Declinar con gracia
Resumen del post:
Mientras que los malagradecidos siguen reclamando atención hasta el final, miopes en su ocupación consigo mismos, los agradecidos y generosos están contentos de recibir la atención que tienen y siguen siendo capaces de gozarse en las cosas buenas que ocurren en las vidas de otros.
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Fecha:
13 junio 2011, 10.45 PM
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Autor:
Robert C. Roberts y Elizabeth V. Roberts
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Declinar con gracia
Mientras que los malagradecidos siguen reclamando atención hasta el final, miopes en su ocupación consigo mismos, los agradecidos y generosos están contentos de recibir la atención que tienen y siguen siendo capaces de gozarse en las cosas buenas que ocurren en las vidas de otros.
Jorge y Esteban son dos hombres a los que Elizabeth atendió cuando trabajaba como asistente social en un hospicio en Illinois[1]. Poco antes de que Elizabeth conociera a Jorge, él se había cambiado a Arizona, a una muy activa comunidad de vida retirada, en la que esperaba llevar una vida vigorosa junto a nuevos amigos. En Illinois había dejado a su hija y a su familia, e intentaba conseguir algo de distancia emocional respecto de su fracasado matrimonio. Ahora estaba empezando a intentar volver a una vida real. Pero entonces un tumor cerebral apareció en su vida, llevándolo de regreso a Illinois y reduciendo su vida a un hogar. Jorge no tenía resiliencia alguna. Esperaba estar en control total de su vida, y la idea de llegar a estar discapacitado jamás había pasado por su mente. Se sentía acorralado. Sólo murmuraba “¿cómo me pudo pasar esto a mí?”.
Esteban estaba choqueado por el diagnóstico de un cáncer estomacal, pero la noticia no lo dejó totalmente desarmado. En las semanas que siguieron al diagnóstico, él y su señora vivieron en la esperanza de buenos días por delante, incluso de muchos buenos días. Pero también sabían que eso no es algo que pudieran dar por sentado, y por tanto reorganizaron sus prioridades. Pasaron tiempo con sus hijos y nietos. Trabajaron juntos en las legales y financieras. En los días en que requería descanso, disfrutaban en el patio mirando juntos a los pájaros. Durante una de las visitas de Elizabeth, le mostraron fotos de su viaje a Europa. Dejaban la sensación de que ante la discapacidad y la muerte, la vida seguía adelante y era fundamentalmente buena.
La condición humana
Las vidas humanas tienen dos aspectos –dependencia e independencia- y la tarea de vivir bien y de modo maduro consiste en integrarlos y balancearlos. Cuando nacemos, estamos en un estado tal de dependencia, que moriríamos de inmediato si no estuviésemos bajo intenso cuidado las veinticuatro horas del día. Y nosotros los humanos permanecemos en un estado de indefensa infancia durante más tiempo que cualquier otro organismo del planeta. Pero luego crecemos hasta llegar a cierta relativa independencia, más activa que pasiva, fuerte, capaces de cuidarnos a nosotros mismos y a otros, y muy probablemente haciéndonos cargo de otros que están indefensos. Sin embargo, tras haber adquirido tal “autosuficiencia”, volvemos a periodos de debilidad y dependencia. Accidentes o enfermedades pueden volver a reducirnos a una condición casi igual a la de un niño. Y luego, en la mayoría de los casos, recuperamos nuestra fuerza y volvemos a ser activos e independientes. Pero tarde o temprano, si vivimos lo suficiente, pasamos a una etapa de declive físico y mental, y podemos volver a una debilidad muy similar a aquélla de la cual originalmente partimos.
Desde luego incluso en los periodos de la vida en que más confiamos en nosotros mismos, nuestra dependencia sigue saltando a la vista. La mismísima competencia, la capacidad de ser inteligentes, independientes, la capacidad para la toma de decisiones, depende de que hayamos tenido una educación mínimamente decente. Nuestras capacidades básicas y bienestar nos ponen en perpetua deuda con quienes nos dieron el primer cuidado. Un cónyuge y un círculo de amigos siguen siendo fundamentales para una vida bien vivida, como parecen indicar recientes estudios. Y piénsese cuánto dependemos de los productores de alimentos, técnicos, vendedores, transportistas, comerciantes, distribuidores de información, consejeros espirituales, y miles de otros, toda una enorme infraestructura que sostiene nuestra pretendida autosuficiencia.
