Estudios Evangélicos

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Evangélicos y católicos juntos respecto de la ley: El señor del cielo y la tierra

Ofrecemos esta declaración en la esperanza de que estimule la conversación dentro de nuestras comunidades y que genere discusión en el mundo cristiano y más allá del mismo.

Una declaración conjunta de académicos de derecho evangélicos y católicos

En los últimos ocho años, los académicos de derecho evangélicos y católicos que suscriben este documento, se han reunido en varias ocasiones para aprender unos de otros y considerar las similitudes y diferencias en nuestras visiones del derecho. Fuimos inicialmente inspirados por la declaración Evangélicos y Católicos Juntos (ECT, Evangelicals and Catholics Together). Dos de los líderes de ECT, Richars John Neuhaus y Chuck Colson, nos incentivaron en nuestro trabajo y fueron miembros de nuestro proyecto hasta sus recientes fallecimientos. Primeros nos reunimos en la Universidad de Notre Dame con destacados historiadores de nuestras comunidades, que nos hablaron sobre nuestra historia de conflicto (principalmente) y cooperación (más recientemente). En gran parte de dicho conflicto, el derecho ha sido usado como arma por nuestras comunidades en contra del otro. Luego nos reunimos en Pepperdine University con algunos de nuestros principales filósofos y teólogos y exploramos nuestras ideas en parte coincidentes y en parte conflictivas acerca del derecho. Luego de eso, nos reunimos en sesiones de redacción en la Universidad de Villanova y en Nueva Orleans. Patrick Brennan y William Brewbaker prepararon un proyecto de documento, que fue editado varias veces a la luz de los comentarios de los participantes. La colaboración ha permitido no sólo el siguiente documento, sino también muchas amistades significativas entre los miembros de nuestras dos comunidades. Este manifiesto ha sido publicado en conjunto por el Journal of Christian Legal Thought y el Journal of Catholic Social Thought.

Somos abogados y académicos evangélicos y católicos que hemos sido inspirados por el proyecto “evangélicos y católicos juntos” (ECT) y su contribución a la unidad y misión de la única iglesia de Jesucristo. Sobre la base de dicho proyecto, pero sin ser parte formal del mismo, queremos hablar desde nuestras respectivas comunidades sobre el derecho, la política y el gobierno. Hablamos con la convicción de que la posición y el rol del derecho en la sociedad está determinado por verdades duraderas –verdades que trascienden las diferencias entre culturas y tradiciones– acerca de Dios, acerca del mundo, acerca de la persona humana y acerca de lo que toda la familia humana es llamada a ser por su Creador y Redentor.

 

Jesucristo es Señor

 

Comenzamos nuestra declaración con la afirmación inicial del primer manifiesto de ECT:

 

Jesucristo es Señor. Esta es la primera y última afirmación que los cristianos hacemos acerca de la realidad completa”.

Aunque la confesión del señorío de Jesús ha sido siempre el centro de la fe cristiana, reconocemos que el significado de esta profesión cristiana básica puede fácilmente ser mal entendido tanto por cristianos como por no cristianos. Comenzamos, por lo tanto, afirmando en términos inequívocos que el señorío de Jesucristo sobre toda la creación coloca límites sustanciales a lo que los gobernantes de la tierra pueden hacer. El señorío de Jesús sobre la familia humana es motivo de esperanza y acción de gracias, pues creemos en la deidad de Jesucristo –esto es que Jesús y Dios Padre son uno (Juan 10:30) y que “Dios es amor” (1 Juan 4:16).

El señorío de amor de Jesús provee un modelo y estándar para todos los gobernantes de la tierra. Estos gobernantes del mundo regularmente se “enseñorean” de aquellos a quienes gobiernan (Mateo 10:25), engrandeciéndose a sí mismos a costa de aquellos a quienes deberían servir. Jesús, por otro lado, es “la exacta representación del ser de Dios” (Hebreos 1:3), quien se ha revelado a sí mismo como amor. No es el “ladrón que viene a matar y destruir”, sino que es “el buen pastor, que da su vida por sus ovejas” (Juan 10:11). El Gran Mandamiento que nos dejó es que debemos amarnos los unos a los otros como Él nos amó (Juan 13:34). Él no exime a ninguno –menos a los gobernantes– de este mandamiento. Poco antes de su crucifixión, lavó los pies de sus discípulos y dijo: “te he dado un modelo a seguir” (Juan 13:15), un modelo de servicio en humildad.

Reconocemos con tristeza que a menudo olvidamos o ignoramos este modelo y cedemos a la tentación de intentar convertir posiciones de autoridad espiritual en posiciones de poder en el mundo, y confesamos también haber distorsionado la enseñanza cristiana a fin de justificar posiciones políticas y acciones sociales impías. No tenemos duda de que los derechos de Jesús sobre su creación son absolutos, pero, como lo dijo, su reino “no es de este mundo” (Juan 18:36). Durante la vida terrena de Jesús, fue estimulado a asumir el rol de gobernador terrenal, algo que Él rechazó (Lucas 12:12-14; Juan 18:36). Fue Jesús, no nosotros, quien estableció los términos de su mandato, y se ha revelado a sí mismo como aquel cuyo reino será establecido primeramente cambiando corazones (Lucas 6:43), a través del amor al prójimo y a Dios (Mateo 6:43; Lucas 17:20-21) y a través del sufrimiento y de la debilidad y la vindicación divina (1 Corintios 1:26-31; Filipenses 2:5-11) en vez del ejercicio del poder en el mundo. Las implicaciones de nuestra confesión de que Jesús es Señor  son exploradas más abajo, pero comenzamos destacando nuestra creencia en que el señorío de Jesús no significa que la iglesia esté divinamente autorizada para imponer o desear imponer, ni que sea capaz de imponer, el reino de Cristo a través de la fuerza, las armas, el derecho, la política o el gobierno.

