Estudios Evangélicos

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Eutanasia, ¿por qué no?

¿Por qué no? Explicar ese porqué al mundo es dar cuenta también ante nosotros mismos respecto de cómo enfrentamos la muerte y la vida

I.               Introducción

 

Hace algunos meses falleció mi abuela. Tras una vida de servicio a Dios y al prójimo, una vida en muchos aspectos plena, vino una etapa de la vida que puede parecer menos feliz: vejez, enfermedad, muerte. Durante los últimos días, como en muchos casos, ya no había comunicación con ella. ¿Por qué no le ahorramos esos últimos días? ¿Por qué ningún miembro de la familia hizo la propuesta de abreviar el dolor? Después de todo, la muerte esperaba en cualquier caso a no más de una semana de distancia. Lo de bien o mal que se puede hacer en la vida ella ya lo había hecho. No habría sido “escapismo”. ¿Por qué no pasó por nuestras mentes esta alternativa? ¿Hijos y nietos cegados por un tabú? ¿Irracionalidad que impidió nuestra compasión?

 

Así lo deben creer muchos que, honestamente, creen que la eutanasia es una medida compasiva, una “muerte digna”. Que creen que, aunque un prejuicio religioso nos impida a muchos tal práctica, al menos deberíamos tener la deferencia de dejar la puerta abierta a otros. Así es como el “tabú” de hecho ya ha caído en algunas sociedades, y la práctica se encuentra legalizada. En otros casos, nos encontramos al comienzo del proceso de discusión[i]. Podemos entrar a él con la pregunta que encabeza este artículo: ¿por qué no? Explicar ese porqué al mundo es dar cuenta también ante nosotros mismos respecto de cómo enfrentamos la muerte y la vida, y respecto de cómo discutimos problemas morales conflictivos.

 

Pero a diferencia de otros temas en disputa, como las prácticas homosexuales o el uso del dinero, estamos aquí ante un tema en el que la Biblia no contiene ningún texto expreso. Con todo, algo nos dice:

 

Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Aún han de morar ancianos y ancianas en las calles de Jerusalén, cada cual con bordón en su mano por la multitud de los días. Y las calles de la ciudad estarán llenas de muchachos y muchachas que jugarán en ellas (Zac. 8:4-5).

 

¿Cómo puede ser relevante un texto como éste? Pues sencillamente porque se celebra aquí la existencia de vidas “inútiles”. Se celebra que va a haber niños, no porque estén estudiando o porque sean “el futuro”, sino la vida de muchachos y muchachas que juegan. Se celebra que haya ancianos y ancianas… ¿haciendo qué? Morando. ¿Para qué más? Al menos a ellos a nadie se le ocurrirá celebrarlos como “el futuro”. Se los celebra como parte de la vida humana, como quienes la han enriquecido en parte con lo que han hecho pero sobre todo con lo que son. No hay textos expresos en la Biblia sobre la eutanasia, pero es esta perspectiva, que valora la vida como algo en sí mismo digno de celebración –sin distinciones entre vida digna o indigna- la que permitirá una evaluación bíblica de la práctica actual.

 

Con todo, no es irrelevante el hecho de que no haya textos bíblicos que directamente aborden la cuestión. Eso lo constituye en un caso especialmente desafiante para ver cómo un pensamiento cristiano capaz de darse a entender racionalmente a los demás, da cuenta de un problema humano. Uno de los modos de hacer eso es una vía “negativa”, concentrada principalmente en analizar los argumentos adversarios, para ver qué problemas y resultados positivos van saliendo de ahí. Ese modo de proceder va a desempeñar cierto papel a continuación.

II.             Las elementales distinciones

 

