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Presbiterianismo en Chile. Algunas ideas sueltas sobre crecimiento, diversidad interna y Espíritu Santo

Hace algunos días leí una columna acerca del presbiterianismo en Chile, que hablaba de manera particular sobre la denominación de la cual soy pastor [I]. Aunque el texto en cuestión presentaba varios errores de forma y fondo, me llevó a reflexionar sobre este tema y a querer escribir estas líneas; no tienen ninguna pretensión y no son una respuesta a la columna mencionada, sino solo un puñado de ideas sueltas como resultado de conversaciones con mi esposa y amigos.

Primero que todo, quisiera decir que hablo a título personal y no en representación de mi denominación; me encuentro ejerciendo el ministerio pastoral en Francia y no cumplo ninguna función en los consejos de la IPCH. Aclaro esto porque, muchas veces, personas que no conocen la forma de gobierno presbiteriana o que conociéndola siguen muy marcadas por otras formas de liderazgo propios de los medios en los cuales crecieron, no saben distinguir entre la opinión de uno u otro miembro y las posiciones oficiales de la iglesia, consignadas en los documentos confesionales a las que ésta se suscribe y en las decisiones adoptadas por la asamblea del Sínodo. El problema que ocurre cuando no se entiende esta diferencia, es creer que lo que piensa un puñado de personas es representativo de la identidad de la denominación.

Es cierto que el presbiterianismo chileno no ha experimentado un crecimiento numérico de su membresía que sea significativo durante el siglo XX. Algo muy parecido ocurre con la plantación de nuevas iglesias; al menos en mi denominación han sido procesos lentos, sumado a dos grandes divisiones (en los años 1943 y 1972) que vieron partir un número considerable de congregaciones en distintas partes del país. No emitiré juicios respecto a las motivaciones o al grado de razón que podrían haber tenido aquellos que participaron de esos quiebres, no es el asunto que quiero abordar en estas líneas, sino el solo hecho que podemos constatar las dificultades que ha sufrido la IPCH a lo largo de su historia. Pienso que atribuir un solo motivo a este problema de crecimiento es una visión miope, que no es capaz de reconocer la diversidad de factores que han influido en la dificultad de la cual estamos hablando.

Dicho esto, la IPCH sigue siendo la denominación presbiteriana que cuenta con más iglesias locales y miembros a lo largo de Chile. Por lo mismo, la diversidad de personas que vienen de distintos horizontes es bastante amplia, lo que es deseable debido a la naturaleza de lo que es ser iglesia, pero al mismo tiempo esto presenta dificultades naturales que dicen relación al trasfondo de cada uno y cómo esto marca lo que cada persona cree sobre qué es ser reformado, el grado de lealtad que se le debe a la institución de la cual se forma parte o el tipo de suscripción confesional que se debe adoptar. Querámoslo o no, habrán diferencias respecto a ciertos asuntos entre alguien que es tercera generación de una familia presbiteriana y una persona que creció en el contexto pentecostal y que conoció la teología reformada durante los últimos años, que llega a una iglesia presbiteriana con expectativas a partir de la literatura teológica que leyó (y que por lo mismo, es probable que éstas no se cumplan). Hago este contraste no para dar a entender que unos son mejores que otros, por ningún motivo, sino solo para mostrar que incluso dentro de una iglesia confesional, la preservación de la unidad no es una cuestión simple, lo que exige que trabajemos todos en humildad, buscando realmente la gloria de Dios y la edificación de su pueblo, y no guiados por intereses mezquinos.

