Estudios Evangélicos

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Método sencillo de ascetismo intelectual para un amigo posmoderno

Querido Daniel,

Como bien sabes, cuando se habla sobre vida intelectual en nuestros días, suele haber quienes la entienden fundamentalmente como el cultivo de una cierta práctica de adquisición de conocimiento. De aquí que se designe como “intelectuales” a aquellas personas que se caracterizan por un cierto estereotipo: son lectores que debaten, critican y, en fin, que participan de la vida pública. No es infrecuente que este mismo estereotipo se aplique a cristianos con ese perfil. De aquí que cuando te escribo para presentar un método de ascetismo intelectual, tal vez puedas pensar que me refiero a aquello. Pero lo cierto es que no es ese el concepto que uso de lo intelectual. En efecto, el intelecto es una facultad humana que, en cuanto tal, todos poseemos y, por ende, podemos ejercitar. Por lo tanto, al escribir estas ideas, no pienso en ti, por más que seas un hombre de ciencia, como el intelectual de la vida pública sino ante todo como el ser humano que posee un intelecto que puede ejercitar.

Ahora bien, sabemos que en ocasiones puede resultar ingrato el ejercitar el intelecto en ciertos círculos evangélicos. Tanto más ingrato les resultará la figura del intelectual público. Por ello, hay quienes escogen el silencio, en ocasiones no tanto por prudencia como por condescendencia. Con todo, tú, como tantos, te has visto impelido por las circunstancias de la providencia, a ejercitar tu intelecto y en ese proceso has tenido que enfrentarte a batallas que, desafiando tu fe, te han llevado a reforzarla, precisarla y comprenderla con mayor profundidad.

Son muchas las ideas que circulan en el mundo. Tú, como hombre de ciencia, te has visto en la necesidad de ejercitar tu intelecto cristiano enfrentado a las preguntas que provienen de tu campo. No obstante, hay muchas otras áreas de la vida que exigen discernimiento. Los asuntos humanos son variados y no se remiten solamente a lo científico. Piensa, por ejemplo, en el campo de las humanidades, las ciencias sociales, el ejercicio político, la ingeniería, la propia teología. Piensa en todas aquellas preguntas que se nos aparecen en la vida misma, piensa en aquellos que, sin verse enfrentados a cuestiones propias de la vida intelectual de la universidad, batallan cotidianamente en su intelecto por las más diversas razones.

Pues bien, asumiendo que los “intelectuales” no son más que un estereotipo social; que, ciertamente, todos los seres humanos tienen un intelecto ejercitable; y que los cristianos hemos de orientarlo de acuerdo a lo que la fe cristiana nos ha enseñado (2ª Cor. 10,5), quiero entonces invitarte a considerar lo siguiente.

Desde los primeros días, los cristianos estuvieron abiertos a entender e incluso utilizar aquel conocimiento que no provenía del saber del crucificado. El Apóstol Pablo, por ejemplo, incorporó pasajes de poetas en sus epístolas [I], citando a Arato en su sermón del areópago ateniense (Hch. 17,28), a Menandro (1ª Cor. 15,33) y a Epiménides Cretense (Tito 1,12). El conocimiento del crucificado no fue impedimento para incorporar aquello que le pareciera prudente. Justino Mártir, un pagano del siglo II y converso a nuestra fe, enseñaba en sus apologías del cristianismo que, si bien el conocimiento Cristo es lo revelado y por ello es la más excelsa filosofía -entendida esta como un modo de acceso a la verdad-, en otros conocimientos existen “semillas de verdad” [II]. A ello se debe que, en su decir, los filósofos y poetas antiguos fueran capaces de reflexionar sobre la eternidad del alma y la contemplación de los asuntos celestiales, entre otros asuntos. Pues bien, es ciertamente posible que interactuemos con conocimientos no confesionales.

