¿Puede haber una teología política evangélica?
Resumen del post:
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Fecha:
19 marzo 2018, 01.36 AM
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Autor:
Matthew Lee Anderson
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Publicado en:
Cuestiones fundamentales
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¿Puede haber una teología política evangélica?
A pesar de su larga y vibrante tradición de activismo social, la teología política evangélica aparentemente es notoria solo por su atrofia. Así es, más menos, como va esta historia. Mark Noll planteó el argumento en su libro ampliamente influyente The Scandal of the Evangelical Mind (El escándalo de la mente evangélica), cuando sugirió que si bien en el siglo XIX los evangélicos “pensaban sobre política”, su trabajo “rara vez era teorético en cuanto tal”. Más recientemente, Eric Gregory ha reafirmado el argumento en su sección sobre el tema en The Oxford Handbook of Evangelical Theology.
La denuncia tiene ahora una tan distinguida historia, que casi es ella misma una suerte de tradición. Veinte años antes del libro de Noll, Derek Tidball había planteado un argumento paralelo respecto a que el activismo evangélico necesitaba una infraestructura más académica. Veinticinco años antes de eso, Carl Henry inició el avivamiento evangélico al sugerir en The Uneasy Conscience of Modern Fundamentalism (La incómoda consciencia del fundamentalismo moderno) que “no hemos aplicado constructivamente el genio de nuestra posición a aquellos problemas que exigen una solución en una dirección social”. Y eso solo treinta y siete años después de que Charles Erdman sugiriera en The Fundamentals (Los fundamentos) –que hoy desafortunadamente son más descartados que leídos- que “las enseñanzas sociales del evangelio necesitan un nuevo énfasis hoy de parte de aquellos que aceptan el evangelio completo”.
No obstante, es importante recordar que el legado de ansiedad sobre la teología política anémica del evangelicalismo, se limita primariamente a los evangélicos blancos. La tradición teológica negra en Estados Unidos tiene preocupaciones distintivamente políticas, y si bien la relación entre protestantes negros y evangélicos es ambigua, no deberíamos esbozar de modo apresurado una frontera tal que el testimonio de ellos sea excluido de sus confines.
Aun así, mientras que ahora los evangélicos han elevado su queja al status de primera línea imperativa de todo ensayo que se escribe al respecto, la constante percepción de esta debilidad evangélica levanta preguntas sobre si el surgimiento de una tradición evangélica de teología política es siquiera posible –y qué tipo de condiciones necesita para surgir, para que los evangélicos se sientan confiados a empezar sus ensayos con una nueva línea.
Mientras tanto, la falta de confianza en una teología política evangélica se palpa fácilmente más allá de los muros de la academia. Para muchos jóvenes evangélicos, la pregunta tiene una dimensión existencial. Frustrados por las visiones reduccionistas de la política que permean nuestra esfera pública, muchos jóvenes evangélicos se apartan para encontrar apuntalamientos más profundos y teoréticos para nuestras intuiciones políticas.
Pero esa es simplemente una expresión del problema: en estos días, la introducción de los jóvenes evangélicos en la teología política toma la forma de una búsqueda más que de una recepción. Como lo expresa Calvin Seerveld en la edición de primavera 2012 de la revista Comment, la tradición “es la transacción estructurada de transmisión de prácticas –esto es, hábitos y costumbres- desde manos humanas ejercitadas a manos sin experiencia”. Es precisamente esta transacción la que los evangélicos pugnan por experimentar. En efecto, para que emerja una tradición de teología política evangélica, tendría que vencer las presiones de nuestra fragmentación institucional y el persistente reduccionismo en doctrinas clave.
Fragmentación institucional y teología política
Plantear la pregunta sobre la tradición de una teología política evangélica es, por cierto, entrar en el campo minado de las definiciones que han plagado el movimiento desde sus inicios. Los “evangélicos”, en un sentido, son más diversos que los católicos o los protestantes tradicionales, a pesar de las historias que muchos evangélicos gustan contar sobre las tierras míticas de unidad y acuerdo más allá de los muros eclesiásticos. Pero a diferencia de esas identidades, los evangélicos son un movimiento institucionalmente diverso, esparcido entre casas editoriales, instituciones paraeclesiales y que atraviesa las fronteras denominacionales. Una fragmentación institucional como esta, necesariamente vuelve fluida cualquier definición sociológica o cultural de lo “evangélico”, lo cual en parte explica por qué hay en marcha una disputa sobre las fronteras.