Partamos por ver cómo estos temas llegan a la prensa y se instalan en la discusión pública. Hace poco tiempo una niña inglesa, Hannah Jones, tras vivir durante sus casi trece años bajo interminables tratamientos que no significaban cambio positivo alguno en su salud, solicitó acabar con los tratamientos, poder volver a su casa: sabiendo que su vida seguramente no duraría mucho más, prefirió al menos vivir sólo unos pocos meses más en paz con su familia, liberada del encarnizamiento terapéutico[ii]. Tal decisión, por supuesto, no constituye un caso de eutanasia en sentido propio. Pues hay aquí ciertas distinciones que es fundamental mantener en pie: ante todo, la distinción entre eutanasia pasiva y eutanasia activa. Como eutanasia pasiva se designa no el poner fin a la vida de alguien, sino el dejar de prestar los servicios que mantienen a alguien en vida. También esta eutanasia pasiva puede por supuesto ser reprobable: si alguien se mantiene en vida por un medio ordinario, como que le demos un vaso de agua, es criminal no darle tal vaso. Pero la eutanasia pasiva con respecto a medios extraordinarios –el dejar de aplicar medios extraordinarios, como sumo dolor, interminable tratamiento, etc.- siempre ha sido considerada lícita no sólo en la tradición legal occidental, sino también por la moralidad cristiana: Hannah pidió que se le suspendiera un tratamiento, no que se hiciera algo que la matara. Es esto último, en cambio, lo que ha sido rechazado por la mayor parte de la tradición humana e inequívocamente por parte del cristianismo. Es eso lo que se designa como eutanasia activa, el activamente hacer algo –ordinario o extraordinario- para terminar con la vida de otro. Y es a esto a lo que se suele llamar eutanasia –a secas- en la discusión pública.

 

Recordar tales distinciones no está demás. Pues cuando se hizo público el caso de Hannah Jones, los promotores de la eutanasia no dudaron en colgarse de su caso para publicitar la propia causa. El rector de una universidad chilena, por ejemplo, incluso teniendo presentes tales distinciones, acababa un artículo echándoselas todas al bolsillo y declarando que este caso daba “una buena razón no sólo para apoyar una decisión como la de Hannah y sus padres, sino también para promover la eutanasia”[iii]. Naturalmente esto es un error lógico que asombra en un rector: si el caso de Hannah y la eutanasia son cosas distintas, entonces los argumentos que apoyan una de las causas no bastan para apoyar la otra. Pero esta clase de imprecisiones abundan en la discusión pública: constantemente se intenta “sensibilizarnos” para una legalización de la eutanasia activa, pero mediante ejemplos que en realidad son de eutanasia pasiva. Una adecuada respuesta ante la eutanasia pasará, pues, no sólo por tener ciertas firmes convicciones morales respecto del valor de la vida, sino que pasará también por tener mentes despiertas, que luchen en todos los frentes contra este tipo de confusiones conceptuales, que mantengan vigentes las distinciones fundamentales.

 

¿Pero por qué son importantes estas distinciones? Hay una mentalidad para la que no son importantes: aquella mentalidad para la que sólo importan los resultados, para la cual todo debe ser medido desde las consecuencias. Para quienes piensan así estas distinciones por supuesto son y deben ser irrelevantes, porque el resultado, en estos distintos casos, efectivamente será el mismo: eutanasia pasiva o activa, medios ordinarios o extraordinarios, todo acaba finalmente con el paciente voluntariamente muerto. Así, al que sólo le interesan los resultados, las consecuencias, todo esto debe parecerle lo mismo. Pero los cristianos, al igual que muchos otros seres humanos de distintas creencias, creemos que las consecuencias no son lo único que importa para evaluar una acción. Y tenemos razones para no creer eso. En la discusión sobre la eutanasia eso se ve, al menos, en un elemento central, que es pasado por alto por quienes sólo evalúan los actos desde las consecuencias: la dignidad del médico. Quienes gustan de promover la eutanasia hablando de una muerte “digna” olvidan que aquí hay más de un actor involucrado, omiten astutamente la figura del médico, como si éste fuera una herramienta utilizada en el proceso y no un agente moral. Pero no sólo existe un resultado en el paciente muerto, sino un alma del médico; y ésta queda seriamente dañada si le pedimos incorporar en su profesión el matar.

 

Ahora bien, si reconocemos que las consecuencias no son siempre el criterio decisivo para evaluar una acción, eso no sólo echa luz sobre el papel del médico, sino que nos recuerda, en términos muy generales, que no se puede hacer cualquier cosa con tal de reducir el sufrimiento. Con estas palabras en cursiva están planteados los argumentos de quienes promueven la eutanasia activa. Pues las condiciones que suelen invocar para legitimar la eutanasia son precisamente la autonomía del paciente, y el gran sufrimiento (normalmente acompañado de diagnóstico irreversible). A esos dos puntos nos dirigimos a continuación. Las dos condiciones suelen ser presentadas como un conjunto; pero, como se podrá ver, hay razones para tratarlas por separado.

