Proximidad moral: Israel, Palestina, y el pensar sobre lo distante
Resumen del post:
Más que muchos otros conflictos, el actual en tierra santa es también una guerra por la opinión pública.
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Fecha:
25 julio 2014, 02.15 PM
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Autor:
Manfred Svensson
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Proximidad moral: Israel, Palestina, y el pensar sobre lo distante
Más que muchos otros conflictos, el actual en tierra santa es también una guerra por la opinión pública.
Nuestra irrelevancia
Escribo como alguien inexperto respecto del conflicto en tierra santa. Otro inexperto más, como mis conciudadanos y correligionarios, en un contexto en el que lo natural es estar expuesto a más propaganda que información. Las líneas que siguen no son, por lo mismo, un intento por hablar sobre el origen, naturaleza y alcances del conflicto. Me interesa, más bien, preguntar cómo abordamos esas realidades que nos resultan distantes. No es posible estar al tanto de todo lo que pasa en cada rincón del mundo, por mucho sufrimiento que haya; pero desde el momento en que prestamos atención a un fenómeno lejano, la manera en que lo abordemos sí merece cierta consideración. Me preocupa eso, el cómo hablamos todos sobre lo distante; y me preocupa algo más específico, las reacciones que este conflicto suscita en particular entre los evangélicos.
Me preocupa no el detalle de las opiniones de lado y lado, sino el modo en que en ellas se reflejan maneras en que tendemos a acercarnos a todo problema político. Veamos. La causa de la inclinación de muchos por Israel es bien conocida: una escatología muy peculiar ha llevado a algunos a leer una pléyade de textos sobre el Israel bíblico como si aplicasen al actual Estado de Israel. El efecto que eso ha tenido en la política de Estados Unidos respecto de Medio Oriente y en el sentimiento de muchos evangélicos respecto de Israel es difícil de dimensionar, pero de proporciones considerables. En parte es un fenómeno recurrente en la historia: es el sencillo intento por atribuir a alguna unidad histórico-política un sentido religioso. Agustín dedicó su obra La ciudad de Dios a responder a quienes hacían eso con Roma. En parte es un fenómeno más particular, pues en este caso había una escatología –lo que conocemos como dispensacionalismo- más detalladamente desarrollada para apuntalar esa orientación. Naturalmente fue una teología que gozaba de peculiar popularidad durante el periodo de establecimiento y consolidación de dicho moderno Estado de Israel. Generaciones absorbieron así una imagen según la cual este Estado desempañaría en cuanto tal algún papel en los eventos del fin de los tiempos –sería, según el título de un célebre panfleto, “el reloj de Dios”. Por cada líder palestino que surgía en la escena mundial, podía encontrarse una serie de publicaciones preguntando si éste sería el anticristo. A cierta distancia, mucho de esto nos parece simplemente ridículo. Constituye, además, un buen ejemplo de cómo una mala teología puede volvernos ciegos al sufrimiento de algunos grupos humanos. No es exagerado decir que hoy asistimos a la generalizada (y justificada) debacle de esta manera de ver las cosas. Bien puede decirse que en muchos lugares el dispensacionalismo sigue siendo una fuerza con la cual contar (seguramente en más lugares de los que yo quisiera reconocer), pero al mismo tiempo puede afirmarse que no entra con facilidad en las mentes de evangélicos de la presente generación (vea aquí si se quiere un testimonio del cambio de sentimiento), sea cual sea su restante orientación teológica.
¿Qué ocurre, entretanto, en la vereda del frente? Existe en muchos un giro hacia el apoyo irrestricto a la causa palestina. No es ningún misterio. ¿Su origen? Es mixto. En parte obedece a los mismos motivos por los que muchos otros (probablemente la mayor parte de la opinión pública de hoy) giran hacia dicha causa. Y es que por mucho matiz que uno introduzca a esta historia, difícilmente puede caber alguna duda respecto de quién es el poderoso y quién es el débil si se compara a israelíes y palestinos. Si hemos de estar con los débiles, parece claro que en esta encrucijada hemos de estar con los palestinos. Aunque esto sin duda admite bemoles, y los admite incluso sin sacar a colación el tipo de organización que es Hamas. Después de todo, no se puede ser ciego al hecho de que Israel vive bajo la amenaza latente de más de un vecino que quisiera ver su estado desaparecer de la faz de la tierra. Ninguno de nosotros sabe lo que es evaluar amenazas concretas desde esa perspectiva.
