Estudios Evangélicos

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Amor por las cosas. Reflexión sobre el consumo

Ni el comercial más persuasivo ni el más sutil, pueden en último término movernos a hacer algo que no queremos hacer.

Un observador europeo resumía con cierto asombro el impulso insaciable por consumir del que fue testigo durante una visita a Estados Unidos: “los estadounidenses se aferran a las cosas de este mundo como si fuera seguro que nunca morirán; están en tal apuro por arrebatar lo que sea que puedan alcanzar, que es como si prefirieran dejar de vivir antes de disfrutarlas. Abrazan todo pero no agarran nada, y pierden apriete mientras se apresuran por otra nueva delicia”[1].

¿Hizo su viaje durante el boom de las “punto com” de fines de los noventa en Silicon Valley? ¿Durante el slogan de Wall Street inspirado en Reagan: “la codicia es buena”, de mediados de los ochenta? ¿Durante la exitosa prosperidad de post-guerra de la Madison Avenue de los cincuenta? ¿En el auge del bienestar de los animados años veinte? Disculpe, ¡siglo equivocado!

Alexis de Tocqueville, el famoso francés que acuño estas palabras, visitó Estados Unidos en 1830, antes de que el jabón Ivory flotara, el tigre Tony gritara “¡Soon Rrricas!”, antes de que McDonald hubiese servido tan sólo una de sus billones y billones de hamburguesas -ni mencionar la producción de Cajitas Felices-, y antes de que muchas generaciones de Pepsi -después encarnadas en Britney Spears- hubiesen visto la luz del día. La época ilustra que el fenómeno del consumismo americano, pese a la actual retórica, tiene raíces muy profundas. Como Tocqueville reconoce, sus comienzos también precedieron a sus propios días.

“A primera vista”, escribe, “hay algo extraordinario en este espectáculo de tantos hombres afortunados inquietos en medio de la abundancia. Pero es un espectáculo tan antiguo como el mundo; lo único nuevo es ver a tantas personas representándolo”[2].

 

La impaciencia en medio de la abundancia, después de todo, no es una mala manera de caracterizar la actitud que derribó al Edén. “Nada nuevo hay bajo el sol”, dice el dicho, que también nos recuerda la frase distintiva en Eclesiastés. Ese libro, junto con la vida de Salomón mismo, ciertamente prueba que los antiguos no dudaban en poner a prueba las recompensas del materialismo para encontrar la felicidad “bajo el sol”. Al menos los profetas gastaron mucho tiempo reprendiendo a Israel tanto por su codicia como por su idolatría –desacreditando en el proceso la tendencia de los actuales ambientalistas de igualar las religiones naturales con los hábitos de consumo saludables y culpar nuestros pecados ecológicos a esos monoteístas patriarcales. El amor por las cosas, de hecho, parece enraizado  en la clase de idolatría descrita en Romanos 1:25, la adoración de lo creado en vez del Creador. Cómo sea que las cosas buenas lleguen a nosotros, sólo existe una única Fuente, y perdemos el rumbo cuando ponemos nuestra confianza en cualquier otra cosa.

 

Peligroso para nuestra salud

 

Por antiguo que sea el problema, los avances en la tecnología del consumo hacen que sus actuales niveles, de los americanos en particular y del mundo desarrollado en general, sean aún más peligrosos que los del pasado. En 1830 se devoraba el bosque virgen con hachas, manos humanas y otros apoyos (incluyendo los inmigrantes o el trabajo esclavizado, por supuesto), y carretas de a caballo o bueyes. Hoy, las armas a elegir incluyen la agricultura mutada con bioingeniería, reactores nucleares, múltiples vehículos y herramientas motorizadas (y energizadas con combustible fósil), más una siempre creciente variedad de persistentes y mortíferos químicos, que nos dan el poder de infligir daño más rápido e insidioso. En la literatura acerca de las consecuencias de nuestros hábitos egoístas, este consumo exagerado es proyectado como el responsable de las enfermedades medioambientales, desde el calentamiento global a la extinción de especies. Considerándolo en términos puramente financieros, mayores y mayores gastos personales, incluyendo el de cubrir deudas, agotan el dinero disponible que de otra manera podría contribuir a cubrir necesidades sociales como la salud y la educación.

