Busquen la paz de la ciudad – sermón
Resumen del post:
Ausencia de relaciones, ausencia de problemas. Aquí en realidad se nos llama a todo lo contrario: a interferir, a meternos; en un sentido de la palabra, Jeremías 29 es un llamado a perder la paz propia y a no permitir cualquier paz ajena.
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Fecha:
08 diciembre 2013, 09.31 PM
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Autor:
Manfred Svensson
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Busquen la paz de la ciudad – sermón
Ausencia de relaciones, ausencia de problemas. Aquí en realidad se nos llama a todo lo contrario: a interferir, a meternos; en un sentido de la palabra, Jeremías 29 es un llamado a perder la paz propia y a no permitir cualquier paz ajena.
1.
“Busquen la paz de la ciudad”, leemos en Jeremías 29:7. No creo haber oído ese verso de niño, pero no es uno que haya estado ausente de la reflexión cristiana sobre la vida pública. Se puede ver en las muchas iglesias que lo han escogido como lema. De un modo particularmente visible se puede ver ahí donde se trata de traer paz precisamente a una ciudad devastada. Reconstruida la catedral de Dresden, en sus campanas se encuentra inscrito este verso de Jeremías. El destino de Dresden, destruida por el bombardeo aliado y luego bajo un larga tiranía comunista, parece ejemplificar muy bien el tipo de barbarie que puede predominar cuando no hay quienes buscan el bien de la ciudad, o cuando el bien de la ciudad es buscado por quienes tienen grave confusión sobre ese bien.
Pero si los cristianos damos un giro a una fuerte conciencia de nuestro deber de buscar dicho bien, conviene que no sea un verso aislado el que oriente nuestro trabajo. Dirijamos la mirada a Jeremías 29, porque lo que hay ahí no es un verso suelto, sino una carta completa de Jeremías al pueblo de Dios arrojado a una ciudad ajena. Leamos completa dicha carta, buscando que Dios nos dé inquietud por la paz, y que no nos deje apaciguarnos con algo menos que Él y su verdad:
Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz. Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No os engañen vuestros profetas que están entre vosotros, ni vuestros adivinos; ni atendáis a los sueños que soñáis. Porque falsamente os profetizan ellos en mi nombre; no los envié, ha dicho Jehová. Porque así dijo Jehová: Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré, y despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar. Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros, dice Jehová, y haré volver vuestra cautividad, y os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares adonde os arrojé, dice Jehová; y os haré volver al lugar de donde os hice llevar (Jer. 29:4-14).
Al reflexionar sobre la construcción de la ciudad, los cristianos tendemos a preferir un libro como Nehemías. Después de todo, ahí se está puesto desde el comienzo en la reconstrucción, mientras que Jeremías parece dejarnos en una demasiado larga situación de espera. Parecieran ser dos textos muy, muy distintos: uno se dirige a Israel volviendo del exilio, otro se dirige a los que acaban de padecer el exilio, diciéndoles que falta mucho para el regreso. “En setenta años más”… (Jer. 29: ). Con cabal realismo, Jeremías les está diciendo “ustedes NO van a ver lo que viene después, la restauración” Está claro que no era lo mismo vivir como compañero de Nehemías que vivir como compañero de Jeremías. La mayoría seguramente habríamos preferido estar con Nehemías que con los cautivos que reciben estas palabras de Jeremías. Uno casi puede preguntarse cómo a alguien se le ocurre poner Jeremías 29 encabezando el trabajo de una iglesia local, en lugar de poner algún pasaje de Nehemías. Porque el verso 7 por sí solo suena bien, pero la carta completa de Jeremías es más realista que lo que la mayoría de los cristianos quisieran escuchar.
Pero la iglesia no tiene por qué elegir. Estamos puestos todo el tiempo en los dos escenarios: como iglesia siempre estamos perdiendo el rumbo y Dios nos reconduce al camino, nos vuelve a edificar –vivamos entonces bajo lo que aprendemos de Nehemías-; pero como iglesia también estamos viviendo en medio de Babilonia, y necesitamos el mensaje de Jeremías 29. Debemos también mirar a lo que Dios nos dice sobre cómo vivir como pueblo de Dios en medio de la cautividad, en medio de una ciudad en la que no somos la fuerza decisiva.
