Estudios Evangélicos

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El pensamiento político católico. ¿Qué pueden aprender los evangélicos?

El pensamiento social católico representa una tradición de siglos de reflexión profunda y sofisticada que contiene mucha sabiduría bíblica de la cual se hubieran podido beneficiar los evangélicos.

1. Introducción[1]

 

Cuando los evangélicos empezaron a redescubrir el desafío de la dimensión socio-política del Evangelio, hace unos treinta años, fue comprensible que primero buscaran en los recursos dentro de su propia tradición. Inicialmente hubo poca reflexión contemporánea a la cual acudir. De manera que diversas escuelas de pensamiento —anabaptismo, barthianismo, neocalvinismo, teología de la liberación, socialismo cristiano— fueron explotados con resultados mixtos.

 

Dado el carácter declaradamente protestante del evangelicalismo moderno, quizá no fue sorpresa que la última fuente en ser explorada fuera el catolicismo romano. Aunque históricamente comprensible, esto fue lamentable por tres razones. Primero, el pensamiento social católico representa una tradición de siglos de reflexión profunda y sofisticada que contiene mucha sabiduría bíblica de la cual se hubieran podido beneficiar los evangélicos. En segundo lugar, esa tradición había empezado a entrar, en el Vaticano II, en una nueva y excitante fase de su desarrollo, arrojando mucho del exclusivismo y del exceso de equipaje ideológico del pasado, y redescubriendo su propia necesidad de enraizamiento bíblico e involucramiento cultural creativo. En tercer lugar, la doctrina social

oficial de la iglesia católica —la iglesia institucional más grande e influyente del mundo— ha conformado las mentes de millones de cristianos, y el involucramiento crítico con esa enseñanza hubiera dado a los evangélicos la entrada a un debate global.

 

Hoy, estas razones son aún más convincentes ante la renovación del pensamiento social católico bajo la primacía de Juan Pablo II, quien lo ha dejado con una estatura internacional e influencia acrecentadas. A pesar del enfriamiento definido de las relaciones ecuménicas sobre asuntos tales como la ordenación de mujeres, sugiero que la contribución distintiva de Juan Pablo II a la tradición la ha hecho más favorable al diálogo evangélico que nunca antes. El foco de este artículo es el pensamiento político católico. Esto es sólo una parte de lo que se conoce con el nombre de “Doctrina Social Católica” (DSC), por lo que se hace necesario presentar, primeramente, un breve bosquejo de la amplia filosofía social que enmarca este cuerpo de enseñanzas para ubicar sus aspectos políticos en su contexto. No comentaré sobre las diferentes fuentes de la DSC ni sobre su status en relación con el magisterio de la iglesia.

 

Aquí me referiré principalmente a las encíclicas sociales papales desde el Vaticano II, las cuales son la espina dorsal pero de ninguna manera la totalidad de la DSC. Tampoco haré observaciones a las diversas interpretaciones del desarrollo de la DSC desde que fuera relanzada para el mundo moderno en la célebre Rerum Novarum de León XIII, en 1891 (RN). Sin embargo, es importante reconocer que la iglesia concibe su doctrina oficial social tanto integral a su autoridad magisterial apostólica general —la acción social y política es integral al discipulado fiel— como formando un todo en desarrollo, pero coherente y capaz de generar una guía a través de un amplio espectro de asuntos sociales. Pase lo que pase sobre el terreno, los documentos oficiales no dejan ninguna duda acerca del primer punto. Justice in the World [La justicia en el mundo], un reporte de un sínodo de obispos en Roma en 1971 afirma que: “la acción en aras de la justicia y la participación en la transformación del mundo aparecen plenamente ante nosotros como una dimensión constitutiva de la predicación del evangelio” (6). Sobre el segundo —la pretensión de coherencia—, sigue habiendo considerable debate, pero ese debate se haya más allá del alcance de este artículo (cf. Schuck).