Volviendo al tema del problema de crecimiento, el camino más simple y menos cristiano es salir a golpear: no solo golpear a una confederación de iglesias por lo que ha hecho o dejado de hacer, sino que lastimar a la novia de Cristo. Existen distintas motivaciones que pueden llevar a esto, y tienen relación con el origen de las críticas. Una de esas, y que puede venir de personas que son miembros de la iglesia, es la falsa dicotomía entre la gloria de Dios y la lealtad a una institución, como si se tratara de cuestiones excluyentes. A mi parecer, existe una idea creciente que asume la pertenencia a una denominación de manera instrumental, dicho de otro modo: como nuestra fidelidad es a Cristo y su Palabra, da lo mismo si actuamos sembrando discordia, creando guetos internos o dividiéndonos. Esta idea, que tiene en una muy baja estima la dimensión institucional, es maniquea porque ve la iglesia solo con fines utilitaristas: sería el lugar donde circunstancialmente uno se congrega o donde se puede llevar adelante el proyecto personal de acceder a algún tipo de liderazgo; si no se puede no importa, uno se cambia. Bajo este paradigma pecaminoso, sumado a una serie de acusaciones infundadas, se produjo hace pocos años la separación de tres congregaciones, que tenían liderazgos con una ideología compartida y motivados por proyectos personales.

La opción cristiana es doblar las rodillas, orar y ayunar, y esto vale tanto para los que son miembros como los que no, ya que el no formar parte de una denominación no nos hace ajenos a ésta -no podemos reducir todo a términos institucionales- ahí se encuentran hermanos en la fe, redimidos en Cristo, con los cuales somos parte de un mismo Cuerpo ¿Por qué en lugar de sembrar la discordia y criticar no se busca clamar al Dios Todopoderoso para que derrame de su gracia abundante y avive nuestros corazones? ¿Por qué no pedir con fervor para que él movilice a nuestra denominación en lugar de sentarse a mirar desde la tribuna cuestionando todo lo que se hace o deja de hacer? ¿Por qué no llorar, de cara al suelo, para que el Señor tenga misericordia de nosotros y trabaje en nuestras vidas para que seamos una novia cada día más santa? Por último ¿Por qué no pedirle a nuestro Padre Celestial que no permita que la obra del diablo avance en nuestra iglesia?

Si amamos a Dios y deseamos con pasión que Él lleve adelante su misión, entonces también amaremos a su pueblo, no en la ficción, sino a personas reales, de carne y hueso, con todo lo que implica la proximidad entre seres humanos que se encuentran caminando juntos en un proceso de santificación, despojándose del viejo hombre y revistiéndose del nuevo. Esto me hace recordar las palabras de D. A. Carson respecto de que la iglesia está compuesta de personas que son llamadas a amarse y que, en otras circunstancias, serían enemigos naturales. Cuán necesario es estar conscientes de esto, porque de lo contrario podría ocurrir que se termine hiriendo a la iglesia de Cristo mientras se cree estar defendiendo una causa supuestamente noble.

Para terminar, creo que es necesario hacernos la siguiente pregunta: ¿Estamos condenados al estancamiento? Si buscamos la respuesta en las herramientas que nos proveen las ciencias humanas y sociales, probablemente estaremos errando el camino (con esto no pongo en duda, de ninguna manera, cuánto nos ayudan). Frente a las grandes cuestiones de fe y práctica, debemos recurrir a la única fuente de autoridad que nos provee las respuestas que necesitamos: las Escrituras. Un versículo que me ha marcado desde hace varios años hasta ahora, se encuentra en el libro de Hechos y da cuenta de las últimas palabras de Jesús antes de su ascensión: “Pero, cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (1:8). Esta promesa de nuestro Señor debiese llevarnos a la convicción que poco importan los vaivenes de nuestra historia, los medios financieros con los que contamos, los liderazgos carismáticos o aquello de lo cual carecemos; la misión es llevada adelante por la acción y el poder del Espíritu Santo. Esta dimensión pneumacéntrica debiese movernos a actuar con la confianza de que este poder que reside en el corazón del pueblo de Dios es el que nos moviliza de maneras mucho más sorprendentes de lo que podemos llegar a imaginar, y el que también actúa transformando vidas, llevando al arrepentimiento y a la fe en Jesús a aquellos que el Padre ha escogido para la alabanza de su gloria.

Mi oración es que el Señor nos permita abrir los ojos de tal manera que podamos, en la vida de nuestra iglesia, ver el mover extraordinario de su Espíritu.

Gonzalo David

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Notas
[I] Iglesia Presbiteriana de Chile. De aquí en adelante IPCH.