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Evangélicos y Política: Breve Ensayo de Sociología Comparada

Con el fin de dar orden analítico al debate en torno a la secularización, el destacado sociólogo José Casanova reconoce al menos tres aspectos en que este fenómeno se manifiesta en el mundo moderno. En primer lugar, a través del declive generalizado de las prácticas y creencias religiosas entre los individuos. De acuerdo con esta trayectoria, la secularización está asociada a un proceso irreversible de pérdida de la conciencia religiosa que culminaría con la virtual desaparición de la religión. En este sentido, se afirma que en sociedades donde se han alcanzado altos índices de desarrollo y bienestar económico, la idea de Dios o de Iglesia se vuelven irrelevantes para la vida y convivencia social.

Un segundo sentido en el que habitualmente se ha utilizado el término secularización, es para describir el proceso mediante el cual las instituciones públicas dejan de estar fundadas religiosamente. Emerge así, la esfera de “lo secular” de manera autónoma y emancipándose de la esfera de “lo religioso”. El Estado diluye toda referencia religiosa y se neutraliza frente a la multiplicidad de credos y modos de vida.

Finalmente, la idea de secularización asociada a la progresiva “privatización de la fe”, trayectoria que se vería asociada al retroceso de los contenidos religiosos en el espacio público. Frente al avance sostenido del discurso secular, los individuos que sostienen convicciones religiosas se verían en la obligación de reducirlas al espacio de lo doméstico, único lugar admisible para su mantención y práctica.
Entender los tres niveles en los que se manifiesta la secularización, ayuda a comprender de mejor manera el sentido en que ellas configuran el panorama religioso en su interacción con la policía.

Tanto la tesis del declive de la fe como de la privatización de la misma han sido sometidas a un intenso criticismo en los círculos intelectuales contemporáneos. En un panorama de resurgimiento global de la fe, autores como Peter Berger prefieren referirse a nuestro tiempo como un periodo de “desecularización”. En efecto, hoy asistimos a un escenario en el que simultáneamente se experimentan fenómenos de avivamientos y revitalización de la religiosidad: la expansión del islam en Europa, el crecimiento pentecostal en Asia, el resurgimiento de la iglesia ortodoxa en Rusia, son sólo algunos de los ejemplos que demuestran una fe que lejos de desaparecer se ha visto vivificada.

Ahora bien, al volver sobre la cuestión de la privatización de la fe, el análisis se vuelve un poco más complejo. Si en algún momento se configuró un proceso de repliegue de las comunidades religiosas a la esfera privada, lo cierto es que hoy asistimos a su resuelto retorno a la esfera pública, ciertamente no con connotaciones favorables. La privatización forzada y la pérdida de funciones sociales que en otro tiempo monopolizó la religión, han producido una forma de religiosidad moderna altamente radicalizada y politizada. Ya sea la ultra-ortodoxia judía en Israel, el wahabismo islámico saudí, el fundamentalismo protestante en Estados Unidos o el tradicionalismo católico, lo cierto es que la religión moderna se ha lanzado resueltamente a una conquista de lo político.

Pero, ¿cómo se configura este proceso en América Latina? ¿Tiene lugar en la región la emergencia de esta religión global-radical? Para responder a estas preguntas se debe tener en consideración que, a diferencia de otras regiones que experimentaron procesos de modernización más virulentos y vinculados con la mentalidad ilustrada e iluminista, América Latina no conoció la secularización ni en su sentido de declive religioso ni de privatización. La fe viva y contundente de cientos de comunidades a lo largo del continente, mantuvo elevados niveles de religiosidad que ayudaron a deslegitimar, hasta cierto punto, los intentos por empujar la fe a los marcos del mundo privado. La religión se mantuvo así, activa en la masividad de la religiosidad popular, tanto en su versión católica como pentecostal.

