¿Es posible la Teología Política en nuestros días? Esbozos de una respuesta
Resumen del post:
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Fecha:
08 mayo 2018, 08.22 PM
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Autor:
Ignacio Cid
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Publicado en:
Cuestiones fundamentales
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¿Es posible la Teología Política en nuestros días? Esbozos de una respuesta
Hace ya unos años, Chile y América Latina se han visto enfrentados a un proceso de profunda polarización política. Fenómenos como la corrupción, la agenda moral progresista, el decaimiento democrático en Venezuela, han generado un activismo de grupos sociales civiles que por largo tiempo habían permanecían al margen de la vida cívica. Entre ellos, los cristianos evangélicos, que por décadas habían mantenido una relación torpe e intempestiva con lo político, han comenzado a organizarse para hacer frente a los nuevos desafíos de una sociedad posmoderna.
En este proceso los evangélicos latinoamericanos han sido capaces de generar espacios de reflexión crítica. Sin embargo, esa experiencia en muchos casos es reducida y se ve eclipsada por corrientes fundamentalistas y cuasi-teocráticas que buscan imponer agendas particulares, llegando incluso a perseguir el puro interés denominacional.
En la esfera pública se escucha cada vez con mayor frecuencia que los evangélicos se oponen a leyes y normas legales, bajo el argumento de que ellas están abierta oposición a los mandamientos de Dios. En su discurso, no obstante, no queda del todo clara la teología que opera tras su actuar político, toda vez que mientras en algunos casos se busca cristalizar las enseñanzas bíblicas por medios políticos-estatales, un grupo importante de asuntos público son ignorados o pasados por alto en la pretensión de convertirlos en leyes de la república. Se compartimentaliza una conciencia política evangélica que, si bien afirma con ímpetu la vitalidad de la biblia para el contexto contemporáneo, no es tan enérgica a la hora de aplicar íntegramente sus principios.
La fragmentación de los discursos políticos entre los evangélicos es, en cualquier caso, una excusa para los ciudadanos de tendencias seculares que, crecientemente, presentan reparos a la utilización de argumentos religiosamente motivados en la esfera pública. Este problema, que parece ser propio de nuestro contexto local es, en realidad, un asunto particularmente relevante para las sociedades contemporáneas. Mucho se ha discutido en torno al carácter laico del Estado y de sus implicancias para la interacción de lo político con lo religioso.
Ante una tendencia secularista que crece de manera exponencial en algunos sectores de la sociedad, y un puñado de comunidades religiosas que encuentran como mejor respuesta a este escenario la radicalización de sus principios teológico-políticos, conviene abordar este problema desde un punto de vista histórico, en términos del desarrollo de las relaciones Iglesia-Estado, para luego adentrarse en los problemas de la discusión pública contemporánea.
1.
En los albores de la historia, el poder político, sin excepciones, encontró su sanción o legitimación en la religión. De manera casi universal se creyó que los gobernantes alcanzaban su posición en función de la voluntad divina o de la participación en un principio activo y ordenador del mundo. Si bien no en todas las sociedades se configuró un modelo de organización teocrática, lo cierto es que incluso en las comunidades cuyas creencias religiosas reglaron de modo menos estricto las normas sociales, el sistema religioso jugó un papel capital para establecer la posición del gobernante y articular una idea de colectividad. Es así que en la China confuciana, por ejemplo, el emperador sostuvo su rango en virtud de su papel mediador entre el pueblo chino y el cosmos. En India, por su parte, la jerarquía social encabezada por los brahmanes encontró en las ideas del karma y el samsara la más estable y duradera de las legitimaciones religiosas de una estructura social conocida. (1)
En Occidente, en cambio, la autoridad política gozó de principios religiosos menos robusto, aunque igualmente fundamentados cosmovisionalmente. Tempranamente Israel se articula en torno a la figura del profeta-legislador Moisés, cuya contribución más importante desde un punto de vista social es la unificación de un pueblo como comunidad política bajo una misma ley. Con el pasar de los siglos, el carisma profético se rutiniza en las normas legales de la Torá, convirtiendo al profeta en un reformador social cuya función principal es denunciar la impiedad de las autoridades políticas. Finalmente, la profecía se doméstica y seculariza en una estructura sacerdotal que sirve simultáneamente como base de emergencia para una monarquía de derecho divino, así como una hierocracia (el sanedrín).