Pero hay una segunda cuestión. Así como los primeros cristianos, nosotros también estamos hoy expuestos a muchas otras ideas en un gran mercado de creencias, ideologías, en fin, todo tipo de epistemologías que constantemente nos desafían. A diferencia de ellos, nos encontramos en un momento de la historia en que las sociedades a las que pertenecemos o con las que más interactuamos culturalmente -americanas, occidentales-, se encuentran en un constante conflicto con su pasado-presente cristiano -ya católico, ya protestante-. Así, hay quienes dicen que existen ya sociedades poscristianas, o que estamos ante sociedades neopaganas, que estamos en un estadio posmetafísico. Para otros, estamos presenciando una guerra cultural en la que distintas cosmovisiones disputan su supremacía social y política. En fin, aquellos conceptos intentan ofrecer una respuesta a la situación presente. Con todo, el hecho de no encontrarnos habitando en medio de la preeminencia del cristianismo, nos coloca en una situación de cierto modo similar a la de los primeros creyentes: la de cultivar nuestra fe en microcosmos y macrocosmos que pueden oscilar entre la apatía y la hostilidad. La posmodernidad quiere dejar atrás la confianza en la razón ilustrada y las ideologías del progreso. Ya no se cree en grandes ideas, salvo en la idea de creer en uno mismo. Esta tensión entre las grandes ideas y el yo posmoderno es, de manera contraintuitiva, un terreno fértil para cultivar el ascetismo intelectual.

Un ejemplo prístino que nos introduce al ejercicio del discernimiento intelectual cristiano fue Basilio de Cesarea. Sabido es que Pablo apóstol enseñaba a los tesalonicenses a examinarlo todo y retener lo bueno (1ª Tes. 5,21). Este principio hacía alusión a las profecías y otras prácticas de los cristianos que merecían examen cuidadoso. En el siglo IV, Basilio sabiamente lo tomó y aplicó como criterio analítico de la vida intelectual. Él enseñaba que los cristianos no debían dejarse llevar por las ideas paganas pero, al mismo tiempo, aquello no impedía tomar de sus poetas y filósofos todo lo que fuese útil a la fe. Lo que Basilio suponía era que podía retenerse algo bueno de lo pagano, luego de analizarlo. Pero para que esto fuera posible, había primero que aceptar que en lo pagano hay elementos que son útiles a la fe. Por lo tanto, ¿qué provecho obtendríamos del intelecto «pagano» o profano, si lo descartamos por el solo hecho de no ser cristiano? Parte de la pobreza de la vida intelectual cristiana pasa por ignorar, a partir de un dualismo reduccionista, el intelecto no confesional. Pero la peor miseria es que en ocasiones no se alcance a reconocer un principio mínimo: el valor del puro ejercicio intelectual cristiano.

Admitimos, por tanto, el valor del conocimiento no confesional, así como admitimos que debe ser examinado. ¿Cómo se lleva a cabo este examen? Tal vez sea esta la pregunta más importante que contestar. Basilio, como todos los cristianos, entendía que la fe cristiana nos orienta hacia la vida celestial. El habitar el mundo es para el cristiano existir en la Tierra como extranjero. Su ciudadanía, como bien enseñó Pablo, está en los cielos (Fil. 3,20). Pero, como sabemos, nuestra cultura, modelada por los avatares de los tiempos, se ha entregado a buscar -y crear- el reino perfecto en la historia. De aquí que los más grandes conflictos recientes hayan sido fruto de la pasión por la perfectibilidad de los seres humanos y su convivir. Las más diversas filosofías e ideologías modernas nos enseñan a poner atención a nosotros mismos y hemos llegado a un punto en que el triunfo de un modelo -hoy también en vilo a nivel global- nos lleva por un camino de autosatisfacción que se expresa en el hedonismo, el consumo desenfrenado, el materialismo, en fin. Razón tuvo dos siglos atrás ese perspicaz observador que era Kierkegaard cuando dijo que

“se ha olvidado por completo que el cristianismo se relaciona esencialmente con la eternidad” [IV].