Partamos por entendernos como gente que está en esa situación, y vamos a ir viendo cómo se aplica este texto a nosotros. El texto de Jeremías en el que encontramos estas palabras es parte de una carta, una carta enviada por Jeremías a los que se encuentran deportados, exiliados. ¿Es posible hablar de nosotros así, como exiliados, a quienes esta carta por tanto se dirige de modo muy directo? Me parece que sí: I de Pedro es una carta que comienza dirigiéndose a “los exiliados en la diáspora”. Hebreos 13:1 habla de los creyentes como extranjeros y peregrinos. Este es un tema recurrente en la Biblia, y si creemos que para servir a la ciudad necesitamos de algún modo “superar” nuestra condición de peregrinos, hay algo que estamos entendiendo mal.
Por supuesto es importante aclarar qué significa que seamos exiliados, que ésta no sea nuestra tierra. No significa que seamos extraterrestres. Ni siquiera significa que seamos nómades, que no echan raíz en ningún lugar. Hay tipos muy distintos de exiliados: se puede vivir el exilio en un pequeño gueto, pero también el exilio se puede vivir por largo tiempo, aprendiendo la lengua del país que nos acoge como la nuestra propia, y haciendo de la gente de dicha tierra nuestros mejores amigos. Hay muchos puntos de nuestra vida como iglesia que pueden ser iluminados si recuperamos la conciencia de esto. Piensen, por ejemplo, en cómo hablamos. Debemos vivir un exilio que aprende la lengua del país en que estamos puestos, y creo que es un hecho que hemos fallado en esa tarea: hablamos “la lengua de Canaán” hasta por Facebook, de modo que no es nada de extraño si nadie nos entiende. Con todo, cualquiera que haya traducido alguna vez un texto más o menos largo, se habrá dado cuenta también de que hay cosas que no se pueden traducir, o que no se pueden traducir de modo muy sencillo, cosas que obligan a introducir a otros a la lengua desde la que se traduce. Así, de la condición de exiliados que aman la tierra que los acoge nacen deberes en dos direcciones respecto de cómo hablamos, un deber de aprender la lengua de la ciudad pero también el deber de cultivo de un lenguaje cristiano. ¿Qué quiero decir con eso? No estoy hablando de alguien que no dice groserías, y no estoy hablando de alguien que habla con constantes alusiones bíblicas; estoy hablando de que, por ejemplo, términos como misericordia, fidelidad o justicia sean los que usamos para enfrentar los problemas de nuestra vida en común, en lugar de términos como “principios” o “valores”. Así que tengo que traducir, sí, pero hay cosas que debo reconocer como difíciles de traducir, o imposibles; de modo que debo invitar a otros a aprender mi idioma.
Así que vivir en exilio es vivir en tensión. Quien está de por vida en exilio en otro país puede llegar a sentirse ciudadano del mismo, y en algunos sentidos puede llegar a serlo. Pero –sea como sea que hablemos-, la clave está en que incluso alguien que vive el exilio de una manera así de positiva –como Jeremías invita a hacerlo- sabe que su identidad es otra. Es exiliado porque la ciudadanía que lo define, que le da identidad, es de otro lugar. ¿Cuál es ésa? En la carta a los Filipenses 3:20 Pablo lo dice con todas sus letras: “somos ciudadanos de los cielos”. Esto no significa que allá estamos viviendo, que debamos intentar arrebatar desde ya ese futuro. Pero sí significa que nuestra vida acá debe ser definida por esa identidad, que pensamos y actuamos como ciudadanos de esa ciudad, no de Babilonia. Quiero que nos esforcemos ahora por recuperar esa perspectiva: la de un tipo especial de exiliados. Tal vez algunos hemos sido exiliados del modo equivocado, encerrados en nuestras casas sin querer aprender el idioma del mundo en que estamos; tal vez otros en realidad hemos olvidado que tenemos otra ciudadanía, y hemos empezado a vivir y pensar con la mente de Babilonia. Incluso podríamos decir que el verso 7 “busquen la paz de la ciudad”, si lo citamos así, fuera del resto de la carta, produce eso: nos identifica con la ciudad pero oscurece nuestra condición de exiliados, que tienen otra ciudadanía. Así que vale pues la pena que dirijamos la mirada a esa carta completa de Jeremías a los cautivos, para recuperar la perspectiva de ciudadanos de los cielos que buscan la paz de la ciudad en la que están:
2.
