Estudios Evangélicos

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¿Quién estaría hoy con Hitler?

¿Qué caracterizaba a quienes resistieron contra el nacionalsocialismo?

Acabo de recibir For the Soul of the People, el libro que mejor documenta la resistencia de algunos grupos protestantes ante el nazismo. Literalmente, lo acabo de recibir, no lo he leído, por lo que ésta no es una reseña. Más bien quisiera, antes de leerlo, volver sobre cómo acostumbramos recibir este fenómeno, en particular a la luz de discusiones contemporáneas en que los cristianos son equiparados con los nazis, por ejemplo por adherir a la existencia de algunas normas morales carentes de excepción. Tal vez no valga siquiera la pena discutir una acusación semejante, podría con buena razón pensarse. Después de todo, se trata de una acusación vulgar, y un filósofo liberal que se encuentra a una distancia infinita del cristianismo parecería bastar como testigo: “si los nazis tuvieron algún tipo de concepción intelectual coherente, ésta no se originaba en ningún tipo de universalismo, sino […] en su rechazo a cualquier naturaleza humana en común y su recurso a la singularidad y a la historia única de los pueblos” (John Gray, en Las dos caras del liberalismo). Tiene razón Gray, pero sigue tratándose de una objeción popular, una sobre la que puede tener sentido por lo mismo detenerse. Un modo de hacerlo es volver a pensar sobre los opositores del nazismo.

 

Muchos sentimos, en efecto, cierta admiración por aquellos cristianos que, del modo que fuera, tomaron parte de la resistencia contra el régimen nacionalsocialista. Y tenemos razón al sentir dicha admiración, pues formar parte de la resistencia pasaba no sólo por una cierta dosis de coraje –consistente en arriesgar por lo bajo la propia vida-, sino además por una lucidez que no se encuentra muy parejamente repartida entre los humanos ni entre los cristianos. En efecto, muchos de los mejores teólogos alemanes de la época sintieron una fascinación inicial por Hitler –no sólo los teólogos más propiamente afectos a su régimen (como E. Hirsch), sino también figuras nobles cuyo juicio moral e integridad teológica hoy pocos ponen en duda (por ejemplo, un gigante como Gerhard Kittel): por todas partes hubo gusto inicial por el régimen, y eso es un motivo suficiente para admirar a los pocos que desde el comienzo mostraron no sólo coraje, sino la lucidez suficiente para tomar distancia del mismo.

 

Ahora bien, cuando se habla en un ambiente cristiano sobre el nacionalsocialismo, esto suele ir acompañado no sólo del sentimiento de admiración por algunas figuras de la resistencia cristiana al mismo, sino además por un cierto afán de volver contemporánea la discusión: nos interesa saber cuál sería “el Hitler de hoy” o “el espíritu de hoy” al que habría que oponerse para estar en la misma tradición de los hombres que admiramos. Nos preguntamos así si las luchas dentro de la iglesia alemana de entonces tienen algún paralelo en las luchas internas del cristianismo hoy. Y aunque cualquier paralelo resulta cuestionable –porque cualquiera pasaría por aparentemente minimizar la figura de Hitler- hay algo de sano en este intento por medirnos con este pasado cercano, por haber aquí al menos un consenso bastante amplio de toda la humanidad y de todos los cristianos en cuanto a cuál fue el lado “malo” en dicho capítulo de la historia. Así tenemos una “medida” bastante objetiva, si bien de naturaleza negativa, para medir lo que estamos o no estamos haciendo hoy.