En efecto,  creemos que la confesión de que Jesús es Señor debería ser recibida como un resguardo contra la tiranía. A menudo ha servido de este modo en el pasado: en los casos de resistencia contra el totalitarismo nazi encarnados en la Declaración de Barmen de la Iglesia Confesional Alemana de 1934, en la resistencia a los oficiales y policías racistas por parte de muchas iglesias en el movimiento americano por los derechos civiles, y en la resistencia al régimen comunista en Polonia por parte de la Iglesia Católica. Esta confesión nos recuerda que todo gobernante humano continúa siendo un ser humano mortal y pecador, sujeto a la ley divina y responsable ante Dios. Coloca límites a la ley humana y a los legisladores. De modo similar, y como se desarrolla más abajo, confesar que Jesús es Señor es afirmar que los diferentes actores humanos tienen diferentes esferas de autoridad y jurisdicción, y que todos sirven bajo el señorío del Cristo. Es afirmar que sólo Jesús es Señor de la conciencia de cada persona, lo que significa que ningún gobernante o autoridad humana, tampoco quien reclama gobernar en el nombre de Dios, puede reemplazar a Jesús, a quien cada uno de nosotros debe responder en última instancia. El señorío de Jesús, por otro lado, pone en duda lo que se ha llamado la “tiranía del relativismo”, que intenta elevar la autonomía humana a expensas de la verdad. Afirmamos en términos inequívocos que la persona humana disfruta de una inviolable e inalienable dignidad en virtud de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26).

Creación

“En el principio Dios creó los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Los cristianos a través de los siglos han entendido estas palabras con el siguiente significado. Primero, que Dios escogió crear el mundo. Que el mundo llegase a existir, o que tuviera la singular forma que conocemos, no es algo inevitable. Por otro lado, este mundo y los seres humanos que lo habitan no son meramente el resultado de fuerzas impersonales, sino que fueron elegidos y queridos por Dios en su eterna economía de amor, y declarados por Él, como “bueno en gran manera” (Génesis 1:8).

En este mundo –el mundo particular que Dios de hecho hizo y que habitamos– los seres humanos han recibido papeles significativos a desplegar en el desarrollo y ejecución de la ley humana.

La vocación humana incluye el mandato de respeto y amor sobre la creación de Dios que la escritura llama “dominio”, sin los cuales ni los humanos ni la creación pueden prosperar. No hay manera de soslayar la marca que la acción humana ha dejado en el mundo. A veces la idea de dominio ha sido mal utilizada como un pretexto para el cruel desprecio por la creación de Dios; pero dado que los seres humanos viven en el mundo de Dios, en su presencia y bajo su ley, no somos autónomos en nuestra confección de leyes, ni en el juicio o ejecución de las mismas. Dios ha hablado. Él nos “dijo qué es lo bueno” (Miqueas 6:8), en la Biblia, en la persona de su Hijo y en el don de la conciencia. Él nos ha dado la facultad de discernir el orden divino en el mundo. De modo que la ley no es simplemente un medio de control social manipulado por aquellos que ejercen el poder para alcanzar sus fines. Dictar, interpretar y ejecutar la ley en coherencia con el orden divino es una alta vocación, no una apropiación del poder o reivindicación arbitraria.

Dios hizo un mundo rico y penetrantemente diverso. La fiel dictación, interpretación, juzgamiento y ejecución de las leyes en aras del bien común exige no solamente conocimiento de lo bueno y de lo malo, sino también una sabia comprensión de la creación, del desarrollo, las culturas, las instituciones, y de las múltiples potencialidades de las personas humanas. La presencia de un orden moral dado divinamente no implica que la diversidad entre leyes y sistemas jurídicos sea siempre algo lamentable. El derecho responde apropiadamente a las características y necesidades de las culturas en las que emerge. Lo anterior, sin embargo, está sujeto a límites y objetivos que se deben discernir con sabiduría y prudencia por las autoridades, comúnmente en consulta con aquellos a quienes sirven.

Caída, redención y consumación

Aunque fueron creados buenos, el mundo cayó en pecado por medio de la desobediencia de Adán (Génesis 3:1-20; Romanos 5:18). Como consecuencia y castigo debido al pecado original de la desobediencia humana al mandamiento divino, el desorden desplazó la armonía, y este desorden, que es parte de la historia universal humana, no es meramente externo a la persona humana (Génesis 3:17; Romanos 8:21). En palabras del Concilio Ecuménico Vaticano II (1965) “lo que la Revelación hace conocido para nosotros, es confirmado por nuestra propia experiencia. Pues cuando el hombre mira a su propio corazón, encuentra que es dirigido hacia lo que es malo y sumergido en muchas maldades que no pueden provenir de su buen creador” (GS 13.1).