Volvamos ahora atrás para ver a quiénes Jeremías está dirigiendo sus palabras. Ésta es una carta dirigida por Jeremías desde Jerusalén a los israelitas que ya estaban en Babilonia. La deportación hacia Babilonia fue por fases, y el envío de esta carta claramente muestra que había cierta comunicación entre un lugar y otro. Con seguridad los de Babilonia se preguntaban cómo estaba Jerusalén, y los de Jerusalén se preguntaban por la situación de los amigos y hermanos deportados. ¿De qué se habla en situaciones como ésa? Esperanzas y desesperanzas. ¿Se levantará Jerusalén? ¿Caerá Babilonia? Así era antes del exilio, y así es también en el exilio mismo. Y Jeremías ofrece una mirada muy decidida respecto de qué esperanzas cultivar y cuáles no.
El escenario es uno bien conocido si leemos la historia de Israel: es la historia de sus recaídas, de las advertencias de Dios, del juicio y la restauración. Por mucho tiempo Dios va advirtiendo a su pueblo, enviando profetas que lo traigan de vuelta, recordándoles cómo ya desde Moisés los ha invitado a escoger la vida y no la muerte que sobrevendrá al dejar el pacto (Deut. 30). Para el tiempo en que escribe Jeremías, ya apenas se trata de una advertencia; más bien es un simple anuncio: el castigo vendrá. Debe haber sido desconcertante para sus conciudadanos, porque quien mira las cosas externamente podría haber pensado que lo peor en la historia de Israel ya había pasado: décadas atrás el pueblo entero, incluso como nación, estaba entregado a la idolatría, bajo el rey Manases. Pero cuando Jeremías escribe, es más bien un tiempo de reforma. ¡Cómo va a venir un castigo ahora que estamos mejorando! Muchos profetas deben haber dicho “paz, paz”.
3.
Así hablaban, en efecto, algunos (falsos) profetas: “no va a pasar nada, no se preocupen por lo que dice Jeremías, sigan viviendo como viven” (algo parecido en Jer. 23:17: “dicen atrevidamente a los que me irritan “Jehová dijo <paz tendréis>”, y a cualquiera que anda tras la obstinación de su corazón le dicen “no vendrá mal sobre vosotros”. A veces escuchamos un discurso como ése presentado como “gracia”. Pero es gracia barata, que Jeremías rechaza: “no hay paz”. Ese mismo enfrentamiento con los falsos profetas se produce también cuando el exilio ya es un hecho. Los del exilio esperaban con seguridad otro tipo de carta. También allá, en el exilio, tenían profetas que les decían cosas distintas: que les decían “todo está bien, no se preocupen del exilio, porque se va a acabar en cualquier momento”; tenían profetas que les decían “paz, paz”, pero queriendo decir algo muy distinto de cuando Jeremías usa esa palabra en su carta.
4.
¿Cómo sabemos que esperaban algo distinto? Pensemos en el conocido salmo 122, que empieza diciendo “yo me alegré con los que me decían, a la casa de Jehová iremos”. Si leemos lo que sigue más adelante, veremos con qué asociaban la paz: “pedid la paz de Jerusalén”, “sean prosperados los que la aman” (sal. 122:6). Aquí se pide por la paz, pero por la de Jerusalén; y la diferencia con el mensaje de Jeremías se ve reforzada por las palabras del verso 7: “sea la paz dentro de tus muros”. Eso es lo que tal vez esperaba parte del pueblo en el exilio, ver la paz restaurada dentro de los muros de Israel. Y la otra cara de la moneda es que muchos deben haber esperado la destrucción de cualquier paz que haya habido en Babilonia.