 

2. La filosofía social católica

 

La visión social que da forma a la DSC pretende estar enraizada en las doctrinas teológicas fundamentales de la iglesia. La falta de espacio impide una discusión de esta conexión aquí. Sugeriría, sin embargo, que las divisiones teológicas restantes entre el catolicismo y el evangelicalismo rara vez impactan de manera significativa la moralidad política (en tanto que distinta de la personal). Por lo tanto, me enfocaré en la sustancia de la doctrina social y política de la iglesia más que en su fundamento teológico. Tal doctrina no propone una filosofía social como tal —la tarea de desarrollar marcos teóricos sistemáticos y sofisticados es considerada como fuera de la esencialmente pastoral y pedagógica presentación de las encíclicas, y como un asunto para los académicos católicos. No obstante, las encíclicas sociales claramente reflejan la influencia de tal filosofía social. Esta filosofía se puede caracterizar como personalista, comunitaria y pluralista. Es personalista, en el sentido de que procede del principio de la suprema dignidad de la persona humana. El pensamiento pre-Vaticano II estaba orientado más hacia una concepción algo estática de la naturaleza humana que expresaba los requerimientos de la ley natural racional. La ley natural no ha sido abandonada —ha sido poderosamente reafirmada en Veritatis Splendor (l993) (VS)— pero, desde el Vaticano II, el enfoque ha cambiado a una concepción dinámica de la dignidad de la persona concebida como creada a la imagen de Dios y capaz de un alto rango de potenciales para el desarrollo moral y social, para la participación en todos los aspectos de la sociedad, y para el ejercicio de responsabilidades culturales diversas y cada vez más crecientes. Se ha dado considerable atención, por ejemplo, a la expresión de la personalidad humana en el trabajo.

 

Juan Pablo II ha dedicado una encíclica entera al tema (Laborem Exercens (1981)) (LE) en el nonagésimo aniversario de RN, misma que fue impulsada por una preocupación sobre la condición de los obreros bajo el capitalismo del siglo diecinueve tardío. Este humanismo personalista cristiano subyace al enfático compromiso político en la DSC con la protección de los derechos humanos y las libertades, el cual fue articulado con renovado vigor y alcance en Pacem in Terris (1963) (PT). La concepción de los derechos humanos que emerge de la DSC contrasta marcadamente con la individualista y subjetivista concepción liberal secular. Los derechos humanos son vistos como integralmente ligados con los deberes y responsabilidades hacia la comunidad humana y hacia Dios. La persona humana es concebida como incrustada, desde el nacimiento, en una rica trama de estructuras sociales que empiezan con la familia y se mueven hacia afuera, a través de un círculo cada vez más amplio de comunidades territoriales y funcionales que culminan en la comunidad global de la humanidad.

 

La DSC encarna, así, una poderosa filosofía social comunitaria. Es comunitaria, no primariamente en el actualmente revivido sentido (hegeliano) de concebir a las personas como ética y síquicamente formadas de un modo conclusivo por la comunidad cultural particular (o nacional) en la cual ha nacido sino, más bien, en el sentido aristotélico-tomista de reconocer que las personas necesitan y están diseñadas para la cooperación social, para poder realizar las potencialidades universales. La importancia de la particularidad cultural no es ignorada. Desde luego, Juan Pablo II se muestra más sensible a ella que sus predecesores (cf. Centesimus Annus 50, 51 (1991)) (CA). Las culturas nacionales particulares son, no obstante, evaluadas en términos de su capacidad para servir como conduits [conductos] de la verdad universal. Finalmente, la filosofía social de la DSC es pluralista en cuanto que concibe a las comunidades que enmarcan la vida humana como necesariamente diversas en propósito y forma, cada una respondiendo a algún potencial humano dado. Va más allá de hacer un mero llamamiento a cuidar un principio indiferenciado de “comunidad” y, más bien, nos instruye acerca de qué tipos de comunidades son necesarias para el florecimiento humano e insiste en que su diversidad estructural y autonomía sean respetadas por los gobiernos y otras instituciones. El lugar de honor (en el ámbito “natural”) corresponde a la familia, fuertemente defendida como la célula básica del organismo social. La fuente vital e insustituible de crecimiento físico, moral, social y espiritual. Muchas otras comunidades “intermedias” reciben mención en las encíclicas sociales, especialmente aquellas que sirven para algún tipo de función de bienestar social (sindicatos, organizaciones de caridad, grupos profesionales y, desde luego, las iglesias). Juan Pablo II también se refiere —más frecuentemente que sus predecesores— a la corporación de negocios como una moralmente loable “sociedad de personas” que buscan servir a las necesidades humanas (CA 42, 43), reflejando una apreciación en su conjunto más positiva de la función de la empresa dentro de una economía libre. Los grupos internacionales inmediatos, especialmente aquéllos dedicados al desarrollo, la paz y la justicia, también reciben una mención de aprecio en muchos puntos. Se dedica considerable atención a la comunidad política y a su relación con otras comunidades, a lo cual me referiré a continuación.