Valoramos la independencia y la fuerza, para nosotros mismos y para otros. Algunas personas prefieren no tener hijos porque ven que los niños son un trabajo de tiempo completo. También escuchamos a gente mayor que, viendo que alguna discapacidad se avecina, afirman no querer ser una carga para otros. Querían tener su vida “propia” cuando eran jóvenes, y quieren lo mismo para sus hijos. Muchas veces esto se dice desde un genuino amor, y así se intenta organizar las cosas de modo tal que nunca se vuelvan una incomodidad para sus hijos. Pero ser débil, dependiente y una carga para otros es una parte tan integral a la vida humana como el ser fuerte e independiente, y quienes hacen todo lo posible por ignorar o negar esto no están afirmando su humanidad completa. Si somos ciegos a un lado de la vida, existe el riesgo de que, como Jorge en la historia inicial, nos encandilemos. Es como si viviera sólo en términos de la mitad de su realidad, con el resultado de que la otra mitad destruye la mitad que está viviendo. Pero tal vez él sea sólo un caso levemente extremo de un problema espiritual que todos enfrentamos.
Dios y la debilidad
El apóstol Pablo parece haber luchado con la tendencia a amar demasiado su propia fuerza e independencia. Dice que pidió tres veces a Dios que le quitara un “aguijón en la carne”, pero que el Señor le dijo “mi gracia es suficiente para ti, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (II Cor. 12:9). Y Pablo al menos parece haber comenzado a lidiar de modo exitoso con esta hambre de poder, pues escribe que “me complazco en las debilidades […] por Cristo, porque cuando soy débil soy fuerte” (12:10). Pablo es “débil” cuando es “fuerte”, porque, al admitir y aceptar su dependencia respecto del Señor, es también reconciliado con el lado dependiente de su propio yo, y se vuelve así propiamente dependiente de la Fuente de todo lo que es y tiene. Así se ha vuelto una persona más “completa”. Su debilidad –el “aguijón”, pero también los “insultos, dificultades, persecuciones y calamidades” (12:10)- le recuerdan que no es autosuficiente y lo animan a dirigirse a Jesús en búsqueda de apoyo. De modo que estas adversidades tienen un lado bueno, y pueden volverse ocasión de gratitud.
Con tan solo considerar cómo transcurre la vida humana, cualquiera puede ver que no estamos sólo constituidos de fuerza e independencia, sino también (y muy fundamentalmente) de debilidad y dependencia. Pero el cristiano tiene un motivo especial para enfatizar y personalizar este lado de nuestra naturaleza. Creemos que Dios nos creó y Jesús nos redimió. Dios nos creó del polvo del universo y Jesús nos redimió del pecado y la muerte (¡debilidades bastante llamativas!). Todo esto es por “gracia”, no algo que merezcamos por fuerza y mérito, sino algo que necesitamos en nuestra debilidad y bancarrota. Es una práctica cristiana diaria el recordar esto en oración y meditación. En ese tipo de práctica devocional, nuestro objetivo es que nuestros corazones y mentes se formen de acuerdo a estos hechos respecto de nosotros mismos y Dios. Si recordamos nuestra dependencia y al Dios que suple nuestras necesidades en abundancia y en escasez, en éxito y fracaso, en salud y enfermedad, y a través de la vida y la muerte, no nos sentiremos acorralados al enfrentarnos al tumor cerebral y a una cama en un hogar de cuidado. Una importante función en una congregación de cristianos es el recordarnos mutuamente nuestra necesidad de Dios y unos de otros, para así facilitar nuestro servicio recíproco y para aceptar con gracia ese servicio los unos de los otros.
En su trabajo con gente mayor, Elizabeth ha visto cómo la pérdida de funciones y el ver la muerte en el horizonte cercano, cómo el paso de la competencia a la dependencia, es algo que la gente llega a “manejar” de modos muy distintos, algunos con serenidad y compostura, otros con amargura y desorientación. Y ha visto que hay dos virtudes que parecen favorecer el ajuste en tales tiempos difíciles. Personas cuyas vidas previas han estado caracterizadas por estos rasgos llevan mejor las situaciones de pérdida. Estas virtudes son la gratitud y la generosidad.
Gratitud
La gratitud es tener una mirada para lo bueno en la vida. Las personas intensamente agradecidas son algo ciegas al lado malo de la vida –no se quedan dando vueltas en torno a eso, ni lo notan tanto como el resto lo vemos. Pero la gratitud es más que “ver el lado bueno de la vida”. Es una actitud personal, o más bien interpersonal. Ser agradecido es relacionarse con alguien que ha dado, es estar agradecido a alguien. La persona agradecida es una que está bien dispuesta a recibir cosas buenas de alguien.