El salmo 137, escrito durante esta experiencia de cautiverio, deja claros esos sentimientos: “hija de Babilonia destruida, bienaventurado el que te diere el pago por lo que tú nos hiciste” (sal. 137:8). Paz para Jerusalén y destrucción para Babilonia, así tiende a pensar el pueblo de Dios en el exilio. También esos salmos, por cierto, son palabra de Dios, por lo que parece haber un momento para rogar por la paz de la iglesia, e incluso un momento para esperar la ira de Dios sobre Babilonia. Pero a lo que Dios nos llama no es a ser ejecutores de esa ira, sino a pasar por en medio de esas dos actitudes, buscando la paz de la ciudad, la paz de Babilonia.
Es importante que recordemos esto, porque está claro que en muchos sentidos la iglesia del nuevo pacto enfrenta situaciones similares a las del cautiverio en Babilonia. A veces nos gusta imaginar que estamos en una “sociedad cristiana”, que momentáneamente pasa por una determinada crisis, y que por eso no se le nota lo cristiana que es… Pero la verdad por supuesto es muy distinta: estamos en medio de Babilonia. Ahora bien, si lo reconocemos así, ¿qué instrucciones esperaríamos nosotros de parte de un profeta? ¿Qué carta nos habría gustado recibir de Jeremías? ¿Tal vez esperamos lo mismo que los israelitas en el cautiverio? A veces lo que queremos es solo algo como el salmo 122: en medio de los problemas, oramos por la paz de la iglesia; en otros momentos, nuestro corazón se ve mejor reflejado en el salmo 137, nos sentimos en medio de una sociedad postcristiana, y sentimos “ojalá alguien le dé su merecido a esta sociedad”. Así que necesitamos dirigir nuestra mente a Jeremías 29 y dejar que nuestro corazón se reordene por el mensaje que Dios entrega ahí para su iglesia, para una iglesia urbana que no se hace ninguna ilusión respecto de la sociedad a la que ha sido llamada.
Si tratamos de ver las cosas desde esa perspectiva, una de las primeras cosas que debemos dejar de lado es la queja. Una vez que dejamos de lado las ilusiones, una vez que hemos comprendido que vivimos en Babilonia, es fácil, en efecto, que la queja sea nuestra primera reacción. Va a empezar el año escolar, ¿qué barbaridades aprenderán nuestros hijos en esos colegios babilónicos? Y cuando vuelvan a la casa, ¿qué cosas verán si prenden un televisor? Son preocupaciones justificadas, ciertamente. Pero la queja no es justificada. La carta de Jeremías sepulta la queja, y la sepulta con un mensaje de esperanza. No con un mensaje de optimismo superficial, como el de los profetas que dicen “paz, paz” cuando no hay paz”. Pero sí con esperanza, recordándonos quién controla todo. Porque para el lector atento en esta carta aparece la soberanía de Dios retratada con fuerza: Al principio dice “los hice transportar” (v.4) y al final dice “os arrojé” (v. 14). En medio de eso, también Nabucodonosor cae bajo el soberano gobierno de Dios, y Dios lo llama “mi siervo” (27:6). Nunca dice “Nabucodonosor me los quitó”, nunca dice “pobre iglesia, la cultura secularizada me la quitó”. Dice “yo los puse ahí, en Babilonia; tengo un plan con eso, y luego los haré volver”.
¿Y cuál es ese plan de Dios? Parte del mismo se encuentra en el verso siete, cuando nos dice “procurad la paz de la ciudad”… Eso es lo que debemos buscar para la ciudad en la que hemos sido puestos. ¿Pero qué significa buscar la paz de la ciudad? Eso es algo que tenemos que preguntarnos con mucha atención, porque hay mucho en juego en que entendamos bien la palabra central. “Paz” puede significar cosas muy distintas. Cuando alguien dice “déjenme en paz”, quiere sólo tranquilidad, que nadie interfiera, que nadie se meta en su vida. Ausencia de relaciones, ausencia de problemas. Aquí en realidad se nos llama a todo lo contrario: a interferir, a meternos; en un sentido de la palabra, es un llamado a perder la paz propia y a no permitir cualquier paz ajena.
