay un progreso lineal de la humanidad. Baste registrar los conflictos presentes en Ucrania oriental, Nigeria, África Central, Libia, Sudán, Somalia, Afganistán y el sanguinario régimen que ha impuesto el Estado Islámico en las vastas zonas que controla en Irak y Siria. La constatación de Agustín de Hipona -en una época en que Roma se derrumbaba- de que la historia profana es una larga serie de miserias y sus años y días malos, parece tan actual como lo fue entonces.[1] Los siglos que separan un momento del otro no importan diferencias sustanciales.

Las perspectivas acerca de la condición del ser humano y de la historia de la humanidad, sin duda, abren campo a una discusión extensa. El párrafo anterior se podría profundizar y matizar más. Pero aún si lo dejamos ahí no sería descabellado pensar que incluso ciertos historiadores no cristianos lo suscribirían. La pregunta entonces es, ¿cuál es la tarea del historiador cristiano? Esto es, ¿qué tiene que decir el historiador cristiano sobre la existencia humana en su dimensión temporal? Lo primero es una aclaración preliminar que dice relación con la compatibilidad entre ciencia y fe. Del mismo modo como las demás ciencias son compatibles con el cristianismo, también lo es la ciencia histórica. Ni la fe en Cristo anula la razón crítica, ni el razonamiento histórico la certeza en lo que se espera y la convicción en lo invisible.[2] Ilustrativo es en este sentido el libro “Jesús de Nazaret” de Joseph Ratzinger.

Hecha esta aclaración, me atrevería a afirmar que una de las perspectivas del historiador cristiano consiste en un cierto escepticismo en la reflexión sobre la naturaleza del ser humano y la historia del mismo. Dicho esto, aclaro que parto específicamente de la historia europea y universal de los siglos XIX y XX, y que estas líneas corren el riesgo de trasuntar el sesgo de esta visión. Así como el relato bíblico, también la historia muestra transversalmente la falibilidad humana y el problema del exceso de confianza del ser humano en sí mismo. El optimismo antropológico está descartado, sin concluir por ello en un pesimismo fatalista. Vamos por lo primero. Si hay un siglo que muestra las dificultades del exceso de confianza en sí mismo es el siglo XX. Esto dice relación con un problema básico: la tendencia al desconocimiento de la naturaleza esencialmente imperfecta, endeble del ser humano. Y no sólo se desconoce, sino que existe una cierta inclinación a la inversión de esta relación. Ilustrativas son la retórica constructivista radical del “superhombre”, de la “comunidad de la raza superior”, del “nuevo hombre”, de la “nueva sociedad” y otros. Por eso los proyectos refundacionales, el afán de volver a fojas cero -como si la existencia histórica del ser humano no implicase un “peso”, que muchas veces puede ser negativo, pero que otras puede ser positivo-, las retóricas totalizantes merecen una mirada recelosa, un cierto escepticismo. Ya lo advertía -no siendo un historiador declaradamente cristiano- Joachim Fest en su libro “Yo no”.[3] Pues muchas veces subyace ahí un afán -ya sea abierto o velado- de construir el paraíso en la tierra, de crear una Nueva Jerusalén terrenal. Y es precisamente ahí donde el ser humano invierte la relación en la que fue puesto desde la creación y se erige en ídolo, en su propio fetiche, -pienso en el culto a la persona en regímenes totalitarios- rápidamente siguen las peores formas de dominio y esclavitud. Milan Kundera puso esta idea de manera a la vez alegórica y magistral sobre el papel en su novela sobre la “insoportable levedad del ser”, cuando relata cómo el hijo de Stalin, al no ser tratado como el “hijo de dios” en un campo de concentración y obtener el trato que merece, prefiere lanzarse a la alambrada y morir desangrado.[4] La arrogancia humana y el voluntarismo como programa desconocen la fragilidad esencial de la condición humana, y el programa se vuelve más rápido de lo que se cree en arrogancia degradante. Ahí donde pretende humanizar se termina deshumanizando, donde se pretende erradicar el mal se lo termina sembrando. Los peores ejemplos que ofrece el siglo XX son elocuentes. Los totalitarismos como el nazismo en Alemania y el comunismo en la Unión Soviética y en China con sus matanzas son paradigmáticos, pero la lista complementaria de otros genocidios, dictaduras y fanatismos religiosos -o de la clase que sean- es larga.

Dicho esto hay que hacerse cargo de algunas dificultades, pues se podrían deducir dos consecuencias negativas. Una dice relación con la pregunta, si acaso del recelo a la fetichización de lo humano no resulta que el historiador cristiano debe callar ante lo que se presenta como injusticia o mal -ya sea presente o pasado- y recluirse en su celda. Pienso que la actitud del historiador cristiano no debe ser de reclusión y abstensión de todo juicio. Si fuimos creados con facultades racionales y existimos en una dimensión temporal debemos hacer uso de nuestro discernimiento racional para apuntar -desde la humildad y la moderación- a esos problemas. Es un tránsito por un difícil camino intermedio entre el cerrar de ojos o la resignación fatalista y el constructivismo acérrimo, que quiere creer que con un poco más de esfuerzo humano o con una cuota mayor de voluntad inquebrantable se logrará “salvar el mundo”. La distancia entre el voluntarismo constructivista y el proyecto de construcción del paraíso en la tierra es corta. Un dato interesante de esta relación -muchas veces peligrosa- es que muestra la sed humana de redención.