Con la llegada del cristianismo, se introduce cierta ambigüedad al aura divina de la autoridad política. Se relativiza su poder en contraste con la autoridad de Dios, pero se afirma de igual manera la obediencia que todo cristiano le debe a su mandato. La iglesia primitiva se resiste activamente a rendirles culto a la figura del emperador bajo la convicción de que es necesario “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar” (Marcos 12:17), pero aun así reconoce su autoridad temporal. Las palabras de Jesús frente a la mujer samaritana también son claves, al recordarle que ha llegado el momento en que lleguen verdaderos adoradores que “adoren en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Estos adoradores no tienen la necesidad de adorar en lugares específicos donde se albergue la presencia de Dios, lo que descentra el poder que pueden ejercer las castas sacerdotales sobre ellos.
En cualquier caso, la tensión cristiana frente a la autoridad se modera con Pablo, quien ofrece una legitimación explícitamente religiosa a los magistrados civiles en Romanos 13, afirmando que toda autoridad es puesta por Dios, de suerte que quien la resiste, resiste a Dios mismo.
Esta tensión en el cristianismo habría impedido, según Weber, la aparición de la teocracia en Occidente. De hecho, incluso en el medioevo, la legitimación de la autoridad cristiana es tenue en comparación con el absolutismo del siglo XVII. (2) Es la edad media el periodo en que la tradición cristiana reflexiona de manera más prolífica sobre la legitimidad y obligaciones de la autoridad política. De este modo, teólogos como Anselmo, Agustín, Tomas de Aquino, Lutero y Calvino, reflexionan sobre el significado de la tiranía y bajo qué circunstancias es lícito resistirla. Todos ellos admiten la posibilidad de la rebelión a partir de las escrituras.
Las ideas de absolutismo y la monarquía de derecho divino son, de hecho, propias de la modernidad política y aparecen, hasta cierto punto, para resolver la crisis de la escolástica medieval. Autores como sir Robert Filmer (3) o Jacobo I no solo fueron teóricos políticos de este tipo de regímenes, sino que además les dieron un sustento teológico.
En cualquier caso, el aura mitológica y sagrada que vinculó las dinastías gobernantes con las castas sacerdotales comienza a desaparecer a medida que la modernidad irrumpe en el escenario de la filosofía y la política. La aparición del Estado Moderno y el complejo de la ley como dispositivos para prevenir e incluso inhibir el conflicto religioso, asegura su inmunidad antes las visiones filosóficas, religiosas y políticas en disputa. (4)
Una vez consumadas estas transformaciones, el incipiente Estado emerge como soberano político, encarnando al conjunto de la sociedad y, consecuentemente, desprendiéndose de las pesadas cargas morales que impone su consagración divina. Así, el Estado pasa de ser un regente de lo sagrado, a un producto y representante de la voluntad (general) humana. Una nueva divinidad emerge, o como diría Hobbes, un “gran Leviatán o más bien (…) Dios Mortal a quien debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa” (5)
Desde una perspectiva puramente sociológica, es posible apreciar este cambio de ideas como el reflejo de profundas trasformaciones en la estructura de la sociedad. Siguiendo a Luhmann, en el momento en que “lo político” deja de monopolizar funciones sociales, económicas, educativas y especialmente religiosas, entonces tiene lugar un proceso de diferenciación funcional en el que diversas esferas de la vida humana se autonomizan de la influencia que ejerce “lo político” sobre ellas. Este proceso llevado al ámbito de lo religioso se conoce más tardíamente, bajo el nombre de secularización. (6)
La diferenciación funcional configura una sociedad que pierde la posibilidad de ser observada desde un punto privilegiado o descrita a partir de un núcleo que concentre sus operaciones. Se trata más bien de una sociedad acéntrica o pluricéntrica, en el sentido de que el espacio utilizado por las elites como centro, se disuelve y su poder deviene relativo. Los ocupantes de la cúspide del poder político dejan de ostentar las más altas posiciones en otros espacios. Los políticos profesionales no son los más altos científicos, ni las mayores fortunas necesariamente. Los jerarcas del sistema religioso no tienen control sobre el sistema de comunicaciones, ni mucho menos la posibilidad de ejercer su autoridad sobre los asuntos políticos o económicos. En definitiva, cada sistema articula su propia jerarquía con una cúspide cuyo poder es relativo a las propias reglas internas. Las funciones sociales se desconcentran y los sistemas se especializan clausurándose a la influencia mutua.