El término hebreo que está detrás es uno bien conocido, Shalom, y no expresa la falta de relaciones del que ha sido “dejado en paz”, sino que al revés, el desarrollo pleno de todas las relaciones que son decisivas para el florecimiento de la vida. Por eso otras traducciones de la Biblia buscan palabras distintas, alternativas a paz. La Biblia de las Américas, por ejemplo, dice que debemos buscar el “bienestar” de la ciudad. Bienestar puede ser una buena traducción. Pero tenemos que estar conscientes de cierto riesgo: puede sonarnos a algo así como “la comodidad de la ciudad” o busca “la prosperidad de la ciudad”. Hay toda una filosofía social que acostumbramos resumir bajo el título de “estado de bienestar”. Hay algunos elementos de eso que pueden estar incluidos en el mensaje del texto que tratamos; pero el Estado de bienestar no está preocupado por la vida espiritual o moral de las personas. Tal vez podríamos corregir esto diciendo “busca la integridad de la ciudad”. Integridad puede ser una buena traducción para Shalom. Pero entre nosotros el término “integridad” tal vez enfatiza demasiado exclusivamente otro lado, precisamente el lado moral. Shalom abarca todos estos sentidos: busquemos la plenitud de la ciudad, podríamos tal vez decir, o el bien de la ciudad. O bien podemos quedarnos con la traducción común, “la paz de la ciudad”, pero recordando en todo momento que esta paz no es tranquilidad. Buscar la plenitud de la ciudad, buscar el bien de la ciudad, muchas veces generará problemas, conflictos, y hay que saber que eso vendrá, que también en eso la mano de Dios está sobre nosotros. Por eso, cuando en La Ciudad de Dios Agustín está escribiendo sobre la paz, la define como “tranquilidad del orden”. Sí, es cierta tranquilidad, pero no cualquier tranquilidad, sino la tranquilidad dentro de una vida que se ha reordenado hacia Dios, en que nuestro corazón se ha reordenado en su relación hacia el prójimo, en que hemos dejado de poner el centro en nosotros mismos. Es lo contrario de lo que expresa alguien que dice “déjame en paz”. Esto es entonces lo que Jeremías llama a que los cautivos busquen, y les pide que busquen la paz precisamente de Babilonia. El corazón de Dios sigue puesto en sus elegidos, es a ellos que les dará paz; pero los llama no a buscarla para sí mismos, sino a rogar por la paz de otros. “Y en su paz tendréis vosotros paz”, les dice.
5.
Ahora, aquí alguno se podría asustar –o aburrir- y decir “este es un sermón para políticos cristianos, que tienen que buscar la paz de la ciudad, y cumplir con todo ese tipo de tareas grandiosas; pero no es nada para mí, yo soy un cristiano común y corriente, y además un ciudadano común y corriente”. ¿Se dirigirá esta carta a mí? La respuesta es, por supuesto, un sí rotundo. En los primeros versos de este capítulo 29 se anuncia que es una carta dirigida a “los ancianos” y “a todo el pueblo”. Y si miramos ahora los versos 5 y 6 con calma, vamos a ver que de verdad aquí hay un mensaje para todos nosotros, para todo el pueblo. Miremos estos versos:
Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis.
No hace falta ser diputado para cumplir con esto. En esta carta Dios nos está recordando a todos que nos creó con un propósito, que quería ver su creación floreciendo, que quería ver la obra del hombre desarrollándose. Y no es primera vez que lo dice. Estos versos, por el contrario, nos están recordando las palabra de Dios al hombre precisamente tras la creación:
Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces el mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra (Gn 1:28).
En las iglesias de tradición reformada acostumbramos referirnos a este pasaje del Génesis como el que contiene el “mandato cultural”. Someter la tierra, señorear sobre el resto de la creación, es obrar como administradores de la creación de Dios, llevando a que ésta se despliegue en todo su esplendor. ¿Qué clase de personas necesitamos para eso? ¡De todo! Necesitamos abogados que hagan justicia, artistas que nos hagan ver la belleza, científicos que busquen la verdad. Ante esa aclaración alguien podría reaccionar diciendo “no solamente no soy político, sino que tampoco soy poeta; ¿qué me vienen a mí con un mandato cultural?” Efectivamente, el cristianismo no es el programa de alguna exclusiva elite cultural, sino un mensaje para todos. También su “mandato cultural” es para todos, y por eso incorpora en primer lugar tareas de todos: fructificar, construir casas. Su primer llamado no es a “redimir la cultura”, a “evangelizar las ideas”, sino un llamado a cumplir también con “fructificad y multiplicaos”.