Así, a pesar de esta diversidad institucional, se ha formado un consenso en torno a entender a los “evangélicos” a través de los lentes del ahora famoso cuadrilátero de David Bebbington: biblia, cruz, conversión y activismo. Mientras que un énfasis como ese no imposibilita la adherencia a credos y confesiones, ellas no proveen un sentido de comunidad reconocible. Los bautistas evangélicos leyeron a los anglicanos J.I. Packer y John Stott y encontraron un espíritu de parentesco, pese a sus desacuerdos doctrinales.
Pero, como lo dice Fred Sanders en The Deep Things of God (Las cosas secretas de Dios), los énfasis teológicos son reducidos a slogans cuando se los saca del más amplio trasfondo de la teología trinitaria. Cuando eso ocurre, toda la energía tiene que ser utilizada para mantener los énfasis, porque son todo lo que el movimiento ha dejado. Mientras que Sanders se enfoca en la pérdida de un marco teológico más amplio, yo mantendría que una preocupación similar puede plantearse respecto a aferrarse al contexto más amplio de la iglesia. “Biblia, cruz, conversión y activismo” son compromisos doctrinales. Pero también son lo que podríamos llamar “marcadores de fronteras”, rasgos que permiten a los evangélicos reconocerse entre unos y otros como tales. Cuando esos énfasis comienzan a desplazar a la iglesia institucional, entonces la teología política evangélica invariablemente sufrirá.
Hablo, debería explicitarlo, de la existencia de la iglesia como una realidad institucional, más que de un conjunto de compromisos doctrinales que se agrupan bajo el encabezado “eclesiología”. Como bautista (¡y evangélico!), el teólogo Russell Moore sugiere que “una consideración de la eclesiología evangélica requerirá también una reconsideración de la persistente mentalidad paraeclesiástica de la coalición evangélica misma”. Lo haría, sí. Pero más allá de reconsiderar la doctrina, la reforma de las mismas iglesias evangélicas ayudaría al énfasis evangélico a permanecer genuinamente empático más que totalizante o reduccionista.
Una teología política evangélica, por tanto, debe emerger de un contexto institucional preexistente. La vida en común de la iglesia es el suelo desde el que la teología política surge, pues las preguntas planteadas por el vivir común nos mantienen atentos a los varios caminos por los que nuestra experiencia comunitaria moldea nuestro conocimiento de Dios. En breve, nos ayuda a ver que la “política” y la teología no están tan distanciadas después de todo. Mientras que los evangélicos han estado atentos a la importancia de la experiencia al moldear su comprensión de la salvación y la santificación –ambos, el corazón cálido de Wesley y los afectos religiosos de Edwards, abren espacio para esto-, hemos sido usualmente reacios respecto a identificar esa preocupación al interior de un contexto comunitario. Un mayor énfasis en la vida comunitaria contribuiría en gran medida a cerrar la desafortunada brecha entre política y teología.
La pregunta es si acaso la brecha entre la experiencia vivida de la iglesia y las otras arenas institucionales en que los evangélicos se agrupan singularmente, obstaculiza el trabajo de construir una teología política. A diferencia de la tarea de la teología exegética, la teología política debe proceder con una conciencia de su propio lugar y de las tradiciones que la moldean, pues no se trata solo de buscar la exégesis de un texto dado hace dos mil años atrás, sino de interpretar a personas contemporáneas y sus tradiciones a la luz de ese texto. Dado que esta es una tarea que, finalmente, concierne a la relación de la iglesia con el mundo, un hogar para-eclesial para desarrollar esta teología es algo difícil de acomodar.
Pero, quizá, no es un ajuste imposible. En años recientes, los evangélicos han estado preocupados por revitalizar la experiencia vivida de la iglesia, y queda trabajo por hacer. Pero la lógica del evangelicalismo provee un espacio para que los teólogos dialoguen sobre las particularidades denominacionales a la luz de sus énfasis compartidos. En su mejor momento, un diálogo así forma su propia tradición de discurso que contribuye a las varias denominaciones, afilando la razón individual de los teólogos, bíblicamente y de otros modos, para mantener sus compromisos doctrinales particulares. Una tradición así puede no proceder linealmente, en tanto que no tiene un cuerpo de leyes canónicas o precedente autoritativo o pronunciamientos para volver atrás y construir sobre ellos. Pero esta sería una tradición que contiende por el centro de la reflexión teológica, que intenta establecer prioridades, y que recuerda constantemente a sus participantes por qué deben ser los primeros.