Sólo la diferenciación de las esferas tuvo un impacto real en América Latina, sobre todo a principios del siglo XX, cuando las repúblicas latinoamericanas consolidaron la separación Iglesia y Estado. Con todo, recientemente se ha estructurado en el escenario político una profunda tradición secularista, cuya pretensión ya no descansa, como en sus predecesoras, en la consolidación de la diferenciación funcional de las esferas, sino que en la búsqueda activa de la desactivación del discurso religioso en la esfera pública. La reacción, tal como lo expresa brillantemente el sociólogo Jean Pierre Bastián, no se ha hecho esperar:

“la fragmentación de los actores, que debería conducir a la privatización, en América Latina produce más bien una incursión decidida de lo religioso dentro de la esfera pública, cuyo rasgo más notable es la confesionalización de la política a través de la integración de decenas de pequeños partidos políticos evangélicos en todos los países de la región” (Bastián, 2007: 169)

Esta idea es central para entender el panorama político-religioso actual del protestantismo latinoamericano. La privatización forzada en un contexto que no experimentó los rigores de la secularización europea ha producido una serie de trastornos y problemáticas que van desde la confesionalización de las iniciativas políticas, hasta el aterrizaje de debates y problemáticas políticas ajenas al contexto y que, al entremezclarse con la cultura cívica local, producen nuevas problemáticas. A continuación, se presenta una sucinta comparación sociológica entre la actitud protestante frente a la privatización de la fe en dos contextos: el norteamericano y el chileno.

1. Protestantismo conservador.

Definir el protestantismo conservador es una tarea en extremo difícil, dada la multiplicidad de denominaciones y tradiciones internas que lo componen. No obstante, desde una perspectiva sociológica, es posible diferenciar al menos dos grupos que se distinguen en su actitud frente a lo político: el fundamentalismo y el pentecostalismo. El primero, de larga data y focalizado en el mundo anglosajón, mientras que el segundo es un fenómeno más reciente y con fuerte auge en América Latina.

El fundamentalismo moderno tiene su punto de emergencia al interior del movimiento evangélico del siglo XIX. Luego de la guerra civil estadounidense, delicadas tensiones comenzaron a generar fricción al interior de las confesiones históricas producto de la aceptación del darwinismo y la alta crítica bíblica. El modernismo teológico había desarrollado una amplia pretensión por elevar la cristiandad a un nuevo estado más coherente con el desarrollo científico y las trasformaciones sociales. Fue de este modo que el modernismo teológico comenzó a negar la inspiración de las Escrituras y la veracidad de los milagros en ellas contenidos. Los conservadores resistieron el embate modernista hasta que las tensiones explotaron durante la Primera Guerra Mundial.

Los teólogos conservadores reafirmaron la autoridad de las Escrituras, la veracidad bíblica de los milagros y la salvación únicamente por medio de Jesucristo, como “fundamentales” de la fe cristiana. Fue de este modo que, en un principio, acogieron para sí mismos el apelativo de “fundamentalistas” con el fin de distinguirse de la crítica liberal y modernista. El quiebre modernista/fundamentalista se había consolidado, dividiendo internamente a cientos de denominaciones norteamericanas.

En la actualidad, el fundamentalismo enfatiza una estricta interpretación literal de la Biblia, una escatología dispensacionalista y pre-milenial, cierto cesasionismo histórico y una rigurosa separación del contexto “apóstata”. Políticamente, los fundamentalistas se han articulado en torno al partido republicano, construyendo dos facciones: primeramente, y un poco más minoritaria, el Tea-Party cuyas características principales son su tendencia libertaria y el ser contrario al control de armas. En segundo lugar, la Derecha Religiosa, igualmente libertaria en materias económicas, pero con un marcado énfasis en la moral pública conservadora. En este último grupo, el pastor Jerry Falwell tiene particular relevancia como actor político. En 1970 funda Mayoría Moral, movimiento que favoreció el triunfo de Ronald Reagan en 1980 y quebró definitivamente la tradición apolítica que había afectado al mundo evangélico estadounidense.
Los fieles de iglesias fundamentalistas en Norteamérica son, generalmente, menos educados que el promedio de la población. Su negativa al uso de métodos anticonceptivos les hace ser parte de extensas y numerosas familias. Por esta razón, tienen dificultades para costear la educación universitaria de sus hijos, aunque aun así se manifiestan contrarios a la intervención estatal en esta y otras materias económicas.

El fundamentalismo es un grupo políticamente organizado con una agenda y reivindicaciones claras. Articulados en torno a la Derecha Religiosa, han alcanzado conquistas importantes en el panorama electoral estadounidense. El año 2013, se impuso en las elecciones internas del partido republicano con el outsider mormón Mitt Rottmey aunque se desarticuló gravemente producto de la victoria de Donald Trump.