Con la caída, vino la alienación humana de Dios, de la familia, del prójimo y del resto de la creación (Génesis 3). Los cristianos han estado en desacuerdo acerca de si el gobierno es una característica de la vida humana que hubiese existido si Adán no hubiese caído, pero la desorientación fundamental del corazón del hombre, provocada por el pecado original, claramente genera una necesidad de ley y gobierno para restringir la maldad por la fuerza y la amonestación. Sin la restricción y coordinación de la obra de la ley, las sociedades se desintegran y los poderosos se aprovechan de los débiles. No obstante, aunque las leyes justas y el buen gobierno son grandes bendiciones, no son remedios suficientes para la maldad humana. Estas son instituciones provisorias que preservan la paz y el orden en cuanto está pendiente la realización final de la victoria de Cristo sobre el pecado y los “principados y potestades” (Efesios 6:12).

Leyes justas y buen gobierno no son capaces de finalmente traer estabilidad y paz definitiva. Como lo dejan en claro la muerte y la resurrección de Cristo, la alienación de Dios, de la familia, del prójimo y de la creación, que son la consecuencia de la rebelión humana contra Dios, se encuentran más allá de la capacidad de las instituciones humanas para ponerles remedio. Naciones se alzan y caen, prosperan y declinan; no pueden en última instancia asegurar sus propios futuros de cara a circunstancias imprevistas, enemigos externos o decadencia interna. La desorientación traída por el pecado acecha por igual a quienes confeccionan leyes, dictan juicios y administran las cuestiones de estado, y la historia enseña que los gobiernos que no respetan estos límites con rapidez se vuelven opresivos.

Incluso así, la caída no frustró ni acabó con el plan de Dios para su creación. El buen Creador no deja sus creaturas solas en el desierto de su estado caído. Sino que, al dar a su único Hijo como sacrificio por el pecado, Dios busca reconciliar la humanidad consigo mismo: “De tal manera amó Dios el mundo, que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel que cree en Él, no se pierda mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Y como Dios no dejó a sus creaturas para recibir su justo merecido, igualmente no abandonó a su hijo, sino que lo resucitó de entre los muertos y “lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Filipenses 2:9).

Jesús comenzó su ministerio terreno proclamando la inauguración del reino de Dios, el nuevo pacto, que deja de lado el pacto mosaico y la teocracia de Israel (Lucas 22:20; Gálatas 3:19, 23-25; Hebreos 8:13), a favor de un reino en el que no hay ni “judío ni griego, … esclavo ni libre, hombre (ni) mujer” (Gálatas 3:28). Aunque se llamó rey a sí mismo, y establecerá su poder como el Juez final de todos en el juicio final (Mateo 25:31), insistió en que su reino no era “de este mundo”, mundo cuya forma presente alguna vez pasará (Juan 18:36; 1 Corintios 7:29-31). Aunque Cristo declaró en su ascensión que le fue dada toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mateo 28:17), los apóstoles enseñaron que, hasta la final consumación en el regreso de Cristo el Reino de Dios sería expandido no por la fuerza sino por la “locura de la predicación” (1 Corintios 1:21), y que los cristianos no tendrían un hogar definitivo en este mundo (Filipenses 3:20; Hebreos 11:10, 14-16; 13:14).

Mientras nuestras respectivas tradiciones afirman la narrativa fundamental del evangelio en términos de creación, caída, redención y consumación de la manera antes establecida, diferimos en nuestra comprensión de aspectos significativos de estos eventos y respecto de su importancia para el Derecho y el gobierno humano. En su comprensión de la creación, el pensamiento de la Reforma tiende a enfatizar la revelación de Dios de sí mismo y su voluntad en Cristo y en las Sagradas Escrituras y la importancia de la responsabilidad humana frente a la palabra de Dios. Los católicos han enfatizado la participación humana en la sabiduría divina, su participación en virtud de su inteligencia creada en el orden divino y providencial. En su comprensión de las consecuencias de la caída, el pensamiento de la Reforma ha enfatizado fuertemente la pérdida de la libertad moral y de la capacidad de discernimiento moral; en general, esto ha fomentado una comprensión más negativa y restringida de las aspiraciones del orden político, y un sentido más fuerte de la indispensabilidad de las Escrituras para la deliberación moral (2 Timoteo 3:16-17). Los católicos, por otro lado, han enfatizado la suficiencia de la gracia para restaurar la naturaleza humana caída (2 Corintios 12:9) y esto a su vez ha fomentado una más ambiciosa evaluación de los fines propios del orden político. Las aspiraciones de los católicos respecto del orden político se ha ido conformando también por la tradición sagrada, en la cual la Escritura debe ser interpretada autoritativamente por la Iglesia.

Estas tensiones han llevado a los teóricos cristianos occidentales del derecho y la política a ofrecer un buen número de diferentes interpretaciones de las aspiraciones apropiadas para el gobierno humano en un mundo caído. Una reacción que se asocia con la reforma radical (por ejemplo, con los anabautistas), ha sido considerar las instituciones jurídicas y políticas como instancias profundamente pervertidas, lugares de los principados y potestades demoníacos, participación en los cuales debería ser, en general, de poco interés para los creyentes cristianos. Otra reacción asociada principalmente con la reforma magisterial (luteranos y calvinistas), ha sido un poco más positiva. En esta perspectiva, las estructuras políticas y jurídicas humanas son un arma de doble filo. Por un lado, la estabilidad política facilita la predicación del evangelio y permite a los seres humanos vivir sus vidas en paz. La participación en dicho gobierno no es pecado, sino una valiosa vocación humana. Sin embargo, el irremediable pecado humano aconseja la construcción de marcos institucionales que intenten reducir el poder de los gobiernos. En la misma línea, la visión denominada de “dos reinos” ha enfatizado el rol provisorio de la ley y el gobierno humanos en la era entre la resurrección de Cristo y la final consumación de su reinado. Hay, como enseñó Jesús, dos reinos en el mundo entre el presente y su venida – el de César y el de Dios. El estado secular es una institución provisoria incapaz de entregar la sanidad completa y la justicia que el mundo requiere. Olvidar esta circunstancia nos pone en el peligro de tratar de iniciar una falsa utopía en el nombre de Cristo.