Vencer el reduccionismo doctrinal
Esas son las presiones institucionales contra la teología política evangélica. Aunque hay otros problemas, desde luego. Para unos, el mundo evangélico continua sufriendo una resaca teológica que ha hecho del trabajo de una ética social y una teología política un desafío mayor del que ha sido para otras tradiciones. El locus de la reflexión teológica evangélica ha sido, como Russell Moore ha dicho, el “reino de Dios” y nuestro lugar al interior de él. Dada la centralidad del tema para los evangelios, ese es el énfasis correcto a considerar.
Sin embargo, lo que precede a la pregunta por el reino es la pregunta sobre la creación –y aquí los evangélicos usualmente han tenido sus manos atados por las controversias respecto a la evolución, especialmente su lugar en las iglesias y escuelas que componen el mundo evangélico. En su ruta para disputar sobre el modo de la creación, que aparentemente es donde se encuentra todo lo interesante, la instrucción evangélica sobre la creación usualmente pasa con prisa por el reconocimiento de que es buena. Y la preocupación por el hecho de que los evangélicos están centrados excesivamente en la mecánica de la creación no es nueva. En el libro final de God, Revelation and Authority (Dios, revelación y autoridad), Carl Henry estuvo particularmente interesado en relegar esto a un segundo plano (o no hablar de ello en absoluto). Pero, otra vez, lo que es cierto a un nivel académico, raramente ha alcanzado a las iglesias y la mayoría de los evangélicos difícilmente ve que gastar todo nuestro tiempo en el “cómo” lleva a dejar de lado otras preocupaciones más importantes –dejándonos así con una pobre doctrina de la creación.
El efecto de todo esto, para nuestro propósito, es que la teología moral se vuelve problemática cuando el “reino de Dios” toma su forma ante el trasfondo de esta pobre doctrina de la creación. El voluntarismo que hay en el corazón de nuestra concepción del reino ha sido desvinculado de una comprensión de la naturaleza y de los fines de la humanidad y el mundo. Como resultado, la ética es separada de la deliberación racional sobre el mundo. En lugar de estudiar este a la luz de la revelación de la voluntad de Dios en la Escritura, se busca entonces discernir si acaso la Escritura da o no un mandato especifico respecto de cómo proceder. Los fines del reino eclipsan así nuestra condición de creaturas y todos los bienes que vienen junto con ella.
Henry mismo fue cuidadoso en no permitir que eso pasara. Pero en The Uneasy Conscience of Modern Fundamentalism se ve el camino por el cual esa reducción puede ocurrir. Cuando habla sobre aquellas cosas que la Escritura condena como erróneas, incluyendo el adulterio, sugiere que “esos actos fueron erróneos antes de Moisés, incluso antes de Adán: han sido erróneos siempre, y siempre serán erróneos porque son antagónicos al carácter y voluntad del Dios soberano del universo”. Eso puede ser cierto, pero identificar la justicia o la maldad de acciones particulares mediante el escrutinio de su “carácter y voluntad” ha resultado ser más difícil para asuntos en que la Escritura guarda silencio. Y si bien Henry y otros teólogos evangélicos han sido capaces de evadir cuidadosamente el reduccionismo, la enseñanza en nuestras iglesias rara vez ha sido tan afortunada.
Como resultado, para muchos evangélicos, la ética es poco más que textos probatorios combinados con un sensor de temperatura de consciencia. Las concepciones voluntaristas de Dios, en que su voluntad triunfa sobre toda otra faceta de su carácter, se han aliado con un reduccionismo bíblico y un pietismo mental internalizado para despojar a pastores y teólogos de su habilidad para proveer exhortación y guía moral autoritativa. Y mientras que la teología moral sea así de difícil, la teología política será casi imposible.
No sorprende, pues, que mucha de la mejor teología política evangélica ha emergido al interior de la tradición reformada, con su énfasis en la gracia común, la doctrina de la creación, y la –tardía- recuperación de una eclesiología algo más elevada. El trabajo de Richard Mouw sobre política, el drama bíblico y el evangelismo político, fue destacado por Mark Noll como excepcional por una buena razón: se trata de una recuperación cuidadosa y sustantiva de una teología política que dialoga con el testimonio anabaptista que emergía (en esos días) en teología política. Contemos también a Nicholas Wolterstorff, Jonathan Chaplin, y a gran parte de la multitud schaefferiana en ese lado de la balanza.
