Nuestra cultura lectora y el fin del diálogo. Un ensayo
Resumen del post:
Una cultura en la que está en declive la lectura será una cultura en la que el inquirir y el aprender también van a estar en dificultades, una cultura en la que se erosionará la posibilidad del diálogo genuino y con sentido con aquéllos con quienes discordamos.
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Fecha:
29 julio 2015, 09.18 PM
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Autor:
Matthew Lee Anderson
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Nuestra cultura lectora y el fin del diálogo. Un ensayo
Una cultura en la que está en declive la lectura será una cultura en la que el inquirir y el aprender también van a estar en dificultades, una cultura en la que se erosionará la posibilidad del diálogo genuino y con sentido con aquéllos con quienes discordamos.
Los cristianos somos un pueblo del libro, un pueblo cuya vida es formada por nuestro encuentro con un Dios cuyas obras han sido manifestadas en las palabras que dan testimonio de Él. Los primeros cristianos entendían esto, y por eso su celo evangelístico iba de la mano de la transmisión de las Escrituras. El número de manuscritos que poseemos de la Biblia excede con creces a cualquier otro libro, en parte porque los cristianos estaban tan profundamente preocupados por transmitir la Palabra que transmitían también las palabras que dan testimonio de Jesús.
Pero vivimos en un mundo paradojal, en el que el número de libros encuentra competencia en la angustia por la posibilidad de que nadie los esté leyendo. La explosión de libros puede, de hecho, tener poco que ver con internet. Richard Nash hacía notar que entre 1980 y 2010 el número de libros publicado anualmente pasó de 80.000 a 328.259 (una figura sorprendenmente precisa). Y si bien la preocupación por el estado de la lectura no es reciente –ya en 1955 Rudolph Flesch publicó su influyente Why Johnny Can’t Read– las cosas no han ido mejorando. En la educación secundaria el nivel lector promedio apenas sobrepasa el del quinto año de educación primaria. Los estudiantes pueden estar leyendo tanto como antes, pero ciertamente no tan bien. El mismo estudio hacía notar que entre 1907 y 2012 el grado de complejidad de las lecturas en la educación secundaria cayó en picada. Aunque como cultura leamos más, no estamos leyendo tan bien como antes.
Pero un pueblo cuyo currículum esté atravesado por Shakespeare tendrá más herramientas para entender el mundo de un modo profundo que aquéllos a los que se les asigne la lectura de Los juegos del hambre, por mucho que éstos se puedan disfrutar y estén bien escritos. Las piezas de Shakespeare pueden ser un desafío pesado y los goces y placeres pueden quedar diferidos hasta una relectura (o en algunos casos hasta una re-relectura). El trabajo requerido para entender tales obras es considerablemente más grande que el que nos impone la ficción contemporánea, aunque sea nada más que por la brecha temporal que nos separa de la época de Shakespeare. Debemos acometer tal tarea, porque la comprensión del mundo que necesitamos adquirir muchas veces no viene de una primera, sino de una tercera o cuarta lectura. Confrontar un texto cuyo sentido inicialmente nos resulte oscuro, y vernos impelidos a seguir adelante, a trabajar, pensar y luchar, nos da el tipo de disciplina y entrenamiento exigidos por la genuina sabiduría.
En tanto nos movemos hacia un mundo en el que la gente ya no sabe leer bien o profundamente, los cristianos estaremos en un territorio por el que ya habíamos pasado, pero uno que olvidamos ya tiempo atrás. Podemos ser “gente del libro”, pero no somos gente que crea que el sentido de un libro sea algo a captar de modo sencillo o rápido. La transparencia de las Escrituras, o la idea de que el sentido de la Biblia puede ser entendido por cualquiera, nunca implicó que pudiese ser captado en una primera lectura. E incluso en la Biblia tenemos un verso para probar tal punto. II de Pedro 3:16 nota que las cartas de Pablo “contienen algunas cosas difíciles de comprender, que son distorsionadas por los ignorantes e inestables”. En un mundo que con dificultad entiende a Shakespeare, tenemos razones bíblicas para pensar que no les irá mejor con el Apóstol.