Así que la persona agradecida no es alguien dedicado al mero “pensamiento positivo”. Pero tampoco es de los que reclaman “lo que merecen”. Una persona con pretensiones de autosuficiencia puede estar alegre de recibir algo de alguien, pero bajo la condición de merecerlo. Hay gente que tiene muy desarrollada esta convicción respecto de qué es lo que merecen, y algunos incluso sienten repugnancia por tener cosas que no han “merecido”. Pueden estar muy alegres de tener lo que tienen, e incluso alegres por haberlo recibido de alguien (por ejemplo, al heredar una fortuna de un padre al que aman), pero también con una sensación de tener el justo título de propiedad (“después de todo, soy su hijo”). En contraste, la persona verdaderamente agradecida tiene la sensación de no merecer el bien que recibe, y ciertamente insiste en que no merece todo lo que tiene.
La persona agradecida también difiere del que podríamos llamar “intercambista”. Quienes están orientados al solo ideal de la autosuficiencia y la independencia, siempre se sienten algo incómodos en el papel del que está realmente recibiendo. Esto es, detestan estar en la posición de tener que aceptar algo que realmente necesitan, pero que no son capaces de “pagar de vuelta”. Sienten que eso es una relación unilateral, que disminuye al que recibe. Muchas veces no les molesta dar algo a otros, pero no les gusta estar en aquel lado de una relación que recibe, salvo que pronto estén en posición de retribuir, ojalá de un modo mayor, lo recibido. De modo que el test de la gratitud, como rasgo de carácter, no es si acaso nos da gusto entrar en relaciones de “intercambio de regalos” u otro tipo de relaciones de recíproco dar y recibir, sino si acaso somos capaces, con “gracia”, de aceptar un don significativo que no somos capaces de retribuir.
El lado personal de la gratitud también distingue a la persona agradecida del que podríamos llamar “el acaparador”. El acaparador está simplemente contento de recibir cosas, y no le importa de dónde vengan. Si vienen de alguien, por una acción generosa, al acaparador esto no le importa mucho ni lo toma en consideración. Y no es que no sepa cómo es que llegó a tener tal cosa, sino que esto no significa mucho para él, no le importa de dónde vino el beneficio, siempre que se trate de un beneficio. La persona agradecida, en contraste, está atenta y alegre ante la unión del que da y lo dado.
El cristiano se encuentra en una posición ideal para volverse genuinamente agradecido, no un pensador positivo, un “merecedor”, un intercambista ni un acaparador. Notamos antes las creencias cristianas básicas en que somos creados por Dios y redimidos por Cristo. Estas creencias ponen el fundamento para una vida de gratitud, en la medida en que cada bien que tenemos, material y espiritual, viene de la mano de un Dios personal que nos ha dado estas cosas sin que las mereciéramos. No estamos en posición para retribuir de algún modo a Dios, ni tampoco en posición como para estar desatentamente acaparando todos los bienes que podamos.
Esta mirada para lo positivo, esta disposición a carecer de títulos de propiedad y a depender de un Benefactor Personal, es una magnífica preparación para las pérdidas y dependencias que trae la edad avanzada. En su carta de noviembre 2002 a Misión Waco, Jimmy Dorrell escribe lo siguiente:
Hay una mujer en nuestra mesa de directores que es una sumamente agradecida hija de Dios. No tiene cómo sacar dinero a fundaciones ni tiene influencia sobre las corporaciones. Ha vivido en pobreza casi toda su vida. Como abuela, y cuidando a otras cuatro personas, vive en un proyecto habitacional de Waco. Vive con un cáncer y va tres veces por semana a una escalofriante diálisis. Tiene muchos motivos para levantar el puño al cielo y decirle a Dios “¿por qué yo?” Pero no lo hace. Simplemente le agradece a Dios por cada día nuevo y por la posibilidad de bendecir a otros hasta que sea llamada a casa. Al otro lado de la ciudad me he encontrado con otro hombre en varias ocasiones. Es un hombre agradable que ha amasado una buena fortuna y ha “edificado graneros mayores” en esta vida. Pero tiene un corazón carente de gratitud. Está enojado con Dios y con otras personas por los traspiés que ha tenido en la vida. Cada vez que nos encontramos puedo ver cómo su vida se vuelve gradualmente más fútil, y “la verdad es suprimida” por sus egocéntricas heridas y desilusiones. Ha trabajado duro para ser feliz y ahora es miserable.
