Estudios Evangélicos

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El ethos tecnológico y el espíritu del nihilismo (post)moderno

La naturaleza compleja de los medios técnicos ha tendido a eclipsar los fines para los que estos medios fueron originalmente creados.

El objetivo del presente ensayo es sugerir que la plausibilidad de las sensibilidades nihilistas dentro de la  sociedad  y cultura occidental contemporánea deben mucho al impacto de la tecnología moderna en la imaginación occidental[ii] y que dado el espíritu intrínsecamente manipulador de la producción tecnológica moderna, se podría esperar que algo similar ocurra en cualquier cultura que esté comprometida sin reservas con el desarrollo tecnológico moderno. Dicho de otro modo, mientras que tal vez sea envidiable el nivel de riqueza material a la que la ciencia moderna y la tecnología han contribuido sustancialmente en occidente, aquellos que se valen de la tecnología moderna harían bien en considerar que esta afluencia ha tenido, al menos en occidente, un determinado costo. Por una parte, las soluciones tecnológicas a ciertos problemas materiales, sin querer, han creado otros problemas  materiales a los cuales se debe dar solución tecnológica. Los enormemente complicados problemas técnicos asociados a la eliminación de residuos nucleares es uno de los ejemplos más evidentes, como los son también los problemas ecológicos asociados al uso intensivo de fertilizantes químicos y refrigeradores. Sin embargo, igual de serios que los problemas asociados con el desarrollo de materiales científicos y tecnológicos, han sido los graves costos de este desarrollo en occidente a nivel de la conciencia. La ciencia y la tecnología nos han alentado a exagerar la importancia de un cierto tipo de saber y hacer técnico-racional, al sustituir el juicio cualitativo por el cálculo cuantitativo, al reemplazar los fines verdaderamente humanos por medios técnicos impersonales, al hacer una distinción forzada entre los “objetos” del conocimiento y el “sujeto” humano cognoscente, al purgar al mundo de significado religioso, y al asumir una postura peculiarmente manipuladora hacia la naturaleza, uno frente al otro y, en última instancia, hacia Dios. Todas estas tendencias están más bien directamente relacionadas con el secularismo y la impersonalidad, a las que se suele aludir bajo el rótulo de “decadencia” de la sociedad y la cultura occidental moderna. Tomados en conjunto, estos curiosos hábitos mentales forman una especie de base socio-estructural para el nihilismo moderno, y ahora, supuestamente, “postmoderno”.

Varias definiciones pueden ayudar a enfocar esta tesis con más claridad antes de que comencemos nuestro análisis. Tomado del latín modernus o “justo ahora”, el término “moderno” típicamente se refiere a la nueva perspectiva intelectual que dio origen y que ahora es inherente en las instituciones modernas y que la distingue de sus contrapartes pre-modernas o “tradicionales”. La “modernidad” se refiere al período de tiempo que se extiende hacia atrás desde el presente hasta el punto en que esta nueva visión comenzó a tomar forma. Y la “modernización” designa el proceso histórico y social en el cual esta nueva actitud intelectual ha dado origen a las estructuras sociales característicamente modernas, primero en occidente y ahora, con una rapidez cada vez mayor, en gran parte del resto del mundo. Aunque se sigue debatiendo intensamente cuáles eran (y son) los aspectos más importantes de esta nueva perspectiva intelectual y, concretamente, cómo precipitaron (y siguen precipitando) el proceso de modernización, la mayoría de los observadores coinciden en que la ciencia moderna y, en particular, la tecnología moderna, muestran el espíritu peculiar de la modernidad bastante sorprendentemente, un espíritu capturado en la palabra “manipulador”. Tal como el sociólogo norteamericano Peter Berger ha señalado:

La modernidad significa (en intención si no de hecho) que los hombres toman el control sobre el mundo y sobre si mismos. Lo que antes se experimentaba como destino ahora se convierte en una arena de elecciones. En principio, existe el supuesto que todos los problemas humanos se pueden convertir en problemas técnicos, y si las técnicas para solucionar ciertos problemas aún no existen, entonces deberán ser inventadas. El mundo se hace cada vez más “manipulable”[iii].

El “nihilismo”, por el contrario, simplemente designa la negación de cualquier base objetiva para el orden moral o, de hecho, de cualquier “verdad” más allá de la afirmación absoluta de la voluntad, en medio de la incesante lucha humana por la supervivencia y el reconocimiento que contrastan con una caótica falta de sentido como telón de fondo. Como un observador dijo recientemente.

“Nihilismo” significa resaltar la nada e indicar de manera significativa el sinsentido, pero sin objeción o protesta. La protesta contra el sinsentido que se realiza desde dentro del sinsentido no puede ser una protesta auténtica, ya que dicha protesta solo puede realizarse cuando se toma conciencia de que la falta de sentido es sólo relativa, y no toda la verdad. Por otro lado, tampoco el nihilismo es auténtico cuando uno dice el sinsentido sin una profunda reflexión… El verdadero nihilismo debe resueltamente admitir el sinsentido de la existencia humana y afirmar la misma. El verdadero nihilista debe asumir que la falta de propósito y falta de vocación de su existencia precisamente son el objetivo y la vocación de su existencia[iv].

Ahora bien,  aún cuando la confesión consciente de falta de propósito y de falta de vocación del nihilismo verdadero es todavía, por suerte, una rareza, incluso en el Occidente moderno, sí existe la opinión generalizada, y no sólo entre intelectuales, de que, en último término, depende de nosotros el generar y proporcionar significado y orden a nuestra propia existencia. De hecho, gran parte de lo que se discute hoy en día bajo el rótulo de “postmodernismo” simplemente refleja el hecho de que un número creciente de personas parece creer que la verdad, en efecto, depende de cada persona, y que, por lo tanto, lo que suele denominarse “verdad” en la sociedad es un reflejo de la convención, el consenso, y/o pura obstinación. Nuestra tesis es, pues, que existe una estrecha relación entre el espíritu manipulador de la tecnología moderna y la afirmación más o menos consciente de obstinación propia del nihilismo frente a la nada y al sinsentido. En otras palabras, aquellos que operan bajo el supuesto de que todos los problemas humanos pueden ser convertidos en problemas técnicos susceptibles de soluciones técnicas están, en efecto, automáticamente predispuestos a aceptar la proposición nihilista de que la realidad misma es una especie de artefacto humano, y que no hay verdad u orden en el mundo a excepción de lo que hemos logrado construir para nosotros mismos. Después de todo, tanto el hacer tecnológico moderno como el nihilismo filosófico moderno tienen como foco la definición autoimpuesta o, como dijo Nietzsche, la “voluntad de poder”[v].

Existen al menos dos razones por las cuales es importante reconocer que la tecnología moderna subraya la plausibilidad del nihilismo en la sociedad y cultura occidental contemporánea. La primera es que es muchos imaginan, incluso en Occidente, que la tecnología moderna es simplemente una especie de herramienta neutra, sin implicaciones morales intrínsecas y, por lo tanto, que está inocentemente disponible para cualquier uso que se le desee dar. Ya tendremos ocasión de debatir en mayor profundidad esta suposición bastante ingenua más adelante, pero baste aquí decir que la experiencia occidental en el transcurso de este último siglo sugiere que la tecnología moderna es mucho más que simplemente una herramienta neutral. En efecto, la tecnología moderna es una constelación única y poderosa de ideas que tanto describe como determina la calidad manipuladora de relaciones que hemos elegido asumir con respecto a la naturaleza, el uno al otro, y con respecto a Dios.

La segunda razón por la cual es importante reconocer la estrecha relación entre la tecnología moderna y el nihilismo moderno radica en que las sensibilidades nihilistas son profundamente peligrosas. La negación del orden moral y la creencia en la nada absoluta salvo la afirmación absoluta de la voluntad humana es destructora de la cultura, de la sabiduría, y, en última instancia, de seres humanos de carne y hueso. El nihilismo, en definitiva, es mortal. El sinónimo bíblico para el nihilismo es “anarquía”, la culminación de la tentación original de “conocer el bien y el mal” (Gn. 3:5), a través de la construcción de un orden moral propio que implica pasar por encima de Dios y hacerle frente. Se dice que tal «anarquía» es un signo de los últimos tiempos (2 Tes. 2:07 y ss.), lo cual precipita el juicio final y la ira de Dios.

Søren Kierkegaard (1813-1855) fue uno de los primeros en percibir la amenaza que plantea a seres humanos de carne y hueso el énfasis secular que la sociedad moderna occidental ha puesto sobre el control técnico-racional, y por ello será útil comenzar nuestro estudio con una de las observaciones característicamente penetrantes de Kierkegaard. “Cada época”, comentó:

«…tiene su propia depravación característica. La nuestra no es quizá el placer o la indulgencia o la sensualidad, sino más bien un desprecio disoluto y panteísta por el hombre individual. En medio de toda nuestra alegría por los logros (técnicos e intelectuales) de nuestra era, se emite una nota de desprecio mal concebido por el hombre individual. En medio de la auto-importancia de la generación contemporánea se pone de manifiesto un sentimiento de desesperanza en relación a ser humano. Todo debe acoplarse con el fin de formar parte de algún movimiento (mayormente concebido en términos de “modernización”). Los hombres están determinados a perderse a sí mismos en la totalidad de las cosas, en la historia mundial, fascinados y engañados por una brujería mágica. Nadie quiere ser un ser humano individual[vi].