De esta teoría, que en sociología se conoce bajo el nombre de “teoría general de sistemas”, es de la que se sirve Cassanova para apuntalar el sentido más certero en el que es posible entender la secularización (7). Esto es, como “la distinción de la esfera secular” en el sentido de una “emancipación” de la economía, el Estado, las ciencias y las artes del dominio religioso. Para Luhmann el detonante fundamental de este proceso es la generalización de la escritura a través de la revolución comunicativa de la imprenta y la masificación del texto escrito. La escritura, que estaba confinada en el tardío medioevo a las universidades y monasterios, se pone al servicio de las masas que comienzan a ser instruidas, alfabetizadas e ilustradas.
Una de las principales consecuencias de esta generalización del texto escrito radica en la capacidad de someter a escrutinio el pensamiento divergente. Llevado al texto y fuera de los marcos de la oralidad y la co-presencialidad, se configura una audiencia de lectores que se enfrentan a reflexiones des-territorializadas y despersonalizadas. Ante la ausencia del interlocutor, aparece el juicio contra el texto y el género de la crítica. La constricción por el acuerdo al estar frente a frente con el interlocutor, desaparecen y las diferencias de opinión disminuyen sus costos. Aumentan los desacuerdos, las divergencias y diferencias. Habermas, tanto como Luhmann, caracterizan esa sociedad que emerge mediada por el texto escrito, como sociedades de la diferencia y problematizadas por la cuestión de la integración. La multiplicidad de opiniones se diversifica en torno a modos de vida. Se consolida lo que Rawls llama “el hecho del pluralismo”, a saber, personas y comunidades enteras cuyas concepciones del bien, de lo justo y de la vida buena disienten la una de otra, al punto de volverse, por ocasiones, antagónicas.
De esta pluralización como hecho descriptivo se desprenden una serie de inconvenientes para el orden normativo. Ante proyectos de vida rivales, el Estado se ve en la obligación de neutralizarse e inmunizarse frente a las diversas concepciones del bien. Así, evita dar primacía a un determinado grupo religioso, filosófico o político sobre los otros. El Estado deviene neutral para asegurar la libertad e igualdad de todos sus ciudadanos.
Rawls en su famosa obra Teoría de la Justicia intenta diseñar una estructura política en la que ciudadanos de estas diversas tradiciones políticas, religiosas y filosóficas puedan tener a la justicia como una virtud cívica común. Para eso propone su famosa tesis del consenso traslapado (overlapping consesus) a partir del cual sostiene que “en el debate político público se pueden introducir, en cualquier momento, doctrinas generales razonables, religiosas o no religiosas, siempre que se ofrezcan razones políticas apropiadas (…) para sustentar lo que ellas proponen” (8). Llama a estas visiones del mundo “doctrinas comprehensivas” en el sentido de su potencial omniabarcante a modo de una cosmovisión. Exige así, que ellas sean presentadas en el espacio público en la medida en que sean capaces de racionalizarse y elaborar un discurso conforme a la razón secular. De este modo, a pesar del fundamento sustantivo o metafísico que todas estas doctrinas puedan tener, ellas serán admitidas en la medida en que compartan ciertos principios de justicia “razonables” que dejen en suspenso todos aquellos elementos fragmentarios que las enfrenten.
Rawls cree resolver con esto, el problema de la religión en la esfera pública. Su pensamiento pos-secular y pos-metafísico no necesita de una fundamentación comprehensiva para admitir la existencia de múltiples formas de ver la justicia en la esfera pública. Mediante su teoría del consenso, Rawls extrae la dimensión moral de la religión que, si bien puede estar fundamentada en una determinada antropología filosófica, no la requiere para tener efectos políticos.