Generosidad
El diagnóstico espiritual que Dorrell hace de estas dos personas –una a la que le va bien en medio de la pérdida y la adversidad, y otra a la que le va mal en medio de la riqueza y el éxito- se enfoca en la gratitud, pero también sugiere algo sobre la importancia de la generosidad. Uno vive una vida de dar a otros, otro una vida de adquisición y búsqueda de bienestar propio. Pensemos por un momento qué es la generosidad y cómo nos prepara para las pérdidas de la edad avanzada.
La generosidad es el otro lado de la gratitud. Si la gratitud es la disposición a recibir con gracia, la generosidad es la disposición a dar con gracia. Estas dos virtudes son interpersonales y requieren de un reconocimiento de la dependencia. Tal como la persona agradecida recibe sin sentir que merece lo recibido, la persona generosa es la que da con libertad de corazón, sin sentir la presión de una obligación. Tal como la persona agradecida tiene una relación de amor por su benefactor, la persona generosa es la que ama a aquél al que beneficia. Tal como la gratitud puede ser un modo de vida, que se extiende a la conciencia de una persona respecto de todo lo que es y todo lo que tiene, así también la generosidad puede ser un modo fundamental de pensar y sentir respecto de lo que somos y tenemos en relación a otros.
El cristiano agradecido será generoso. Es difícil imaginar a una persona profundamente generosa que no sea agradecida, ni a una persona profundamente agradecida que no sea generosa. La razón es que estas dos virtudes reposan sobre una misma filosofía de vida. Es una filosofía que dice que en último término todo le pertenece a Dios, quien hace llover su gracia sobre nosotros. Si hemos de volvernos semejantes a Él, deberemos ser pequeñas nubes de tal lluvia también. Si crees que no tienes derecho a lo que tienes, sino que viene por gracia de las manos de otro, es más probable que no te aferres a ello usándolo sólo en provecho propio. La práctica de dar, de soltar las propias posesiones y el propio tiempo, y de regularmente estar mirando más allá de nosotros mismos hacia las necesidades e intereses de otros, es un buen entrenamiento con miras a las pérdidas que nos esperan. Es una práctica de desprendimiento respecto de nosotros mismos que nos prepara para seguir andando, libre y alegremente, hacia lo que sea que Dios nos tenga preparado.
Parece plausible que Jorge no se había ejercitado en ver la vida de este modo, y que su concentración en la idea de disfrutar de su jubilación había estrechado su visión al punto que no podía anticipar con realismo la posibilidad de un tumor cerebral. La persona generosa, en contraste, vive en gran medida fuera de sí misma, preocupándose y seguramente alegrándose en el bienestar e intereses de otros, y siendo considerada del mismo modo por justos e injustos. Al hacer esto participa, en una pequeña medida, de la perspectiva de la eternidad, una mirada con el ojo de Dios en la que los traspiés financieros, el cáncer y los problemas renales no llegan a ser verdaderos desastres.
Hoy en día oímos mucho sobre seguros de salud para toda la vida, seguros que nos aseguran cuidado cuando ya no seamos capaces de cuidarnos a nosotros mismos. Comprarlos o no comprarlos, ésa es la cuestión (y otra cuestión es cuándo comprarlos, en caso de hacerlo). La gente que está activamente buscando respuesta a estas preguntas muestra alguna madurez espiritual: parecen al menos estar reconociendo su potencial debilidad y dependencia. Tal vez corren un riesgo menor que aquéllos que obtusamente niegan esto. Pero hay otro modo de prepararnos para el futuro mientras aún somos fuertes y jóvenes, una manera más directamente espiritual y cristiana. Elizabeth ha notado que personas mayores que han incorporado, por larga práctica, los patrones de la gratitud y la generosidad, llevan la incapacidad mejor que los resentidos y acaparadores. Tienen una mejor relación con aquéllos que les dan cuidado, trátese de sus hijos o de otras personas. Mientras que los malagradecidos siguen reclamando atención hasta el final, miopes en su ocupación consigo mismos, los agradecidos y generosos están contentos de recibir la atención que tienen y siguen siendo capaces de gozarse en las cosas buenas que ocurren en las vidas de otros. Esto, parece, es un tipo de seguro de salud para toda la vida, uno que podemos practicar todos los días de nuestra vida, como es natural para quienes diariamente crecen en toda área hacia Aquél que es la cabeza, nuestro generoso Señor Jesucristo.
[1] Copyright del Center for Christian Ethics, Baylor University para el original y la traducción. Traducción de Manfred Svensson. Traducido y publicado con autorización del Center for Christian Ethics.
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