 

3. La autoridad del estado

 

El pensamiento político católico moderno, entonces, debe ser visto en contra del trasfondo de esta visión de la sociedad personalista, comunitaria y pluralista. Tal pensamiento está fundamentado en una concepción distintiva de la autoridad del estado, y de su propósito y alcance. Abordo cada uno de estos temas a la vez. Tales temas no abarcan, desde luego, la totalidad del pensamiento político católico— no discutiré en detalle, por ejemplo, los análisis papales de los desarrollos contemporáneos culturales y políticos, sus críticas de las ideologías políticas seculares o sus concepciones de las condiciones morales necesarias para un orden político estable; las responsabilidades políticas de los ciudadanos, las relaciones entre estado e iglesia, los asuntos internacionales o el derecho de resistencia, sobre todos los cuales mucho se ha escrito— pero estos temas centrales proveen un punto de entrada fructífero para la enseñanza nuclear. La autoridad del estado siempre ha sido concebida como fundamentada finalmente en la autoridad divina, como en la corriente principal del protestantismo, y sobre la base de similares pasajes bíblicos y patrísticos (cf. PT 46). La enseñanza católica, sin embargo, concibe esta fundamentación no como el resultado de una ordenanza providencial inmediata sino como teniendo lugar a través del medio de la naturaleza humana, la cual es a su vez una expresión del orden divino (Gaudium et Spes 74.2) (GS). La autoridad política del estado existe para servir a los fines de la naturaleza humana tal y como éstos están revelados en la ley natural, y su legitimidad depende de la conformidad con este orden moral (PT 47-51, GS 74.3). Cuando la autoridad política se divorcia de este fundamento religioso y moral se torna frágil y peligrosa. Los serios abusos de la autoridad por los estados eventualmente erosionarán su legitimidad moral y política —Centesimus Annus, por ejemplo, contiene enérgicas reflexiones acerca de cómo el totalitarismo comunista estuvo siempre destinado a la autodestrucción dada la pobreza de sus fundamentos espirituales (CA 22-29).

 

En el pasado, las afirmaciones del origen divino de la autoridad política fueron utilizadas frecuentemente, incluso por la misma iglesia, para legitimar el autoritarismo y oponerse a las exigencias democráticas. Por ende, la cuestión de la posición actual de la iglesia sobre el elemento democrático en la generación de la autoridad política tiene un interés especial. A grandes rasgos se puede decir que, entre la primacía de León XIII y el Vaticano II, la iglesia aceptó la democracia solamente como una forma posible de gobierno legítimo entre otros; pero que desde el Vaticano II ha venido, cada vez más, a expresar una preferencia definida por la democracia por encima de otras formas. Pacem in Terris no solamente afirmó la posición de León XIII de que la pretensión de autoridad divina del gobierno es “consonante con cualquier forma de gobierno genuinamente democrático”; sino también afirmó que “una consecuencia natural de la dignidad del hombre es incuestionablemente su derecho a tener una parte activa en el gobierno” (52). Continuó diciendo, sin embargo, que “su grado de participación necesariamente dependerá del estado de desarrollo alcanzado por la comunidad política de la cual [los seres humanos] son miembros” (73). Una cualificación que pudiera permitir una latitud importante para regímenes que resisten la democratización. Gaudium et Spes reafirma la obligación de los gobiernos de proveer a los ciudadanos el derecho de votar (75). Juan Pablo II, no obstante, ha sido menos reticente para encomiar la democracia. En Sollicitudo Rei Socialis (1987) (SRS), hizo un llamado a que “los regímenes corruptos, dictatoriales y autoritarios” fueran reemplazados por “democráticos y participativos”; puesto que “la participación libre y responsable” es “la condición necesaria y garantía segura” del desarrollo de las personas (44). Y en CA escribe que la iglesia “aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (46).