El problema que está al origen del criticismo contra esta teoría, es la condicionante de dar “razones políticas apropiadas” que se le impone a la religión para ser admisible. Con ella, es claro que el liberalismo rawlsiano no logra emanciparse del prejuicio anti-religioso de las derivas secularistas de la ilustración, toda vez que impone cargas desiguales sobre los ciudadanos religiosos que quieren hacer aportaciones públicas desde sus tradiciones religiosas y sospecha de la religión a priori como fuente de razones políticas “inapropiadas”. El esquema rawlsiano termina por no entender a la religión y bajo una mirada excesivamente kantiana del cristianismo y la fe religiosa en general, las reduce a una dimensión meramente moral.
Proyectos alternativos de este liberalismo han surgido como respuesta al rawlsianismo, específicamente con el objetivo de darle un papel más holgado en la esfera pública a la religión.
2
En enero del año 2004, la Academia Católica de Baviera organizó una “tarde de discusión” con el propósito de reflexionar en torno al papel de la religión en el marco de las democracias contemporáneas. Dos de las más prominentes figuras intelectuales fueron convidadas: por un lado, el filósofo y sociólogo Jürgen Habermas, y por el otro, el teólogo y cardenal Joseph Ratzinger.
Habermas, pensador de renombre, comenzó su trayectoria al calor del marxismo de la Escuela de Frankfurt, aunque tempranamente abandono la tradición de sus mentores para incorporar nuevos elementos a su pensamiento. Configuró tempranamente una teoría de la Acción Comunicativa en base a elementos de la sociología weberiana, la psicología social norteamericana y la filosofía del lenguaje. Habermas es uno de los máximos representantes de la intelectualidad laica contemporánea y su giro pos-religioso.
Ratzinger, por su parte, era un importante cardenal de la jerarquía católica, especialmente relevante en ciertos procesos históricos que vive la iglesia católica a partir de la segunda mitad del siglo XX. El cardenal, que apenas cuatro meses más tarde sería electo Papa, presenta una trayectoria intelectual notable. Como exegeta y experto en patrística, Ratzinger se interesa por la conciencia religiosa en el mundo contemporáneo. Esto no le impide mantener un conocimiento próximo y vitalizado del desarrollo de la teología católica del siglo XX. Como prefecto de la “Congregación para la Doctrina de la Fe” se enfrenta a los embates de la teología liberal de Kung por un lado, la teología de la liberación latinoamericana, por otro, y el tradicionalismo lefevrista post Vaticano II.
El encuentro es ameno y de alto nivel. En él se sintetizan dos tradiciones intelectuales que con el pasar de los siglos, han aprendido lecciones importantes la una de la otra. Habermas representa una modernidad ilustrada que busca superar su prejuicio anti-religioso a través del diseño de una estructura política que dé un verdadero espacio a la fe. Ratzinger, por su parte, representa la tradición renovada a partir del Concilio Vaticano II que, en lugar de oponerse tenazmente a la modernidad política y filosófica, entra en diálogo con ella, recuperando sus contribuciones más valiosas.
Habermas arranca preguntándose por la legitimidad del Estado de Derecho, en el marco de sociedades que han superado sus raíces religiosas, especialmente cristianas. Se pregunta entonces si en un orden constitucional totalmente positivizado, se necesita de la religión o de algún “poder sustentador” para asegurar cognitivamente sus fundamentos. Su respuesta es negativa, fijando su posición. “El liberalismo político que yo defiendo bajo la forma especial de un republicanismo kantiano se entiende como una justificación no religiosa y pos-metafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional democrático” (9).
Un asunto que resulta muy importante para la obra de Habermas es el rechazo a los intentos recientes por articular una teología política capaz de darle un sentido trascendente a lo político y un fundamento religioso al Estado o la autoridad política. Para el autor, este concepto con claras connotaciones comprehensivas, forma parte de un estadio temprano de evolución social en las que el Estado y su poder están garantizados por una versión mitológico-ancestral del mundo. En ese sentido, el concepto por sí mismo resulta un anacronismo en circunstancias en que el desarrollo de la razón en la modernidad ha sometido a constantes procesos de desmitificación del poder que ha hecho posible la aparición de la crítica.
A partir de este rechazo, Habermas cree articular una versión del liberalismo kantiano, emparentada con la de John Rawls, que puede fundamentar los principios constitucionales en la medida en que no se reduzca al marco la legalidad ni el procedimiento en el que caen la mayoría de las teorías democráticas. La propuesta de Habermas no es solo un cúmulo de reglas para la vida política, sino una forma de entender epistemologías que interactúan en lo público.