La situación admite además bemoles porque nuestro conocimiento de los problemas en tierra santa tiende a provenir no de un acucioso intento por familiarizarnos con sus problemas, sino de nuestra participación en Twitter como fuente de información. Si una mala teología es un lente muy riesgoso para evaluar los problemas de Medio Oriente, no hay mucha razón para pensar que las redes sociales sean un lente más adecuado. En ellas participamos de una inclinación por el débil, pero es una inclinación altamente selectiva: nos vemos ahí impelidos a compartir imágenes sobre Palestina, pero con la misma fuerza que nos comportamos de modo recatado respecto de la situación análoga vivida por los cristianos en Irak por estos mismos días. Apenas podría ser más evidente por estos días la ambivalencia de la fuerza de las imágenes: son capaces no solo de abrir, sino también de cerrar nuestros ojos. ¿Ignorancia? ¿Pose?
Ahora, súmese a esto un factor más: muchos de los evangélicos que adhieren a la causa palestina por este tipo de influencia están al mismo tiempo reaccionando contra la teología descrita en el párrafo anterior, esa que fundaba el sentimiento pro-israelí. Su reacción es justificada, pero el resultado es una mezcla explosiva. A la sensación de que por fin se gira hacia una defensa del débil, se suma en muchos la sensación de liberarse de ideas equivocadas de sus padres teológicos o biológicos. Tal mezcla puede ser un motor muy poderoso para acción a favor de una causa. Pero también es una mezcla que nos puede volver inmunes a cualquier matiz. Es una mezcla que fácilmente vuelve a la propia posición inmune a cualquier contraargumento. Después de todo, ¿qué otro motivo tendrían tales argumentos sino la defensa del poderoso y una mala teología? Me temo que esta es la realidad de una porción no menor de la actual defensa de la causa palestina entre los cristianos: habiendo visto caer la mala teología que apoyaba la inclinación de generaciones precedentes por Israel, somos simplemente incapaces de concebir que alguien tenga otras razones –buenas o malas, pero atendibles- para evitar el movimiento pendular de un bando a otro.
Por correctas que fueren las causas así abrazadas, el efecto natural es que así contribuyamos a agravar algunas patologías del debate político actual. Esas patologías no solo se expresan en abierta inmoralidad, sino a veces precisamente en la moralización de todo lo político. Saber quién es el débil en una situación determinada es un elemento ineludible a la hora de pensar cuál será el actuar cristiano en dicho contexto; pero la mentalidad que estoy comentando nos hace creer que no solo es un elemento ineludible, sino un criterio suficiente de reflexión política. Identificamos al débil, y creemos tras eso ya saber qué hacer o decir. Pero en lugar de representar una reflexión política madura, lo que eso refleja es una suerte de réplica de la autoimagen que cada uno de los partidos en pugna tiene de sí mismo. Porque tal vez más que el deseo de uno u otro por aniquilar al adversario, lo que corrompe todo en el actual escenario es que ambos pueblos tengan una autopercepción que los lleve ante todo a verse como víctimas; es de la autopercepción de víctima que emana de modo inevitable la sensación de superioridad moral; y es la sensación de superioridad moral la que vuelve al otro una cosa monstruosa de la que no es tan inhumano deshacerse (al mismo tiempo, por cierto, que nos hace ciegos a que nos estemos deshaciendo de él: nosotros, los palestinos, no seríamos capaces de eso; nosotros, los israelíes, no somos capaces de eso). Quienes estamos fuera del conflicto no seremos de ayuda alguna si no somos capaces de introducir matices a ese victimismo, si no somos capaces de recordar que de hecho todos los seres humanos y grupos humanos somos capaces de las mayores atrocidades.
Pero hay modos y modos de recordarnos eso, y ciertamente las analogías con el holocausto no son el modo. Tales analogías solo muestran nuestra mezcla de ignorancia e insensibilidad, y nuestra ilusoria creencia en que fenómenos como el antijudaísmo hubiesen quedado definitivamente atrás volviendo «nazi» un término de libre disposición. La verdad es que si queremos describir críticamente el sionismo tenemos otras herramientas –conviene pues que las usemos. No se puede dar carta blanca a cualquier cosa que haga el Estado de Israel; pero sí podemos buscar precisión al criticarlo.