¿Habrá mayor desesperanza que la de no querer tener hijos? ¿Se habrá escuchado de esa desesperanza en ese tiempo? Claramente sí, porque Jeremías les tiene que llamar la atención. Pero lo más interesante es que poco antes Dios mismo le había dicho a Jeremías que no se case ni tenga hijos (Jer. 16:1-4). Jeremías sin hijos debía ser como un símbolo viviente de la desesperanza de un pueblo que quería subsistir por sí solo. Y ahora, en el exilio, cuando todos piensan “aquí sí que no hay que tener hijos”, ahí Jeremías les escribe “tengan”. Eso no es un mensaje “conservador”, sino un mensaje “revolucionario”: desafíen la desesperanza, precisamente en Babilonia tengan hijos, multiplíquense, háganlos crecer como israelitas fieles. Es un mandato “cultural”, pero cultura es cultivo: educar niños o ciudadanos, cultivar plantas, construir casas. Y, muy primordialmente, es saber desarrollar una cultura no solo del trabajo sino también del goce en el don: “plantad huertos, y comed del fruto de ellos”.
Pero el verso 8 de la carta de Jeremías nos dice algo nuevo. En Génesis no hay pecado, ahí solo se llama a fructificar; en Génesis el texto podría haber dicho “sigan sus sueños”. Ahí los falsos profetas habrían tenido razón al decir “no hay nada de qué preocuparse”. Ahora, en cambio, está el pecado, y por eso no debiéramos hablar de mandato cultural ni de preocupación por la familia apuntando solo al Génesis. Ahora la redención puede pasar muchas veces por ir contra nuestros sueños. Así que animémonos unos a otros a preocuparnos por la cultura circundante, pero cuidemos mucho el lenguaje con que lo hacemos: la prisa por “transformar la cultura” puede no ser la mejor consejera, y los llamados a cristianizar las estructuras de la sociedad pueden tener un sentido algo alejado de este llamado a buscar el bien de la misma. Los cristianos no nos debemos decir unos a otros “involúcrate con la ciudad, sigue tus sueños”, sino al revés: “involúcrate, pero ten cuidado con tus sueños”.
6.
Estamos recién en la mitad de la carta (aunque ya pasamos la mitad del sermón). Pero antes de dirigir la mirada a esa segunda mitad de la carta, detengámonos en quienes hicieron algo por cumplir con este mensaje de Jeremías. Porque lo cumplieron, y tenemos testimonios muy importantes de lo que ocurrió. Dirijamos la mirada a Daniel. Al final de este tiempo de exilio lo vemos precisamente siendo reconocido por el rey Nabucodonosor como alguien en quien los babilonios deben buscar consejo:
En todo asunto de sabiduría e inteligencia que el rey les consultó, los halló diez veces mejores que todos los magos y astrólogos que había en todo su reino (Dan. 1:20).
Lo que lograron es bastante impresionante: exiliados que logran llegar a las esferas de decisión de Babilonia, alcanzando sabiduría en las ciencias de los otros, que están ahí de un modo muy visible como creyentes, padeciendo por eso (suele ser por eso que recordamos la historia de Daniel), pero dando también oportunidad de que Dios manifieste su poder socorriéndolos en medio de una persecución. ¿Pero se queda Daniel contento con eso? Acompáñenme al capítulo 9 de Daniel, y van a ver que Daniel se acuerda precisamente de la carta de Jeremías. ¿Y qué dice? ¿”Lo logramos”? “¡Cumplimos el mandato cultural, buscamos y alcanzamos la paz de la ciudad, que Dios nos felicite!” Para nada.
En el año primero de su reinado [de Darío], yo Daniel miré atentamente en los libros el número de los años de que habló Jehová al profeta Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta años. Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza. Y oré a Jehová mi Dios e hice confesión diciendo: Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos; hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus ordenanzas.
Daniel parece ser de lo que han cumplido la tarea y, sin embargo, veamos su oración de arrepentimiento:
Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro (Dan. 9:7). No elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestra justicia, sino en tus muchas misericordias. Oye Señor, oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y hazlo; no tardes, por amor de ti mismo, Dios mío; porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y tu pueblo” (Dan. 9: 18-19).