Basado en el principio de autonomía kantiana, Habermas hace hincapié en la necesidad de que los fundamentos del Estado sean legítimos para todos los ciudadanos en su seno, como si fuese un mandato que se hubiesen dado a sí mismos. En ese sentido, enfatiza el papel de cada ciudadano como “colegislador democrático”, toda vez que su participación política en la esfera publica y en la formación de determinada opinión pública afecta sobre el proceso de creación de leyes y normas para la vida social. Los ciudadanos deben entenderse como autores del derecho, de modo que este no solo les sea legítimo, sino también vinculante.
Los ciudadanos, entonces, han de ejercitar activamente sus derechos de participación. Para ello deben actuar no solo en función de sus propias motivaciones o intereses, sino orientados al bien de todos. La pregunta que de inmediato aparece es: ¿cómo ciudadanos con convicciones religiosas pueden atender sus obligaciones democráticas en un Estado secular? ¿Puede participar el ciudadano religioso en la formación de las leyes, o el carácter laico del Estado supone la suspensión de dichas convicciones en la esfera pública?
La pregunta es igualmente válida para Ratzinger, que desde la otra vereda se pregunta “Si el terrorismo está bien alimentado por el fanatismo religioso (…) ¿es la religión un poder que levanta y salva, o es más bien un poder arcaico y peligroso, que construye universalismos falsos y conduce a la intolerancia y el terror? ¿No habrá entonces que poner a la religión bajo la tutela de la razón y ponerle cuidadosos y estrictos límites?” (10).
El cardenal católico es consciente respecto a las críticas que enfrenta el pensamiento religioso en el mundo contemporáneo. Aun así, intenta demostrar que la religión no es una forma particular de epistemología. Afirma, por el contrario, que hay una cierta similitud entre el pensamiento religioso y la razón secular. Esta última, afirma Ratzinger, sin límites ni contrapesos, puede ser igualmente dogmática y dañina que el radicalismo religioso. “Si antes no podíamos eludir la cuestión de si las religiones propiamente no eran una fuerza moral positiva, ahora no tiene más remedio que surgirnos la duda acerca de la fiabilidad de la razón. Pues en definitiva también la bomba atómica es un producto de la razón” (11).
Ante los excesos de la razón, Ratzinger no cae en las tentaciones teocráticas de limitar o tutelar la razón bajo el pensamiento religioso. Por el contrario, evidencia la necesidad de diálogo y conocimiento mutuo a través de procesos en los que ambas epistemologías puedan indicarse sus defectos y limitaciones. Ante la existencia de patologías en la fe, como el fundamentalismo o el terrorismo, se vuelve necesario incorporar la razón como un órgano de control por medio del cual la religión ha de dejarse purificar. Pero ante la existencia de patologías igualmente severas al interior de la razón, ha de amonestársela para reducirla a sus límites de modo que pueda prestar oídos a la voz que emana de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.
En este último punto, ambos autores coinciden de manera muy entusiasta. Para Habermas es clave la incorporación de la voz religiosa en la esfera pública. Para eso, considera necesario superar el paradigma ilustrado convencional que ve a la religión como oscurantismo. “Los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas” (12), afirma.
En otras palabras, cuando sus conciudadanos posean convicciones religiosas, los secularistas no pueden impedirles el ejercicio de su rol colegislador. Por su parte, quienes sostienen alguna clase de visión cosmológica “no deberían apelar a razones religiosas para negar autoridad a la ciencia o una posible verdad de otras religiones” (13). La única exigencia en ese caso, es que el ciudadano religioso entre en lo que Habermas llama el “esquema de la traducción”. Todo aquel que realice una aportación a la esfera pública con lenguaje religioso a la base, debe esforzarse por traducirlo a un lenguaje públicamente accesible, de modo que quienes viven bajo una epistemología secular sean capaces de entenderlo.
Tres, entonces, son los pilares que sostiene el diseño institucional de Habermas para cimentar una cultura política liberal e intercultural abierta a lo religioso. En primer lugar, un Estado neutral que impida tentativas por generalizar una visión de mundo a través de sus medios. En segundo lugar, un doble ejercicio de diálogo y limitación entre la razón secular y el pensamiento religioso. Finalmente, un esquema de traducción que permita dejar tanto a ciudadanos seculares como religiosos en un mismo registro a la hora de debatir públicamente.