Pero no faltan quienes defienden el discurso indiferenciado, tomándolo por profético. Los profetas dejan caer sus palabras como truenos sobre los opresores, no buscan introducir matices; y cuando se cree que a la iglesia del pasado (o al menos del pasado reciente) le han faltado profetas, tenemos otro factor más que nos inclina a discursos gruesos. En un mundo dominado por frases hechas, el cristianismo podría ser un correctivo si recurre a su propia condición de tradición sapiencial, no solo profética; lamentablemente, sin embargo, los conflictos en tierra santa tienden a confirmar que el ánimo no nos da para ir más allá de un grito (o su versión contemporánea, un posteo) de denuncia.
De lo anterior no se desprende que la virtud se encontrará en la sencilla búsqueda de un término medio; tampoco creo que se encuentre en un inarticulado pacifismo que solo sabe decir que no es ni pro-Israel ni pro-Palestina. Pero todo esto es muy difícil: una cosa es aceptar la doctrina de la guerra justa, otra cosa es encontrarla hoy sobre la faz de la tierra. A veces en un conflicto las dos partes están muy equivocadas.
Una conclusión provisional: lo que he dicho no echa luz sobre el conflicto en tierra santa; pero espero que eche luz sobre las causas de la inexistencia, o al menos irrelevancia, del pensamiento político evangélico. Porque lo que he descrito aquí es un conjunto de problemas que se despliegan cada vez que hay un conflicto que haga audibles nuestras opiniones. Hay, en efecto, un mundo evangélico (imagínelo como derecha religiosa, si ese concepto le ayuda, aunque dudo que ayude) que apela a cualquier teología de cuarta categoría para defender alguna causa que le parezca acertada. A veces es interés lo que hay de por medio, otras veces mera ignorancia. Pero hay también un discurso de reacción al anterior, un discurso que solo vive de traumas respecto de su propio pasado fundamentalista. Es natural para éste sentirse como una superación del precedente. Pero me temo que no nos conduce un paso más adelante en el intento por representar un pensamiento político maduro (ni a la madurez teológica tampoco, por cierto). El post-fundamentalista cree que se ha vuelto un hombre de mundo y que ahora entiende, pero la verdad es que su fijación con el trauma revela lo encerrado que sigue estando y lo irrelevante que seguirá siendo para la discusión pública su posición. No sugiero con eso que el trabajo de corrección de malas teologías precedentes (y de sus equivalencias políticas) deba ser dejado de lado; es una tarea de amor hacia los hermanos el seguir explicando por qué ciertas cosas no pueden seguir siendo consideradas aceptables. Pero no confundamos eso con el haber pensado cómo abordar bien un conflicto.
Proximidad moral
Por las razones recién descritas, creo que el pensamiento político evangélico, en tantos sentidos apenas incipiente, seguirá por un buen tiempo siendo irrelevante. Pero bien podría alguien decir que eso no es nada extraño: que cualquier aproximarse a un conflicto como el de Medio Oriente desde este lado del mundo será irrelevante. ¿Qué es lo que hacemos cuando pensamos y escribimos sobre Israel y Palestina quienes no estamos aconsejando a los grandes poderes de este mundo? ¿Se trata de una distracción que nos lleva a esconder nuestros propios problemas? ¿O es una muestra de que, aunque se revele la impotencia de nuestro hablar, al menos habrá quedado claro que el sufrimiento de ningún miembro de nuestra especie nos resulta indiferente?
Como en muchos otros casos, creo que una idea como la de “proximidad moral” puede desempeñar cierto papel a la hora de ordenar lo que hacemos y pensamos. Una de sus formulaciones más clásicas es la de san Agustín.
Tenemos que amar a todas las personas igualmente; pero como no se puede ser de utilidad para todos del mismo modo, hay que adoptar un mayor deber de cuidado respecto de los que tenemos más cerca como por cierta suerte: sea por tiempo, lugar, o alguna otra circunstancia (Doctrina Cristiana I, 28, 29).