Finalmente, la tradición católica, y la mayor parte de la tradición calvinista han tendido a ser un poco más optimistas acerca de la capacidad de los cristianos de construir e influir en las estructuras políticas y jurídicas para mejor, asumiendo que la redención ganada por Cristo en la cruz y la resurrección, buscaba afectar no sólo la salvación individual, sino también una liberación cultural y social del pecado; esa sería la misión de la iglesia, buscar esta redención tanto en su dimensión individual como cultural.

Es justo decir, en todo caso, que en cada una de estas reacciones –anabautistas, luteranas, calvinistas, católicas– hay tanto una dimensión de un “ahora” y como de un “todavía no”; hay una firme esperanza en que la muerte, resurrección y reino de Cristo afectarán las estructuras políticas aquí y ahora, junto con la comprensión de que la justicia en nuestras vidas sólo será plena y finalmente realizada cuando los dos reinos sean fusionados en el reinado personal de Cristo en el último día.

En los reformadores radicales, la dimensión del “ahora” es representada en la nueva sociedad política encarnada en la iglesia. En los reformadores magisteriales, la dimensión del “ahora” es reflejada en la iglesia y también, en cierto grado, en las estructuras políticas que proveen un contexto de relativa paz y justicia. En los círculos cristianos que son más optimistas acerca de las perspectivas de hacer eficaz la victoria de Cristo en este mundo, antes de Su retorno, la dimensión del “ahora” es vista no sólo en la iglesia como una sociedad política separada, sino en la sociedad política en general. De esto se sigue que la dimensión del “todavía no” en las estructuras de poder mundano aparezca mayor en la reforma radical y juegue un rol significativo en la teoría política de la reforma magisterial. Incluso entre aquellos que son más optimistas acerca de las capacidades del gobierno, sigue existiendo sin embargo, un reconocimiento de que el trabajo no puede ser completado a través de la acción humana por sí sola, sino que requiere la liberación de Cristo, el deseado de las naciones.

Autoridad: social y política

No existe entonces, un reporte cristiano uniforme de las aspiraciones apropiadas respecto de la autoridad políticas. Con pocas excepciones, sin embargo, los cristianos se han unido en la afirmación de que la autoridad política es, al menos después de la caída, una bendición. La autoridad gubernamental es ordenada por Dios (Romanos 13:1-4), y establecida para el beneficio de la humanidad con el propósito de castigar a los malvados y premiar a los que obran el bien (1 Pedro 2:14). Como resultado de ello, el gobierno humano y el ser gobernado por otros humanos no es por sí mismo un mal. A través de los siglos, sin embargo, el pensamiento cristiano sobre el gobierno se ha hecho eco una y otra vez de la enseñanza de san Agustín, según la cual Cristo es el “fundador y gobernante” de la única, verdadera y definitiva República, que es la Ciudad de Dios en el cielo (Civitas Dei 2, 21). Las reglas terrenales en la era presente son pues, provisionales y temporales y, debido a que se llevan a cabo por seres humanos caídos, están destinadas a ser un arma de doble filo. El mensaje bíblico es inequívoco a propósito de que la marca distintiva del ejercicio de la autoridad, es que es, como Cristo mismo, sirva todos. “Sabéis que los que son reconocidos como gobernantes entre las naciones se enseñorean de ellas y que los grandes ejercen autoridad entre ellos. Pero entre vosotros no será así. El que quiera ser grande entre vosotros servirá al resto, el que quiera ser el primero será esclavo de todos (Marcos 10:42-44, ver también Mateo 20:24-28, Lucas 22:24-27). En el orden socio-político, la autoridad gobernante debe ser expresada en actos de servicio (Mateo 20:28).

El mensaje bíblico es menos evidente en relación con las formas específicas que pueda tomar el orden sociopolítico, y las reflexiones cristianas sobre esto han sido variadas, fructíferas y sensibles a los cambios de condiciones. Un importante punto de acuerdo ha sido que, en toda sociedad ordenada razonablemente, hay autoridades plurales que operan en diferentes esferas, autoridades subordinadas que deben ser respetadas por aquellos que ejercen la autoridad política. La primera cuestión relacionada con la forma del orden social, ha sido la deferencia debida por los gobernantes políticos a la iglesia –reflejada en los derechos de las iglesias de gobernarse a sí mismas y el respeto a la libertad de conciencia en cuestiones espirituales. Si bien tanto la iglesia como la conciencia individual se establecen como límites a las aspiraciones de la autoridad política, en nuestros propios días los derechos de las iglesias no han sido reconocidos con la misma claridad que los derechos de la conciencia individual.