 

El chivo expiatorio que comúnmente buscamos para dar cuenta de este motor del consumo recalentado son, por supuesto, los negocios. Crecientemente, reprochamos al sistema de libre mercado en sí mismo, particularmente en combinación con los ideales americanos de progreso y crecimiento personal. La legendaria “Ética protestante del trabajo”, pareciera haber sido sustituida por un solícito y equivalente impulso a consumir en nombre del crecimiento económico, un impulso que ya no tiene como contraparte el freno puesto por alguna religión como se practicaba en el pasado. Mantener a la economía en expansión es, por supuesto, el mecanismo que ha permitido a tantos conseguir un mejor estándar de vida que sus padres. ¿Quién se habría puesto a pensar que la misma máquina de crecimiento podría amenazar la capacidad de vivir de un tataranieto?

 

Incluso los académicos en campos como los negocios y la economía, por lo general bastiones de defensa para los conceptos del libre mercado, se están convirtiendo en heraldos de esta nueva preocupación. La economista de Harvard Juliet Schor, una de las más prolíficas escritoras acerca del patrón de sobreconsumo, apunta que la tradicional “teoría de la utilidad”[3], que es utilizada para justificar los sistemas de mercado como maximizadores de bienes, se desploma si los consumidores se esfuerzan por alcanzar aún mayores, inalcanzables estándares de riqueza material, que los dejan crónicamente insatisfechos. Tener más cosas nos hace más felices por un tiempo, dice, pero cuando nuestros deseos alcanzan lo que podemos permitirnos comprar, nos quedamos atascados en la infelicidad. Siendo esta nuestra situación actual, argumenta, no estamos necesariamente en mejores circunstancias sólo porque la economía se expanda. Las escuelas de negocios, de las que no se suele esperar advertencias sobre los peligros del descontrolado consumo individual, se dan cuenta de la amenaza planteada por la manifestación de ese comportamiento en individuos particulares –específicamente, gerentes generales corporativos. Los académicos del mundo de los negocios saben que la confianza en los mercados depende de la confianza en su operación justa y sin obstáculos, y los últimos escándalos han revelado un sistema de gobierno corporativo con limitadas responsabilidades y al parecer ilimitado potencial para la explotación por parte de los que están en la cima. Los remedios en el orden legal sólo pueden llegar a cierto punto, y muchos perciben una necesidad de cambios reales en las actitudes y supuestos comunes a muchos líderes corporativos. De esta manera, usted tiene artículos como “Más allá del egoísmo” en el último MIT Sloan Management Review[4], co-escrito por un triunvirato de académicos de negocios representando a Harvard, Oxford y la universidad de McGill. Desafían ahí las teorías económicas del chorreo y la santidad del concepto de aportar valor a los accionistas, arguyendo que las relaciones humanas y la conciencia social deben tener un lugar en las decisiones de negocio. El colapso del comunismo, argumentan, no debería dejar como triunfante al oponente ganador: “si el capitalismo sólo está a favor del individualismo, también colapsará”.

 

¿Aflicción moderna o adicción permanente?

 

Con angustia, reprimenda, y toneladas de consejos constructivos lloviéndonos desde los expertos, ¿por qué nosotros los consumidores, ya sea pudientes gerentes corporativos o ciudadanos promedio, generalmente somos incapaces de controlar nuestra codicia? En nuestros días, la búsqueda de respuestas a esa pregunta ha engendrado una lluvia de protestas que intentan encontrar a alguien (preferentemente con abultadas billeteras) a quien culpar por el resultado adverso de nuestras malas decisiones de consumo, desde los cigarros hasta la comida rápida. El enemigo común es usualmente la publicidad, elevada a la estatura de poder místico, un verdadero demonio que nos ha seducido,  arrastrando a inocentes ciudadanos reticentes al abismo del consumismo. Sin dichas influencias, aparentemente, todos estaríamos felices de vivir como los Amish. Así escribe un ambientalista: “el anular los valores comunes de moderación y comunión ha pasado por una implacable y consistente persuasión y por una ocasional coerción”[5]. Casi cualquiera que haya visto a un niño de dos años jugando, sabe que la coerción generalmente debe ser aplicada para inducirnos a compartir, y no al revés. Uno sólo puede maravillarse de la manera en que la brillante elite publicitaria logró erradicar esos “valores comunes” tan rápidamente en los párvulos preescolares.