GK Chesterton hizo una observación similar cuando sugirió que la “enorme herejía moderna” consiste en “alterar el alma humana para adaptarse a sus condiciones (sociales), en lugar de alterar las condiciones humanas (sociales) para adaptarse al alma humana”[vii]. Y lo que parece haber sido la “depravación característica” de la Dinamarca de mediados del siglo XIX y la “herejía enorme” del Londres de principios del siglo XX, parece ser  la misma de la cultura y sociedad contemporánea. Hay, quizás, más ambivalencia hoy con respecto a los logros y el potencial de la sociedad tecnológica moderna, pero el “desprecio por el hombre individual” y el “sentido de desesperanza frente a ser humano” nos siguen acosando, y parecen ser incluso más problemáticos hoy en día de lo que eran hace cien años. Esto es profundamente irónico, ya que las preocupaciones por la individualidad auténtica y por el valor infinito de cada ser humano han sido sellos distintivos de la tradición occidental[viii]. Sin embargo, es precisamente este legado el que ha sido erosionado hasta ahora casi por completo por el actual proceso de modernización, con el desarrollo tecnológico en su núcleo.

La inclinación práctica de la ciencia moderna

Por un lado, la palabra “ciencia” significa simplemente una investigación metódica sobre la naturaleza de las cosas. El diccionario Webster, por ejemplo, define la ciencia como el conocimiento sobre el mundo físico alcanzado a través del estudio o práctica sistemática[ix]. En la búsqueda de la ciencia, entonces, simplemente estamos interesados ​​en conocer la verdad de las cosas, lo que realmente son en sí mismas, en lugar de cómo podríamos imaginarnos que deberían ser. Dos de las principales preocupaciones de la actividad científica son, por tanto, la certeza y la precisión, y la cuestión de cómo es posible alcanzar un conocimiento exacto y positivo de las cosas. Aunque la ciencia, en principio, está comprometida a permanecer abierta a evidencia o pruebas nuevas, se esfuerza, sin embargo, por lograr el punto de vista más claro posible, y emplea sólo aquellos métodos que prometen ofrecer el más alto grado de probabilidad. Esta es la razón por la cual la matemática es la lengua de la ciencia. De hecho, sólo la matemática es capaz del grado de precisión que la ciencia considera adecuada para la descripción positiva de las cosas[x]. Los números, se piensa, tienen un grado de precisión y certeza superior al de las palabras.

Además de la precisión y la seguridad, la ciencia también está preocupada por el control. Esto es evidente en dos niveles. En primera instancia, la ciencia se ocupa de controlar cómo se conocen y describen las cosas. El saber científico apropiado nos exige examinar las cosas y formular preguntas sobre ellas sólo en cierta forma[xi]. En la práctica, esto significa que tenemos que interpretar el mundo como un campo de “objetos” neutrales por sobre los cuales y en contraposición a los cuales nosotros, los “sujetos” cognoscentes, debemos separarnos mentalmente si estos objetos han de ser conocidos con precisión y en forma “objetiva”. Al representar al mundo objetivamente, la ciencia insiste también en que esto se haga algebraicamente. Los diversos objetos de investigación deben ser concebidos como si estuvieran en una relación matemática entre sí. Los continuos de tiempo y espacio, por ejemplo, se conciben cuantitativamente y no cualitativamente dentro de la empresa científica, ya que esto nos permite describir objetos y eventos con precisión numérica y por lo tanto, es de suponer, de manera objetiva.

Galileo, Bacon, Descartes y Newton son los pensadores a los que comúnmente se les adjudica la formulación del hábito peculiar de la ciencia moderna de la “objetivación”. Galileo Galilei (1564-1642), por ejemplo, afirmó que sólo las propiedades físicas medibles de las cosas pueden considerarse propiamente «objetivas» desde una perspectiva científica[xii]. Francis Bacon (1561-1626) insistió en que el análisis inductivo laborioso es la único manera de lograr el conocimiento realmente útil de los objetos. René Descartes (1596-1650) postulaba el ideal científico de la separación absoluta del sujeto que conoce del mundo de los objetos. Descartes también insistió en que el mundo de los objetos se puede explicar en términos de una extensión (espacio) y duración (tiempo) ilimitados. Por último, Isaac Newton (1642-1727) demostró cómo el mundo de los objetos podría de hecho ser descrito y predicho con precisión matemática y de manera aparentemente objetiva. En conjunto, estas ideas fundamentales comprenden la manera en que la ciencia trata de controlar nuestro conocimiento del mundo. Como el historiador social Lewis Mumford señaló en su clásico estudio Técnica y Civilización (1934):

«El método de las ciencias físicas descansó fundamentalmente en algunos principios sencillos. Primero: la eliminación de cualidades, y la reducción de lo complejo a lo simple mediante la atención sólo a aquellos aspectos de los eventos que podían ser pesados, ​​medidos o contados, y al tipo particular de secuencia espacio-temporal que podría ser controlada y repetida, o bien, como en el caso de la astronomía, cuya repetición pudiera ser predicha. En segundo lugar: la concentración en el mundo exterior, y la eliminación o neutralización del observador con respecto a los datos con los que trabaja. En tercer lugar: el aislamiento: la limitación del campo: la especialización del interés y la subdivisión del trabajo. En resumen, lo que las ciencias físicas llaman el mundo no es el objeto total de la experiencia humana común. Sólo corresponde a aquellos aspectos de esta experiencia que se prestan a la observación factual precisa y a los enunciados de carácter general» [xiii].

Naturalmente, la ciencia también se preocupa de controlar el uso de los conocimientos adquiridos por medio de la objetivación. Después de todo, el objetivo más importante de la actividad científica a comienzos de la edad moderna era obtener conocimiento positivo del mundo a fin de estar en mejores condiciones para manejar las condiciones materiales de la vida. Descartes, por ejemplo, veía la ciencia como una filosofía práctica por medio de la cual podemos convertirnos en “amos y poseedores de la naturaleza”[xiv]. De manera similar, Bacon entendía la ciencia empírica como el único medio efectivo para producir efectos prácticos deseables. “La naturaleza”, afirmó, “debe ser obedecida para poder ser sometida, y aquello que a la contemplación le parece la causa es en realidad la regla”[xv]. Por lo tanto, la ciencia nunca ha sido concebida pasivamente. Desde su creación se asoció estrechamente con la actividad humana práctica y con la provisión de técnicas[xvi]. La ciencia moderna es, en definitiva, completamente práctica e instrumental.

Afirmar que la ciencia es eminentemente práctica e instrumental no es negar que se pueda quizás hacer una distinción entre “ciencia pura” y “ciencia aplicada”. Tampoco significa cuestionar las motivaciones que puedan tener los científicos como individuos particulares para llevar a cabo sus investigaciones, sino que es simplemente a reconocer que el contexto cultural en el que la ciencia moderna surgió por primera vez, y el contexto en el que continúa floreciendo, es totalmente tecnológica. En los últimos siglos, al parecer, la cultura occidental ha centrado una gran cantidad de energía en lograr fines prácticos por medio de la aplicación del conocimiento científico[xvii]. Nuestra cultura ha estado principalmente preocupada de hacer cosas, y ha demostrado mayor interés en usar el mundo que en filosofar sobre él o admirarlo. Así, mientras que la ciencia pura puede todavía ser un fin en sí mismo, la cultura que subvenciona esta actividad tiene asuntos más prácticos en mente. En efecto, el medio tecnológico es uno en el que la admiración está reservada, mayoritariamente, a aquellas cosas que llevan la huella de la creatividad humana[xviii]. A pesar de que ciertos científicos todavía puedan estar sorprendidos de la belleza del orden natural, muchos del resto estamos más impresionados por el genio de los propios científicos y por el potencial práctico de sus descubrimientos.

En una polémica reciente titulada Tecnópolis: La Rendición de la Cultura a la Tecnología (1993), el educador y crítico social Neil Postman sostiene que la tecnología ha desplazado el corazón de la cultura occidental moderna[xix]. Como lo sugiere el subtítulo del libro, a Postman le preocupa que en el proceso de utilizar la tecnología para mejorar la calidad de nuestras vidas, en realidad le hemos permitido vaciar nuestra cultura de sustancia y sabiduría. Nuestra fascinación por la tecnología moderna, al parecer, nos ha llevado ahora al punto de evacuar nuestro mundo de todos los significados, salvo los técnicos. El problema no radica simplemente en que hemos rendido ciertos sectores de la vida social a la lógica de la tecnología, sino que cada vez más todo lo que pasa por cultura en nuestra sociedad se determina exclusivamente por la lógica técnica. Postman denomina esta lamentable condición “tecnópolis”:

«Tecnópolis es un estado de la cultura. También es un estado mental. Consiste en la deificación de la tecnología, lo que significa que la cultura busca su autorización en la tecnología, encuentra su satisfacción en la tecnología, y recibe órdenes de la tecnología. Esto exige el desarrollo de un nuevo tipo de orden social, y tal necesidad conduce a la rápida disolución de muchas cosas que están asociadas con las creencias tradicionales» [xx].