Si nuestra fe está orientada a la eternidad, esto implica que todo lo terrenal pierde valor, se relativiza ante el absoluto divino. Cristo y Pablo desde luego lo enseñaron, los padres lo enseñaron, del mismo modo que Kierkegaard lo enseñó. Pero valga decir que esto, al igual que con los padres, no impidió a Kierkegaard ser filósofo. Todo lo dicho hasta entonces es necesario para explicar un último asunto. Entre protestantes y evangélicos la vida monástica y ascética no ha sido precisamente de agrado. Lutero podría haber citado a todos los sabios no cristianos y aun así sepultó el monacato. Misma cosa puede decirse de todos los sucesores de iglesias y movimientos protestantes. Sin embargo, acaso haya una sabiduría del intelecto más acabada que la monacal. Escuchemos, por una vez, a los monjes y ascetas.

Pese a todo lo pueda decirse contra ese modo de vivir, el monacato nació como una protesta contra la pecaminosidad que podía verse no solo en la ciudad, sino más aún, entre los cristianos que habían adoptado a tal punto el modo de vida de la ciudad, que no se distinguían en absoluto de un incrédulo. Los monjes y ascetas son personas que han buscado encarnar como ningún otro el dominio propio (2ª Tim. 1,7). Y aunque no somos monjes y vivimos en pueblos y ciudades, expuestos a todas las atracciones que ellos quisieron evitar, sin duda deseamos lo mismo que ellos. Por ello, parte de la disciplina ascética para alcanzar el autogobierno implicaba una técnica específica a la que he denominado “ascetismo intelectual”.

Máximo el Confesor, en una colección de centurias sobre la caridad de principios del siglo VII, enseñó que

“el intelecto de quien ama a Dios no combate contra las cosas ni contra las ideas de las cosas, sino contra las pasiones que están unidas a las ideas” [V]

. Antes de pasar a la técnica, puedes ver aquí dos asuntos de gran importancia. El primero de ellos es que mediante el intelecto se pueden discernir cosas, ideas de cosas, así como pasiones unidas a las ideas. Por ejemplo, tomemos el caso del ejercicio físico que tan poco le importaba a Pablo. Una cosa es la realización de un deporte, digamos, la acción de jugar fútbol -que tanto disfrutas; una idea de esa cosa es, por ejemplo, tu recuerdo y reflexiones en torno a esa actividad; finalmente, la pasión unida a esas ideas es el deseo que te mueve a querer jugar. Por supuesto, el sabio Máximo pensaba en esto para materias mucho menos agradable de la vida, como la lucha contra las tentaciones.

El segundo asunto de importancia es el modo en que utiliza su intelecto específicamente quien ama a Dios. Y he aquí la técnica de Máximo. Dirás, ¿qué sentido tiene utilizar una técnica de los monjes antiguos para analizar las cuestiones del presente? ¿Sirve realmente para la vida posmoderna? Yo te pregunto, ¿amas a Dios? ¿anhelas amarle y vivir como Él pide de ti? Recuerda ahora el mandamiento: amarás al Señor tu Dios con toda tu mente (Mt. 22,37). Pues bien, lo que Máximo enseñó para los monjes, puede servirnos a nosotros pues, al igual que ellos, deseamos amar al Señor. Y aunque no nos vemos sometidos a las mismas pruebas, somos objeto de la misma naturaleza humana y, por lo tanto, la técnica que era útil para ellos ayer puede ser útil para nosotros hoy.

A diferencia de Basilio o Justino, Máximo no nos orienta sobre cómo incursionar en el conocimiento no cristiano. Sin embargo, si nos enseña cómo utilizar nuestro intelecto. Esta es la técnica: distinguir cosas, ideas y pasiones; examinar atentamente una pasión determinada, para finalmente desde ella, comprender las ideas y las cosas. Esto puedes hacerlo con lo que tú quieras. Te presento yo un ejemplo: pensemos las posiciones políticas. A lo largo de toda la historia, estas han sido determinantes para la vida humana. Tú, en cuanto cristiano, te verás constantemente invitado a adoptar una u otra posición. Sabemos hoy que esto despierta gran sensación entre los cristianos. Puedes limitarte a poner atención al desarrollo de los acontecimientos e incluso participar de ellos sin mayor examen. Pero ¿qué ocurre si ingresas a comprender las ideas tras este objeto que es la toma de posición? Aparecerán preguntas de toda índole como, por ejemplo, en qué consisten las ideologías que movilizan a las personas a la toma de posición. En qué consisten las ideologías a las que te ves invitado a adoptar. Ya aquí te verás enfrentado también a preguntas teológicas más precisas. Porque no hay ámbito de la vida en el que pueda darse con más liviandad que el cristianismo, que se relaciona esencialmente con la eternidad, acabe siendo utilizado como la justificación última de una toma de posición terrenal.