Otros límites a la autoridad gubernamental se encuentran en el matrimonio y la familia. Los cristianos comprenden el matrimonio y la familia como formas sociales naturales que el estado no inventa ni reinventa, aunque pueda reconocerlas y regularlas de las formas apropiadas. Otras formas sociales también son reconocidas por los cristianos como operando en los límites de la autoridad gubernamental. Mientras corrientes centrales de la tradición liberal levantan al individuo aislado contra el poder gobernante, los cristianos en general han coincidido en que junto a la iglesia y la familia el estado también debe respetar y abstenerse de absorber a otros grupos y asociaciones, a veces designados como cuerpos intermedios, unidades tales como los sindicatos, asociaciones cívicas no gubernamentales, fraternidades, universidades, gremios, y otros por el estilo. Si bien se dice de estas instituciones que median, sería incorrecto verlas como secundarias o meramente como instrumentos para limitar el poder estatal. Los cristianos prevemos que un estado justo va a respetar y promover un sano pluralismo de formas sociales, con derecho a existir y operar (asumiendo la dignidad de las tareas que asuman), pues es en estas instituciones que los hombres, las mujeres y los niños son formados y florecen.

Evangélicos y católicos nos separamos en alguna medida cuando se trata de especificar el papel del estado en una sociedad compuesta por una pluralidad de sociedades. En el pensamiento social católico el compromiso con el pluralismo se expresa en términos de subsidiariedad, solidaridad y bien común. El concepto de subsidiariedad tiene un parecido nada de superficial con el concepto reformado de “soberanía de las esferas”, según el cual las esferas sociales gozan de autonomía sustantiva no por concesión del estado, sino por derecho dado por Dios. El principio de subsidiariedad y el de soberanía de las esferas coinciden en considerar que cuando hay asistencia de una esfera a otra, esto debe darse de un modo que respete dicha autonomía y la autoridad respectiva de cada esfera. Así, por ejemplo, las familias vulnerables no deben ser asistidas de un modo que las lleve a ser absorbidas por el estado ni por la iglesia, sino de un modo que las asista levantándolas. Con todo, estos dos conceptos están en cierta tensión.

En algunas teorías en las que uno se encuentra con el concepto de subsidiariedad (por ejemplo, en discusiones sobre el federalismo europeo o norteamericano), la subsidiariedad muchas veces opera como una política de devolución, aconsejando que las actividades sociales deben ser realizadas al nivel más bajo o local en el que puedan ser llevadas a cabo con éxito. Pero en el pensamiento social católico la noción de subsidiariedad no implica una determinada política. Más bien es un principio según el cual las funciones sociales deben ser realizadas en su nivel propio, esto es, en el nivel que les fue asignado por la creación, por un decreto divino, o por un juicio humano autorizado. Este principio, que no nació pero sí se desarrolló por el enfrentamiento con el creciente monopolio estatal, enseña que el trabajo relacionado con la familia se ha de dar precisamente en la familia, no por ser ella un lugar más pequeño, sino precisamente porque por naturaleza y diseño divino es ahí donde debe darse. Estrechamente relacionado con esto se encuentra el principio de solidaridad. Aunque con frecuencia, y con razón, se le relaciona con las enseñanzas de Juan Pablo II, este principio es una reformulación y aplicación moderna de ideas más tempranas respecto de la sociabilidad de la personas humana. En efecto, la subsidiariedad es ella misma el principio por el cual se respeta y, cuando es necesario, asiste, las sociedades y comunidades en las que la sociabilidad natural de la persona humana se desarrolla y crece por la solidaridad respecto de otros. En otras palabras, lo que la subsidiariedad respeta y protege es la solidaridad que es el fin y condición de las comunidades humanas. La solidaridad, por su parte, no consiste en un vínculo débil o superficial entre las personas. En ella puede estar incluido lo que teorías más antiguas designaban como amistad, pero ella no designa solo un tipo de relación. La solidaridad es la multitud de las relaciones que mantienen unida a una sociedad o comunidad particular, promoviendo el bien común de sus miembros.

Lo que afirma el pensamiento social católico en este ámbito muchas veces es sintetizado en términos de la prioridad del bien común. Sociedades tales como la familia, la iglesia  incluso la comunidad política ofrecen ciertos bienes comunes a quienes participan de ellas, bienes que no es posible adquirir en la diáspora. Participar de una familia es participar de cierto bien que se pierde y que no puede ser repartido si la familia se divide. Lo que le da prioridad al bien común es el ser bien común a todos los miembros. Nadie florece por sí solo y, de igual manera, nadie florece tampoco en una sola sociedad, tampoco en la sola sociedad política. La natural sociabilidad humana se traduce en un sinnúmero de sociedades, cada una de las cuales confiere un tipo específico de bien común a sus participantes. En el contexto de un sano pluralismo como el que afirmamos, cada una de estas sociedades apuntará a la realización de su propio bien común, al mismo tiempo que refieren su acción conjunta a los bienes comunes de otras sociedades.

Cada sociedad, dado que no puede esperar que el actuar en dirección a su bien común sea espontáneo y unánime, debe incluir el ejercicio de autoridad. Según la explicación católica, es la autoridad la que coordina dicha acción común. Tal como hemos afirmado, toda autoridad rectora proviene de Dios (Romanos 13:1). El fin y límite de tal autoridad siempre será el bien común, sea que se trate del de la iglesia, de la familia, de otras sociedades, o del de la comunidad política.