Pero no es la simple lectura la que está en riesgo. Una cultura en la que está en declive la lectura será una cultura en la que el inquirir y el aprender también van a estar en dificultades, una cultura en la que se erosionará la posibilidad del diálogo genuino y con sentido con aquéllos con quienes discordamos. Existe una conexión fundamental entre el modo en que recibimos el mundo que nos rodea, el modo en que lidiamos con él en nuestro interior, y la capacidad para participar en conversación con quienes nos rodean. El empobrecimiento de nuestra cultura la llevará a hablar de un modo más pobre y a responder de un modo más impaciente y menos caritativo.
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Tal vez no haya parte de la Escritura tan significativa respecto del valor de las palabras para la vida cristiana como el evangelio de Juan. El libro abre con la magistral identificación de Jesús con el logos, la Palabra –uno de esos términos nada de fáciles de entender en la Escritura. A través del evangelio Juan subraya el valor de las palabras dichas por Jesús e implícitamente subraya la importancia única de las palabras que él mismo está escribiendo para comunicarlas. En Juan 6, un pasaje controversial en la reciente historia de la iglesia, Jesús hace notar que es el Espíritu el que da vida y que “las palabras que he hablado son espíritu y son vida” (6:63b). La célebre afirmación según la cual “la verdad os hará libres” es cualificada por Jesús con la condición de que sucederá “si permanecéis en su palabra” (8:31). En Juan 15, la simetría de Cristo permaneciendo en nosotros y nosotros en él es atravesada por la asimetría de nosotros permaneciendo en Cristo y las palabras de él en nosotros como premisa del poder en la oración. Interesantemente, esas palabras se encuentran en aquella parte de la narración en la que los restantes evangelios registran el establecimiento de la Cena del Señor por parte de Jesús. Y al cerrar el evangelio, Juan mismo apunta hacia la veracidad de su testimonio escrito y hacia los límites del mismo con las siguientes palabras: “ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” sobre la vida, la muerte y la resurrección de Jesús (21:24-25).
Existen dos metáforas para lo que ocurre al leer un texto como la Biblia. Por una parte, lo hacemos parte de nosotros. Las palabras permanecen en nosotros, levantan en nosotros su hogar, rearticulan nuestros pensamientos y reelaboran el modo en que vemos la realidad. Por otra parte, entramos a un mundo creado por palabras. Al leer hay cierto olvido de uno mismo, particularmente cuando leemos ficción o cuando leemos textos que nos cuesta comprender. También es verdad respecto de la Biblia: Que “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” no es una sentencia que tenga algo que ver con nosotros, al menos no de modo inmediato. Solo entrando en el universo al que Juan apunta con sus palabras podemos llegar a entenderlas del modo apropiado.
Según ambas metáforas, el modo en que leemos un texto afecta de modo significativo su capacidad para cambiarnos. No existe modo de sustituir el lento, persistente atender a las palabras de un libro—permanecer, podríamos decir— para llegar a captar sus sutilezas, sus bemoles y su profundidad. Cuando reposamos en un texto, empezamos a seguir e incluso anticipar los pensamientos de un autor –para bien o mal. James Gray, un teólogo evangélico cuya carrera cubrió los siglos XIX y XX, recomendaba releer un mismo libro de la Biblia una vez tras otra hasta dominarlo (o más bien, hasta que nos domine) en lugar de intentar atraversar la Bibla entera. Cuando Fred Sanders nos recordó ese pasaje, cierto escritor –mi hermano- tuvo la humorística ocurrencia de hacer lo mismo con Ralph Waldo Emerson, y así pasó un tiempo pensando emersonianamente sobre el mundo. No es el autor con el que yo recomendaría comenzar, pero el punto es el mismo: las palabras nos cambian, pero solo si les damos el tiempo y espacio para actuar en nuestro interior.