Por ello, es necesario ir más a fondo. Ir a otro elemento propio de nuestra naturaleza. Máximo nos guía como maestro de la fe a examinar las pasiones que están unidas a esas ideas. Pues son estas pasiones, aquellas que padecemos, las que se encuentran tras nuestras ideas de las cosas. Podemos ser objeto de una infinidad de pasiones que nos orientan a una infinidad de ideas y de cosas. Por ello, el punto de partida de una vida intelectual cristiana no está en el examen de las cosas ni de las ideas sino, ante todo, de nuestras propias pasiones. La enseñanza de Máximo no solo nos dice que sería un error considerar que los humanos actuamos solo en función de ideas o cosas y que es necesario añadir a ello las pasiones; nos dice, sobre todo, que las pasiones suelen ser las que dominan, y es por ello que han de ser el primer objeto de nuestra atención intelectual para el autogobierno y, por extensión, para la comprensión de los asuntos humanos que nos rodean.

Esta misma técnica luego podemos utilizarla para intentar comprender por qué ocurren los más diversos fenómenos. Siguiendo con el caso que he escogido, observa cómo un filósofo no cristiano evalúa la situación contemporánea:

“los grupos políticos genuinos son también al mismo tiempo campos de fuerza en los que cristalizan pasiones en torno a la autoestima” [VI].

Así es como Sloterdijk considera que es necesario aproximarse a las cuestiones políticas de la modernidad. No simplemente examinando el sujeto político y sus ideas sino, sobre todo, sus pasiones. Porque la historia y sus contextos cambian, pero los seres humanos seguimos siendo seres humanos, y los cristianos seguimos amando a la eternidad que es Cristo en la finitud de nuestras vidas terrenas.

El amor a Dios, bien sabemos, puede expresarse de muchas maneras. El ascetismo intelectual también es una de ellas. Si ama a Dios, esto es, si anhela la eternidad por sobre lo pasajero, el cristiano contemporáneo ha de ser un asceta intelectual. Lo será tanto para gobernarse a sí mismo como para comprender lo terreno, pues aun cuando lo pasajero se relativiza ante el conocimiento de lo eterno, no se vuelve por ello innecesario. Un cristiano que no está abierto al desafío de gobernarse a sí mismo y de valorar lo terreno es, en realidad, un cristiano que no está dispuesto a ejercitar su intelecto. Y un cristiano que no está dispuesto a ejercitar su intelecto no puede amar a Dios con toda su mente.

No aspiramos a ser monjes, pero aspiramos a lo mismo que un monje. Esta es la vida de los que, así como el Reino, no son del mundo, pero están en el mundo.

Con afecto,
Luis
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Notas

[I] Jaeger, Werner. (1995). Cristianismo primitivo y paideia griega, México D.F.: FCE.
[II] Justino Mártir. (2004). “Apología I”. En Lo Mejor de Justino Mártir. Barcelona: Clie, p. 115
[III] Basilio de Cesarea (2011). “A los jóvenes: cómo sacar provecho de la literatura griega”. Madrid: Ciudad Nueva, p. 36
[IV] Kierkegaard, Soren. (2009). Ejercitación del cristianismo. Madrid: Trotta., p. 220
[V] Máximo el Confesor (1997) Tratados espirituales. Madrid: Ciudad Nueva, 2c 40, p. 150
[VI] Sloterdijk, Peter. (2017). El desprecio de las masas. Valencia: Pre-textos, p. 34