Discurso religioso y esfera pública: fronteras de la opinión creyente
Resumen del post:
Hay un actor más: todos aquellos que observan desde fuera la interacción entre nosotros y los otros. Éstos no sólo deben interpretar lo que decimos, sino también cómo lo recibe y contesta el otro a partir de su propia interpretación de nuestros dichos.
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Fecha:
30 agosto 2013, 03.05 AM
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Autor:
Luis Aranguiz
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Discurso religioso y esfera pública: fronteras de la opinión creyente
Hay un actor más: todos aquellos que observan desde fuera la interacción entre nosotros y los otros. Éstos no sólo deben interpretar lo que decimos, sino también cómo lo recibe y contesta el otro a partir de su propia interpretación de nuestros dichos.
En nuestros días ya se ha vuelto frecuente escuchar la palabra ‘discurso’. Generalmente se la menciona en los medios de comunicación para dar cuenta del contenido de dichos emitidos por alguna persona o conglomerado. Pero este concepto de discurso entraña implicaciones que es importante conocer para entender mejor el fenómeno del lenguaje en la esfera pública.
La primera lingüística moderna estableció un paradigma ya bastante difundido sobre el habla, el que plantea que para que haya comunicación efectiva entre un emisor y un receptor, debe existir el mutuo dominio de un código. El código es, básicamente, el manejo de significados. Por ejemplo, si un sujeto está en una situación de riesgo, escribirá un SOS para que otros lo vean. La intención de su mensaje es clara: solicitar ayuda. Sin embargo, si el receptor no maneja el código o significado de la sigla SOS, la intención por la que se creó el mensaje no se concretará.
Ahora bien, llamamos ‘discurso’ a la práctica social del lenguaje, es decir, el manejo de significados en un contexto socio-cultural determinado. Esto supone un problema fundamental: cuando usamos palabras a nivel público, con frecuencia hay variaciones en sus significados. ¿Un ejemplo? Pensemos en ‘justicia’. Existe una definición transversal del diccionario básico, pero también existen definiciones contextuales particulares dadas por los filósofos del tema. Y bien, a eso sumemos que dependiendo del punto de vista del emisor, ‘justicia’ puede tener implicaciones bastante divergentes. Casi en ninguna parte, por ejemplo, esa palabra significa lo mismo en los labios de una persona de derecha y una de izquierda, pues el contexto cultural post-dictatorial determina gran parte de la connotación que cada grupo le asigna.
¿Qué tiene que ver todo esto con la religión? Mucho más de lo que pudiéramos pensar. Las personas creyentes manejan cierto lenguaje al interior de sus comunidades que, por lo general, utiliza terminología específica proveniente de la Biblia, de la teología o de la experiencia –personal y grupal-. Así, por ejemplo, ningún evangélico dudaría en calificar el robo como pecado . Y ahora supongamos que el robo fuera legal en un país X. probablemente un segmento del mundo evangélico abogará por la penalización del robo porque, sencillamente es ‘pecado’, u ‘ofende a Dios’, o cualquier otra expresión similar. La pregunta es: ¿Quienes los escuchan realmente entienden lo que quieren decir? Pues la palabra ‘pecado’ puede ser uno más de esos términos con una amplia gama de significados sociales.
Pero antes de pasar más adelante, quisiera tocar un punto relevante. Usualmente los cristianos dan por supuesto que la sociedad entiende su lenguaje, considerando que se trata de una cultura cuyas raíces son cristianas. Pero, ¿es eso suficiente? Ciertamente, no. La presuposición de que seremos comprendidos en ocasiones impide ver que el otro probablemente entienda muy poco de nuestros términos. Puede ser que el público conozca la palabra que usamos, que entienda cierta connotación de ella, pero eso no implica que conozca su definición de diccionario, ni la de la tradición particular de interpretación –católica o protestante, por ejemplo-, ni mucho menos el uso y carga de significado social que le asignan las comunidades religiosas en la actualidad. El desconocimiento público del código que usamos –o el conocimiento mínimo generalmente impregnado de prejuicios-, trae como consecuencia un fracaso en la entrega del mensaje. Eso, a su vez, desemboca –en el mejor de los casos- en un pequeño malentendido.