Hay otras presiones doctrinales, en efecto, que las teologías políticas evangélicas enfrentan. El énfasis evangélico en la conversión de mente y corazón ha hecho que las preocupaciones políticas y eclesiales sean secundarias al interior de la vida cristiana. Por más que Henry buscó ayudar a los evangélicos a articularse en torno a “la referencia social del evangelio”, esa referencia social en su trabajo se limita a menudo a las implicaciones de la obra de regeneración en la vida individual. Aunque en Aspects of Christian Social Ethics (Aspectos de ética social cristiana), Henry labró espacio para que la iglesia lograra una “vigorosa declaración de los grandes principios de orden social enunciados en las Escrituras”, el efecto social de la iglesia siguió un enfoque individualista. Según él, “la regeneración sobrenatural… es el peculiar motivo principal para la metamorfosis social latente en el movimiento cristiano”. Luchando contra el evangelio social, Henry alertó a la Iglesia para que no se considerara a sí misma “la consciencia del Estado, o el pulso del cuerpo político”, para que no fusione “sus intereses con los del mundo o la cultura circundante”. Al hacer esto, Henry minimiza la tarea profética de la iglesia e introduce un desafortunado dualismo respecto del orden social y el rol de la iglesia en él.
¿Un bricolaje evangélico?
Ninguna de estas presiones es insuperable. Es posible retener el énfasis en la conversión y las misiones sin permitirles minar el testimonio de la iglesia en cuestiones políticas. Y aunque pudiera parecer, desde afuera, que los evangélicos estarían condenados a “tomar prestado” de otras tradiciones, eso presume que el evangelicalismo no puede coexistir en realidad dentro de esas otras tradiciones (a pesar del testimonio de John Stott, J.I. Packer, y otros que claramente representan eso). Es más, los evangélicos pueden legítimamente reclamar la historia de la reflexión social y política protestante e incluso del catolicismo de pre-reforma. Después de todo, para los protestantes de cualquier tipo, no hay modo de escapar de la acusación de “bricolaje”.
Así, el principio evangélico de priorizar la Escritura, permite una suerte de apropiación de la gran tradición, sin sacrificar nuestra integridad teológica. Cuando Pablo afirma un estándar de sabiduría centrado en el evangelio, en 1ª de Corintios 3, lo fundamenta en el principio de que “todas las cosas son [nuestras]”, incluyendo la vida, la muerte, el mundo, el presente y el futuro, en virtud de nuestra unión con Cristo. Presumiblemente, todo eso incluye recursos de la historia y otras tradiciones teológicas, también.
Calvino provee una base lógica similar en su Dedicatoria al Rey Francisco Al cristianísimo rey de Francia, que abre la Institución de la Religión Cristiana:
Más nosotros de tal manera leemos sus escritos [de los padres de la iglesia], que siempre tenemos delante de los ojos lo que dice el apóstol: que todas las cosas son nuestras para servirnos de ellas, no para que se enseñoreen de nosotros: y que nosotros somos de un solo Cristo, al cual sin excepción ninguna se debe obedecer en todas las cosas. El que no tiene este orden, esta tal ninguna cosa tendrá cierta en la fe, pues muchas cosas ignoraron los padres, muchas veces contienden entre sí, otras ellos se contradicen a sí mismos.
El punto de Calvino no es el repudio a la tradición sino más bien una afirmación de que la primera lealtad de cualquier tradición no es a sí misma, sino a la revelación de la Palabra de Dios. En su mejor momento, el movimiento evangélico ha fortalecido a las comunidades e instituciones en las que su presencia se ha dejado sentir, recordándoles este principio.
En efecto, el único modo en el cual los evangélicos pueden fortalecer su propia tradición de teología política es enraizándose en su propia herencia teológica, a la vez que leyendo más profundamente a otras. Teologos como Carl Henry, Ricard Mouw y otros son particularmente conocidos por trabajos que tienden puentes entre la academia y los laicos. Hay riquezas ahí que merecen ser puestas en diálogo con teólogos políticos contemporáneos. Adoptar este enfoque significará entrar en una lucha por la tradición evangélica desde adentro y reconocer, como lo expresa Oliver O’Donovan en su respuesta a Rist, que “tradición es un sustantivo de acción, no un sustantivo concreto” que requiere “una lectura más amplia que la hecha por la tradición canónica de enseñanza”.
No es tanto, digamos con la frase de Chesterton, que la tradición de teología política evangélica haya sido probada y encontrada deficiente. Es que no ha sido probada en absoluto. Así, si una tradición como esta empieza a emerger, sin duda se parecerá mucho al evangelicalismo mismo: dispar, institucionalmente difusa, y orientada a fortalecer los cuerpos eclesiásticos que sus miembros llaman hogar.
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Originalmente publicado en Comment. Traducción de Luis Aranguiz.