Ratzinger concuerda a grandes rasgos. Ante un pensador que no admite la metafísica ni la teología política está obligado a recalcar que, de acuerdo con la tradición cristiana “hay, pues, valores que se sostienen por sí solos, que se siguen de la esencia del ser humano y que, por tanto, resultan intangibles para todos cuantos tienen esa esencia” (13). Pero aun con esto, es optimista frente al esquema habermasiano que a su juicio “nos libera de esa obcecación de nuestra época, conforme a la que la fe no podría decir ya nada al hombre actual porque la fe contradiría a la idea humanista de razón, Ilustración y libertad que ese hombre tiene»(14)
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El proyecto habermasiano es atractivo y envolvente. No parece provenir del tradicional intelectual ateo que desprecia la religión con desdén. Tras él, parece haber un auténtico esfuerzo por prestar oídos a la música que emana del pensamiento religioso. Si bien el gesto es extremadamente valioso desde un punto de vista comunicativo, la mayoría de las críticas apuntan a que, en sus bases, reproduce el mismo prejuicio del que precisamente busca escapar.
En primer lugar, la crítica de Lanfont cuestiona la premisa habermasiana según la cual los ciudadanos seculares no deberían apelar a razones secularistas que niegan la posible verdad de las creencias religiosas. Lanfont afirma que “el corolario de permitir a los ciudadanos creyentes utilizar exclusivamente razones religiosas en su actividad política en la esfera pública informal es que los ciudadanos seculares deben ejercer constricciones sobre sus ‘actitudes secularistas’ […]. A diferencia de los ciudadanos creyentes, ellos no deberían hacer uso público de sus creencias sinceras, si estas creencias resultan ser de un tipo secularista que contradice la posible verdad de las afirmaciones religiosas” (15)
Si para Habermas las cargas en la esfera pública están desigualmente distribuidas dado que los ciudadanos religiosos deben “desdoblarse” y pensar en categorías seculares y religiosas a la vez, los secularistas no tiene necesidad de hacer esto. Pero la admisión de razones puramente religiosas parece invertir este escenario estableciendo restricciones sobre las pretensiones secularistas de ciertos ciudadanos y empujándolos inevitablemente a desarrollar un oído religioso por el cual no se sienten particularmente interesados.
En segundo lugar, la crítica del filósofo Charles Taylor hace referencia a la “excepcionalidad de la religión”. El autor se incomoda con el modo de tratar la religión, en el sentido de mirarla como objeto excepcional que debe ser reflexionado y tratado con reglas especiales. En ese sentido, compara las religiones con otras formas de pensamiento igualmente globales, pero con menos restricciones y “excepcionalidad”. No llega a afirmar, como la escuela de Frankfurt, que ellas sean otra cara en la moneda de la fe, pero ataca la permisividad con la estás doctrinas comprehensivas no-religiosas son vistas en relación a las religiosas. Si los argumentos cristianos deben ser tratados de modo especial en la esfera pública, ¿Por qué no deben serlo los marxistas? -se pregunta-. Y si el Estado no puede ser judío ni musulmán ¿porque si puede ser kantiano o utilitarista o hegeliano? (16)
Para Charles Taylor la respuesta está en la actualización del principio iluminista en la obra de Habermas.
Pretendiendo superar la ilustración, sigue tratando a la religión como una forma de pensamiento radicalmente diferente a la razón secular, como si sus métodos y resultados fuesen vías que se bifurcan sin encuentro. Para la razón esta reservada el universalismo, el ejercicio público abierto y una epistemología evidencialista. En la religión, en cambio, hay solo un particularismo anclado a sus concepciones metafísicas y que le exige una transformación a la hora de entrar en la esfera pública. Mientras la razón es la luz de la que emana el progreso y la sabiduría, la religión sigue siendo ese espacio oscurantista, incomprensión y sordidez. Bajo la buena voluntad y el deseo de escuchar la música de la religión en Habermas, se esconde una mirada que a fin de cuentas sigue viendo a las convicciones religiosas como ridículas e impedimento para el avance de la civilización. De allí su “excepcionalidad” frente a todas las demás formas de pensar.