 

Pero apenas se intenta utilizar dicha medida, cuando se intenta de un modo u otro luchar contra lo que tal o cual grupo de cristianos considere ser el “Hitler de hoy”, surge un obstáculo aparentemente insalvable: que todo dependerá de cuál sea, de los muchos elementos posibles, el criterio que usemos para describir al nacionalsocialismo. Se puede, por ejemplo, acentuar el carácter racista del régimen. Y así el tipo de conclusión que se podría sacar es que tal como entonces hubo que oponerse al racismo, ahora hay que oponerse al sexismo. Pero en lugar de eso, o bien junto a eso, también se puede acentuar el carácter revolucionario del régimen: su ausencia de respeto por la ley, su subversión de todas las instituciones tradicionales alemanas (y para quien conozca el periodo esto salta a la vista tanto como el racismo). Pero entonces la conclusión práctica que parece seguirse es que hoy deberíamos también rechazar todo análogo movimiento revolucionario. Otros preferirán acentuar lo que describirían como el carácter conservador del movimiento, manifiesto –podría alguien argumentar- en su carácter nacionalista. Y de eso se seguiría que hoy también debemos rechazar toda noción tradicional de soberanía nacional, o bien todo tipo de “conservadurismo” moral o teológico. O bien se puede acentuar el carácter socialista del régimen, que se encuentra incorporado en la autocomprensión del movimiento con el mismo énfasis que la palabra “nacional” – de lo cual podría seguirse un llamado al rechazo cristiano de toda forma de socialismo.

 

Así, la medida aparentemente sencilla que creíamos poseer al mirarnos ante el espejo de dicha época, parece diluirse. Y de hecho es fácil constatar esto viendo quiénes reclaman para sí, por ejemplo, la herencia de Bonhoeffer: la reclamaba para sí en los años 60 literatura del tipo “Honesto para con Dios” (Robinson); la reclamó luego Gustavo Gutiérrez para la teología de la liberación; y hace un tiempo nadie más ni nadie menos que el presidente norteamericano George Bush la reclamó para sí: si Hitler era un tirano, y Bonhoeffer consideraba lícito poner fin a la vida de un tirano, la conclusión respecto de Hussein le parecía caer por su propio peso. ¿Nos sirve de algo entonces el ejemplo del pasado, si el nacionalsocialismo al parecer puede ser descrito de cualquier modo y sus opositores pueden ser apropiados por cualquiera? Creo que sí, pero que las preguntas precedentes muestran que no puede ser de modo sencillo: requerirá de parte nuestra lectura lenta del pasado, en lugar del intento por ponernos unos a otros con demasiada prisa la etiqueta de nazi o de creernos demasiado rápidamente en la huella de los opositores del nacionalsocialismo.

 

Si hacemos eso, podemos partir por preguntarnos respecto del origen de la resistencia luterana al nacionalsocialismo. ¿Por qué un selecto grupo de cristianos consideró como consecuencia de su fe oponerse públicamente a su propio gobierno? Muy significativamente, cualquier explicación meramente política debe ser descartada: los cristianos que se le opusieron no se opusieron por pertenecer, por ejemplo, ellos a los adversarios políticos de Hitler. Pensemos en tres autores, pero que representan, al menos para el lado luterano, buena parte del espectro eclesiástico: junto al ya mencionado Bonhoeffer pienso en Martin Niemöller, cabeza de la iglesia confesante, y en Paul Schneider, el primer mártir de la misma. Así tenemos un teólogo, un hombre de las filas de la alta autoridad eclesiástica, y un pastor de un pequeño pueblo. Si consideramos a estos tres hombres, lo primero que podemos notar es que con la oposición de izquierda no tuvieron vínculo alguno de relevancia; pero tampoco en un comienzo con la oposición de los militares conservadores. La oposición cristiana a Hitler tuvo raíz propia. Y eso se puede constatar llamando la atención sobre el diverso origen político de estos cristianos. Niemöller es conocido hoy como un pacifista, que es lo que llegó a ser una década después de acabada la guerra. Pero en su momento no lo fue. Muy por el contrario, antes de ser pastor fue comandante de un submarino. Y desde sus convicciones germano-nacionales, tenía todo el trasfondo necesario para ser más bien un admirador de Hitler, de alguien que pudiera reestablecer la honra herida de Alemania. Bonhoeffer no tenía pasado político ni militar, sino que venía simplemente de una notable familia burguesa, importante en la vida académica alemana (tanto en la teología como en la psiquiatría). De ahí venía en buena medida su motivación intelectual, moral y doctrinal para oponerse a Hitler. Paul Schneider era en tanto él mismo hijo de un pastor de pueblo: horrorizado por el bolchevismo, pero aferrado con todo su corazón a los círculos obreros: “hagamos primero buenos a los hombres, y así llegaremos por su propio peso al Estado social”, escribía en 1920 siendo estudiante. Pronto busca hacer la práctica entre los obreros del carbón, “para aprender en qué ángulo de su corazón es que se ha secado la religión, y ojalá para aprender a amarlos cada vez más”. Los tres hombres de los que hablamos provenían, pues, de grupos sociales muy distintos. No es en uno u otro grupo social que hay que buscar el comienzo de su reacción contra Hitler. En rigor, hay que buscarla en Hitler mismo: la iglesia confesante no buscó el conflicto.

