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¿Pueden las naciones ser «cristianas»? Un debate inglés

¿Es Inglaterra una nación cristiana? ¿Lo fue alguna vez? ¿Debiese permanecer así?

Muchos líderes cristianos influyentes en el Reino Unido al parecer piensan así. Aquí una declaración sustancial de un católico tradicionalista:

“El surgimiento [de Inglaterra] como nación coincide con su conversión… una sociedad judeo-cristiana es por definición no multicultural…” (Aidan Nichols, OP).

Aquí una anglicana, más prolija (refiriéndose a Gran Bretaña, no a Inglaterra):

“La fe cristiana ha sido central para el surgimiento de nuestra nación y su desarrollo. No podemos entender realmente la naturaleza y los logros de la sociedad británica sin referirnos a ella. En una sociedad plural, plurirreligiosa y multicultural, ella aún puede proveer recursos para respaldar y hacer una crítica de la vida pública en este país… [La fe cristiana] es necesaria para entender de dónde hemos venido, para guiarnos hacia donde vamos, y llevarnos de vuelta cuando vagamos lejos del camino del destino nacional” (Obispo Michael Nazir-Ali).

Y, en caso que se piense que esta perspectiva es mantenida solo por aquellos que están a la centro-derecha teológica o política, aquí hay una cita aún más sustancial del obispo anglicano evangélico radical, Tom Wright:

“Un voto por la privación de reconocimiento oficial sería un voto contra la encarnación”.

Ese, por cierto, es el argumento más altamente cargado (pero menos plausible) a favor de una Iglesia de Inglaterra establecida con el que jamás me haya cruzado. Pero no se tiene que creer en el establishment de la Iglesia (abogando por la Iglesia de Inglaterra como iglesia nacional) para mantener la posición de la nación cristiana –aunque en Inglaterra parece ayudar.

La idea de una nación cristiana a menudo, aunque erróneamente, se cree que implica muchas otras posiciones. No implica que la iglesia u organizaciones cristianas no puedan oponerse al gobierno; todo clérigo citado arriba es un crítico riguroso de al menos un aspecto de las políticas de gobierno. Y tampoco implica que los derechos civiles o políticos de los no cristianos debiesen ser restringidos; con la excepción de los “teonomistas”, todos los defensores serios de la posición de una nación cristiana con los que estoy familiarizado son firmes defensores de la libertad religiosa.

La idea de una nación cristiana no implica que otras religiones o cosmovisiones debiesen ser marginadas en el debate público o en las instituciones públicas. Y tampoco implica una visión ya sea autoritaria o “teocrática” del Estado. Casi todos los defensores de la nación cristiana están comprometidos con la democracia, personas que buscan alcanzar su objetivo central mediante la persuasión y la movilización.

¿Cuál es ese objetivo central? La meta estratégica clave de la acción pública cristiana, desde una idea de nación cristiana, es defender o restaurar el carácter corporativo cristiano esencial de la nación. Esta es vista como una empresa de múltiples aristas. Involucra campañas para la mantención de leyes, políticas, convenciones o instituciones que se piensa son el fruto de la influencia cultural cristiana. También involucra el sostenimiento de un ethos cristiano en la más amplia cultura pública –por ejemplo, mediante la preservación de la educación religiosa o adoración cristiana en las escuelas del gobierno, o sosteniendo los estándares morales cristianos en los medios, los sectores de servicio social y de salud, entre otras áreas.

Para los defensores del establishment, el objetivo central también involucra defender la permanencia especial constitucional y ceremonial de la Iglesia de Inglaterra, que es vista como un baluarte contra la marea creciente de secularismo público (al estilo estadounidense y canadiense). Esto es presentado no como un “privilegio”, negado a otras creencias, sino como una “responsabilidad” única que cae sobre la iglesia como la portadora histórica de la moral de Inglaterra y su identidad religiosa –como un servicio espiritual a la nación. Como lo dice Nazir-Ali, el lado ceremonial del establishment tiene el propósito de “entrelazar una conciencia de Dios en el cuerpo político de la nación”.

Los defensores de la idea de nación cristiana difieren sobre cuánto del carácter cristiano de Inglaterra (o Gran Bretaña -pero no entraré en esa densa distinción aquí) permanece visible hoy. Pero comparten un juicio común respecto a que el corazón de la identidad pública de la nación, el ethos espiritual y la arquitectura moral han sido, pueden y debiesen ser nuevamente, sustantivamente cristianas.

Según esta mirada, Inglaterra no es simplemente una congregación de individuos cristianos a quienes les sucede que deben cohabitar el mismo suelo. La identidad misma de la nación en tanto entidad corporativa, depende de su adherencia continua a la fe cristiana, aun si muchos o la mayoría de los individuos o ciudadanos no cree en, o practica, el cristianismo. Para las instituciones públicas, negar o repudiar el legado de la fe cristiana es poner en riesgo sus principales logros públicos –libertad por ley, gobierno responsable, libertad religiosa, democracia, familias fuertes, vecindarios solidarios, política de inmigración generosa, educación comprometida con la verdad, etcétera.

¿Qué hacemos con esta postura? Por un lado, los defensores están totalmente en lo correcto al recordarnos la profunda influencia histórica formativa del cristianismo en la cultura y política inglesas –y por implicancia, en otras sociedades con herencia similar-, y en advertirnos que ese legado se está desarmando rápidamente como resultado de una amnesia histórica y un secularismo impuesto.