III.           El criterio de la autonomía

 

Lo primero que está en cuestión es, pues, la autonomía del paciente. “Paciente” de hecho suena mal en este contexto, pues este término hace referencia a pasividad. Para la mentalidad actual “cliente” queda mejor; ¿pues quién quiere reconocerse como paciente? En efecto, la discusión sobre la eutanasia se enmarca en una hoy muchas veces perturbada relación médico-paciente. El paciente es más bien un cliente; el médico, en tanto, ha dejado de ser visto como tradicionalmente lo era, pasando a ser más bien una suerte de técnico de la salud, una especie de prestador de servicios, y la clínica como un “mall de la salud”. Ahora bien, si somos clientes, que van a ese mall, ¿no tenemos derecho a decidir sobre nuestra vida, tal como en otros negocios también decidimos lo que queremos? Ese es uno de los argumentos más sencillos que nos encontramos en la discusión sobre la eutanasia, y por supuesto también mucho más allá de ella. La primera impresión es que, cualquier cosa que uno responda, parecerá un rechazo o una crítica de la libertad y que, por tanto, ante esta objeción es mejor callar. Pero hay mucho que puede ser dicho y, como se verá, nada de ello va contra la libertad.

 

En primer lugar hay un argumento de naturaleza moral y legal: el que concede lo más, tiene que conceder lo menos. Se trata de un principio muy sencillo: si afirmamos que el hombre posee o debe poseer el mayor de los derechos (como es el decidir sobre la propia vida), no se le puede a la vez negar derechos de naturaleza menor a ése. ¿Qué derechos? Por ejemplo, el vender su libertad: si tengo derecho a poner fin a mi vida, ¿por qué no también el derecho a venderme, para salir así de mi mala situación económica (que para muchos es tan “terminal” como la peor enfermedad)? Ahora bien, la argumentación contra la esclavitud depende en muchos casos de que neguemos que exista tal derecho a vendernos. Es decir, un rechazo consistente de la esclavitud supone que aceptemos que ciertos derechos son inalienables; e inalienable no significa solamente que no nos los pueden quitar, sino que tampoco podemos renunciar a ellos. Si queremos mantener tal argumentación contra las distintas formas de esclavitud, no se puede a la vez pedir que exista derecho sobre el fin de la propia vida. Wittgenstein comprendía bien la radicalidad de esto cuando en su diario de vida escribe que “si está permitido el suicidio, está permitido todo”. Si la relación que tenemos con nuestra propia vida es la de relación con una posesión –si nos tenemos que entender a nosotros mismos como una de nuestras tantas propiedades- no hay motivo por el cual el resto de la realidad no quede también reducida a mera posesión.

 

Quienes hablan sobre este papel decisivo de la autonomía pueden naturalmente estar queriendo limitar la eutanasia. Como buenos liberales, pueden creer que un programa estatal de eutanasia –como medida sanitaria a gran escala, por ejemplo- es algo malo, pero que todo está bien mientras se garantice que sea voluntaria. Creo que con esta distinción se engañan, y para ver eso conviene analizar qué tan clara es la brecha entre lo voluntario y lo no voluntario en estos temas. Y lo primero que resulta sorpresivo es la presunción de que, sobre la materia más importante, las personas tomarían una decisión libre e informada –pero precisamente en el momento en que son más incapaces para tomar una decisión libre e informada. La verdad es que tomar una decisión sobre la propia muerte en un momento en que estamos sanos y llenos de vigor ya es una elección que nos queda grande; cuánto más si se nos plantea la cuestión en un momento en el que estamos débiles, enfermos o deprimidos. Ni hablar de cuando estamos inconscientes. Así, salvo en muy contados casos, rápidamente entran a decidir otros: parientes sobre los que se hace caer la cruda pregunta, o bien funcionarios de turno. Rápida e inevitablemente comienza a retroceder la autonomía como criterio rector. Y de hecho, si tomamos el paradigmático caso de Holanda, vemos que un porcentaje altísimo de las miles de personas que anualmente son ahí eliminadas mediante la eutanasia activa, lo son no por decisión personal, sino por decisión de un médico[iv]. Ahora bien, si realmente fuera consistente el aprecio moderno por la autonomía, lo obvio sería que el caso de Holanda causara indignación a nivel mundial, e innumerables condenas morales de todo tipo de instituciones. Pero nada de esto ocurre, lo cual es la prueba práctica de que un mundo drogado con la idea de que la eutanasia voluntaria no es intrínsicamente mala, tampoco reaccionará ante una eutanasia involuntaria.