En palabras del propio Taylor, “se trata (…) de una visión meramente externa o instrumental de la religión que, si se contrasta con la perspectiva interna que poseen los propios creyentes, puede resultar inoportuna o, cuando menos, puede desnaturalizar el propio mensaje religioso”.
Finalmente, está el problema con el esquema de la traducción como derivado del problema anterior. Si el pensamiento religioso necesita ser traducido al lenguaje de la razón secular, es porque existe una radical inconmensurabilidad e incomprensión entre ambos. Son incapaces de encontrarse y, en último término, de entenderse.
El problema de este esquema es que finalmente toda traducción es una traición. Al interior de las religiones existen principios e ideas fundadas tan profundamente en principios trascendentes, que su pura enunciación requiere la explicación de un marco mayor de sentido. Desprenderla de allí para traducirla es una traición a la idea misma, que nunca alcanza el sentido original al ser traducida.
Es una experiencia cotidiana para quienes hablan más de una lengua el hecho de que a la hora de desplegar el pensamiento, siempre queda un residuo de intraducibilidad, algo que es solo posible formular en la lengua materna. Del mismo modo pasa en el lenguaje religioso. Toda traducción pierde sentido, precisión y fuerza en el proceso. Es por esto que, en último término, este esquema resulta conveniente pero inefectivo, pues tal como afirma claramente Wolterstorff, “es propio de las convicciones religiosas de un sinnúmero de ciudadanos de nuestra sociedad, el hecho de que la decisión en cuestiones fundamentales como la justicia deben estar basadas en dichas convicciones. Ellos no lo ven como una opción o como algo que puedan o no hacer”
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Los recientes intentos por restructurar una teología política son comprensibles a la luz del contexto que los circunda. La experiencia de la sociedad mundial contemporánea es percibida como monstruosa y gobernada por fuerzas económicas y políticas inexorables, fuera de toda control y supervigilancia humana. En ese marco, la teología política contemporánea enciende nuevamente la esperanza de una política sustantiva, filosóficamente fundada y capaz de rescatar a los ciudadanos de las dinámicas en las que los hunden el consumo.
Para Habermas este discurso es iluso y peligroso, en la medida en la que echa atrás un proceso de evolución humana en el que el aura mística de lo político se ha desvanecido. En su lugar, Habermas propone la religión en los marcos de la esfera pública, criticando, pero también valorando los argumentos de Rawls, usándolos para su esquema de la traducción. Sin embargo, frente a la profundidad de las críticas que enfrenta este liberalismo kantiano, conviene cuestionar si acaso se debe seguir la opinión de Habermas en torno a la teología política. Mi impresión es que no, pero para eso debe acotarse el concepto de teología política y volver a sus fundamentos.
El concepto de teología política se popularizó bajo la obra del mismo nombre del autor Carl Schmitt. De acuerdo con este jurista alemán, el concepto de teología política tiene sentido en la medida de que su tesis central se confirma. Y esta es que todos los conceptos contemporáneos de filosofía política son en realidad conceptos teológicos secularizados. En otras palabras, que la filosofía política como disciplina es heredera de la teología y de las intuiciones políticas que a ella subyacen. Así, por ejemplo, para Schmitt la idea de Estado Moderno sería el símil de la idea de Dios Padre, que cuida y protege a sus hijos. La idea liberal de igualdad ante la ley provendría a su vez de la igualdad cristiana ante Dios. Finalmente, la noción de milagro seria la prefiguración del Estado de Excepción en el que las reglas naturales (o políticas) se suspenden para dar paso a un nuevo orden temporal de cosas.
Si seguimos con rigurosidad la idea de Schmitt, la teología política no es solo un modo en que lo político encuentra su legitimidad en los estadios más primitivos del desarrollo social. Resulta ser, más bien, el fundamento a partir del cual se desprende la política, toda vez que lo político habría surgido como una extensión de lo religioso. Lo interesante y valioso de esa idea es, tal vez, que a pesar de que la esfera política pueda ganar autonomía frente la esfera religiosa, jamás puede emanciparse completamente de los rastrojos religiosos que han forjado su lenguaje.