No todos, de hecho, intentan echar la culpa del excesivo consumismo a influencias externas. El libro Affluenza, a pesar de llamar al “bicho” de un modo que suena como algo que uno “se agarra”, de hecho llama a su capítulo sobre la amplia serie de causas del virus con el título de “Pecado original”, discutiendo la perspectiva judeocristiana, entre otras, que ve los deseos egoístas como algo enraizado en el corazón humano. Incluso un autor como Richard Dawkins, un adherente del “darwinismo teórico ortodoxo” (en sus propias palabras), encuentra suficiente evidencia para sugerir una causa original de todos esos deseos en el “gen egoísta”. La selección natural, argumenta, favorece a los individuos egoístas de cualquier especie, y así quienes sólo se preocupan de sí mismos son los que siguen por ahí transfiriendo sus cromosomas a quienes vendrán después. Desde la perspectiva de Dawkins, por supuesto, este es un fenómeno naturalmente explicable, escrito en nuestro ADN; pero tiene toda la apariencia de ser la misma cosa que el pecado original pero con otro nombre.

¿Absuelve  nuestra disposición hacia el egoísmo, como sea que ésta haya llegado a estar ahí, a los publicistas que practican el engaño conscientemente? Por supuesto que no. ¿Usan, de vez en cuando, tácticas de segmentación y persuasión que, aunque no sean completamente engañosas, fuerzan los estándares éticos? Ciertamente. Pero, la realidad es que la publicidad opera porque explota algo que ya está en nosotros y que puede ser explotado. James Twitchell[6] ofrece este argumento en su libro No nos libres de tentación: “la academia ha actuado como si se tratara de un lavado de cerebros cuando en realidad se trata, al menos para mí, de una evidente verdad de la naturaleza humana: nos gusta tener cosas”. Mientras Twitchell reconoce todas las tácticas persuasivas empleadas por la publicidad moderna, rechaza la frecuente distinción entre necesidades “reales” y “falsas” (la última sería del tipo que frecuentemente se alega ser resultado de publicidad manipuladora). Desde su perspectiva, toda necesidad material más allá de la mera subsistencia cae, por definición, bajo la categoría de “deseos”. No se puede tener “falsos deseos”, porque su legitimidad está definida por el acto de “querer”. Si buscamos confianza en nuestra pasta dental blanqueadora o estatus mediante nuestro automóvil, es porque eso es lo que realmente deseamos –esto es, comprar una imagen como una mercancía. No podemos hacer cargar con toda la culpa a los publicistas.

 

Nuestra disposición innata hacia querer y consumir se hace aún más evidente cuando examinamos los planes populares para reducir el consumo; porque esos planes tienen la sospechosa apariencia de ser otro objeto de consumo más. Todo el movimiento de una vuelta a lo “simple” ha engendrado su propia línea de libros y revistas, pues los publicistas y avisadores siempre reconocen un nicho de mercado en cuanto lo ven. Una edición de verano de Real Simple (a un precio de $3.95 dólares) destacaba un aviso para una mini-van Toyota en la contraportada, mientras que Organic Style (a un precio de $4.50) ostentaba un aviso similar para un Subarú Forester. La serie de libros de Elaine St. James acerca de “vivir la vida de modo simple” constituye una clásica concesión, pues ofrece cosas estilosas que serían la envidia de cualquier product manager de Procter & Gamble. El libro Affluenza, que partió como una serie  documental que salía al aire en PBS, raya en ser cómico a su propia costa con una caricatura de un televidente viendo el programa y atentamente captando el mensaje acerca del sobreconsumo americano: al típico anuncio promocional: “para una copia de este  programa, envíe un cheque o pague en efectivo a…”, su respuesta es saltar y contestar ¡quiero dos![7] Y, por cierto, existe un Cómo vivir moderadamente para Dummies, el sello inconfundible de una tendencia cuyo tiempo ha llegado. Entre los útiles consejos que podemos encontrar en su portada se encuentra el pagar por cable básico en vez de cable premium.