 

Se añade a esto un argumento al que ya hemos aludido: como se trata no sólo de un suicidio, sino de un suicidio asistido, es irreal suponer que estará involucrada sólo la voluntad del que decide poner fin a su vida. Necesariamente se incluirá también a quien lo deba asistir, el médico. Pero esto implica un trastorno del ethos profesional de los médicos. Significa que en el mismo sentido en que es parte de su trabajo el sanar, será también parte de su trabajo el matar. Deberán, en efecto, acostumbrarse a que esto sea una de las tareas que con cierta frecuencia les toque cumplir. Es muy poco probable que eso, el tener como parte de nuestra rutina de trabajo el poner fin a la vida de otros, haga bien al alma de alguien. Es la razón por la que a muchos no nos habría gustado ser verdugos en tiempos o lugares en que se aplicaba la pena de muerte. Pero ese tipo de profesión es el que obligaremos a ejercer a algunas personas: matar como parte de la rutina profesional. La apelación a la decisión libre y voluntaria se muestra pues una vez más como frágil: mi decisión voluntaria de morir incluirá el deber de otro de matarme.

 

En un último paso hay que ver cómo se une esto con el cuidado y la compasión; y una vez más se verá aquí que es falaz la apelación a la autonomía para resolver la discusión. El punto decisivo es el siguiente: hoy puede ser un duro trabajo hacernos cargo de alguien que está sufriendo, pero en general no lo culpamos; entendemos que simplemente “nos tocó” o que es nuestro deber, o nuestro destino, etc., pero no es culpa del que sufre. Y así él tampoco se siente culpable. Pero esto cambiará drásticamente si se introduce la eutanasia. Entonces sí se introducirá la siguiente idea: el paciente tiene la opción de poner fin a este estado, y no lo hace; por lo tanto, él es el culpable de que nos caiga encima la carga de su cuidado. Muchos ancianos ya tienen por naturaleza la constante preocupación de no ser una carga para otros; si abrimos la puerta de la eutanasia, sólo haremos que se agudice en ellos esa sensación. Hoy no pensamos así, precisamente gracias a que el paciente no tiene esa opción de poner fin a su vida. Pero si la tiene, la conclusión es inevitable: ¿por qué no hace uso de su derecho? Con esa pregunta su presunto derecho a morir pasa a convertirse en un deber: recaerá en él el deber moral de poner fin a su vida para no ser una carga para otros. Ahí queda, en el baúl de los recuerdos, la idea de una decisión voluntaria; y con ella, toda cultura del cuidado.

 

En cuanto al argumento de la autonomía, no cabe pues sino rechazarlo. Pero, contrariamente a la primera impresión, no es la autonomía ni la libertad la que es rechazada, sino que un poco de reflexión ha mostrado que, precisamente abrir la puerta a la eutanasia, lejos de acrecentar nuestra libertad, es ejercer una presión indebida sobre la libertad de personas débiles, e invitar (según el tipo de ley tal vez obligar) a terceros a actuar contra su propia voluntad. Es precisamente en nombre de la dignidad y la libertad que hay que oponerse a la eutanasia[v]. Pasemos pues al otro argumento.

IV.           El argumento del sufrimiento

 

El sufrimiento humano es uno de los grandes males que hay en el mundo, y uno de los males que estamos llamados a reducir con todos los medios lícitos que estén en nuestras manos. Esto no es un punto de desacuerdo entre los adversarios y los partidarios de la eutanasia, sino precisamente un punto de acuerdo. Sobre lo que estamos en desacuerdo es sobre cuáles son dichos medios lícitos. Al respecto, el argumento contra la eutanasia se puede resumir de un modo muy sencillo: que hay cientos de medios lícitos para reducir el sufrimiento, pero entre ellos no se encuentra el quitar de en medio nuestro al sufriente.