 

4. La democracia constitucional

 

Éstos son los más enfáticos respaldos de la democracia que hayan provenido de cualquier Papa —derechos (y deberes) democráticos son aquí vistos como una implicación necesaria de la dignidad personal. Es importante enfatizar, no obstante, que aunque los ciudadanos son vistos como teniendo el derecho de elegir a sus gobiernos, el consenso popular no es visto como la fuente de la autoridad política. Por el contrario, la enseñanza papal ha rechazado consistentemente la teoría de la soberanía popular como se expresa, preeminentemente, en las teorías del contrato social de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant. La posición puede ser formulada de este modo: “Así como Dios es la fuente última de la autoridad del estado; así también Él es la fuente última del derecho del ciudadano a participar en la designación de funcionarios particulares en el estado”. Cuando los ciudadanos eligen a sus representantes están nominando a personas para que cumplan un oficio que tiene restricciones morales para su ejercicio en su propia conformación interna. La mera aserción de voluntad democrática —lo que en la práctica siempre significa la voluntad de la mayoría— nunca es suficiente, por sí misma, para justificar un acto político.

 

Es así que encontramos en los documentos papales una afirmación enfática acerca de la indispensabilidad de restricciones constitucionales robustas al ejercicio de la autoridad gubernamental. Esta afirmación mucho ha que precede su compromiso con formas democráticas de gobierno. El consenso popular, en sí mismo, nunca es visto como suficiente para mantener a los gobiernos en su mandato, y por supuesto que puede desviar su curso. Igualmente, si no más fundamental, es una adhesión al imperio de la ley; una separación de poderes entre las funciones ejecutiva, legislativa y judicial; una administración honesta e imparcial, y un respeto a los derechos humanos fundamentales y a los derechos de las comunidades intermedias (PT 68-79; GS 74-5; VS 101). El entusiasmo por los derechos humanos en las encíclicas sociales es impactante —la declaración de la ONU en 1948 recibe un cálido respaldo. Los documentos posteriores al Vaticano II expanden, en gran medida, el rango de los derechos humanos aceptados como válidos. PT, por ejemplo, hace al estado responsable de garantizar o promover no solamente el catálogo estándar de derechos civiles y políticos, sino también los derechos de “segunda” y “tercera generación”, como los de manutención material, el cuidado de la salud, la educación, el descanso, la seguridad social, la cultura, el trabajo y un salario justo —y los balancea a todos con un reconocimiento de numerosos deberes sociales (11-35, 62-66). Otros documentos también reconocen los derechos de las minorias étnicas, los refugiados y el derecho colectivo a la autodeterminación nacional. Tomados juntos, entonces, la posición contemporánea puede ser resumida como una preferencia decidida en favor de la democracia constitucional.

 

5. El propósito del estado

 

La autoridad del estado está integralmente atada a su propósito y límites. Ha habido una notable consistencia durante siglos en la afirmación de la Iglesia de que el propósito del estado es salvaguardar y promover “el bien común” (e.g. GS 74; PT 53-56). El estado es visto como una comunidad necesaria que surge de la necesidad (natural) de una autoridad directiva para coordinar las actividades sociales, proteger a los ciudadanos y las comunidades intermedias en contra del daño, y promover la justicia, la paz y la prosperidad. Esta concepción aristotélico-tomista del origen y naturaleza del estado ha sido esencialmente preservada hoy en día, aunque la metafísica que subyace a la misma se ha movido hacia el trasfondo. En esta concepción, toda comunidad es vista como poseedora de un bien común; y todo miembro, como poseedor de un derecho de hacer avanzar el bien común de su respectiva comunidad. El requerimiento de promover el bien común es visto, fundamentalmente, como un deber público que surge de nuestra obligación moral de amar a nuestros prójimos.