 

Un peligro oculto

 

Por supuesto, todo lo anterior ilustra la magnitud de los desafíos que enfrenta la mentalidad anticonsumo. La mayoría de nosotros, para ser franco, apreciamos el estilo de vida que tenemos. A modo de ilustración, una escritora dijo que hizo una encuesta informal a sus amigas mujeres y familiares acerca de si estarían dispuestas a dejar el consumo de combustible fósil, los beneficios de la química mejorada de nuestra vida moderna, y retroceder a la fabricación manual de jabón, al acarreo de agua, a las realidades de partir la leña y a las restantes cosas que ataban a las mujeres a la casa y que formaron la manera de vivir de nuestras bisabuelas. Dadas varias alternativas para elegir, una de sus amigas prefirió “muerte instantánea” antes que la posibilidad de volver el tiempo atrás[8].  La propuesta del anticonsumismo se da cuenta de que nada contra una poderosa corriente. Un grupo activista llamado “Basta” reconoce que para ellos el mayor desafío es “cómo vender el mensaje acerca del negativo impacto [de nuestros patrones de consumo excesivo] en la vida de los trabajadores, el ambiente y el Tercer Mundo, sin estar usando una camisa de cilicio”[9]. Resulta llamativa esta entusiasta recomendación que un crítico anónimo de unos de los libros de Elaine St. James hizo en la web: “Si buscas simplificar las cosas y mejorar algo tu calidad de vida, pero no estás necesariamente lista para comprar todo al por mayor y comprar sólo en tiendas en liquidación, este es el libro para ti”. Lo recurrente aquí es el llamado a simplificar nuestra vida en dirección a algo lo suficientemente cómodo como para que sea popular; suena un poco como “intenta reducir la deuda de tu tarjeta de crédito y compra cosas orgánicas, pero no queremos que te vuelvas loco en el proceso, así que mantén tu plan básico de televisión por cable”.

 

Para aquellos que, en cambio, se sumergen de verdad en la vida rústica, existe también algún peligro de que esa contracultural marcha atrás pueda volverse una forma de autoindulgencia. Bill McKibben, en un ensayo en el que explica por qué se opuso incluso a métodos ecológicos para librar a su comunidad de la amenaza veraniega de los mosquitos, escribe acerca de este comportamiento enfermizo: “yo consumo incomodidad, transformándola en una mercancía placentera; se convierte en el combustible para mi propio sentido de superioridad”, observa McKibben. Tal como lo ilustran las nuevas revistas y libros, esta conciencia es sólo otra versión de consumidores definidos por un estilo de vida. “En vez de definirnos por lo que compramos”, sugiere, “nos definimos por lo que botamos”[10].

Tal como lo descubren muchos monjes, el ascetismo acarrea el peligro del orgullo y el potencial de corrupción por nuestros motivos egoístas. La causa se encuentra, en parte, en lo que hace notar el escritor Martin Marty: “despreciar lo que está en la tierra para ser consumido no es pura y simple virtud”[11]. Marty ilustra este punto con una historia jasídica acerca de un hombre que hace voto de ascetismo, que cree que privándose de los placeres terrenales está en un camino seguro al Paraíso. Evita el arte, los eventos sociales, el vino, las mujeres, las canciones y cosas semejantes, y logra su deseo de la vida después de la muerte. Desafortunadamente, es desechado del Paraíso después de tres días, porque no tiene idea del deleite y el disfrute que está teniendo lugar ahí.

Ni el ascetismo desenfrenado ni la compra compulsiva constituyen respuestas adecuadas al desafío del consumismo. Dios, después de todo, creó muchas cosas para que nos divirtiésemos, pronunciando que “era bueno” cuando la obra de la creación estuvo acabada. Por otra parte, Dios estableció límites a nuestra capacidad de poseer. La fruta prohibida era codiciable y deliciosa, pero Dios la puso más allá de los límites de lo que podíamos alcanzar.