Pero permanecer en un texto y dejar que permanezca en nosotros requiere de una atención y un cuidado que nos resultan crecientemente difíciles. Cuando volvemos una y otra vez a un texto puede terminar aburriéndonos; pero al hacerlo, nos ponemos en la situación que nos permite notar lo que no hemos notado antes. Exprimiendo lo que podemos decir de un texto, alcanzamos el punto en el que nos abrimos a lo que él nos puede decir a nosotros.
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En su poema Milton, William Blake escribe que John Milton desciende del cielo
Para echar abajo al idiota cuestionador, que siempre está cuestionando
Pero que nunca es capaz de dar una respuesta, que se sienta con sonrisa socarrona
Silenciosamente planificando cuándo preguntar, como un ladrón en su caverna;
Que publica su duda y la llama conocimiento.
Son palabras fuertes pero que siguen viniendo al caso. Los cristianos con frecuencia hemos hecho un mal trabajo a la hora de ser hospitalarios con aquellos cuya fe no es particularmente robusta. La exhortación bíblica a “tener compasión de los que dudan” existe precisamente porque los cristianos tenemos la tentación contraria. Pero muchos jóvenes que luchan con su fe se han inclinado a no solo tener tales dudas, sino a dejar que el mundo también se entere de ellas. La razón es comprensible: la duda puede aislar, y resulta así reconfortante escuchar una voz que simpatice con nosotros. Pero en lugar de atraer una voz puede atraer a una multitud, en particular cuando se mezcla con la pretensión de estar haciendo algo nuevo o “diferente”.
Pero persistir en nuestra lectura de hecho se adelanta a la duda, reconduciendo nuestros deseos desde la experiencia momentánea de la incertidumbre hacia el bien permanente de la comprensión. Leer del modo en que antes lo describí es simplemente una de las formas que adopta el inquirir: no es algo separado del preguntar, sino una de sus partes. Cualquiera puede plantear una pregunta: los niños son más adictos a esta práctica que muchos adultos, con frecuencia para dolor de sus padres. Pero experimentar la forma fundamental del preguntar es algo profundo, algo que nos exige mucho. El preguntar no se orienta a conseguir una información que aplaque o enfríe nuestros deseos, sino a una comprensión que los profundice. Preguntar es una forma de vida que implica un buscar, un ir de caza tras un bien desconocido. Y cuando se alcanza la comprensión, trae consigo una sensación de maravilla y asombro que solo profundiza nuestro deseo y renueva nuestra búsqueda. La duda es una especie de negación, una indisposición a aceptar lo que tenemos por delante. Pero preguntar es un modo de adentrarse en ello, buscarlo y trabajar para comprenderlo.
Leer un texto no excluye, entonces, la experiencia de incertidumbre. La lectura atenta nos ayuda a aprender cómo sobrevivir a la incertidumbre, permite profundizar nuestra fe y esperanza en que el sentido se habrá de volver claro. Consideremos a los dos discípulos que caminan por el camino a Emaús en Lucas 24. No pueden comprender su propia historia en torno a los eventos de Jesús –su “texto”, si se quiere- y así Jesús mismo llega a explicarles todo expandiendo el horizonte en el que habían puesto la historia y reformulando los eventos a la luz del Antiguo Testamento. Les muestra ahí como la historia apunta hacia Él, señalándoles también cómo su error se vinculaba con su falta de fe.
El pasaje paralelo en el libro de Hechos establece un punto similar. Un eunuco egipcio está leyendo el libro de Isaías, y Felipe es enviado a ayudarlo. El eunuco expresa su posición de un modo que no resulta posible si no es con alguien guiándolo. Su experiencia no es como la de Pilato, que arroja una pregunta y no se queda esperando respuesta. Está buscando, examinando y tratando con el texto para encontrar un camino. Y mientras choca con su propia incapacidad para encontrarlo, Felipe es enviado para indicarle la dirección.