 

El bien común de toda la comunidad, es decir, una comunidad política territorial entera, es confiado al estado. Más allá de eso, el bien común de la totalidad de la humanidad es la responsabilidad de todos los estados-nación colectivamente; pero especialmente de aquellas instituciones internacionales establecidas para promover la paz, la justicia y el desarrollo —la ONU y sus agencias son sostenidas como las autoridades competentes aquí. Me confinaré a las implicaciones del bien común para el papel doméstico de los estados. El bien común es la raison d’être [la razón de ser] y propósito moral del estado, y delinea su esfera de competencia, pero su definición y contenido no son fáciles de especificar. Tiene que ver no solamente con lo que los economistas llaman hoy “bienes públicos” —aquellos que sólo pueden ser provistos de modo colectivo, y de los cuales todomundo se beneficia necesariamente (los ríos limpios, por ejemplo)— sino más ampliamente con un complejo de condiciones generales que facilitan el florecimiento de la vida personal, la interacción social y el desarrollo cultural. Juan XXIII definió el bien común en MM con la famosa expresión: “La total suma de aquellas condiciones de vida social, por las cuales los hombres son capacitados más plenamente y más prontamente para alcanzar su propia perfección” (65). CA agrega que el bien común no es simplemente la mera agregación de intereses particulares (como en el liberalismo), sino que requiere “su valoración y armonización, hecha según una jerarquía balanceada de valores” que, a su vez, presupone una concepción apropiada de la persona (CA 47).

 

Como guías para la competencia legítima del estado, tales definiciones son, sin embargo, desconcertantemente indefinidas. Lo que los papas entienden por ellas necesita ser inferido de sus ejemplos más concretos de los requerimientos del bien común, y éstos incluyen un amplio rango de tareas políticas, legales, sociales, económicas, culturales y religiosas. No sorprendentemente, diferentes intérpretes han alcanzado diferentes conclusiones acerca de la posición en general —si es que hay una— de los documentos papales hacia el alcance propio de la intervención del estado. Se pueden ver, no obstante, claramente algunos sesgos. A grandes rasgos, los papas del post-Vaticano II estaban dispuestos a contemplar un papel notablemente más extenso para el estado en áreas tales como la gerencia macroeconómica, la regulación industrial y comercial, la nacionalización, el bienestar social y la infraestructura pública. El sesgo comenzó con Mater et Magister de Juan XXIII y continuó con algunas variaciones hasta Juan Pablo II, quien en SRS y CA, especialmente, parece menos optimista acerca de la capacidad del estado central para remediar los problemas sociales y económicos, de lo que fueron sus predecesores del post-Vaticano II.

 

Hay una tendencia en los documentos papales, potencialmente creadora de confusión, a abarcar bajo el solo término “bien común” entidades conceptualmente muy diversas, incluyendo principios éticos, normas constitucionales y aspiraciones de políticas concretas; por ejemplo: solidaridad, gobierno representativo, derechos humanos, justicia distributiva, desarrollo social y económico, avance tecnológico, educación, salud, bienestar y moralidad pública. Tales documentos ciertamente propician una mayor claridad sobre el alcance de la intervención estatal legítima. Más que examinar estos ejemplos particulares en detalle, es más instructivo extraer algunos principios generales que parecen emerger con respecto al alcance de la actividad estatal. Consideraré dos: la subsidiariedad y la economía política.