Aunque nos suenen triviales, se expresa en estas líneas algo bastante único en la historia. El mundo antiguo, sea que lo pensemos como el mundo tribal o el mundo clásico, es el mundo donde se ama solo a los del propio círculo, nación o aldea. Ante eso, el carácter universal con que se proclama en las palabras de Agustín el amor al prójimo casi podría ser descrito como cierto cosmopolitismo. Y al mismo tiempo, Agustín nos aleja del universalismo abstracto de las éticas modernas, nos recuerda que si el amor a todos va a tener algún sentido, ha de tomar la forma de responsabilidades concretas: el amor por nuestros hijos, nuestros conciudadanos, los que están a nuestro cargo. No es, pues, que haya que excusarse al preocuparse de lo propio, sino que muchas veces es la forma concreta en que el amor por todos se debe manifestar: twittear imágenes de un conflicto en Medio Oriente puede ser un modo de evasión moral.
¿Pero lo es siempre? Desde luego que no. Pensar desde la proximidad moral no significa que uno haya de pensar con prescindencia de los problemas lejanos. Pero indica algo respecto de cómo uno va a acercarse a ellos. Lo hará, en parte, teniendo presentes a las comunidades de Medio Oriente que residen en medio nuestro. Chile tiene la mayor comunidad palestina fuera de tierra santa, y una comunidad judía de importancia no menor –ellas nos pueden recordar algo respecto de cuán nuestro es su problema, y nosotros podemos velar por evitar que se vuelva incendiaria su relación recíproca.
Con todo, al invitarnos a pensar desde el principio de proximidad moral conviene aclarar enfáticamente que no se trata de proximidad física. El turista nos resulta físicamente próximo, y sin embargo es totalmente ajeno a nuestra deliberación política; el conciudadano que vive en el exilio, en cambio, es físicamente lejano y moralmente próximo cuando nos preguntamos por nuestra comunidad. Asimismo, para algunos –estudiantes de ciencia política, por ejemplo, o involucrados aunque sea de modo remoto con una misión en tierra santa- hay proximidad moral con el conflicto que ahí tiene lugar. Al ver la tierra en la que nació Cristo como lugar de conflicto, el conjunto de los cristianos puede percibir cierta proximidad moral respecto del mismo. Así, apelar al principio de proximidad moral no es un llamado a dejar de ocuparnos por conflictos remotos -un llamado que sería grotesco en tierras tan provincianas como las nuestras.
Pero pensar desde el concepto de proximidad moral nos ayuda a examinar qué es lo que hacemos cuando pensamos sobre lo distante. Una de las cosas que pueden estar ocurriendo cuando nos ocupamos de un conflicto distante es, por supuesto, que estemos simplemente proyectando sobre dicho conflicto los nuestros propios. Nos identificamos con tal partido como el débil, con tal lado como aquel cuyos derechos ancestrales como los nuestros están siendo amenazados. Este tipo de lentes pueden ayudarnos a entender la importancia de tal o cual conflicto; pero difícilmente nos permiten entender el conflicto mismo. Piénsese, por ejemplo, en la medida en que un vulgar antiamericanismo nos sirve desde Latinoamérica de lente para evaluar lo que ocurra en Medio Oriente. Eso se nos ha vuelto visible estos días por el escándalo surgido en las redes sociales tras ser Estados Unidos el único país que votó contra la creación de una comisión que investigara crímenes de guerra israelíes en Gaza. La creación de tal comisión seguramente era pertinente, y el actuar de Estados Unidos seguramente merece cierto repudio. Pero nuestro lente nos volvió ciegos a un hecho mucho más interesante: que el historial de derechos humanos de los países que se abstuvieron en la votación tendía a ser bastante más respetable que el de los que votaron a favor de crear la comisión. ¿No hay algo que revisar en nuestra reacción, si ésta presume que China o Venezuela, Rusia o Cuba, son la brújula moral de la humanidad?
Más que muchos otros conflictos, el actual en tierra santa es también una guerra por la opinión pública. Quien desea formarse una opinión, tiene que cruzar caudales de propaganda antes de cruzarse con algo de información clarificadora. A veces lo mejor que puede hacer –y en verdad es lo menos que se puede hacer- es leer propaganda de los dos lados. No hay un lugar en el que se venda los lentes adecuados para leer el mundo. El principio de proximidad moral tampoco es un lente que sea simple de usar y que indique con claridad hacia dónde inclinarnos o qué elementos destacar. Pero tal vez algo de esfuerzo por pensar de su mano nos sirva para que nuestra preocupación por los que sufren no se convierta en un caso de humanitarismo abstracto mediado por propaganda. Un tal ejercicio, bien hecho, podría volver algo menos irrelevante el pensamiento político cristiano.
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