En ambas historias, el sentido emerge de experiencias de relectura. Pero hay más que eso: son relecturas a las que uno es orientado, relecturas que vienen desde fuera. Los protagonistas no leen solos, sino junto a quienes conocen las rutas del texto y saben cómo ayudarlos a atravesarlas en su navegación. Pero su propia búsqueda los prepara para ese momento de comprensión. En su lectura del mundo y del texto aprenden qué es lo que están en condiciones de ver y también qué es lo que aún no pueden pero necesitan poder.
Toda lectura profunda, entonces, es en último término un acto de fe que busca comprensión. No basta con mantener un sereno y desvinculado escepticismo ante una obra si lo que queremos es saber cómo opera. Tenemos que permitirnos entrar en el texto y que él entre en nosotros –un proceso que exige confianza. Es un acto para personas maduras, y uno que sin embargo no siempre encontrará recompensa. Podemos toparnos con un autor cuyos compromisos y desacuerdos sean tan distintos de los nuestros propios, que no encontremos modo de rescatarlos o salvarlos. Pero eso solo puede ser descubierto después de haber iniciado el proceso, después de haber puesto en obra el compromiso de trabajar para comprender. No hay verdadera lectura que no acabe minando una postura de duda, porque no hay verdadera lectura que se quede en el preguntar y nunca busque respuesta.
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Sugerí antes que un mundo sin lectura profunda es un mundo en el que las distintas partes con dificultad podrán hablar de modos razonables las unas con las otras. Esta afirmación merece que le prestemos algo más de atención, puesto que no es intuitivamente obvia. Si mi hipótesis de que la lectura profunda requiere de confianza se aproxima algo a la verdad, ella nos provee de una razón por la cual un mundo de lectores superficiales también será un mundo de interlocutores combativos y reactivos. Si nuestra postura respecto de aquello que leemos es una de escepticismo y autodefensa, el tono de nuestras respuestas también lo será. Defender las verdades del cristianismo de forma cautivadora implica leer de modo caritativo a quienes se nos opongan.
Lo paradojal en todo esto es que la mismísima promesa que internet hizo a los cristianos con alguna inclinación intelectual es una que por necesidad será incapaz de cumplir, al menos por mucho tiempo. Como alguien que empezó su carrera pública organizando el primer congreso de blogueros cristianos por allá por el año 2004, conozco muy bien el triunfalismo respecto de los “nuevos medios”, y sé también de las posibilidades para un mejorado y expandido diálogo que traen consigo. Tales posibilidades pueden haber encontrado una realización en algunos pequeños rincones, pero lo más frecuente ha sido que la velocidad y el anonimato de internet han sacado a la luz los aspectos menos caritativos y más polarizadores de nuestro mundo. Y eso nos ocurrió a quienes dimos nuestros primeros pasos en la vida sin haber crecido rodeados de pantallas. Los niños de hoy tendrán que luchar con esto tanto más, salvo que logremos nutrirlos con una constante dieta de libros.
Parte del problema reside simplemente en el volumen de información con que somos bombardeados de modo diario. Entre nuestros mails, las redes sociales y la publicidad, nuestra atención se dirige de modo simultáneo a un centenar de direcciones. Esa dispersión vuelve más difícil la concentración paciente, lenta y exclusiva que es parte de la lectura cuidadosa y atenta. Aunque la información recibida sea útil y veraz, su exigencia de brevedad y acceso forma nuestro modo de pensar, volviendo improbable el acceso profundo.