La crítica de Postman a la sociedad tecnológica moderna es instructiva, ya que asume -con razón, me parece a mí- que hay una relación dialéctica entre las herramientas que utilizamos, entre nuestra concepción de la naturaleza del mundo, y nuestra propia auto- conciencia. En este sentido, cita la célebre observación de Marx de que la tecnología moderna revela un modo de tratar con la naturaleza y crea las condiciones para el trato a través del cual nos relacionamos con el mundo, el uno con el otro, y de hecho con nosotros mismos[xxi]. “Para el hombre con el martillo”, Postman señala, “todo parece un clavo”[xxii]. Así, el cambio tecnológico no es simplemente aditivo o sustractivo a partir de una determinada cultura, sino que es más bien ecológico[xxiii]. Cambia por completo la cultura. La tecnología moderna ha alterado la estructura de nuestros intereses y las cosas en las que pensamos. Ha alterado el carácter de nuestros símbolos y las cosas con que pensamos. Y ha alterado la naturaleza de la comunidad y la arena en la que nuestros pensamientos se desarrollan[xxiv]. En relación con todas estas alteraciones cognitivas, nuestra preocupación en este ensayo es simplemente demostrar cómo la tecnología refuerza la plausibilidad de las sensibilidades nihilistas de la sociedad y cultura moderna. En efecto, en la medida en que se entiende el nihilismo como algo que implica una especie de exagerado énfasis de la acción humana a expensas de cualquier tipo de reconocimiento del orden moral, puede decirse que la cultura de la “tecnópolis” es nihilista casi por definición.

Hábitos mentales específicamente tecnológicos

La ciencia y la tecnología fomentan ciertos hábitos mentales. Como Peter Berger et al. sugirieron hace algunos años atrás, en un provocativo estudio titulado La mente sin hogar: Modernización y Conciencia (1973), la sociedad tecnológica tiende a fomentar un estilo de conocimiento que es a la vez muy pragmático y profundamente escéptico[xxv]. La casta pragmática de este estilo mental se debe a la naturalidad con que la ciencia y la tecnología enfrentan el mundo de los objetos. Su inclinación escéptica traiciona el supuesto de que la forma científica de conocer el mundo es superior a todos los demás. Este peculiar «estilo cognitivo», como Berger et al. lo llaman, no es simplemente característico de científicos e ingenieros, sino que tiende, hasta cierto punto, a caracterizar las actitudes de todos aquellos que utilizan productos tecnológicos. Llevado al extremo, el pragmatismo tecnológico y el escepticismo científico dan lugar a lo que comúnmente se denomina “cientificismo”, es decir, la postura que se abstiene de creer en cualquier cosa que no haya sido “científicamente” probada y, por el contrario, se niega a dudar de todo lo que lleva el visto bueno de la ciencia moderna y la tecnología[xxvi]. Entre otras cosas, el “cientificismo” oscurece la ambigüedad moral del desarrollo científico y tecnológico y entorpece nuestra capacidad de reflexionar éticamente sobre ella porque asume el valor positivo de la ciencia y la tecnología de manera inequívoca[xxvii]. Desde el punto de vista cientificista, el desarrollo científico y tecnológico es bueno por definición.

Albert Borgmann recientemente ha acuñado el término “paradigma del dispositivo” para describir la preocupación contemporánea cientificista por la instrumentalidad pragmática[xxviii]. El “paradigma del dispositivo”, afirma Borgmann, carga nuestra atención hacia las actividades puramente técnicas en desmedro de las actividades cuyo sentido y significado no puede ser derivado instrumentalmente y que no son fácilmente cuantificables. Al hacer una distinción entre estos dos tipos de actividades, Borgmann reflexiona sobre la diferencia que puede existir entre dar a un niño un aparato de música en vez de darle un violín y lecciones. Ambos regalos tienen que ver con hacer música, pero el segundo tipo de “hacer” es muy diferente del primero y, Borgmann sostiene, es humanamente más valioso. Por desgracia, nuestra preocupación por la utilización de dispositivos no hace más que asegurar que este segundo, y más valioso tipo de hacer se descuide en la cultura tecnológica contemporánea. Y de hecho así es. Nos hemos fascinado tanto con las posibilidades técnicas, especialmente con las posibilidades de la tecnología informática, que hemos perdido de vista la realidad humana y los contornos de las necesidades humanas genuinas.

Naturalmente, no ha sido nuestra intención empobrecernos. Más bien nuestra falta de preocupación para el razonamiento sustantivo y cualitativo y nuestro descuido por los quehaceres con valor humano son los subproductos accidentales de habernos preocupado tanto de la instrumentalidad. La naturaleza compleja de los medios técnicos ha tendido a eclipsar los fines para los que estos medios fueron originalmente creados. Como teórico social, Karl Mannheim observó hace algunos años:

Cuando el procedimiento de análisis [de la ciencia] fue utilizado por primera vez, el fin o meta establecida para la actividad se encontraba todavía en existencia (a menudo compuesto por fragmentos de una versión anterior del mundo, entendido religiosamente). Los hombres se esforzaron por conocer el mundo con el fin de moldearlo de tal forma que se ajustara a este objetivo final. Se analizó la sociedad con el fin de llegar a una forma de vida social más justa o de otro modo más grata a Dios. Los hombres estaban preocupados del alma con el fin de controlar el camino a la salvación. Pero a medida que los hombres avanzaron en el análisis, más fue desapareciendo el objetivo de su campo de visión, por lo que hoy en día un investigador podría decir con Nietzsche “Se me olvidó la razón por la que alguna vez comencé”[xxix].

También debe mencionarse al respecto la preocupación constante del sociólogo francés Jacques Ellul por la hegemonía de la racionalidad técnica. Ellul considera que la principal tragedia intelectual del mundo occidental moderno radica en el hecho de que nuestra obsesión por la tecnología ha eclipsado por completo nuestra capacidad de reflexionar sobre qué estamos haciendo con la tecnología y por qué[xxx]. Nos hemos fascinado tanto con nuestras capacidades técnicas, Ellul argumentó, que esencialmente hemos permitido ser absorbidos por el aparato tecnológico[xxxi].

La preocupación por la técnica también interpreta la profunda inquietud de la cultura occidental moderna. Como Hannah Arendt observó algunos años atrás: “El alejarse del ‘por qué’ y el ‘qué’ a los ‘cómo’ implica que los objetos reales del conocimiento ya no pueden ser cosas eternas o mociones, sino procesos, y que el objeto de la ciencia por lo tanto, ya no es la naturaleza del universo sino la historia, la historia de cómo llegó a ser, de la naturaleza de la vida o el universo”[xxxii]. Para la humanidad moderna tecnológica, lo importante no es, por lo tanto, discernir la forma en que podríamos encajar en un orden fijo de la naturaleza, sino que nuestra preocupación es descubrir cómo los procesos naturales pueden servir mejor a los intereses humanos. Arendt sugiere que no comprendemos la tarea humana en términos de «saber» (homo sapiens), sino que principalmente en términos de «hacer» (homo faber). De hecho, tendemos a vernos a nosotros mismos como seres que continuamente tiene que hacer, construir y fabricar por medio de la ciencia y la tecnología. Esta auto-noción, naturalmente, da lugar a un tipo de activismo incansable en el que, finalmente, nos imaginamos a nosotros mismos como los únicos agentes creativos en el universo. Homo faber, en otras palabras, es el precursor práctico del homo “nihilismus”.

Tal vez sea importante destacar, sin embargo, que la moderna preocupación por las decisiones tecnológicas no necesariamente se manifestará de modo arrogante. Mientras que las posibilidades prometeicas de la tecnología moderna de vez en cuando salen a la superficie en cosas tales como la guerra moderna[xxxiii], más comúnmente quedan oscurecidas por las preocupaciones por comodidades y conveniencias. En Occidente, al menos, la democracia y las operaciones del sistema de mercado tienden a garantizar que los aparatos electrónicos y la producción de películas de acción y aventura sobrepasen a proyectos más utópicos en la lista de prioridades. Aunque no haya nada inherente a la lógica de la tecnología que invite a este resultado relativamente benigno, parece reflejar la “nivelación” popular del populismo democrático y el capitalismo de consumo. Dicho de otro modo, las aspiraciones tecnológicas del Occidente moderno siguen siendo completamente burguesas, y las posibilidades de desarrollo tecnológico son limitadas, por el momento al menos, por el hecho de que están bajo la supervisión de, como Max Weber dijo (siguiendo a Nietzsche), “especialistas sin espíritu y sensualistas sin corazón”[xxxiv].