Si bien afirmamos juntos que la vida en varios tipos de comunidades es un aspecto esencial de lo que significa ser humano, y que en consecuencia la ontología política se extiende más allá de las categorías del estado y del individuo, muchos evangélicos han manifestado cierta resistencia a conferir al estado un significativo papel directivo y han manifestado su preocupación por la posibilidad de que la idea de solidaridad con demasiada facilidad inclinaría la balanza hacia ideologías fundamentalmente opuestas al pluralismo. Tres aspectos distintivos del pensamiento de la Reforma suelen ser mencionados en este contexto. En primer lugar, la prioridad conceptual que corresponde dar a los propósitos de Dios en relación con nuestra común naturaleza humana y el correspondiente énfasis que puede convenir dar a la inmediatez y a la directa dependencia del individuo respecto de Dios y sus mandamientos. En segundo lugar, el lugar ocupado por una robusta concepción del pecado, que enfatiza nuestra carencia de libertad e integridad morales suficientes. En tercer lugar, el énfasis en la iglesia como lugar primario de renovación. Estos puntos de partida han llevado a los evangélicos a cuestionar en qué medida, después de la caída, sea posible reconciliar la realidad del conflicto humano con la armonía de propósito y función que suele estar implícita en algunas explicaciones del principio de subsidiariedad. De modo similar, la realidad de la vida política tras la caída ha llevado a los evangélicos a cuestionar que sea deseable que el estado asuma el papel de dirigir (por medio de la fuerza, si es necesario) a los ciudadanos a una concepción robusta del bien común, la que en cada caso particular muy probablemente reflejará los falsos dioses de esa comunidad (o los de quienes la dirigen). En su mayor parte, por tanto, los evangélicos han preferido hablar en términos de sociedad civil en lugar de hablar en términos de comunidad política, y han favorecido para el gobierno un papel facilitador y jurídico más que directivo. Con todo, describir al gobierno como “jurídico” y “facilitador” no implica que deba permanecer indeciso o débil de cara a la injusticia.

La justicia

El Señor se revela a sí mismo como un Dios que ama la justicia (Salmo 33:5; 37:28), y llama a los que le pertenecen a buscar la justicia (Isaías 1:17), a establecer la justicia (Amos 5:15), y a clamar contra la injusticia (Proverbios 31:8-9; Isaías 58:6). En una ocasión, Jesús exclama “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia” (Lucas 18:7-8). Aunque la Biblia tiene mucho que decir respecto de lo implicado en la justicia, no nos ofrece una explicación conceptual de la misma, y no hay una comprensión de la justicia que resulte hoy uniformemente convincente entre los cristianos. Con todo, afirmamos que la justicia no es una mera construcción humana, que en último término hay justicia al cumplirse la voluntad de Dios e injusticia cuando ello no ocurre. Es más, el Dios que ama la justicia está siempre presente y siempre será el Juez último de la justicia llevada a cabo por los individuos y las comunidades. La justicia humana, por tanto, nunca es autónoma; los gobernantes y los que juzgan en este mundo –todos los hombres, en efecto- tendrán que rendir cuentas ante el trono de juicio de Dios (2 de Corintios 5:10). Los hombres debemos buscar la justicia. Aunque los criterios básicos de justicia están “escritos en el corazón” (Romanos 2:15), tendemos a “suprimir la verdad” (Romanos 1:18). A menos que estemos buscando la justicia, los que podríamos vernos beneficiados por condiciones injustas estaremos tentados a “llamar al mal bien y al bien mal” (Isaías 5:20). Como aquéllos de los que habló Isaías, tenemos que “dejar de hacer el mal” y “aprender a hacer el bien” (Isaías 16:17), dejando que se transformen nuestras mentes para discernir la voluntad de Dios (Romanos 12:2).

Debemos establecer justicia. Una sociedad justa requiere que sus desgracias puedan ser sometidas a un proceso accesible (Amos 5:15, 24). Requiere leyes justas (Isaías 10:1-2), y jueces que apliquen esas leyes de modo imparcial (Deuteronomio 16:18-20; Miqueas 7:3, Isaías 59:4).

Debemos hacer justicia. Aunque los mandatos bíblicos a hacer justicia frecuentemente se dirigen de modo implícito a quienes dirigen la comunidad, la justicia es obligación no solo de la autoridad política (Miqueas 6:8). De todos se espera que hagan justicia en su trato con otros. Ella es responsabilidad de la comunidad, y no solo del gobierno. Instituciones que funcionan son, por tanto, una condición necesaria pero no suficiente para la existencia de la justicia, la que en su base sigue siendo un asunto de acción humana y no solo una función del diseño institucional impersonal, como si por un set adecuado de “estructuras” se pudiese implementar permanente justicia.

No resulta accidental que la preocupación por los pobres y vulnerables figure de modo prominente en la discusión cristiana sobre la justicia, tanto en la Biblia como en la tradición posterior. En efecto, tras la caída la condición humana es ser pobre y vulnerable, necesitados de liberación del pecado y la muerte y, al mismo tiempo, incapaces de llevar a cabo tal liberación. La respuesta de Jesús a nuestra pobreza espiritual es dirigirnos a la pobreza de otros: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos (2 de Corintios 8:9). Del mismo modo, los cristianos que administran justicia deben hacerlo con conciencia de la misericordia que han recibido en Cristo. Como mínimo, esto significa cultivar la propia vocación en un espíritu de humildad y misericordia. Además, las Escrituras identifican a los materialmente más vulnerables de la sociedad –pobres, viudas, huérfanos y extranjeros- como objeto especial del amor de Dios. En el sermón inaugural de Jesús, citando a Isaías, se presenta como alguien que ha venido “para dar buenas nuevas a los pobres… pregonar libertad a los cautivos… a poner en libertad a los oprimidos (Lucas 4:17-21, citando Isaías 61:1-2).