En definitiva, no es posible abandonar la teología política en el sentido de que ello significaría abandonar la discusión política misma. Cada concepto político, en términos de Habermas, es una traducción que aun no se termina de realizar. Justicia, igualdad, derecho, virtud, son conceptos que no pueden ser abordados sin que en ellos esté impresa la carga moral del cristianismo, aun cuando representen los baluartes del discurso secular.
Resulta necesario recuperar, entonces, la teología política pública, en el sentido de aceitar el mecanismo de fluidez que existe entre esfera pública religiosa y esfera pública política. Fraternizar el ejercicio del teólogo con el del politólogo.
Este ejercicio me parece particularmente valioso en un reciente artículo publicado por Fernando Atria, precisamente bajo el título de “la idea Teología Política”; en él plasma de manera mucho más precisa y elegante esta idea.
“La idea de teología política (…) es que hay una analogía estructural profunda entre el lenguaje teológico y el lenguaje político, de modo que el lenguaje teológico es el lenguaje más sofisticado que tenemos para hablar de lo político. Esto no porque lo político sea “teología” en el sentido vulgar del término (que lo vincula con “teocracia” y otras formas de idolatría), sino porque el modo de significación del discurso político autoconsciente es el mismo modo de significación de una teología autoconsciente”.
Esta analogía estructural que plantea Atria es radical en su consecuencia, pues vuelve a encontrar dos narrativas que la modernidad se ha empeñado por separar y diferenciar. Si discurso político y el de la teología son el mismo, entonces tiene las mismas patologías. Y si comparten las mismas patologías, entonces son dos maneras reversibles e intercambiables de resolverlas y controlarlas.
La recuperación de la teología política exige, entonces, que seamos conscientes del hecho de que nuestras teologías tienen profundas consecuencias políticas, sean o no ellas deseadas y de que cada vez que de nuestros púlpitos predicamos, las calles ocupamos o en trabajos, colegios, y universidades compartimos el Evangelio, estamos invocando un lenguaje que, si bien no lo tiene como fin, es irreversiblemente político.
Recuperar la teología política, es recuperar una forma de hablar de lo público. Y para entrar a lo público hace falta entonces volver hacia el ejercicio teológico que a veces queda suspendido por las ortodoxias compactas y acabadas que vuelven irrelevante la pregunta por el misterio de Dios.
En circunstancias en que los ciudadanos no quieren ni pueden realizar traducciones sobre sus convicciones religiosas, mostrarle al secularismo que su lenguaje nos pertenece y que el nuestro a ellos también, es una forma de sacar a la modernidad descalabrada del atolladero al que se dirige por darle la espalda a lo trascendente.
(1) Max Weber, Sociología de la Religión
(2) Ibid.
(3) John Locke, Primer tratado del Gobierno Civil
(4) Jürgen Habermas & Charles Taylor, El poder de la Religión en la Esfera Pública, Editorial Trotta, 2011, p. 25.
(5) Thomas Hobbes, El Leviatán
(6) Niklas Luhman, Sociología de la Religión
(7) José Cassanova, Religiones Públicas en el Mundo Moderno, Editorial Relaciones Internacionales, 2008.
(8) Cf. J. Rawls, Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», Paidós, Barcelona, 2001, p. 177.7
(9) Joseph Ratzinger & Jürgen Habermas, Entre Religión y Razón Dialectica de la Secularización, Fondo de Cultura Económica, 2008 , p. 27
(10) Jürgen Habermas & Charles Taylor, Op. Cit, p. 54
(11) Joseph Ratzinger & Jürgen Habermas, Op. Cit, p. 56
(12) Joseph Ratzinger & Jürgen Habermas, Op. Cit, p. 44
(13) Jürgen Habermas & Charles Taylor Op. Cit,65
(14) Jürgen Habermas & Charles Taylor Op. Cit,5
(15) Ibid. 62
(16) Ibid. 130
Wolterstorff, N. (1997) ‘The Role of Religion in Decision and Discussion of Political Issues’, in R. Audi and N. Wolterstorff, Religion in the Public Square. London: Rowman & Littlefield, pp. 67–120.
(17) Joseph Ratzinger & Jürgen Habermas, Op. Cit, p. 56
(18) Fernando Atria, La idea de Teología Política, Universidad de Chile, p. 94.