A un nivel aún más básico, el carácter prometeico de las aspiraciones de la tecnología moderna está oculto detrás del hecho de que, individualmente hablando, nuestro conocimiento del sistema técnico es bastante limitado. La mayoría de nosotros tiene sólo una muy rudimentaria comprensión de cómo funciona el sistema y de cómo todo se mantiene unido. Sin embargo, mientras cada uno de nosotros, obviamente, no puede poseer todos los conocimientos necesarios para controlar nuestras propias circunstancias, tendemos a suponer que este conocimiento está, al menos potencialmente, disponible para nosotros a través de una jerarquía de profesiones, especialidades y experiencia. El supuesto fundamental es que el conocimiento técnico es componencial y que, en conjunto, los conocimientos especializados de todos los diversos expertos pueden resolver prácticamente cualquier problema que podríamos enfrentar[xxxv]. Este supuesto ayuda en parte a explicar la confusión de los medios técnicos y sus fines. Como Berger et al. observan:

«Puesto que la realidad es aprehendida en términos de componentes que pueden montarse de diferentes maneras, no existe una relación necesaria entre una secuencia particular de acciones componenciales y el fin último de estas acciones. Para tomar un ejemplo obvio, un ensamblaje particular de engranajes producidos en una secuencia de producción altamente específica puede eventualmente terminar en un automóvil o en un arma nuclear. Independientemente de si el trabajador implicado en este proceso de producción particular aprueba el fin previsto, o incluso si está en conocimiento de él, dicho obrero es capaz de realizar las acciones que son tecnológicamente necesarias para producirlo» [xxxvi].

Esta separación de los medios y los fines sugiere también la curiosa bifurcación de “hecho” y “valor” que tiende a caracterizar a la sociedad tecnológica moderna. ‘Hechos’ son esos pedacitos de conocimiento que se dan objetivamente y son científicamente verificables- y, por tanto, presumiblemente incontrovertibles, sólidos y confiables. Los hechos son técnicamente útiles. Los “valores”, por el contrario, precisamente porque no pueden ser probados por los métodos de la ciencia, se han hecho cada vez más problemáticos en la sociedad occidental moderna. De hecho, incluso el uso de la palabra “valores” sugiere que, como sea que entendamos estos compromisos, son algo menos que objetivamente real. Y así, mientras que casi nadie hoy puede negar su importancia, los valores no tienen un peso real en la vida pública. Debido a que son simplemente imposibles de cuantificar, los valores son difíciles de relacionar con estrategias empíricamente comprobables, objetivas y prácticas. Otra forma de afirmar este punto es simplemente decir que el hábito mental tecnológico es anti-teleológico. Este tipo de mentalidad no está interesada en​​, de hecho es incapaz de, apreciar las nociones de causalidad final o propósito final. En efecto, en la medida en que los valores nos apuntan en la dirección de propósitos finales, son normalmente descartados del discurso público moderno. Como Leslie Newbigin ha observado:

Un encuentro misionero con nuestra cultura debe ponernos cara a cara con la ciudadela central de nuestra cultura, que es la creencia que se basa en los inmensos logros del método científico y, hasta cierto punto, limitada pero crecientemente, está encarnada en nuestras prácticas políticas, económicas y sociales – la creencia de que el mundo real, la realidad con la que tenemos que arreglarnos, es un mundo que debe entenderse en términos de causas eficientes [es decir, causas mecánicas] y no de causas finales, un mundo que no se rige por un propósito inteligible, y por lo tanto un mundo en el que la respuesta a la cuestión de lo que es bueno tiene que dejarse en manos de la opinión privada de cada individuo y no puede ser incluida en ningún conjunto de hechos aceptados que controlen la vida pública[xxxvii].

Desde el punto de vista tecnológico, entonces, incluso los valores religiosos no son entendidos como transmisores de la verdad sobre el mundo sino que son simplemente “procesados”, por así decirlo, como reflejo de la fuerza de la opinión pública. En este sentido, se ha sugerido que la democracia contemporánea no es sino una especie de tecnología política promulgada en la que se toman muestras y se miden los sentimientos públicos a través de sofisticados métodos técnico-estadísticos y en el que las cuestiones de orden político y social son interpretados cada vez más como problemas técnicos que deben ser resueltos por medios técnico-racionales[xxxviii]. Incluso las cuestiones de justicia y de la naturaleza de la bondad se discuten hoy en día como si fueran simplemente problemas técnicos respecto de cómo alcanzar un resultado. Como Joseph Weizenbaum comentó recientemente en relación a la transición moderna “del juicio al cálculo”:

Nuestra era se jacta de haber logrado finalmente la libertad de la censura por la que los defensores de las libertades de todas las épocas han luchado … El mérito de estos grandes logros se adjudica al nuevo espíritu de racionalismo, un racionalismo que, se argumenta, por fin ha sido capaz de arrancar de los ojos del hombre las vendas impuestas por el pensamiento místico, la religión, y grandes ilusiones como la libertad y la dignidad. La ciencia nos ha dado esta gran victoria sobre la ignorancia. Pero un examen más acucioso también nos permite ver esta victoria como un triunfo orwelliano de una ignorancia aun mayor. Lo que hemos ganado es un nuevo conformismo, que nos permite decir cualquier cosa que se pueda decir en las lenguas funcionales ​​de la razón instrumental, pero nos prohíbe hacer alusión a la verdad viva… de tal forma que podamos discutir la fabricación misma de la vida y su manipulación «objetiva», pero no podemos mencionar a Dios, la gracia, o la moralidad[xxxix].

Por supuesto, en su mayor parte, este “triunfo orwelliano” y la exclusión de Dios, la gracia y la moralidad del discurso público contemporáneo, no han sido intencionales. Nosotros en Occidente hemos imaginado que la ciencia y la tecnología son sólo herramientas útiles que se ponen al servicio de la mejora de las condiciones materiales de la vida. Sin embargo, el éxito explicativo de la ciencia moderna y las mejoras materiales causadas por la tecnología moderna, inevitablemente, nos han llevado a adoptar una especie de actitud técnica hacia la vida en general.

La autocomprensión tecnológica

Además de fomentar ciertos hábitos de la mente, la tecnología moderna también nos ha animado a adoptar un punto de vista antropocéntrico y auto-consciente. Esta auto-comprensión no está dispuesta a, y es en gran medida incapaz de, apreciar ningún significado y sentido en el mundo, salvo el creado por nosotros mismos. Dicho de otro modo, lo que está en juego en la actual “tecnópolis” no es simplemente la supervivencia de la cultura tradicional o no técnica como tal, sino la posibilidad de relacionarnos con el mundo de cierta manera. Ese tipo de relación bien puede denominarse religioso, tanto porque suele acudir al lenguaje religioso, como por el hecho de que suele reconocer la existencia de una Inteligencia y Voluntad superior a la voluntad humana. La tecnología moderna nos ha hecho cada vez más incapaces de este simple reconocimiento. Como resultado, nos hemos convertido en sordos religiosos. Como filósofo católico romano, Gabriel Marcel observó una serie de años atrás en un artículo titulado “Lo sagrado en una era tecnológica”:

Una técnica es un conocimiento práctico especializado y elaborado racionalmente, un saber-hacer procedimental que es a la vez perfectible y transmisible … decir que el hombre es llevado a pensar de sí mismo y del mundo en términos técnicos significa, en primer lugar, que él ve el mundo como capaz de ser transformado metódicamente, por la actividad humana industriosa, hasta que pueda satisfacer más y más las necesidades humanas … este tipo de pensamiento se convierte en un antropocentrismo práctico, es decir, que el hombre tiende cada vez más a pensar en sí mismo como el único principio que puede darle sentido a un mundo que en sí mismo parece por completo vacío de significado[xl].

Pero tal vez la evaluación de Marcel es demasiado dura. ¿No podría decirse, después de todo, que la tecnología moderna es simplemente una extensión del uso de herramientas, y que es por lo tanto inseparable y esencial para la existencia humana? Tal vez la tecnología moderna esté incluso teológicamente justificada bajo el título de “mandato cultural” de la humanidad de tener dominio sobre la creación. Desde esta perspectiva, el problema no es realmente la tecnología como tal, sino los usos que se le ha dado y se le está dando a la tecnología moderna. En sus últimas Cátedras Gifford, La ética en una época tecnológica (1993), Ian Barbour, por ejemplo, concluye que “el desafío para nuestra generación es el de redirigir la tecnología hacia la realización de valores humanos y medioambientales en el planeta Tierra”[xli]. Sin embargo, aunque esta preocupación por los valores humanos y del medio ambiente es digna de elogio, el supuesto de que la tecnología moderna es simplemente una extensión de la fabricación de herramientas debe ser analizado cuidadosamente. Porque, aunque la tecnología moderna implica el uso de herramientas, nuestro compromiso con la tecnología moderna también puede revelar una relación con el mundo particularmente manipuladora y una auto-comprensión peculiarmente autónoma que es bastante diferente a la de las culturas tradicionales que usan herramientas. Como George Grant observó, “la tecnología moderna no es simplemente una extensión del quehacer humano a través del poder de una ciencia perfeccionada, sino que es un nuevo relato de lo que es conocer y hacer en el que ambas actividades son transformadas por su compenetración”[xlii].