Ninguna declaración como la presente estaría completa sin afirmar que la búsqueda de justicia muchas veces, y sobre todo en el mundo contemporáneo, es formulada en términos de derechos. Por cerca de un milenio los cristianos han reflexionado de diversos modos respecto de los derechos de grupos e individuos. Tales reflexiones tocan aspectos profundos de la teología y la filosofía, y con frecuencia involucran profundos desacuerdos. Hoy los derechos humanos son la lingua franca del discurso moral internacional que se encuentra en la base de las peticiones de justicia. Desde la promulgación de la Declaración Internacional de Derechos Humanos en 1948 y las muchas declaraciones que la siguen, tales derechos de personas y grupos resuenan liberados de la complejidad teórica y el matiz. Estas importantes declaraciones y las consiguientes deliberaciones respecto de su significado no han desembocado en un mundo de justicia. En efecto, grandes males se han amparado en el lenguaje de los derechos humanos. Hay razones para creer, sin embargo, que la mayor dedicación a la causa de los derechos humanos ha contribuido a asegurar, muchas veces de un modo que se incorpora en la ley, condiciones de justicia para un mayor número de personas.

Si bien evangélicos y católicos están dedicados a hacer justicia a toda clase de personas e individuos, muchas veces se dividen, en diversas maneras, respecto de si es útil o siquiera preciso plantear y responder las cuestiones de justicia en términos de derechos. La Iglesia Católica ha tendido cada vez más a enseñar en términos de derechos humanos y de grupos, y la mayoría de los teóricos y activistas católicos están de acuerdo con esta enseñanza, si bien con alguna disidencia. La adhesión de los evangélicos al lenguaje de derechos, en cambio, sigue siendo ambivalente. Si bien el pensamiento de la Reforma desempeñó un papel importante en el desarrollo del discurso sobre los derechos humanos, y si bien un número importante de evangélicos adhiere al lenguaje de derechos, contribuyendo al trabajo de las ONG dedicadas a la materia, muchos evangélicos (tal como algunos católicos) mantienen su preocupación por el modo en que la proliferación del lenguaje de derechos puede minar la dignidad humana y el discurso político.

Al margen de cuál sea el rango y la fuerza de nuestra respectiva adhesión al uso del lenguaje de derechos humanos, afirmamos que la justicia implica respeto por la igual dignidad de cada persona, desde su concepción hasta su muerte natural, respeto por la integridad del matrimonio y la familia, por la libertad de conciencia, por la libertad de la iglesia, por la libertad de expresión y reunión, por la libertad de asociación y organización, por la libertad de las instituciones intermedias. No estamos sugiriendo que con eso se agote lo implicado por la justicia, solo que éstos son requisitos necesarios. También consideramos que tales requisitos se concretarán de modo distinto en diversas circunstancias. Muchas veces, aunque no siempre, se requerirá que se encarnen en la ley.

La ley

La ley, que es lo que principalmente nos ocupa en esta declaración, es el medio principal por el que la autoridad política ejerce la jurisdicción que le ha sido ordenada por Dios, y cuyo fin es la justicia. La más influyente explicación cristiana de la naturaleza de la ley sigue siendo aquella que relaciona la ley humana con una ley natural, tal como lo articularon Tomás de Aquino y otros. Tal concepción de la ley sigue gozando de aceptación amplia y creciente, si bien no indiferenciada, en distintas tradiciones cristianas. Ella reconoce el papel de la autoridad política en la tarea legislativa y respeta también el lugar de la costumbres, del ius gentium y de las leyes de comunidades religiosas particulares, como el derecho canónico.

Tomás de Aquino es célebre por haber defendido la ley como una ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad. En contraposición, entonces, con las modernas teorías positivistas de la ley, la tradicional concepción de la ley natural enseña que la ley no es un mero mandato, sino que es una ordenación de la razón, formada por aquello que el bien común exija, no solo por las preferencias o el gusto del que preside. Tales exigencias son exigencias de justicia. Otro punto de contraste con la concepción positivista es que la definición de Tomás de Aquino no considera la coerción como una parte esencial de la ley, aunque ciertamente anticipa que a veces ésta será necesaria y justificada. La concepción tradicional entiende así que la ley es fundamentalmente una apelación a la razón y a la bondad, de modo que la coerción y el castigo aparecen recién ante el fracaso de tal apelación.

Finalmente, es también común el entender la tarea legislativa como la de especificar o dar contenido determinado a leyes más altas como la natural. La ley natural, por su parte, tradicionalmente es entendida como la ley divina en tanto infundida en la mente humana por Dios, ordenando a la persona humana a buscar el bien y evitar el mal. Según la concepción tradicional, entonces, la tarea legislativa es entendida como algo que es posibilitado y a la vez medido por una ley superior que es genuinamente divina aunque a la vez tenida y conocida de modo natural. A la luz de eso, resulta especialmente apropiado referir a la dignidad de la ley humana y así a la dignidad de los juicios alcanzados en conformidad con ella. Por lo mismo, la tradición enfatiza la indispensabilidad de que legisladores y jueces posean y ejerciten la prudencia requerida por sus funciones.