¿Qué habría dicho Jeremías tras leer esto? ¿Se habría desilusionado? Él les había dicho que busquen la paz de la ciudad, y ahora aparece Daniel reconociendo que no han sido justos, que han sido rebeldes, que no hay nada de bueno en ellos mismos que puedan presentar en oración ante Dios. ¿Se habría visto sorprendido Jeremías? Seguro que no: él mismo les había dicho en la carta que aunque los llamaba a la buscar la paz de la ciudad, la paz que ellos necesitaban vendría de otro lugar.
7.
Si alguna vez hemos dudado de que en el Antiguo Testamento hay evangelio, buena nueva, releamos esto: en la segunda parte de la carta no hay una palabra respecto de lo que nosotros podamos o debamos hacer: Dios vendrá, escribe Jeremías a los cautivos, con su palabra para dar su paz. Es un mensaje que conocemos bien del Nuevo Testamento: “la paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn. 14:27). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1). Pero esto no es una completa novedad neotestamentaria: podemos ver ya en el AT que aunque hay una paz que buscar en Babilonia, hay también una paz que el mundo no da, una que sólo puede venir por el descender de la palabra del mismo Dios.
¿Contiene, entonces, la carta de Jeremías algo así como dos sermones distintos, uno sobre la ciudad y el mandato cultural, y luego otro sobre el evangelio de paz? Tal vez puede decirse que sí, pero solo lo habremos entendido tras preguntar cómo se relacionan entre sí estas dos partes. Para hacer eso quiero que describamos las dos partes de la carta como ley y evangelio; podríamos decir que la primera mitad de la carta es ley, la segunda evangelio. Con eso en mente, sinteticemos su relación en cinco puntos.
a) Jeremías 29:7 es ley. Trata de lo que nosotros estamos llamados a hacer; está escrito en imperativo. ¿Por qué enfatizo esto? Para que no nos confundamos, no vayamos a creer que eso es el evangelio. Nos gusta hacer eso: decimos creer en el evangelio, pero muchas veces lo que hacemos es llamarle evangelio a las partes de la ley que nos parecen más bonitas: “no codiciarás los bienes de tu prójimo” es ley “busca la paz de la ciudad” imaginamos que es evangelio. No, ambos son ley.
b) Eso no tiene nada de malo: debemos también proclamar la ley, y no hay problema en que un verso como Jeremías 29:7, que es ley, encabece nuestro trabajo. Aprendamos como iglesia a distinguir y unir ley y evangelio como conviene: la maldición de la ley, la condena de la ley, ha quedado atrás para los creyentes, pero no la ley misma.
c) Pero si bien ley y evangelio son parte de la buena palabra de Dios, veamos bien dónde está nuestra esperanza. Busquemos la paz de la ciudad; pero si nuestra esperanza está en que la iglesia busque la paz de la ciudad, nos vamos a ver defraudados, porque al final vamos a tener que decir lo mismo que Daniel: siervos inútiles somos, nuestra es la confusión de rostro.
d) Notemos la bendición de que ya no vemos las cosas en el orden en que aparecen en esta carta. A nosotros, creyentes del nuevo pacto, Dios no nos está diciendo “cumplan con esto por 70 años y después vendré yo”. Él ya vino, su buena palabra de paz descendió, y eso debe cambiar radicalmente el modo en que nos involucramos en el mundo, el modo en que buscamos la paz de otros. Precisamente porque no estamos buscando en esto nuestra salvación, precisamente porque ya tenemos paz, somos libres para buscar la paz de la ciudad sin que nuestro corazón se desoriente, sin que el vaivén de la política, los cambios de la cultura, nos hagan perder la paz.
e) Por último, tengamos esto presente cuando pensamos en la misión de la iglesia. Como iglesia queremos ayudarnos mutuamente a seguir el mandato cultural, queremos orientarnos unos a otros respecto de cómo buscar el bien para nuestra ciudad. Pero si hemos entendido que esta carta tiene dos partes, creo que está claro que el centro de la misión de la iglesia es proclamar eso que está al final, esa paz que el mundo no da, y que no va a escuchar de otra parte.
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