Las redes sociales que se tejen en torno al fundamentalismo son extensas. Cuentan con instituciones educativas, centros de estudio y otras organizaciones de la sociedad civil que, conforme a la tradición asociativa estadounidense, les permiten operar como agencias de lobby en el congreso. A pesar de su radicalismo, este grupo está fuertemente articulado políticamente, siendo capaz de movilizar “el voto evangélico” en torno a un candidato específico. En ese sentido, el fundamentalismo está imbuido en el sistema partidista norteamericano con el propósito de frenar la agenda liberalizadora y modernista en el país.

Con estos antecedentes, es posible afirmar que el fundamentalismo es la expresión más clara de la reacción frente a la privatización de la fe. Cuando los grupos religiosos son marginados y expulsados a los bordes del orden social, suelen adquirir formas neo-tradicionalistas cuyas manifestaciones devienen virulentas e impositivas.

El pentecostalismo, por su parte, siendo un fenómeno en apariencia similar al fundamentalismo, mantiene profundas diferencias tanto teológicas como políticas con él.
El pentecostalismo es un movimiento religioso global sin origen definido, aunque con raíces en la teología revaivalista. Surge simultáneamente en países como India, Estados Unidos y Chile. Con un fuerte énfasis en los dones del Espíritu Santo y las experiencias personales con Dios, los pentecostales difieren de las tradiciones fundamentalistas, de acuerdo con las cuales los dones de la profecía o las lenguas habrían cesado luego de la muerte del ultimo discípulo. Mientras los pentecostales creen en la vigencia de la profecía, los fundamentalistas ven en esto un desafío a la autoridad bíblica.

Los pentecostales se extendieron rápidamente por Latinoamérica gracias a su capacidad de hacer frente a los problemas derivados de la modernización capitalista. Alcoholismo, marginalidad, hacinamiento, delincuencia, fueron sólo algunas de las problemáticas frente a las cuales los pentecostales ofrecieron una comunidad de confort, amistad y desarrollo personal. En ese sentido, la tradición pentecostal tuvo su origen en una “cultura de la pobreza” muy extendida en las grandes urbes de la región.

Se estima que el 15% de la población total de Latinoamérica se declara evangélica o protestante, grupo de entre los cuales el 80% proviene de la tradición pentecostal. Antes de la explosión pentecostal, los grupos protestantes y evangélicos habían permanecido como minorías poco influyentes en Chile y el resto de la América hispana. Plegados a una cultura política liberal, vieron en la región un laboratorio para implementar la experiencia de la democracia y los valores de la libertad. Luchando contra el Estado confesional y vinculándose estrechamente a la masonería, las sociedades de ayuda mutua y los círculos espiritistas, estos primeros protestantes no tuvieron un impacto social significativo, a pesar de que en términos jurídicos hayan alcanzado algunas conquistas relevantes.

El pentecostalismo, en cambio, como un sub-producto de la modernización, fue capaz de interpelar a su contexto. En lugar de rechazar la identidad colonial y rural del continente, la acogió como una ventaja, resignificando algunos de sus símbolos más propios. Reprodujo así, al interior de sus congregaciones, el modelo de la hacienda colonial, reemplazando la figura del patrón por la del pastor. Esta relación clientelar, se organizó rápidamente en una base social con reivindicaciones corporativistas. Dada su posición históricamente marginalizada y minoritaria, las primeras incursiones políticas pentecostales se vincularon con una praxis política del reconocimiento, esto es, la búsqueda de una posición de privilegio similar a la de la Iglesia Católica.

Producto de lo anterior, el pentecostalismo no fue capaz de activar consideraciones políticas que se plasmaran en una narrativa. Las interminables luchas por recursos, feriados y financiamiento hicieron del pentecostalismo, una cultura altamente manipulable políticamente.
En un ejercicio de mesura, sin embargo, es necesario preguntarse si acaso esta forma de organización política es propia del pentecostalismo, o bien refiere a algún elemento común de América Latina. Siguiendo a Cousiño, sostengo que la cultura política de la región está sostenida por el regalismo. Frente a la primacía de la cultura oral, lo político se organiza en estas tierras, como el exceso de la palabra y el gasto. El quehacer político se basa así, en la retórica y en la capacidad de articular grandes discursos para enardecer a las masas. Sin embargo, la palabra por sí sola no es capaz de transformarse en un principio de legitimación política, menos aún si ella se reduce al carisma personal de un líder. Es en este sentido que la palabra se ve respaldada y afirmada por la figura del regalo o don paternalista. Los presentes son el modo en que el líder político latinoamericano construye legitimidad y lealtad política. La administración de privilegios y beneficios lo mantiene en el poder y le atribuye una bondad inconmensurable a ojos de su pueblo.