 

6. La subsidiariedad

 

La preocupación con respecto al alcance potencialmente vasto de la idea del bien común se alivia considerablemente cuando examinamos las implicaciones del principio de subsidiariedad. La formulación clásica de este principio se encuentra en la encíclica Quadragesimo Anno (79) (1931), pero CA lo reitera así: “Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (48). La subsidiariedad, a veces, incorrectamente se lee como si supliera una legitimación encubierta del estado mínimo, pero igualmente puede justificar la intervención o la no intervención dependiendo de las circunstancias. Cuando el estado ejercita lo que QA denomina su “función subsidiaria”, interviene para ayudar a un cuerpo inferior. Debiera intervenir solamente donde esa ayuda es demostrablemente necesaria, y no sobre el supuesto de una competencia general para gobernar los asuntos de los cuerpos inferiores. No obstante, donde tal necesidad claramente existe, el estado tiene un deber positivo de actuar que surge de su mismo mandato. La subsidiariedad no es una cualificación sobre la competencia que surgiera del bien común sino, más bien, le es integral. El bien común de la comunidad entera no se erige en contra de los bienes comunes parciales de las comunidades inferiores, como si se requiriera algún intercambio de suma cero. Simplemente, no puede ser logrado a costa de los mismos. Más aún, Juan Pablo II equilibra, específicamente, el principio de subsidiariedad con el de solidaridad. El estado debe contribuir al logro de —en este caso— una economía justa y eficiente, “indirectamente y según el principio de subsidiariedad, creando las condiciones favorables para el libre ejercicio de la actividad económica . . . [y] directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro [desempleado]” (CA 15). También aprueba una formulación cuidadosa del principio liberacionista de “la opción por los pobres”, que define como “una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana” (SRS 42). Hay un intento continuo de mantener estas dos facetas del papel del estado juntas—subsidiariedad y solidaridad—, si bien con diferentes pesos en diferentes documentos. Cualquier intento por enlistar el pensamiento político-católico como una justificación completa de un paradigma democrático socialista o neoliberal será defectuoso.

 

7. La economía política

 

Este análisis se puede ampliar considerando ulteriormente el carácter de la economía política favorecida por las encíclicas del post-Vaticano II. El asunto puede ser enfocado preguntando cómo ve estos documentos el capitalismo. Nuevamente, Juan Pablo II aborda

esto del modo más explícito. SRS afirma que la enseñanza social de la iglesia “asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista” (21), aparentemente implicando una posición de equidistancia moral. Pero CA presenta un tratamiento más detallado. El Papa da lugar a la pregunta de si, a la luz del derrumbe del comunismo, el capitalismo debiera ahora ser considerado como el modelo universalmente deseable. Su respuesta se puede leer como prudentemente circunspecta o irritantemente opaca: La respuesta obviamente es compleja. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa (CA, 42). La última parte del pasaje, positivamente reformulada, está diciendo que una economía de mercado debe ser regulada legalmente para que ponga la actividad económica al servicio de la persona entera. El pasaje continúa protestando en contra de la marginalización y explotación de muchos en el Tercer Mundo, y la enajenación de muchos en los países avanzados; y ataca una “ideología capitalista radical” que amenaza dominar a los estados excomunistas, y que pone una fe ciega en las fuerzas del mercado.

 

Numerosos pasajes de muchas encíclicas del post-Vaticano II atacan la explotación económica del débil, el abuso de la propiedad privada y la concentración del poder económico a manos de unos cuantos que no son llamados a cuentas y son irresponsables; distribuciones inequitativas de los recursos económicos dentro de una sola nación, y la injusticia de las relaciones comerciales neocoloniales entre Occidente y las naciones en desarrollo.

 

8. ¿Qué pueden aprender los evangélicos?

 

En conclusión, déjenme sugerir dos cosas que los evangélicos podrían desear ponderar a la luz de esta muy breve y selectiva visión general del pensamiento político católico. Primero, podrían reflexionar sobre el poder de una teoría social y política de amplio alcance y coherente, enraizada en suposiciones cristianas. Esto es claramente evidente en la tradición católica, y es un factor principal de su fortaleza duradera y su capacidad para guiar el pensamiento y la acción. A pesar de algunos trabajos individuales recientes sobresalientes, actualmente no hay nada remotamente comparable a la misma en la literatura evangélica contemporánea, ni pudiera haberlo, puesto que tales resultados son el producto de generaciones de actividad intelectual (como lo muestra, por ejemplo, el impresionante legado del neocalvinismo).