La idea de una ley natural fue resistida por muchos protestantes, sobre todo a lo largo del siglo XX, quienes apuntaban a que la corrupción humana tras la caída afecta tanto la capacidad humana como su inclinación a discernir y aplicar la verdad moral. Con todo, muchos de los tempranos reformadores de las tradiciones calvinista y luterana afirmaron la existencia de tal ley natural, sosteniendo que si bien de modo disminuido, la capacidad moral de los hombres permanece suficientemente intacta como para que siguiesen siendo conocidos los preceptos básicos de bien y mal, al menos en relación con los limitados juicios que son provincia de las autoridades civiles. Hecha esa precisión, es sin embargo justo reconocer que la tradición protestante ha sido más reticente respecto de la idea de ley natural que la católica. Algunas de las razones para tal reticencia se encuentran en la precariedad con que tales preceptos de la ley natural son reconocidos o aplicados por gobernantes en el mundo real, en el riesgo de revestir de cierta autoridad divina las propias normas culturales que median nuestro acceso a la ley natural, así como en el desafío que algunas enseñanzas de Jesús parecen poner a las comprensiones convencionales de la moralidad.

Con todo esto en mente, afirmamos juntos que la ley humana debe aspirar a las cualidades especificadas en la definición tradicional: debe ser un acto de la razón en conformidad con la ley moral de Dios, tal como está escrita en el corazón de los hombres y revelada en la Biblia (Romanos 2:14-16). Sus contenidos deben estar formados por el bien común y deben servirlo. Afirmamos, asimismo, que la mayor parte de la ley humana es resultado de la determinación y especificación humanas, no una implementación directa de una ley natural o revelada. La esencial conexión con la razón exige que las autoridades hagan juicios legales y legislativos que sean compatibles con la ley de Dios, que estén en servicio de la comunidad en lugar del provecho propio, que empleen una prudencia informada por la comprensión de la operación de la ley, de los procesos legales y del contexto de hecho en el que sus juicios operarán. Si bien la ley inevitablemente desempeña un papel en ayudar a hombres y mujeres a vivir vidas moralmente valiosas, excede la competencia de la el exigir cada virtud o prohibir cada vicio. La efectividad de la ley humana depende de que sea apta para la comunidad particular para la cual es promulgada.

Reconocemos como un fenómeno regular que las leyes y los juicios legales no llegan a cumplir con tales expectativas, y que nunca las cumplen a cabalidad. Como abogados y profesores de derecho, aspiramos a enseñar, escribir y servir con miras a que tales juicios puedan mejorar, a que se sirva la causa de la justicia, y a que Dios sea glorificado.

 

Conclusión

 

Ofrecemos esta declaración en la esperanza de que estimule la conversación dentro de nuestras comunidades y que genere discusión en el mundo cristiano y más allá del mismo. En último término, esperamos que este documento pueda influenciar la ley para bien y nuestro mundo se vuelva así más justo.

 

Colaboradores

 

Evangélicos

 

Barbara Armacost

Profesora de Derecho

Universidad de Virginia

 

Thomas C. Berg

Profesor de Derecho y Políticas Públicas

Universidad Santo Tomás (Minnesota)

 

William C. Brewbaker III (redactor principal)

Profesor de Derecho

Universidad de Alabama

 

Robert F. Cochran Jr.

Profesor de Derecho

Universidad Pepperdine

 

Zachery R. Calo

Profesor de Derecho

Universidad de Valparaíso (Indiana)

 

Os Guinness

Trinity Forum

 

Timothy Hall

Rector

Universidad Austin Peay

 

Sarah Howard Jenkens-Hobbs

Profesora de Derecho

Universidad de Arkansas

 

Dayna Matthew

Profesora de Derecho

Universidad de Colorado

 

John Copeland

Profesor de Derecho

Universidad de Notre Dame

 

Mark Osler

Profesor de Derecho

Universidad Santo Tomás (Minnesota)

 

Michael Schutt

Profesor Asociado

Universidad Regent

 

David Skeel

Profesor de Derecho

Universidad de Pennsylvania

 

David Smolin

Profesor de Derecho

Universidad Samford

 

Católicos

 

Helen M. Alvare

Profesora de Derecho

Universidad Georg Mason

 

John M. Green

Profesor de Derecho

Universidad Loyola

 

Patrick M. Brennan (redactor principal)

Profesor de Derecho

Universidad Villanova

 

Margaret F. Brinig

Profesora de Derecho

Universidad de Notre Dame

 

Richard W. Garnett

Profesor de Derecho

Universidad de Notre Dame

 

Robert P. George

Profesor de Derecho

Universidad de Princeton

 

Russell Hittinger

Profesor de Derecho

Universidad de Tulsa

 

Kevin P. Lee

Profesor de Derecho

Universidad Campbell

 

Michael Moreland

Profesor de Derecho

Universidad Villanova

 

Robert J. Pushaw

Profesor de Derecho

Universidad Pepperdine

 

Michael A. Scaperlanda

Profesor de Derecho

Universidad de Oklahoma

 

Elizabeth R. Schiltz

Profesora de Derecho

Universidad Santo Tomás

 

O. Carter Snead

Profesor de Derecho

Universidad de Notre Dame

 

Robert K. Vischer

Profesor de Derecho

Universidad Santo Tomás

 

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Publicado originalmente en el Journal of Christian Legal Thought y el Journal of Catholic Social Thought. Traducido con autorización. Traducción de Patricio Martínez y Manfred Svensson.

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