Este nuevo relato de lo que es conocer y hacer es el tema de un pequeño  libro escrito hace algunos años por el teólogo católico romano Romano Guardini y recientemente reeditado como Cartas del lago Como: Reflexiones sobre la tecnología y la raza humana (1994 [1923J)[xliii]. En una manera similar a Portman, Guardini comienza por observar el peculiar empobrecimiento de la cultura industrial occidental moderna. “¿Cómo se los puedo explicar?”, se pregunta:

Miren, lo que ya ha sucedido en el norte vi que está comenzando aquí. Vi máquinas invadiendo la tierra que había sido la casa de cultivos. Vi a la muerte ganándole a una vida de belleza infinita, y sentí que esto no era solo una pérdida externa que pudiéramos aceptar y seguir siendo lo que éramos antes. En vez de eso, una vida, una vida de valor supremo que sólo puede surgir de un mundo que perdimos hace tiempo, estaba empezando a perecer aquí, así como en el norte[xliv].

En un intento por interpretar este fenómeno inquietante, Guardini lucha con la esencia de la cultura humana y con la calidad de la relación entre cultura y naturaleza. Llega a la conclusión de que, mientras que la construcción de una auténtica cultura humana implica necesariamente un grado de distancia y abstracción de la “vitalidad inmediata” de la naturaleza. Aún así, debe permanecer conectada con la naturaleza, y en un sentido en conversación con ella, y esta relación vital con la naturaleza es la que está rota en la cultura tecnológica moderna. Para ilustrar este punto, Guardini compara un barco de vela, que coopera con las fuerzas de la naturaleza y de una manera misteriosa en realidad las completa, con un buque de vapor moderno:

Aléjate más [de la naturaleza] y el velero se convierte en un barco de vapor, un gran transatlántico. ¡La cultura es en efecto un logro tecnológico brillante! Y sin embargo, un coloso de este tipo se mueve a través del mar, sin importar el viento y las olas. Es tan grande que la naturaleza ya no tiene poder sobre él, ya no podemos ver la naturaleza en él. Las personas a bordo comen y beben y duermen y bailan. Viven como si estuvieran en sus casas o en las calles de la ciudad. No solo ha habido un gradual desarrollo, mejoramiento y aumento de tamaño. Se ha cruzado una frontera, una frontera que fluye y que no podemos fijar con precisión, pero se puede detectar cuando ya la hemos cruzado hace tiempo – y al otro lado de esta frontera se ha perdido la cercanía de estar con la naturaleza[xlv].

El estar del otro lado de esta frontera, en el que se ha perdido la cercanía con la naturaleza, también se puede ilustrar con la diferencia entre el trabajo manual y el trabajo industrial. En el trabajo manual tradicional, Guardini afirma, uno sigue escuchando a la naturaleza y trabajando con ella. Uno está, Guardini escribe: “pecho a pecho con las cosas y fuerzas de la naturaleza” y es, por lo tanto, humano en el más profundo sentido de la palabra”[xlvi]. El trabajo industrial moderno, por el contrario, aprecia la naturaleza sólo “objetivamente” como una fuente de materias primas. La mano de obra industrial por lo tanto revela un quiebre esencial en la relación entre cultura y naturaleza.

Esta brecha en la relación entre cultura y naturaleza, continúa Guardini, ha sido precipitada por la tecnología de máquinas modernas. Para desarrollar este punto, plantea una útil distinción entre “herramientas”, lo que él denomina “artificios”, y “máquinas”. Una “herramienta” representa una extensión de la naturaleza humana. Las herramientas -por ejemplo, un martillo- mejoran lo que los órganos y miembros de nuestros cuerpos hacen de forma natural. Por su parte, un “artificio” -digamos, un molino de mano o rueda hidráulica- se encuentra fuera del ámbito de los recursos naturales y las funciones del cuerpo, pero aún depende de las fuerzas naturales inmediatas, en este último caso, por ejemplo, en la fuerza del agua que cae sobre un tipo particular de paisaje natural[xlvii]. En el uso de herramientas y/o artificios, Guardini observa, todavía estamos obligados a trabajar con la naturaleza y todavía encontramos una especie de resistencia natural a la imposición de nuestra voluntad sobre la naturaleza. Las herramientas y los artilugios de verdad dan cuenta de la actividad creativa humana, pero esta actividad creativa se ve limitada por un orden natural que no es de nuestra propia creación y que debe ser respetado y trabajado en su interior. A diferencia de las herramientas y los artilugios, una “máquina” funciona casi completamente de acuerdo a nuestros propios propósitos predeterminados, y en la construcción de máquinas ya no estamos trabajando con la naturaleza inmediata sino que más bien estamos utilizando las fuerzas abstractas de la naturaleza para llevar a cabo nuestros propios propósitos[xlviii]. Lo hacemos en gran medida sin respeto y sin tener en cuenta las limitaciones naturales, incluso aquellas de tiempo y el lugar.

La sutil distinción que plantea Guardini entre el uso de herramientas y artilugios y el desarrollo de las máquinas es muy significativo, pues las primeras implican una especie de freno a la voluntad humana de parte de las fuerzas de la naturaleza, mientras que las últimas no. Puede decirse entonces que la tecnología de las máquinas representa, tanto en su concepción como en la práctica real, una liberación de la voluntad humana respecto de las fuerzas de la naturaleza. En este sentido, Guardini comenta sobre la estrecha relación entre la tecnología de la máquina y el énfasis científico en lograr el dominio conceptual sobre el mundo:

Lo que el concepto es para el conocimiento de las cosas, lo son los mecanismos, los instrumentos y las máquinas para la acción práctica. Lo que los conceptos hacen por el conocimiento –esto es, comprender muchas cosas, no en su vitalidad, sino sólo a través de signos postulados que indican acertadamente rasgos comunes, las máquinas lo hacen por la acción. Las máquinas son conceptos de acero. Echan mano de muchas cosas, pero de un modo tal que hacen caso omiso de sus características individuales y las tratan como si fueran todas iguales. Los procesos mecánicos tienen el mismo carácter que el pensamiento conceptual. Ambos controlan las cosas al sacarlas de una relación de vida especial a lo que es individual, creando un orden artificial en el que, más o menos, encajan[xlix].

Este énfasis típicamente moderno en el conocimiento en aras de “lograr el control” de las cosas es fundamentalmente diferente del entendimiento de la religión tradicional, y de hecho en gran parte se opone a él. Revela un tipo de relación totalmente nueva con el mundo. Mientras que la sabiduría cristiana tradicional tendía a enfatizar el conocimiento de una cosa con el fin de vivir con ella y en última instancia, amarla, el punto de vista moderno, como Guardini hace notar, “desempaca, destroza, organiza en compartimientos, se hace cargo y domina …”[l] El interés moderno no está en la cosa misma, sino en qué tipo de trabajo se puede log rar que dicha cosa haga.

Este conocimiento [manipulador] no inspecciona, analiza. No construye un dibujo del mundo, sino que una fórmula. Su deseo es lograr poder de tal forma de someter las cosas por la fuerza, una ley que pueda ser formulada racionalmente. Aquí yace la base y el carácter de su dominio: la compulsión, una compulsión arbitraria sin ningún respeto… El nuevo deseo de dominio no sigue sus cursos naturales de ninguna manera ni respeta proporciones naturales. De hecho, las trata con completa indiferencia. El nuevo dominio postula sus metas arbitrariamente basándose en argumentos racionales… [li]

Mientras que la reverencia de Guardini por la cultura tradicional es quizás un poco romántica, su sugerencia de que el espíritu de la tecnología moderna es fundamentalmente antropocéntrico y manipulador es sin duda correcta. Consideremos, por ejemplo, el plástico, un producto característicamente moderno. Aunque es posible hablar de trabajar con el plástico, esto es un poco engañoso, porque no trabajamos con plástico sino que más bien lo desarrollamos. Lo trabajamos a nivel molecular para satisfacer predeterminadas características de rendimiento. El plástico, por lo tanto, representa un producto casi completamente racionalizado. Su desarrollo y fabricación nos obligan a abstraer tanto de la naturaleza que la mayoría de nosotros probablemente no tiene ni idea cuál es la materia prima para la producción de plástico. La tecnología digital representa una abstracción similar que se distancia de la naturaleza dada. De hecho, sugiere la absoluta eliminación, o absorción, de la naturaleza en una construcción absolutamente racional. A través de la conversión del sonido, el habla y la luz en notación binaria, la tecnología digital nos libera de tener que depender tanto de la analogía de la naturaleza al transmitir y manipular “la información”. La trayectoria de este tipo de racionalidad técnica es indicada por el entusiasmo actual sobre las posibilidades de la “realidad virtual”. Aún cuando es difícil saber lo que realmente va a suceder con la tecnología cibernética, existe aparentemente una gran demanda por la construcción de una realidad completamente abstracta y puramente racional -es decir, absolutamente diseñada por la voluntad humana.

