Ni fundamentalismo ni progresismo: Un alegato en favor de la tradicionalidad protestante
Resumen del post:
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Fecha:
06 agosto 2021, 04.17 AM
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Autor:
Luis Aránguiz Kahn
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Publicado en:
Cuestiones fundamentales
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Ni fundamentalismo ni progresismo: Un alegato en favor de la tradicionalidad protestante
Hace unos días, un tesista me contactó porque quería entender mejor una parte del mundo evangélico un tanto difícil de definir. Se trata de un sector que se diferencia teológicamente de los fundamentalistas y los progresistas, y rehúye de sus visiones de sociedad, pero que, de algún modo, se encuentra en la nebulosa. Se lo trata de perfilar como de un espacio “céntrico”, o definirlo como un “conservadurismo crítico”, entre otras.
El término “céntrico” corresponde usualmente a una geolocalización política más que teológica y precisamente por eso es poco apropiado, porque esto no es ni por mucho una cuestión simplemente política. Cosa parecida ocurre con la noción de “conservadurismo”, porque es un término aplicable a lo teológico, lo político, socioeconómico, incluso cultural, y por su uso laxo produce más imprecisión que una cuenta cabal. A esto hay que agregar que este término puede llevar a error en la medida en que existe una tendencia a usarlo para definir a un sector principalmente por aquello a lo que se opone y no aquello que afirma. Conservadores, en este punto, al igual que fundamentalistas, son aquellos que se oponen a algo. En el fondo, todo lo que no es progresista, es algún tipo de conservadurismo o, derechamente, fundamentalismo. El problema que esto comporta es que puede acabar no reconociendo la postura de manera positiva, esto es, mostrando aquello que la postura afirma y no solo aquello que niega.
En vista de ello, ese espacio entre lo progresista y fundamentalista puede y debe definirse de manera positiva. Hay que decir que en ese espacio cohabitan muchas posturas personales y grupales. Si tomáramos la dicotomía de conservador/progresista, su insuficiencia quedaría a la vista de manera palmaria porque hay gente que puede ser teológicamente conservadora y socioeconómicamente progresista, otros que pueden ser políticamente progresistas y socioeconómicamente conservadores, sin contar que aquí ni siquiera hemos definido lo que significa ser conservador o progresista, ni tampoco hemos puesto estas categorías en su contexto. Algo “conservador” para un progresista teológico, puede ser de hecho progresista en su contexto propio. En este espacio nebuloso, entonces, reconociendo que puede haber una multiplicidad de posturas que no se reconocen ni entre lo fundamentalista ni entre lo progresista, diría que en lo que toca específicamente a lo teológico, hay una corriente que se caracteriza principalmente por lo que llamaría provisionalmente “tradicionalidad”.
¿Qué quiero decir con esto? En primer lugar, que entre quienes habitan ese espacio hay quienes suelen buscar formarse una opinión sobre temas políticos, sociales y públicos en general, a partir de un arraigo en sus diferentes tradiciones eclesiásticas y teológicas. Es decir, no rompen con sus iglesias y las consecuentes corrientes teológicas en su interior sino que, a partir de ellas, buscan formular un posicionamiento respecto a los temas mencionados. Así, por ejemplo, un bautista o un presbiteriano de este sector, no va a poner en riesgo su confesionalidad para afirmar una postura política, sino que recurrirá a las distintas expresiones teológicas de lo público/político dentro de su tradición para explicarse esos temas. En cierto modo, la teología prima sobre lo político, es decir, el grado de adherencia a la posición política a la que se tiende está sujeto a los límites que la teología de la propia tradición admite. Si una cierta idea política está reñida o no con la fe cristiana, no se define desde una apelación a la subjetividad, sino a la confesionalidad.