Como cristianos, nuestro desafío es entender esos límites apropiados en nuestro consumo, mientras aceptamos la realidad de que la vida bajo la gracia nos otorga un lugar nada de fácil de organizar en base a reglas. La iglesia puede presentar oportunidades invaluables para explorar estos asuntos y buscar soluciones. Reveladoramente, el movimiento de “simplicidad voluntaria” tiene en su raíz un componente de “grupo pequeño”, ofreciendo el tipo de soporte emocional para esa vida de cambio constructivo que las iglesias, en sus mejores momentos, proveen.

 

El cambio no será fácil

 

El requisito fundamental para reparar este consumismo sobrecalentado es parar de buscar a otros a quienes culpar, y aceptar nuestra propia responsabilidad. Pero incluso entonces, la historia sugiere que el cambio no será fácil.

 

En algún momento a finales del siglo IV, el gran líder cristiano San Juan Crisóstomo predicó a su congregación en Antioquía una serie de siete sermones sobre la parábola del hombre rico y Lázaro (Lucas 16:19-31). La verdad que enfatizó refleja asuntos que aún plagan nuestra reflexión acerca del materialismo. Desafió, por ejemplo, la falacia de que la salud y las riquezas eran signos del favor de Dios, recordando a sus oyentes que las recompensas finales (y el castigo) vienen después de esta vida. Más de dieciséis siglos después, su descripción de la vida fácil del hombre rico nos ofrece una robusta advertencia. “Todo le fluía como en primavera… se sumergía cada día en las olas de la maldad y no se daba cuenta”[12]. Ya esto debería bastar para alejarnos de esos enfoques graduales de reducción del consumo, enfoques que nos mantienen dentro de la “zona de comodidad” pero que claramente no nos ofrecen comodidad acerca de nuestra seguridad última. Desafortunadamente, incluso esa poderosa predicación tiene un aparentemente limitado impacto. Por el séptimo sermón, Crisóstomo encontró necesario comenzar con un preámbulo mordaz: se mostraba algo molesto con la noticia de que muchos miembros de su iglesia estaban animando a los competidores en las carreras de carros de la zona.

La historia sólo ilustra que no hay ninguna reprimenda, tampoco de parte del predicador llamado “boca de oro”, que pueda cambiar nuestro comportamiento si no queremos cambiar. Pero eso da lugar a que reconozcamos la contraparte: aunque los publicistas sean con razón tenidos por responsables al usar tácticas de  engaño y presión, sigue siendo cierto que ni el comercial más persuasivo ni el más sutil, pueden en último término movernos a  hacer algo que no queremos hacer.

 

Publicado originalmente en Christian Reflections. Copyright de Baylor University. Traducido con autorización. Traducción de Esteban Guerrero Cid

 


[1] Alexis de Tocqueville, Democracy in America Harper & Row, Nueva York, 1966. Pág. 508.
[2] Ibid., pág. 509.
[3] Juliet Schor “What’s wrong with consumer society? Competitive Spending and the “New Cosumerism” en Consuming Desires: Consumption, Culture and the Pursuit of Happiness, ed. Roger Rosenblatt, Island Press, Washington DC, 1999. pág. 49.
[4] Henry Mintzberg, Robert Simmons, y Kunal Basu, “Beyond Selfishness” en MIT Sloan Managment Review 44, 1. pág. 69.
[5] Stephanie Mills, “Can’t get that extintion crisis out of my mind” en Consuming Desires pág. 203.
[6] James B. Twitchel, Lead us into temptation: The triumph of American Materialism Columbia University Press, Nueva York, 1999. pág. 273.
[7] Joel Pett, caricatura de portada en Affluenza: The all consuming epidemic Berrett-Koehler Publishers, San Francisco,2001. pág. xiii.
[8] Jane Smiley, “It all begins with housework” en Consuming Desires pág. 168.                     
[9] John Desmond, Consuming behavior Palgrave, Nueva York, 2003. pág. 91.
[10] Bill McKibben, “Consuming Nature” en Consuming Desires pág. 92.
[11] Martin E.Marty, “Equipoise” en Consuming Desires pág. 184.
[12] San Juan Crisóstomo, On Wealth and Poverty St. Vladimir’s Seminary Press, Nueva York, 1984. pág. 131.

 

 

 

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