La tecnología de la máquina moderna por lo tanto nos desconecta de la naturaleza. A medida que la tecnología avanza, además, parece que reconocemos cada vez menos y menos límites (si es que llegamos a reconocer algún límite) a nuestro poder de voluntad técnico-racional. Esto no debe entenderse romántica o sentimentalmente. El punto no es, simplemente, que hemos perdido una especie de simplicidad o inocencia natural. Más bien lo que se ha perdido, en la abstracción de la naturaleza inmediata, es la posibilidad de encontrar algo fuera de nosotros mismos que pueda disciplinar, y así dar orden, a la voluntad y el quehacer humano. En la ausencia de tal disciplina, la tecnología de las máquinas modernas parece destinada a ser destructiva de la naturaleza, de las culturas humanas vivas y, de hecho, de los seres humanos vivos.

Es importante reconocer, sin embargo, que la desconexión efectiva de la mano de obra industrial moderna de la naturaleza inmediata era prácticamente inevitable en base a la separación teórica propuesta por Descartes entre el sujeto humano y el mundo de los objetos. Al discutir el espíritu de la ciencia moderna en un libro llamado La Condición Humana (1958), Hannah Arendt describe esta separación en términos de “libertad arquimediana”. Los primeros científicos modernos nos animaron a imaginarnos a nosotros mismos como de pie en un punto totalmente fuera de la naturaleza en aras de la consecución de un tipo de palanca sobre el mundo:

La solución cartesiana fue mover el punto arquimediano al hombre mismo, elegir como punto de referencia último el patrón de la propia mente humana, que se asegura de la realidad y la certeza dentro de un marco de fórmulas matemáticas que son sus propios productos. Aquí el famoso reductio ad scientae mathematicam permite el reemplazo de lo que se da sensualmente por un sistema de ecuaciones matemáticas donde todas las relaciones reales se disuelven en las relaciones lógicas entre los símbolos creados por el hombre. Es esta sustitución la que le permite a la ciencia moderna cumplir su «tarea de producir» los fenómenos y objetos que desea observar. Y esta suposición es que ni Dios ni un espíritu malo pueden cambiar el hecho de que dos más dos son cuatro[lii].

Aquí, entonces, está la subestructura teórica del desarrollo tecnológico moderno. La bifurcación propuesta por Descartes del sujeto cognoscente y el mundo de los objetos echó a andar una progresión aparentemente inexorable desde la objetivación a la matematización, y desde allí a la manipulación tecnológica[liii]. Los éxitos explicativos de la ciencia moderna, por otra parte, y los logros prácticos de la tecnología moderna han hecho que sea casi imposible desafiar la validez de esta progresión.

En suma, el impacto de la ciencia y la tecnología en la imaginación occidental moderna es tal que efectivamente nos ha despojado de la capacidad de aprehender la realidad de cualquier otro significado y cualquier otro propósito en el mundo salvo los que hemos logrado fabricar para nosotros mismos. Este espíritu técnico-racional impregna gran parte de la vida moderna. En el primer caso, es evidente en el énfasis enorme que ponemos en la planificación. La preocupación contemporánea por la planificación, que trasciende la simple prudencia, revela una obsesión por el control y un compromiso casi religioso con la validez de la racionalidad técnica[liv]. La predilección moderna por la “intelectualidad” podría ser mencionada en relación con este punto, ya que sugiere nuestra preocupación por lograr el dominio conceptual del mundo. Como Arnold Gehlen observa al evaluar el impacto de la tecnología moderna en la conciencia occidental, “lo que primero llama la atención es la completa intelectualización de los ámbitos de la cultura de las artes y las ciencias, con la consiguiente pérdida de la intuición, inmediatez y accesibilidad no problematizable. Las fronteras de las artes y las ciencias son cada vez más abstractas y desencarnadas”[lv]. Con todo lo abstracta e irreal que la vida intelectual moderna pueda parecer, tiene el control práctico del mundo debajo de la superficie.

Sin embargo, quizá el indicador más revelador de la deriva radicalmente antropocéntrica de la auto-comprensión tecnológica moderna es la desconexión de la lengua propia de la naturaleza. No sólo se cree que el lenguaje ya no tiene su correspondencia en la naturaleza, sino que hoy muchos creen que el lenguaje es lo que constituye la naturaleza. De hecho, un creciente número de teóricos contemporáneos sugieren que en realidad podemos cambiar la naturaleza de la realidad sólo con llamarla de manera diferente. El énfasis en un uso de las palabras absolutamente creativo se ha extendido hasta abarcarlo todo, pero destrozó la conexión entre el lenguaje y el mundo. Como George Steiner ha sugerido en su provocador estudio Presencias Reales (1989): “Es esta ruptura del pacto entre la palabra y el mundo la que constituye una de las pocas revoluciones del espíritu genuinas en la historia occidental y que define a la modernidad misma” [el énfasis es suyo][lvi]. Aunque Steiner sostiene que esta revolución del espíritu se remonta a los desarrollos intelectuales en Europa y Rusia hacia el final del siglo XIX, el quiebre distintivamente moderno entre “palabra y mundo” se había previsto claramente en la relación con la naturaleza que se revela en las primeras teorías científicas modernas y eventualmente por la práctica tecnológica moderna. Es posible decir que la verosimilitud de las teorías nihilistas contemporáneas que hacen hincapié en nuestra capacidad de construirnos y/o deconstruirnos a través del uso del lenguaje descansan sobre el fundamento de la ciencia y tecnología moderna.

Hacia una evaluación cristiana del hacer tecnológico

¿Qué significa todo esto en cuanto a pensar cristianamente sobre la tecnología moderna? Como mínimo, sugiere que debemos ser tan desconfiados del ethos tecnológico como tal vez ya lo somos de determinados productos tecnológicos. Este espíritu nos habla de una actitud que en gran parte no está dispuesta, y a esta altura casi es incapaz de respetar a Dios, la naturaleza, o cualquier otra cosa que pueda frenar y disciplinar el hacer humano tecnológico. Por supuesto, esto no implica que la tecnología es la única culpable del nihilismo (post)moderno. Sería relativamente fácil demostrar que la tecnología moderna sólo funciona en concierto con otras instituciones centrales de las sociedades modernas para crear la impresión de que somos la única fuente de significado y propósito en el universo. Decir todo esto tampoco implica contradecir los beneficios materiales extraordinarios y las posibilidades que la tecnología moderna ha abierto para nosotros. Más bien, el objetivo es simplemente alentar a que el lector vea que la tecnología moderna fomenta una actitud a la que le cuesta apreciar la existencia de cualquier otra voluntad en el universo salvo la nuestra.

Por supuesto, desde un punto de vista cristiano, lo que es condenable es hasta qué punto la sociedad tecnológica moderna ha desplazado intencionalmente a Dios del ámbito de la naturaleza. Esto nos recuerda la advertencia del salmista en cuanto a que si bien los gobernantes de la tierra en vano conspiran contra el Señor y contra su Ungido para romper “sus cadenas” y “librarse de sus ataduras”, al final terminarán hechos pedazos como vasijas de barro (Salmo 2). Sin embargo, debido a que el espíritu de la tecnología moderna se ha desarrollado en gran parte sin querer y accidentalmente, tal vez todavía sea posible reformarlo con el sentido bíblico. En cualquier caso, debemos tratar de hacerlo. El reto es articular una forma de relacionarnos con el mundo, el uno con el otro, con nosotros mismos, y en última instancia con Dios que no sea fundamentalmente manipuladora y que no solo “objetive” estas relaciones.

Un paso importante en esta línea implica presentar un relato teológico adecuado que dé cuenta del orden natural, o más concretamente, del orden creado. Tenemos que defender lo que un observador reciente calificó de “el sentido moral de la naturaleza”[lvii] por encima y en contra de la cacofonía de voces (post)modernas que sostienen que la existencia es en última instancia sin sentido y caótica. De hecho, tenemos que defender la existencia de un orden que no sólo trasciende la voluntad humana, sino que en realidad le da sentido a nuestra voluntad, creatividad y pasión. El problema es que tenemos que hacer esto de tal manera que no neguemos la validez de la investigación científica genuina y el hacer cultural auténtico. Cuando se trata de dar cuenta de la naturaleza humana, en otras palabras, debemos, de alguna manera, dejar espacio para la creatividad real, al mismo tiempo que rechazamos la sugerencia moderna, y ahora, postmoderna- de que nosotros creamos nuestros propios significados y valores de la nada. En el desarrollo de ese relato teológico de la naturaleza, un concepto crucial es el de la contingencia.