En segundo lugar, el concepto de “tradicionalidad” tal como lo entiendo aquí, no tiene una implicancia estática, sino dinámica. Por lo general, tradición lleva a pensar en tradicionalismo, y no son equivalentes. El tradicionalismo tiende a lo estático, a defender una cierta forma dada, fosilizada si se quiere. La tradicionalidad, en cambio, entiende ante todo que la vida de la Iglesia es dinámica, que tiene múltiples expresiones y, pese a esa multiplicidad, dependen todas de un tronco común. En el campo teológico, puede haber distintas formas de abordar un tema cualquiera, pero lo que define la raíz de estos abordajes es la lealtad a ciertos aspectos fundamentales. Para poner un caso práctico, baste pensar en las múltiples expresiones teológicas que se desprenden de la tradición reformada y su fidelidad compartida a las Confesiones, que mantienen ciertos marcos fundamentales. Esto mismo puede ocurrir en otras líneas del protestantismo.
Lo que está de fondo aquí, entonces, es el reconocimiento a una filiación eclesiástica que, finalmente, es conciencia histórica. Precisamente en este punto es donde la tradicionalidad colisiona con las otras categorías, si seguimos el marco presentado previamente. Porque el fundamentalismo convencionalmente entendido, es equiparado a literalismo, es decir, suspender la cuestión histórica para ir directamente al texto y buscar aplicarlo directa y normativamente (aunque bien sabemos que el origen del término “fundamentalismo” es mucho más complejo contextualmente en el debate presbiteriano, y poco tiene que ver con esa noción literalista convencional que pasa rápidamente de ser un término descriptivo a un estigma, un adjetivo peyorativo); mientras que por su lado, el progresismo también tiende a colisionar con la cuestión histórica porque ataca dogmas cristianos, busca epistemologías alternativas y, en suma, si recurre a alguna tradición sería, usualmente, más que nada para encontrar asidero en algún fragmento de aquella que le sirva de justificación.
Así, la extendida idea según la cual fundamentalismo y progresismo teológico son antitéticos, debido a que ambas posturas se muestran como enemigas encarnizadas (¡y qué espectáculo ofrecen las redes sociales sobre esto!) no es del todo apropiada. Desde el punto de vista de la tradicionalidad, lo cierto es que son enemigas superficiales. A poco andar, se hace visible el hecho de que ambas comparten una tendencia a negar la idea de tradición cristiana. El fundamentalista desprecia a la tradición en nombre del literalismo bíblico, y el progresista lo hace en nombre de las ideas teológicas de avanzada. Ambos quieren romper con el pasado, uno para traer al presente el origen prístino, otro para llegar a una supuesta comprensión más nueva o avanzada de las cosas.
La tradicionalidad, sin embargo, se hace cargo de la cuestión histórica, porque entiende que las iglesias no son una agregación de individuos en la atemporalidad, sino un cuerpo que tiene un desarrollo propio en la vida social y cuya presencia se expresa pública y temporalmente. La fe y su expresión pública no es un camino solitario, que puede ser efecto de una suerte de individualismo teológico, sino que ocurre inevitablemente en comunidad. La discusión, por tanto, no es simplemente con otros individuos, sino con una comunidad histórica que no solo tiene presente y futuro, también tiene pasado. En esa comunidad histórica hay experiencia adquirida, errores, aciertos; hay corrientes internas que se diferencian entre ellas en cuestiones secundarias. En ella hay quienes viven con distintos énfasis su vida cristiana, unos van por la vía de la acción, otros por la del pensamiento, otros por la de la contemplación mística, y nunca faltan aquellos que insistentemente nos recuerdan la importancia de no separar las tres, sino armonizarlas en la vida personal y comunitaria, pese a que tengamos una inclinación a una por sobre las otras. En suma, es una constelación de hermanos y hermanas que, con sus vidas entrelazadas por la unidad de la comunidad cristiana, han dejado una herencia en la historia. Por eso, identificarse individualmente con una tradición no tiene sentido a menos que se viva en ella, a través de una relación concreta con su expresión histórica comunitaria. Quien se identifica con una tradición, pero no convive con las discusiones concretas de ella, no hace mucho más que convertir una palabra llena de sentido histórico en una etiqueta superficial.