Mentes formadas en aguas poco profundas se enfrentan a un gran desafío a la hora de captar argumentos que apuntan más allá de los clichés. Y eso genera un sentimiento de desconfianza y cinismo, en la medida en que se percibe como función del hablar la simple repetición de lo que ya ha sido dicho en lugar del efectivo intercambio de razones tras nuestras posiciones. Basta con pensar en el modo en que se ha llevado a cabo la discusión respecto del matrimonio homosexual: una variedad de clichés tanto de la variante conservadora como de la variante progresista han oscurecido el relato bíblico tradicional. Comprender la amplitud y profundidad de la enseñanza de la Biblia respecto de la sexualidad humana implica leer y luchar con el texto completo. Buscar un par de citas (¡Romanos 1!) para lograr establecer una tesis no es leer, tal como repetir clichés no es pensar. Pero si no se nos enseña a leer bien, a sentarnos a trabajar en torno a un argumento difícil o a atravesar una novela compleja que parezca poco satisfactoria, nos va a faltar el tipo de paciencia que se requiere para dar razones de modo serio y sustancial. El arte de comprender a alguien, comprender de dónde vienen sus posiciones, puede ser aprendido de muchas maneras. Pero dado que los libros son un microcosmos, este arte puede ser particularmente cultivado leyendo y dialogando con los libros. cualquier lugar. Cuanto más caritativa y cidadosamente leemos, tanto más nos abrimos a que ese hábito también marque el resto de nuestras vidas.
La posibilidad de intercambiar argumentos, de genuina y verdaderamente persuadirnos unos a otros, estará en riesgo si la cultura lectora se continúa erosionando. Internalizar un libro requiere una mente bien formada, capaz de abrirse no solo a las respuestas que ofrece sino a comprender las preguntas que plantea y las presuposiciones tras las preguntas. Ese tipo de comprensión se alcanza tras lectura y relectura, habitando dentro de un texto junto a quienes lo conocen mejor que nosotros. Y es precisamente ese tipo de lectura la que es crecientemente difícil de encontrar.
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Cómo leemos es solo una faceta de nuestras vidas: es una faceta importante, pero las virtudes y vicios que se desarrollan en nuestra vida intelectual son simplemente una parte más de nuestras virtudes y vicios. Cuando Paul Miller, dedicado a escribir sobre tecnología, dejó internet por un año, vio que los mismos vicios que atribuía a estar en línea salían a la superficie en otros campos de su vida. Miller no nos dice si acaso internet sólo mostraba lo que él realmente era, o si acaso lo agrandaba y acentuaba. Pero tomamos millones de decisiones en línea, damos miles de pequeños pasos, y cada uno de éstos va reflejamente formando nuestro carácter y nuestras vidas. Somos formados por el vivir, para bien y para mal.
Por lo mismo, una de las tendencias más contraculturales que podemos cultivar como cristianos es leer menos pero leer mejor, saturar nuestras vidas con espacios que permitan eso, detenernos a esperar, notar y atender a todo aquello que Dios ha hecho. Nuestro mundo tardomoderno es un lugar frenético, movido por lo que Agustín llamó libido dominandi, el deseo de poder. Sea que se trate de más dinero, más fama o mejor status para hacer el bien, somos gente que ha enloquecido por un más, y que corremos para llegar a ese destino antes de que alguien se lo lleve todo.
No habrá lectura profunda mientras que tomemos parte de ese apuro, mientras nuestros ojos pasen por sobre el texto para en el próximo encuentro social poder decir que leímos el libro. Y para los cristianos, por lo demás, no puede haber este constante apuro. El apuro es negar la realidad de la providencia de Dios y tomar el control de nuestras propias vidas. La tarea urgente de evangelización del mundo tiene lugar dentro del patrón ordenado del descanso y dentro del pacífico reposo en la confianza de que es Dios quien salva. El falso apuro por el que muchos de nosotros, yo incluido, somos dominados, no es un reconocimiento de la importancia de esta vida, sino una negación de la eternidad. Porque como una vez lo dijo George MacDonald, “De todas las cosas, la más barata es el dinero”.
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Publicado originalmente en Mere Orthodoxy. Traducido con autorización.
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