La Biblia sugiere que Dios creó el mundo libremente, con gracia, y de la nada (ex nihilo). Dios, en suma, no tenía que crear el mundo, y el mundo no es una extensión de su esencia o ser. Sin embargo, ni el mundo podría seguir existiendo, ni siquiera por un instante, independientemente de su misericordiosa voluntad. De hecho, es sólo por la gracia providencial de Dios que la creación no vuelve a caer en la nada. Por tanto, la creación es al mismo tiempo independiente de Dios y, sin embargo, totalmente dependiente de su Creador. Esta es la paradoja fundamental que el término «contingencia» captura. Como T. F. Torrance señaló recientemente:

Es este elusivo engranaje de dependencia e independencia que hace que la contingencia sea tan difícil de comprender y expresar. El universo no es autosuficiente o autónomo, como si tuviera un principio interior propio, pero tampoco es una mera apariencia ya que está basado ontológicamente más allá de sí mismo en Dios, quien le ha dado realidad y legalidad auténtica propia que sin cesar sostiene a través de la presencia de su Palabra y el Espíritu Creador. Si él llegara a retirar esa presencia de la creación, ella se desvanecería en la nada. Por lo tanto, en última instancia el significado y la verdad inherentes del universo se encuentran más allá de sus propios límites en Dios, quien lo ama, lo sostiene y subyace por medio de su propia realidad divina[lviii].

El hecho de que la paradoja de la contingencia ha sido realmente difícil de comprender y expresar se nota en la frecuencia con que los teólogos han inclinado la balanza hacia uno u otro de sus dos aspectos. En esta línea, la teología occidental ha tendido, ya sea a enfatizar la dependencia del orden creado, minimizando así la creatividad humana y desalentando una ciencia empírica genuina y un hacer tecnológico auténtico. O bien, ha hecho hincapié en la independencia del orden creado de tal manera que sugiere que se autosostiene y se autointerpreta, y por lo tanto es totalmente comprensible por medio de las ciencias humanamente concebidas. Como hemos visto, el “positivismo” y “cientificismo” moderno empujan esta última posición hacia su conclusión lógica al sugerir que no hay verdad más allá de la descrita por los métodos de las ciencias empíricas modernas. Los defensores recientes de la llamada “posmodernidad” terminan este trabajo al insistir en que incluso la noción de “verdad” es en sí una construcción humana. Todo lo que parece ser en última instancia, significativo o relevante en el mundo, es en realidad sólo un reflejo del hambre colectiva de seguridad frente a un telón de fondo de la nada, o así lo plantea el argumento contemporáneo.

La incoherencia de la posición postmoderna, sin embargo, combinada con el abyecto fracaso de la ciencia moderna de descubrir a través de sus diversos y variados métodos, un sentido genuinamente satisfactorio, sugiere la importancia de llevar la discusión contemporánea sobre la naturaleza de vuelta al tema de la dependencia. Hoy en día, tal vez como en ningún otro momento en la historia, hay que subrayar que el significado y verdad del mundo están más allá de sus propios límites del mundo en el Dios que lo creó y lo ama, lo sostiene y subyace en él por su realidad divina. El significado y la verdad del mundo, por lo tanto, no pueden ser simplemente descubiertos, incluso por el esfuerzo humano. Tampoco podemos simplemente crearnos nuestros propios “significados” y “verdades”. Lo primero sólo lleva a la frustración, y lo segundo a la decadencia y muerte. Más bien, si la verdad de nuestra existencia ha de ser conocida, debe ser hablada en el mundo desde fuera del mundo. Debe ser revelada.

Al tratar de llevar la discusión contemporánea sobre la naturaleza de vuelta al tema de la dependencia, sin embargo, debemos tener mucho cuidado de no olvidar la paradójica contingencia del orden creado, y sin querer negar la posibilidad de un hacer humano auténtico y una creatividad humana real. Debemos tener cuidado, en otras palabras, no para contraer la verdadera independencia de la orden de la creación en una especie de rígida concepción del orden revelado. En este sentido, recordamos que las Escrituras afirman que la creación está misteriosamente abierta a la dirección humana, y que el significado de la naturaleza, en última instancia, debe ser desarrollado y divulgado por agentes humanos. Esta es la razón por la que el apóstol Pablo escribe que “la creación aguarda con ansiedad que se manifiesten los hijos de Dios” (Romanos 8:19). Por asombroso que pueda parecer, el telos de todo el mundo depende de la decisión humana libre, ya que es movido por el Espíritu de Dios. Se nos ha encomendado a nosotros el llevar al mundo a su Creador en amor. De hecho, lo que no es Dios, el mundo creado, debe hacerse partícipe de la plenitud de la vida divina al ser libremente asumido en nuestra expresión espiritual de amor y adoración por nuestro Hacedor. Esto define la vocación misteriosa de la Iglesia inherente a la creación:

A través de todas las vicisitudes que siguieron a la caída de la humanidad y a la destrucción de la primera iglesia-la iglesia del paraíso, la creación conservó la idea de su vocación y con ella la idea de la Iglesia, que solo se realizó plenamente después del Gólgota y después de Pentecostés, como la Iglesia propiamente tal, la Iglesia indestructible de Cristo. A partir de entonces, el universo creado y contingente ha llevado dentro de sí un cuerpo nuevo, que posee una plenitud increíble y sin límites que el mundo no puede contener. Este nuevo cuerpo es la Iglesia, la plenitud que contiene es la gracia, la profusión de las energías divinas por las cuales y para las cuales el mundo fue creado …. El universo entero está llamado a ser parte de la Iglesia, a convertirse en la Iglesia de Cristo, para que se puede transformar después de la consumación de los siglos, en el reino eterno de Dios. Creado de la nada, el mundo encuentra su plenitud en la Iglesia, donde la creación adquiere un fundamento inquebrantable en el cumplimiento de su vocación[lix].

Esa es, de hecho, la tarea ordenada por Dios a la Iglesia con el fin de permitir que la creación participe de la vida divina al asumir en nuestro consciente y libre amor por Dios que se da -irónicamente- en la prueba tantas veces citada para reforzar la tesis de que la realidad es, después de todo, una construcción social, por ejemplo, en la divulgación de la decisión consciente humana, incluso en lo que parecen ser los comportamientos puramente naturales y relaciones. Estas observaciones apuntan a la imposibilidad de separar la voluntad humana de la moralidad y la cultura y, de hecho, sugieren que hay un genuino elemento de libertad humana, incluso en la afirmación de la ley natural. Mientras que los críticos modernos seculares interpretan esto como que no existe orden en el mundo por la voluntad divina, el significado más profundo de esto es que es la voluntad divina que el orden creado deba ser incorporado por la voluntad humana creada y sea re-presentada a su Creador en amor. El drama de la historia se define así por el hecho de que se nos ha concedido la libertad de volver la creación, ya sea hacia su Creador o, por un tiempo, en contra de su Hacedor. Nuestra conciencia de estas dos alternativas debería informar nuestra evaluación de la ciencia y la tecnología moderna. Como James Schall comentó en un ensayo titulado «La tecnología y la espiritualidad»:

Si la tecnología o la ciencia, de hecho, adoptan un matiz destructivo de la humanidad o anti-Dios, como ha sido el caso, no es por culpa de ellas sino a causa de una voluntad que está detrás de ellas. No está bien plantearse: ciencia o fe,  religión o tecnología. La única manera de que una cosa creada se desvíe de su bondad o potencial es si es atrapada en una elección, un movimiento que se origina o al menos pasa  a través de la voluntad humana[lx].

Por ello, no es necesario renunciar a la creatividad humana, ni tampoco necesitamos renunciar al hacer tecnológico, sino que sólo tenemos que insistir en que esta actividad creativa esté informada por el amor a Dios, el amor al prójimo, y por el amor al mundo por el bien de ambos.

En conclusión, podríamos simplemente observar que con todo lo notables que han sido los logros de la tecnología moderna, parece que hemos llegado a un punto en el que nos damos cuenta de que seguir poniendo la esperanza en fuerzas y agencias puramente humanas es una propuesta profundamente incierta. Aquellos que desean que sigamos comprometidos con el desarrollo tecnológico harían bien en reflexionar sobre este difícil dilema. “El temor del Señor”, así comienza el Libro de los Proverbios, “es el principio de la sabiduría” (Proverbios 9:10). Por implicancia, simplemente podemos sugerir que si el desarrollo tecnológico moderno no es disciplinado dentro de un compromiso con un orden moral -en última instancia religioso-, y si este desarrollo no se concibe de cara al Dios vivo, entonces es casi seguro que tendrá como resultado nihilismo y una autoafirmación humana destructiva. Que el Dios de la gracia nos proteja de tal resultado.