En la tradicionalidad, se comprende que la visión de sociedad en general no debe descuidarse, pero el abordaje no ha de realizarse desde la teoría social del momento -lo cual no implica necesariamente desecharla, porque siempre hay algo que aprender-, sino eminentemente desde el modelo de la Iglesia como sociedad. Sus enseñanzas, su entrega por los bienes superiores, para el cristiano siempre será el principal camino de comprensión y de participación. No se trata de querer que el “mundo” sea una Iglesia, sino más bien que la Iglesia le muestre con sus hechos y no solo con sus palabras a los no creyentes, que su camino de vida es fácticamente preferible por sobre otros. Y este camino no está marcado solo por una forma particular de convivir con su ética asociada, sino ante todo por el hecho de que esa convivencia es posible gracias a que quienes participan de ella están unidos, mediados, por una lealtad común a su Señor y no por una simple lealtad mutua. El sueño, que frecuentemente se despierta en mentes no cristianas, de valorar positivamente e incluso replicar los mejores aspectos de la comunidad cristiana desprovistos de la fe, está destinado al fracaso porque la condición primera de esa comunidad no es su modelo de relaciones humanas, sino aquel de quien ese modelo emana.
Desde luego, quien procura acercarse a la tradición ha de cuidarse de convertirse en un tradicionalista que niegue el dinamismo del pensamiento cristiano. Pero lo que hoy ocurre no es un exceso, sino una falta de ese acercamiento. Se cree que arrecian los fundamentalismos y reciben la consecuente respuesta de los progresismos. Pero ambos vástagos rehúyen de la historia de la iglesia en nombre de una renovación profética. Y en este afán de lo profético, se pierde en el camino lo sapiencial, el elemento reverso que nos permite ver, precisamente, la idea de tradición. El mundo evangélico latinoamericano es esclavo de este círculo vicioso y solo va a salir de ahí cuando se acerque a los múltiples pasados eclesiales y, sin renegar de ellos, aprenda de lo mucho que pueden enseñarnos.
Bautistas, luteranos, presbiterianos, anglicanos, metodistas, anabautistas, pentecostales, entre tantos otros, son todos iglesias y movimientos al interior del protestantismo que han construido y construyen tradición, con un desarrollo interno dinámico, a veces tenso y polémico, pero siempre propio que también ha tenido su expresión en diferencias entre los mismos movimientos. No obstante, al mismo tiempo también sucede que todos arraigan en un tronco común, que es una fe milenaria. Sus diferencias que en el pasado pudieron llevarlos incluso a cruentos conflictos, no anulan en modo alguno lo que comparten. Y mientras más pasan los años y estos conflictos interdenominacionales han ido quedando en el olvido, más notorio que lo que los diferencia, se hace lo que los hermana. En este sentido, un rasgo curioso de la posición de la tradicionalidad es que quien adhiere a su propia tradición usualmente no necesita identificarse como “tradicionalista” o como un promotor de lo que aquí llamamos “tradicionalidad”, sino simplemente como un “anglicano”, etc. Tampoco va a usar la categoría “cristiano” sin más, porque reconoce que pertenece a una expresión particular histórica del cristianismo. Esto mismo hará que tampoco conceda identificarse primero como progresista o como conservador, ni menos como fundamentalista, porque su punto de partida no son esas codificaciones contingentes, sino su arraigo en una comunidad de fe histórica.
Al reconocer esta unidad en la diversidad, los protestantes que participan de un vínculo concreto con una tradición, pueden arribar a un camino de encuentro para fortalecer la catolicidad, y en tiempos en que una mentalidad secular opera ya no solo fuera sino también dentro de las propias iglesias, probablemente no haya nada más importante que reafirmar aquellos elementos que definen positivamente la fe cristiana y, en especial, la proclamación por la cual el cristianismo permanece o cae, a saber: la confesión unánime de la deidad de Jesucristo, muerto y resucitado. En el siglo I o en el siglo XXI, de ella se desprende todo lo que puede o no decirle el cristianismo al mundo.