Por otro lado, las fortalezas de la posición podrían ser aclaradas –y ser más defendibles- si sus defensores se distanciaran de la profundamente problemática asunción que usualmente no se explicita: que la nación es un agente religioso, una entidad corporativa a la que se le puede pedir cuenta por apartarse de la verdad religiosa y moral. Aquí nos encontramos con la idea de una “nación creyente”, una comunidad religiosa unificada capaz de rendir obediencia política corporativa a Dios.

Únicamente sobre la base de esta asunción tiene sentido hacer una apelación directa a las instituciones públicas de la nación, especialmente su gobierno, para la mantención de la fe y moralidad cristianas. Como Aidan Nichols dice:

“Lo que no está en cuestión –digan lo que digan los secularistas- es que el Estado tiene el deber de resguardar la civilización espiritual de su propia sociedad. Para el legislador y el juez, eso significa ser guiados en la formulación e interpretación de las leyes, por el ethos moral que forma parte del patrimonio espiritual de una sociedad”.

Una justificación influyente para la asunción de la “nación creyente” es la idea de que la antigua política israelita, el marco corporativo del pueblo pactal de Dios, conserva valiedz de un modo muy específico, aun en la era del Nuevo Testamento.

Los defensores de una nación cristiana reconocen discontinuidades importantes entre los testamentos. Pocos sostienen que el contenido específico de la ley penal o civil del Antiguo Testamento permanece válido como ley positiva para los estados en la era del Nuevo Testamento. Los protestantes ortodoxos, por ejemplo, favorecen el criterio de la Confesión de Westminster según el cual no son los mandatos individuales precisos de la ley mosaica los que obligan a los cristianos hoy, sino solo “la equidad general de los mismos”.

Pero, crucialmente, los defensores asumen que el Estado-nación en la era del Nuevo Testamento puede y debiera exhibir la agencia religiosa unificada, manifiesta en la constitución del Antiguo Testamento. Presuponen que las naciones de hoy son la suerte de entidades que pueden encarnar o profesar corporativamente una fe religiosa particular.

No hay duda de que el antiguo Israel era, efectivamente, una entidad de ese tipo. Estaba constituido y definido por un llamado específico de Dios a entrar en una relación pactal, en la cual todas las dimensiones de su vida social y política estarían ordenadas por la Torá.

Pero, lo que muchos defensores de la nación cristiana parecen pasar por alto, es que este carácter pactal específico era ordenado por Dios explícitamente solo para un pueblo: el Israel bíblico. No hay evidencia bíblica o de otro tipo de que, tras la inauguración del Nuevo Pacto, Dios continúe mediando su actividad redentora en el mundo vía cualquier relación especial con una nación particular u orden político.

El pueblo de Dios del Antiguo Testamento realizó un rol único, irrepetible e inimitable como comunidad política divinamente creada. Una cosa es confesar –como debemos hacer- que Dios continúa rigiendo providencialmente todas las naciones y que las llama a someterse a su voluntad, y otra muy distinta es sostener que llama a naciones particulares a una relación pactal con Él, semejante a aquella en la que entró con el Israel bíblico.

Esta conclusión negativa es reforzada por una positiva igualmente importante. No solo no hay naciones escogidas hoy, sino que el pueblo de Dios del Nuevo Testamento ha sido fundado desde sus inicios como una comunidad transnacional. En Jesucristo, los gentiles son traídos a una relación de pacto con Dios. Vemos esto representado visiblemente en el carácter transétnico, transnacional y multilingüe de la iglesia primitiva en los Hechos, la que confesó, dramática y subversivamente, que “no hay judío ni griego… son todos uno en Cristo Jesús”. De aquí la Gran Comisión de “hacer discípulos a todas las naciones”. La iglesia del Nuevo Testamento literalmente no puede nunca asumir el título de “Nuevo Israel”, en el sentido de una comunidad política territorial en la que prevalece una ley divina positiva.

Esto obviamente no significa que la constitución del Antiguo Testamento no tiene nada que decir a los cristianos del Nuevo Testamento. Esa constitución es una instancia autoritativa única de la voluntad política de Dios para la humanidad, y permanece como una de significancia paradigmática para los cristianos.

Pero mientras que toda la ley del Antiguo Testamento revela la voluntad de Dios, nada en ella es inmediatamente autoritativo como ley positiva obligatoria, ya sea para el Pueblo de Dios hoy o para los diversos Estados en los que ellos residen. El mandamiento del Antiguo Testamento que ordena a los gobernantes sujetarse explícitamente a la fe en Yaveh no puede, entonces, ser aplicado a los gobernantes en la era del Nuevo Testamento.

La conclusión, por lo tanto, es que las naciones hoy no poseen agencia religiosa. Este es el sentido en que las naciones no pueden ser “cristianas”. En la edad del Evangelio, no hay naciones creyentes o pactales.

Sin embargo, hay naciones justas e injustas, y dado que el Evangelio es verdad pública (como lo señala Lesslie Newbigin) y no opinión privada, es igualmente importante afirmar que la fe cristiana tiene todo que decir sobre el orden político justo de las naciones en las cuales los cristianos son llamados a servir –sin privilegios- junto a sus conciudadanos.

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Originalmente publicado en Cardus. Traducción de Luis Aránguiz Kahn.

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