Una segunda dificultad dice relación con la pregunta, si acaso el esceptismo ante los esfuerzos y proyectos humanos no puede desembocar en un escepticismo radical, en una filosofía de la sospecha. Ciertamente hay círculos cristianos rayanos en una condena de todo emprendimiento humano per se. Una perspectiva de investigación y análisis histórico semejante correría precisamente el riesgo de desconocer la dimensión limitada y temporal de la existencia humana, dimensión – por lo demás- en la que fue puesto el ser humano. El ser humano fue hecho a semejanza, pero no igual a Dios. La dimensión temporal, la dimensión humana del ser humano es, valga la redundancia, objeto legítimo de estudio.

Por último es importante hacer referencia a un aspecto que puede parecer obvio: el concepto del tiempo humano, esto es, su linealidad. El historiador cristiano debe conocer, investigar e interpretar el pasado, pero sin olvidar que los hechos -también los procesos- históricos son un punto dentro de una línea con un principio y con un fin. La alusión al Alfa y al Omega de la historia puede parecer un lugar común, pero si se consideran los tiempos que corren no lo es necesariamente. Esta problemática tiene una dimensión doble. Una dice relación con una visión derivada de la visión lineal cristiana de la historia, pero emancipada de ella. Se trata de la versión secularizada propia de la Ilustración, que, partiendo de un optimismo antropológico, creía en el progreso indefinido de la humanidad desde el “siglo de las luces”. Sin embargo, fue precisamente la fe ilimitada en el ser humano la que dio paso a las escatologías intramundanas más radicales de la historia. Una de las mejores expresiones fue el marxismo, que abiertamente negaba la existencia de una realidad más allá de la material y que confiaba en la redención de la humanidad en un futuro utópico. Tampoco lo fue menos el nazismo, que en los días finales del Tercer Reich prometía que si éste se hundía sucumbiría con él toda una civilización. El terror y los millones de muertos que dejaron a su paso los totalitarismos de Stalin y Hitler son elocuentes. Sin perjuicio del aprendizaje que parecen haber dejado la resaca de los genocidios –pienso en el judío y en el armenio-, los totalitarismos y las guerras mundiales del siglo XX, al menos en el mundo europeo-occidental, hay razones suficientes para desterrar la idea del progreso indefinido de la humanidad.

Una segunda dimensión dice la relación con la penetración cada vez más profunda en el mismo mundo occidental de filosofías de origen asiático que propagan una visión cíclica de la historia. Abundan actualmente los budismos, esoterismos, “tarotismos” y otros, que difunden la creencia en la reencarnación y en la repetición eterna de los mismos ciclos temporales. Hay que tener mucha fe para creer en el mito del eterno retorno. Pero la misma orientación esotérica no aporta sino un dato interesante: la búsqueda de sentido y de redención en muchos. El historiador cristiano, en cuanto agente público, debe apuntar a la linealidad de la historia, al principio y fin de ella, al desarrollo no-fatalista de ella. En última instancia se trata de la no fácil tarea de mostrar el sentido extraterrenal que hay en la historia, cuya culminación se encuentra en obra de Cristo en la cruz. Es lo que Karl Barth, llamó salvación “extra nos”, es decir, la salvación extramundana. El hombre no puede salvarse a sí mismo, sólo Cristo puede redimir a la humanidad. La mirada cristiana de la historia es, por tanto, positiva y llena de esperanza.

El historiador se mueve, en consecuencia, en una delgada línea entre un humilde y moderado escepticismo respecto de los afanes y accionismos humanos y la esperanza en el mundo venidero redimido y perfecto. Así como las maravillas de la naturaleza reflejan y ponen en evidencia al Creador del universo[5] -pienso, por ejemplo, en los maravillosos cielos, montañas y pampas patagónicas- del mismo modo el historiador debiera apuntar -sin necesariamente confundir su labor con la del teólogo o pastor- al Señor de la historia.



[1] Agustín de Hipona, La ciudad de Dios XII, 12; 13; 20; 21.Véase también Leo Elders, “La historia, su sentido y su fin”, en Paola Corti, Rodrigo Moreno, José Luis Widow (Eds.), El fin de la historia, Altazor, Viña del Mar, 2008, p. 35.

[2] Hebreos 11:1.

[3] Joachim Fest, Ich nicht, Rowohlt, 2006.

[4] Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, Tusquets, 2008.

[5] Véase el Salmo 19:1. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos.”

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