El 2011 se produjo en Chile un caso particularmente interesante. En agosto el presidente Sebastián Piñera firmó un proyecto de ley que busca regular jurídicamente la unión de parejas no casadas. Entonces, mientras estaba en la ceremonia, una muchacha evangélica gritó desde el sector de los periodistas: “Presidente está legalizando el pecado”. Posteriormente se le hizo una entrevista en la que amplió su opinión sobre el tema. Pero en ningún momento explicó ni el significado que ella tiene de ‘pecado’, ni la razón por la cual ellos debían considerar las uniones de hecho como tal. Debido a este suceso puntual, el mundo evangélico –tedioso eufemismo- fue catalogado de muchas maneras poco agradables. ¿Qué definición estaba pensando ella sobre ‘pecado’? ¿Fue realmente entendible? Y si según algunos lo fue, ¿por qué entonces toda la polémica posterior, que discurrió en tópicos como la intransigencia cristiana y no en la discusión sobre las posibles consecuencias negativas del acuerdo de vida en común? Alguien podría decir que el problema es de ellos, ¿y de nosotros no? ¿Cuánta reflexión le otorgamos a nuestro rol en la esfera pública?
Este caso ilustra con claridad por qué las iglesias –y los cristianos como sujetos, por supuesto-, requieren considerar la importancia del lenguaje en su uso público. El discurso no solamente es comunicación, también es interpretación. Cuando hablamos, estamos haciéndolo desde nuestra configuración del mundo, y estamos dirigiéndonos a alguien a quien queremos exponer nuestras ideas. Pero quien nos escucha no está dentro de nuestra mente –y mucho menos obligado a entendernos-, y por eso tiene la tarea de interpretar lo que estamos diciendo. Y hay un actor más: todos aquellos que observan desde fuera la interacción entre nosotros y los otros. Éstos no sólo deben interpretar lo que decimos, sino también cómo lo recibe y contesta el otro a partir de su propia interpretación de nuestros dichos. En suma, el espectador tiene que interpretar sobre interpretaciones. Por eso, una cosa es lo que pensamos, y otra bastante diferente es cómo lo transmitimos.
La sociedad secularizada se caracteriza por no tener a la religión como centro de sus intereses. En este contexto, las iglesias son una voz más entre muchas otras. Existe libertad de opinión, pero la responsabilidad de expresarla de manera entendible es de cada conglomerado o persona. Puede ser -aunque ya eso es dudoso- que el discurso bíblico-teológico sea casi perfectamente entendible al interior de las comunidades cristianas o religiosas en general. Pero si se quiere establecer una interacción con los otros, aquellos que ignoran mucho de lo que parece obvio, se requiere el esfuerzo de verter todo ello al código que maneja la cultura en la que se está inmerso. De ese modo habrá más posibilidades de comprensión mutua. Esto no quiere decir que tengamos que estar de acuerdo con los otros, de ningún modo. La perspectiva cristiana tiene diversas creencias que en determinados puntos chocan con los conceptos que se manejan en un Estado laico. El punto es que haya responsabilidad discursiva para que el choque produzca efectos positivos de deliberación –y esta actitud debería darse así en todas las posturas, no sólo la religiosa.
Retomemos uno de los ejemplos anteriores. Notemos que hay una diferencia sutil pero significativa entre decir ‘el robo es pecado’ y ‘el robo es negativo por A, B, C’. Se defiende el mismo principio que se quiere expresar, pero con términos comprensibles para el otro. Luego, si alguno de los oyentes desea interiorizarse en el esquema de pensamiento que está detrás de dicha proposición, evidentemente podría entablarse un diálogo en que los presupuestos sean explicados con mayor detalle.
En caso inverso, podría decirse ‘no robar agrada a Dios’, pero ¿cuántos de los oyentes están interesados en no robar porque con eso agradarían a Dios? En este caso, ‘agradar a Dios’ sería un buen argumento para impulsar la probidad dentro de la comunidad creyente, pero no fuera de ella. Ahora bien, podría decirse: ‘no robar agrada a Dios y es bueno no hacerlo porque D, E, F’. En ese caso, tal vez los oyentes no pertenecientes a la comunidad cristiana podrían pasar por alto la idea de agradar a Dios; pero si las razones D, E y F son efectivamente convincentes y sirven para el bienestar común, puede que incluso conduzcan a la penalización del robo –aun cuando no estén pensando en agradar a Dios-. O sea: no es impropio mencionar nuestro punto de vista creyente, pero debemos hacerlo buscando que se note que sea transparente que buscamos el bien común; no intentando imponer nuestras creencias, sino compartiéndolas.
El conglomerado evangélico por lo general ha gozado de poca reputación en estos últimos años, y probablemente se deba no tanto a sus ideas, sino con mucho más seguridad al modo poco reflexivo en que éstas son comunicadas. Por lo general se nota la ausencia de preparación de un discurso coherente y fundamentado, tanto en las presentaciones orales como en las escritas. Considerar estas cuestiones generales traería varias consecuencias positivas: se evitan los malos entendidos; se entrega el mensaje en el código correcto, y así cumple el fin para el cual es configurado; se respeta la cultura democrática en la que se convive todos los días. Y por último, una iglesia con un discurso coherente y meditado cumple de manera más efectiva su rol, que es ser luz y referente -no para, sino dentro- de la sociedad.
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