 

Los enunciados contemporáneos del pensamiento político católico están construidos, literalmente, sobre montones de libros tales como éstos, en varios idiomas y por muchas décadas. Los evangélicos apenas han comenzado la tarea. Segundo, los evangélicos también se pueden beneficiar de la sustancia del pensamiento político católico. Sin respaldarlo acríticamente, en ningún sentido, hay una riqueza de contenido sobre la cual se puede construir. Por ejemplo, ¿por qué intentar diseñar una teoría del gobierno democrático desde la nada, cuando se encuentran tantos ingredientes prometedores a la mano? Algunos pueden temer que la distintividad de la tradición evangélica se pueda perder en tal empresa. El hecho llano es, sin embargo, que simplemente no hay una tradición evangélica distintiva de pensamiento político que defender. Cualquier cosa que pueda ser distintiva acerca de los aspectos políticos de esa tradición, debe ser visto como una contribución vital e indispensable, junto a otras, a la formación de una visión global, genuinamente ecuménica, de la política de la sociedad que no reclama ninguna etiqueta partidista. Los evangélicos ya no se pueden dar el lujo de seguir solos políticamente. Ni, para el caso, tampoco pueden hacerlo los católicos.

 

Bibliografía

 

– Chaplin, J.P. “Subsidiarity and Sphere Sovereignty: Catholic and Reformed Conceptions of the Role of the State” [“Subsidiariedad y soberanía de las esferas: concepciones católicas y reformadas del papel del estado”], en F. McHugh y S. M. Natale, Things Old and New: Catholic Social Teaching Revisited [Cuestiones antiguas y nuevas: la doctrina social católica revisitada]. Lanham y Londres: University Press of America, pp. 175-202.

 

– Charles, R. y D. Maclaran. The Social Teaching of Vatican II [La doctrina social del Vaticano II]. Oxford/Plater/San Francisco: St. Ignatius, 1982.

 

– Dorr, D. Option for the Poor: A Hundred Years of Vatican Social Teaching [la opción por los pobres: cien años de doctrina social vaticana]. Dublín: Gill y Macmillan/Maryknoll/Orbis, 1983.

 

– Juan Pablo II. Sollicitudo Rei Socialis en Doctrina social de la Iglesia. México: Ediciones Paulinas, 1991, pp. 813-894.

 

– Juan Pablo II. Centesimus Annus en Doctrina social de la Iglesia. México: Ediciones Paulinas, 1991, pp. 991-1098.

 

– Juan Pablo II. Veritatis Splendor. London: Catholic Truth Society, 1993. Schuck, M. J. That They Be One: The Social Teaching of the Papal Encyclicals 1740-1989 [Que sean uno: la doctrina social de las encíclicas papales 1740-1989]. Washington: Georgetown University Press, 1991.

 

– Walsh, M. y B. Davies, (comps). Proclaiming Justice and Peace: One Hundred Years of Vatican Social Teaching [Proclamando la justicia y la paz: cien años de doctrina social católica]. Londres: Cafod/Collins, 1991. (Éste texto contiene todos los documentos papales citados en este

artículo aparte de los previamente enlistados).

 

– Weigel, G. y R. Royal. Building the Free Society: Democracy, Capitalism and Catholic Social Teaching [la construcción de la sociedad libre: democracia, capitalismo y doctrina social católica]. Grand Rapids y Washington: Eerdmans/Centro de Ética y Política Pública.


[1] Originalmente publicado como “Catholic Political Thought: What Can Evangelicals Learn?” en Transformation Julio 1997, págs. 10-14. Traducido con autorización del autor. Traducción de Adolfo García de la Sienra.

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