 

Ahora bien, al abordar el papel que el sufrimiento desempeña en la discusión, puede ser recomendable tener a la vista dos preguntas distintas. En primer lugar, si acaso es lícito usar el sufrimiento como comodín de las discusiones morales, como si todo se pudiera resolver preguntando si con tal o cual acción se reduce o aumenta el sufrimiento en el mundo. Una respuesta adecuada a esa pregunta excede por supuesto el marco de este artículo, pero creo que está claro hacia qué dirección debería apuntar una respuesta: ir al doctor puede producir sufrimiento y, sin embargo, reconocemos que puede ser bueno ir. ¿Por qué aceptamos eso? Porque reconocemos una diferencia entre bien físico y bien moral, que es el bien de la persona completa. Tener eso presente basta, al menos, para evitar que la presencia de sufrimiento sea algo que por sí sólo desequilibre la balanza en las discusiones morales.

 

            Pero, en segundo lugar, hay que preguntarse si realmente es esto, el sufrimiento físico, lo que con mayor frecuencia suele llevar a solicitudes de eutanasia. No hay ninguna evidencia en esa dirección, sino más bien en el sentido contrario. En épocas en que la medicina paliativa se encontraba en un estado de subdesarrollo, las cosas pueden haber sido distintas. Pero hoy, en cambio, dadas las altas posibilidades de reducción del dolor, éste ha dejado de ser causal principal para solicitud de eutanasia. Mucho más decisiva es hoy la sensación de abandono. No son los pacientes que más dolor físico sufren, sino los más abandonados, los que tienden a no ver sentido alguno en la vida, solicitando en consecuencia que se le ponga fin. ¿Qué importancia tiene esto? Toda la importancia imaginable: pues para muchos de estos pacientes, el único punto de apoyo es su médico. La existencia del médico, alguien dispuesto a trabajar por mantenerlos en vida, es lo que los mantiene a flote: lo que les indica que su vida es valiosa para alguien. Pero si el médico deja de ser lo que es, para incorporar dentro de sus funciones también el poner fin a la vida, entonces desaparece precisamente la única instancia que les daba apoyo en medio del abandono. El médico que me visita hoy, ¿me está mirando como alguien que merece ser mantenido en vida, o como alguien que ya debería haber solicitado la eutanasia? El hecho de que un paciente, en el momento de mayor abandono y depresión, pueda llegar a plantearse esta pregunta, es fatal para el mismo. Pero es la pregunta que inevitablemente se hará donde la eutanasia se haya legalizado.

 

Por último, hay que notar que los dos argumentos que hemos discutido hasta aquí, autonomía y sufrimiento, suelen ser presentados en conjunto, válidos sólo como una dupla. Pero es natural que en la mayor parte de la discusión pública en realidad se independicen el uno del otro, llevando también así a una ampliación de la eutanasia. Eso por razones obvias: Si la autonomía es tan importante, ¿por qué reducirla a casos de extremo sufrimiento en la vejez? ¿Por qué esperar la vejez con sus peculiares problemas, si puedo poner fin a una vida que a los cuarenta años me parece ya frustrada –por problemas laborales, por depresión o por penas de amor? Y viceversa: ¿Por qué reducir la eutanasia a sufrientes autónomos, siendo que el sufrimiento es un mal tan grande, que deberíamos aplicar la eutanasia también a sufrientes no libres, no conscientes, como son, por ejemplo, personas con distinto tipo de discapacidad mental?[vi] De hecho, eso es y ha sido un proyecto que muchos tienen en mente. A eso corresponde dirigir ahora la mirada.

V.             El trasfondo histórico

 

Hace pocos años tuvo gran éxito la película “Mar Adentro”, de Alejandro Amenábar. La película, que evidentemente estaba al servicio de la legalización de la eutanasia, contaba la historia (real) de Ramón Sampedro, un hombre cuadripléjico tras un accidente, que durante años luchaba por poner fin a su vida. Pero lo realmente interesante son los paralelos con un éxito cinematográfico del mismo estilo, pero del año 1941: “Ich klage an!” (Yo acuso). Dicha película fue producida por orden del ministro de propaganda del régimen nacionalsocialista, Joseph Goebbels, con el fin de “sensibilizar” a la población alemana en torno a la eutanasia. Entre todos los ingredientes que buscan “hacernos pensar” se encuentra incluso la figura de un pastor que originalmente está en contra de la eutanasia, pero luego se vuelve a favor de ella, con el argumento de que si Dios nos dio la razón, es para que la usemos… “Usar la razón” significaba entonces –como para muchos hoy- adherir al régimen de turno. Dicha exitosa producción pavimentó el camino para la aceptación general del despiadado programa de eutanasia del régimen nacionalsocialista.