El regalismo tiene su apogeo en el fenómeno político del populismo, cuyos elementos distintivos se manifiestan en una primacía de la presencia y la oralidad, sumado al gasto suntuario a través de políticas sociales. Se configura así, una praxis política del regalismo en el que la idea de Estado se hace sostenible en la medida que reporta beneficios y prebendas perdurables.
En la comunidad pentecostal, la figura del pastor no dista mucho del regalismo político. Su legitimidad está sujeta a su capacidad de hacer presencia y administrar dones milagrosos a la comunidad. El creyente pentecostal, tanto como el ciudadano latinoamericano, manifiestan interés en la medida en que reciben beneficios directos y personales de dicha participación.
Llegado este punto, nos encontramos, entonces, frente a dos formas en las que la fe evangélica y protestante se organiza políticamente. Por un lado, el fundamentalismo protestante cuyo acento en la moral sexual y el rol discreto que le otorga al Estado, se contrapone a la praxis pentecostal intermitente, disruptiva y centrada en los beneficios corporativos. La pregunta que se asoma a continuación es: ¿son estas formas excluyentes de participación política? ¿Existen espacios de interpenetración entre ambos fenómenos? ¿En qué formas los modos políticos fundamentalistas se han implantado en el pentecostalismo criollo?

Sostengo, entonces, que la actual acción política evangélica en América Latina constituye una síntesis que se comienza a conformar entre el fundamentalismo y el pentecostalismo.

Los evangélicos comenzaron a tener notoriedad política a partir de los 90 en los procesos electorales de Brasil, Perú y Guatemala. La bancada evangélica brasileña irrumpió con fuerza a partir de 1986 en la asamblea constituyente, mientras que en Perú los evangélicos tuvieron un papel clave en la elección de Fujimori el año 1990, frente a Mario Vargas Llosa. En Guatemala, Jorge Serrano Elías se convierte en el primer presidente evangélico de la región, electo gracias al apoyo de los pastores y su lema de “vote por un hermano”.

Estos grandes triunfos que la política evangélica ha tenido recientemente responden al espíritu de “Coalición Cristiana” propio de la vía electoral estadunidense. Esto a su vez, ha suscitado el interés de ciertos candidatos por captar el “voto evangélico”, aun cuando la literatura política y la evidencia empírica sugieran la inexistencia de este segmento electoral como uniforme e inclinado hacia algún sector político en específico.

Los evangélicos latinoamericanos han superado, en parte, su praxis política del reconocimiento, identificando la necesidad de crear organizaciones de sociedad civil en torno a las diversas problemáticas sociales. Más allá de la deficiente calidad de muchas de estas iniciativas, ellas dan cuenta de un creciente interés por parte del evangélico por involucrarse públicamente. Con todo, son ellas la muestra más visible de la síntesis entre fundamentalismo y pentecostalismo. Por un lado, es posible apreciar el desbalance de iniciativas e incursiones políticas orientadas a la mantención de cierta moral sexual a través de medios institucionales, en desmedro de otras necesidades sociales de igual relevancia. Esta actitud obsesiva con los “valores de la familia” es propia del fundamentalismo norteamericano y su agenda antimodernista.

Del mismo modo, se puede apreciar en este grupo de evangélicos, una tendencia hacia la estadofobia, es decir, una profunda sospecha frente al papel del Estado en la sociedad. Si bien arranca de una preocupación sincera por la protección de las libertades individuales, esta forma intelectual de proceder pasa por alto el papel articulador y fundante del Estado en América Latina. A diferencia de otros contextos en los que la nación como unidad cultural, lingüística y religiosa precede y funda al Estado, en América Latina es el Estado el que configura y da vida a la nación luego de los procesos independentistas. Por si eso fuera poco, es el Estado, y no el mercado, el que lleva adelante los procesos de industrialización y modernización en economías mayoritariamente extractivistas y sin capacidad de generar valor agregado.