[i] Artículo de Craig M. Gay publicado en Estudios Evangélicos en junio de 2012. Original inglés en Christian Scholar’s Review 28, 1. Copyright del Christian Scholar’s Review. Traducido con autorización. Traducción de Millaray Salas.

[ii] La primera vez que tomé conciencia de esta conexión fue gracias al ensayo titulado “In Defense of North America”, por George Grant, que se encuentra en la colección Technology and Empire: Perspectives on North America (Toronto: Anansi, 1969), 15-40.

[iii] Berger, Pyramids of Sacrifice: Political Ethics and Social Change (Garden City, N.Y.: DoubledayAnchor, 1976), 20.

[iv] Jonathan Mills, “Starting from Zero; Nihilism and Modern Architecture,” Hillsdale Review 7 (Winter 1986); 21-32.

[v] Un ser vivo busca por sobre todas las cosas descargar su fuerza”, afirmó Nietzsche en Beyond Good and Evil (traducción al inglés: Walter Kaufmann. New York: Vintage, 1961, 21), “la vida misma es voluntad de poder. En resumen, aquí como en todas partes, tengamos cuidado de los principios teleológicos superfluos”. De dichos principios, probablemente “la ley natural” y la “voluntad de Dios” habrían sido los más superfluos para Nietzsche.

[vi] Søren Kierkegaard, Concluding Unscientific Postscripts, trans. David R Swenson & Walter Lowrie (Princeton: Princeton University Press, 1941), 317.

[vii] G. K. Chesterton, What’s Wrong With The World? (New York: Sheed & Ward, 1910), 104.

[viii] Ver Peter 1. Berger, “Western Individuality: Liberation and Loneliness,” Partisan Review 52 (1985), 323-36.

[ix] Webster’s New Collegiate Dictionary (Springfield, Mass.: G. & C. Merriam & Co., 1977), 1034.

[x] De interés en este sentido son las recientes observaciones de Patricia Cline Cohen en su libro A Calculating People: The Spread of Numeracy in Early America (Chicago: University of Chicago Press, 1982). Cohen sugiere que no fue en realidad el surgimiento de la ciencia o de la actividad comercial que llevó al aumento de la aritmética en la Inglaterra del siglo XVII, sino que fue la incertidumbre social y política del período la que condujo a un mayor interés en la precisión de las matemáticas. “[Los números trajeron satisfacción”, sostiene Cline (pág. 18), “porque significaban certeza, aparte de cualquier aplicación práctica. Lo que se midió en el siglo XVII, entonces, no era sólo lo que se pensaba que era necesario, sino también lo que con mayor urgencia necesitaba ser cierto”. Por supuesto, esto sigue siendo cierto hoy en día.

[xi] Véase el análisis de George Grant, del “paradigma moderno” en Technology and Justice (Toronto: Anansi, 1986), 36.

[xii] La distinción que hace Galileo entre cualidades “primarias” y “secundarias” ilustra esta afirmación muy bien. Galileo sostuvo que los aspectos “principales” o verdaderamente objetivos de una cosa eran sólo aquellos que pueden ser medidos con precisión. Todos los otros predicados, incluyendo aspectos tales como color, olor, “sentir”, etc., son considerados meramente “secundarios” a los ojos del “sujeto” observador.

[xiii] Lewis Mumford, Technics and Civilization (Londres: Routledge & Sons, 1934), 46-7.

[xiv] Descartes, citado en John Passmore, Man’s Responsibility for Nature: ecological Problems and Western Traditions (Nueva York: Charles Scribner Sons, 1974), 20.

[xv] Francis Bacon, “Novum Organum”, en Classics Western Thought vol. 3. ed Carlos Hirschfeld (Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1964), 2.

[xvi] John MacMurray, The Boundaries of Science: A Study in the Philosophy of Psychology (London: Faber & Faber, 1939), 97-8.

[xvii] Ian Barbour define la tecnología como “la aplicación del conocimiento organizado a tareas prácticas por sistemas ordenados de personas y máquinas”. Ver Ian Barbour, Ethics in an Age of Technology: The Gifford Lectures, Volume Two (San Francisco: Harper, 1993), 3.

[xviii] Thomas F. Torrance, God and Rationality (Oxford: Oxford University Press, 1971), 44.

[xix] Neil Postman, Technopoly: The Surrender of Culture to Technology (New York: Vintage, 1993).

[xx] Ibid., 71.

[xxi] Ibid., 14.

[xxii] Ibid.

[xxiii] Ibid., 18.

[xxiv] Ibid., 20.

[xxv] Peter Berger, Brigitte Berger, & Hansfried Kellner, The Homeless Mind: Modernization and Consciousness (New York: Vintage, 1973).

[xxvi] Ver Alan D. Gilbert, The Making of Post-Christian Britain (Londres: Longman, 1980), 56. Véase también el interesante debate de Neil Postman sobre el “cientificismo” en Technopoly, 144 y ss. Postman escribe (pág. 160): que “cuando las nuevas tecnologías y técnicas y el espíritu de los hombres como Galileo, Newton y Bacon sentaron las bases de la ciencia natural, éstas también desacreditaron la autoridad de las explicaciones anteriores del mundo físico, tal como se encuentra, por ejemplo, en el gran relato del Génesis. Al poner en tela de juicio la veracidad de dichos relatos en un ámbito, la ciencia ha minado todo el edificio de la creencia en las historias sagradas y, finalmente, arrasó con ella la fuente en la que la mayoría de los seres humanos habían buscado la autoridad moral. No es mucho decir, pienso, que el mundo desacralizado ha estado en la búsqueda de una fuente alternativa de autoridad moral desde entonces.

[xxvii] Stanley L. Jaki, The Road of Science and the Ways to God (Chicago: University of Chicago Press, 1978), 303.

[xxviii] Albert Borgmann, Technology and the Character of Contemporary Life: A Philosophical Inquiry (Chicago: University of Chicago Press, 1984).

[xxix] Karl Mannheim, Ideology and Utopia: An Introduction to the Sociology of Knowledge (Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1968), 20.

[xxx] Véase, por ejemplo, Jacques Ellul, The Technological Society (Nueva York: Vintage Books, 1964) y, más recientemente, he Technological Bluff (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1990).

[xxxi] Ellul, The Technological Bluff, 145.

[xxxii] Hannah Arendt, The Human Condition (Chicago: University of Chicago Press, 1958), 296.

[xxxiii] La reciente serie de novelas de Tom Clancy puede ser citada en conexión con este punto.

[xxxiv] Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism (New York Charles Scribner’s Sons, 1958), 182.

[xxxv] Berger et al., The Homeless Mind, 27.

[xxxvi] Ibid., 27-8.

[xxxvii] Leslie Newbigin, Foolishness to the Greeks: The Gospel and Western Culture (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1986), 79.

[xxxviii] Borgmann, Technology and the Character of Contemporary Life, 92.

[xxxix] Joseph Weizenbaum, Computer Power and Human Reason: From Judgment to Calculation (San Francisco: W. H. Freeman, 1976), 261.

[xl] Gabriel Marcel, “The Sacred in the Technological Age” en Theology Today 19 (1962); 28-9.

[xli] Ian Barbour, Ethics in an Age of Technology: The Gifford Lectures, Volume Two (San Francisco: Harper San Francisco, 1993), xix.

[xlii] Grant, Technology and Justice, 13.

[xliii] Romano Guardini, Letters from Lake Como: Explorations in Technology and the Human Race (1923; reprint, Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1994).

[xliv] Ibid., 5.

[xlv] Ibid., 13.

[xlvi] Ibid., 16-17.

[xlvii] Ibid., 23-4.

[xlviii] Ibid., 101.

[xlix] Ibid., 100.

[l] Ibid., 43.

[li] Ibid., 44-5.

[lii] Arendt, The Human Condition, 284.

[liii] Robert Doede, “The Decline of Anthropomorfic Explanation: From Animism to Deconstructionism”, manuscrito mecanografiado, 1992.

[liv] Arnold Gehlen, Man in the Age of Technology, trans. Patricia Lipscomb (New York: Columbia University Press, 1980), 103–4.

[lv] Ibid., 26-7.

[lvi] George Steiner, Real Presences (Chicago: University of Chicago Press, 1989), 92-3.

[lvii] Erazim Kóhak, The Embers and the Stars: A Philosophical Inquiry into the Moral Sense of Nature (Chicago: University of Chicago Press, 1984).

[lviii] T. F. Torrance, The Trinitarian Faith: The Evangelical Theology of the Ancient Catholic Church (Edinburgh, T. & T. Clark, 1993), 100-101.

[lix] Vladimir Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church (1944, reimpresión, Londres: James Clarke & Co., 1957), 112-13.

[lx] James V. Schall “Technology and Spirituality” en The Distinctiveness of Christianity (San Francisco: Ignatius, 1982), 147.

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