 

Esto es de interés más que histórico. No se debe olvidar el origen de estas prácticas, bajo qué mentalidad por primera vez fueron promovidas y aplicadas a gran escala: la Alemania nazi. Desde luego hoy los promotores de la eutanasia buscan distanciarse de la eutanasia del modo que era vista por ellos: ellos la aplicaban a todo el que consideraban llevar una vida indigna, hoy se afirma querer limitarla a los casos en que se trate de una decisión voluntaria del afectado. Pero ya he indicado los argumentos por los cuales dicha limitación a un acto voluntario es irreal y acaba involucrando a un grupo mucho mayor. ¿Es la situación de hoy radicalmente distinta de la de entonces? En un sentido sí y en un sentido no. Está claro el sentido en que no: los gobiernos progresistas de hoy por supuesto no están buscando un programa de pureza y perfección racial. Pero hay, sin embargo, ciertos elementos en común, como un cierto ideal de “salud total” presente en muchos grupos ideológicos de hoy. La retórica puede ser distinta, pues ya no se exalta “tierra y sangre” como en los años cuarenta; pero la subyacente filosofía socialdarwinista de supervivencia de los fuertes y de exaltación de la vitalidad en ningún caso es algo de lo que la cultura contemporánea se haya desprendido.

 

Por lo demás, no es casual el momento en el que resurge la promoción de la eutanasia. Las sociedades occidentales se encuentran hoy en una situación demográfica sin par en la historia: sociedades con una enorme población de edad avanzada, y con una escasa población en edad productiva para mantenerla. ¿Será casualidad que precisamente en ese momento se nos ocurre ser “compasivos” con dichos ancianos (y restantes “improductivos”), abriéndoles una puerta… destinada a hacerlos desaparecer? Se requiere bastante ingenuidad para creer eso, ingenuidad que en estos temas no debe ser bienvenida.

VI.           ¿A quién sacrificar la vida? Suicidio y martirio

 

Hace algunos años tuve la oportunidad de discutir con un pastor español que promovía activamente la legalización de la eutanasia. Muchos argumentos, por parte de él y por parte mía, eran moneda corriente, que se podría oír en cualquier discusión sobre el tema. Pero en un punto introdujo una observación inusual, a saber, una comparación con el martirio. La vida nos ha sido dada, afirmaba el pastor, por lo que siempre tenemos derecho a darla. “Lo hicieron así nuestros mártires en Sevilla y Valladolid en los años 1559 y 1560, cuando una palabra a tiempo les hubiera salvado de la vida”. Del derecho al martirio sacaba una conclusión muy sencilla: “La vida, para el cristiano, no es un bien absoluto”[vii]. Y de esta sencilla conclusión se sigue naturalmente que la eutanasia puede ser lícita.

 

¿Qué forma debería tomar una serena evaluación de estas afirmaciones? En ellas la verdad y el error parecen estar mezclados de un modo difícil de distinguir. Lo mejor en esos casos es dejar que lo que hay de verdad eche luz sobre lo que hay de error. Y lo que hay de verdad en estas líneas es muy claro: que la preservación de nuestra vida física no es el bien supremo del universo. Si no es el bien supremo, puede haber ocasiones en que deba ser sacrificado a otros bienes. Eso ocurre, por ejemplo, en el martirio: la fidelidad a Cristo es comprendida como un bien superior, por el cual sacrificamos nuestra vida física. ¿Bien superior para quién? ¡Precisamente para nuestra vida! No es que deje de importarnos nuestra vida, sino que por ella, por algo que es mejor para ella, sacrificamos un aspecto de esta vida, que es la vida física. Ciertamente no ocurre lo mismo cuando la vida física es sacrificada a un elemento de sí misma, como su propio bienestar[viii]. Que no estamos ante el mismo tipo de fenómeno, sino ante fenómenos que deben ser evaluados de modo muy distinto, queda claro mediante dos sencillas preguntas. ¿Cuántos mártires se sentirían cómodos con tal comparación? ¿Y a qué médico se le hace justicia comparándolo con los ejecutores de los mártires? También en la discusión entre cristianos, por lo que se puede ver, es importante mantener vigentes ciertas distinciones.