Más allá de una posición política particular, no es posible sino reconocer en el Estado, el agente vertebrador de la idea de nación en América Latina. En ese sentido, cuando se trasplanta la sospecha contra el Estado desde el contexto estadounidense, no se tiene en consideración que ella proviene de un ambiente fundado bajo la sombra de la persecución religiosa y el peligro de la guerra civil.

Otro elemento que se ha manifestado con fuerza recientemente en nuestro contexto es la aparición de cierta política “reaccionaria” propia del fundamentalismo. Si durante los 80 y 90 los evangélicos estuvieron en la vanguardia en ciertos temas como la restitución familiar o la rehabilitación de las drogas, las nuevas expediciones en otros temas han sido en función del principio de oposición. De este modo, los evangélicos han pasado de ser puntales del cambio social a opositores del mismo. La falta de reflexión sumado al estancamiento de su capacidad transformativa, los han constituido en una “contracultura” incapaz de proponer una nueva forma de relacionamiento humano.

Estas formas en que el fundamentalismo ha tenido lugar entre los evangélicos de Chile y el resto de la región, se han entremezclado con dos cuestiones de suma importancia en el mundo pentecostal.

Primeramente, la forma de ejercicio de la autoridad del mundo pentecostal. Mientras el fundamentalismo sospecha de toda forma de autoridad, por considerarla amenazante, el pentecostalismo se pliega al viejo modelo patronal y autoritario. De este modo, el pastor ejerce no solamente un liderazgo religioso, sino también político. Asistimos a un panorama en que los pastores con mayor frecuencia hacen llamados a votar por candidatos particulares y sus programas, en lugar de establecer criterios a partir de los cuales se pueda formar una acción política sostenida y seria.

Esta forma de autoridad también ha favorecido la penetración de las estructuras partidarias al interior de los cuerpos eclesiásticos. Con esto, los pastores buscan estrategias políticas que simultáneamente puedan servir de frente común para detener la agenda modernista y liberal, y, por otro lado, continúen ofreciéndoles cargos, puestos, prebendas y otros beneficios.
El segundo factor relevante es que el fundamentalismo se ha implantado en un contexto que, a diferencia del propio, no cuenta con una sociedad civil robusta a partir de la cual se puedan vehiculizar sus demandas. Esto tiene dos consecuencias claras: en primer lugar, y tal como se mencionaba recientemente, al no contar con universidades, centros de formación o pensamiento, este nuevo ethos evangélico encuentra su único medio de expresión en la figura del pastor. Es así como se rearticula el fenómeno del clericalismo en el que la figura del pastor deviene simultáneamente en un activista político y un líder espiritual, desincentivando, consecuentemente, la participación de los miembros de las comunidades que ven en eso un trabajo exclusivo de su ministro ordenado.

Finalmente, la otra gran consecuencia de la falta de una red articulada de instituciones que sostengan estas demandas políticas es un fuerte caudillismo de figuras no-pastorales que, salidas del mundo del activismo, no cuentan con la preparación ni el temperamento para hacer frente a una discusión política hostil y crispada. De vez en cuando, se recurre a estrategias que lo único que hacen es dejar en evidencia el radicalismo en ambos bandos. Mientras mayor intensidad adquieren las manifestaciones religiosas, más crudas se vuelven las pretensiones secularistas, lo que sirve de legitimación para el alarmismo del activismo religioso, redondeando un círculo de nunca acabar.

En suma, es de mi impresión que estamos asistiendo a un proceso de fundamentalización de la praxis política pentecostal, o bien la pentecostalización de un incipiente fundamentalismo criollo. Por supuesto, mucho de lo que aquí se sostiene puede ser producto de la exageración a la que, con frecuencia, recurre el análisis sociológico de tipos ideales. Con todo, algunas de las descripciones de la síntesis que, al parecer están teniendo lugar, pueden favorecer el diálogo en espacios locales. En la próxima entrega, me permitiré hacer una intervención menos descriptiva y mucho más política, adentrándome al siempre pedregoso terreno de la opinión personal.

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