 

Pero desde luego la alusión al martirio no está totalmente fuera de lugar. No está fuera de lugar aquí, ni en ninguna conversación entre cristianos. Eso de dejarse matar tal vez no parezca muy pro vida… Pero sí: precisamente el martirio –la forma suprema del testimonio- es lo contrario de la actual cultura de la muerte. En la base de ésta se encuentra la actitud consistente en poner el propio yo antes que la vida de otros. El martirio es así en realidad la más extrema oposición a la cultura de la muerte, porque la enfrenta precisamente en su raíz, en su raíz individualista, que no quiere cargar solidariamente con los seres humanos indefensos. Y si no se nos pide aún el martirio propiamente tal, sí se nos pide en todo momento al menos un testimonio, el argumentar valientemente en estos temas.

VII.         Conclusiones

 

Los argumentos presentados en este artículo son, al menos algunos de ellos, de carácter concluyente. Son, además, argumentos comprensibles por cualquiera. Tal vez un cristiano tenga mayor disposición que un no cristiano a aceptarlos. Pero no descansan sobre principios exclusivamente cristianos. Si los cristianos somos capaces de articular de ese modo nuestras convicciones, no tenemos que tener ninguna reticencia en cuanto a esperar que estas convicciones encuentren acogida en la ley. No hay que tener temor alguno a que eso sea imponer nuestras convicciones. Desde luego, toda ley busca imponer. Pero lo decisivo es si se trata de una imposición justa o no. Y las leyes que salvaguardan la vida y la dignidad humana se encuentran entre las justas.

 

Pero al margen del aspecto legal, con todo lo importante que es, hay algo más. El modo en que nos involucramos como cristianos en la discusión pública es una de las cosas que dan forma a lo que seremos como iglesia. Está en cuestión no simplemente si se legaliza o no tal o cual práctica, sino que el modo en que hayamos argumentado en torno a ella dará forma a lo que nosotros seremos, y decidirá sobre si somos luz o no. Para que eso ocurra la oposición a la eutanasia activa es sólo una parte de lo que debemos hacer. Sería lamentable que nos quedáramos en ese mero “no”. Lo que debemos buscar es respuestas alternativas al mismo problema al que intenta responder la eutanasia. Eso se debe hacer en muchos frentes: hay que combatir el modelo de sociedad para el que sólo tienen valor las vidas “productivas”, hay que mostrar que no hay vida “digna” y vida “indigna”, hay que tomar distancia del culto a la juventud, que en amplios sectores de la sociedad ha llevado a una imagen puramente negativa de la vejez, hay que revertir la mentalidad que busca a toda costa alargar la vida, el culto a la “salud total”, y hay que crear instituciones dedicadas a acompañar a quienes están en el proceso de morir. Sólo de ese modo la muerte será reintegrada como parte de la vida. Y esa tarea es una en la que los creyentes deberían ser el principal pilar de la sociedad.


[i] En Chile el proyecto presentado por los diputados Juan Bustos y Fulvio Rossi se encuentra en primer trámite constitucional.

[ii] Véase la entrevista que se le hace en la revista Qué Pasa en http://www.quepasa.cl/medio/articulo/0,0,38039290_101111578_373560199,00.html

[iii] Carlos Peña en el cuerpo Reportajes de El Mercurio, domingo 23 de noviembre de 2008.

[iv] Para detalles sobre el caso holandés véase Tomás Villarroel. “Licencia para matar. Sobre la realidad de la eutanasia en Holanda” en www.estudiosevangelicos.org

[v] Para esta sección, tal como para el resto del artículo, he aprendido mucho de Spaemann, Robert. Límites: acerca de la dimensión ética del actuar Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2003.

[vi] Esta tendencia de los dos argumentos independizarse el uno del otro ha sido muy bien vista por Meilaender, Gilbert. Bioethics. A Primer for Christians Eerdmans, 2004.

[vii] Capó, Enric. “Sobre la eutanasia” en Lupa Protestante 21 de noviembre de 2006.

[viii] Sobre cómo “vida buena” y “buena vida” (o “calidad de vida”) pelean por ser el ser criterio rector para decidir sobre la vida he escrito también en “Vida y Vida Buena: las tareas de la política y las iglesias”.

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