 

Pero al decir esto sería un error limitarnos a la opresión violenta de las iglesias. El choque directo rara vez fue lo característico, sino más bien el choque ideológico –y éste naturalmente puede ir acompañado, como frecuentemente iba, del más enfático discurso respecto del importante lugar que cabría a las iglesias en la nueva Alemania que se quería construir. La actitud del mismo Hitler puede ser resumida del siguiente modo: en un comienzo se manifiesta indiferente hacia las iglesias –de las cuales obviamente se ha distanciado-, y está dispuesto a concederles cierto lugar bajo el supuesto del sometimiento de las mismas. Al no ser total este sometimiento, al notar ciertos tipos de oposición o reticencia en ellas, pasa de la indiferencia al odio. Esto da lugar al conjunto de políticas que llevaran al momento de mayor conflicto en los años 1937 a 1938 (con 700 a 800 pastores presos en 1937). Desde entonces la política cambia, por la necesidad de concentrar todos los esfuerzos en la guerra, evitando entretanto todo conflicto interno en Alemania: de ahí en adelante, y hasta el final de la guerra, la hostilidad se verá reducida, en la esperanza nazi de que la cuestión eclesiástica se resolvería más fácilmente una vez ganada la guerra. En general se puede constatar el uso de un método de confrontación muy simple: por una parte el realizar afirmaciones abiertamente descaradas respecto del propio propósito –con tal brutal apertura, que los oyentes no crean que en serio se quiere decir lo que se dice-, pero por otra parte mostrarse dispuesto en otros discursos a hacer toda clase de concesiones, cambios, adaptaciones, para llegar a una solución lo mejor posible para todos. Esta mezcla de amedrentamiento y seducción se mostraría capaz de destruir a casi cualquier adversario.

 

¿Pero en qué consistió en concreto el choque ideológico? Sería un error reducirlo a la sola cuestión racial. Se trata por supuesto del elemento más llamativo del régimen nacionalsocialista, y al que lamentablemente las iglesias peor responderían. Pero es a la vez un elemento dentro de una visión mucho más compleja de la realidad política, que puede subsistir también donde ha sido depurada de dichos rasgos racistas. Pero podemos partir por ahí. Ya en el otoño de 1933 el artículo ario, que exigía la pureza racial a los funcionarios públicos, fue introducido por orden gubernamental en la iglesia, marginando con ello a numerosos pastores y a unos 100 teólogos. También los estudiantes de teología tendrían pronto que empezar a demostrar su origen ario para ser autorizados a rendir exámenes (1934-35). Además del juramento de lealtad a la patria que los pastores tradicionalmente recitaban en su ordenación, se añadía un juramento de lealtad expresa a Hitler (1938). Tema crítico, debería haber bastado para despertar en la iglesia conciencia sobre la centralidad que la cuestión judía tenía para el régimen, pero en general sólo llevó a protestas por constituir una violación de la autonomía de la iglesia. Con todo, al menos ello fue uno de los impulsos iniciales para el nacimiento de la iglesia confesante. Pero el conflicto con las iglesias se volvería mucho más fuerte en otros temas.

 

El nacionalsocialismo se entendía a sí mismo como una completa “visión de mundo” (Weltanschauung). Quien reduzca el nacionalsocialismo a sus notas de movimiento racista o autoritario, sin tomarlo en serio como una completa visión de mundo –como él mismo se entendió-, difícilmente podrá comprender el hecho de su amplia difusión, ni su intento por abarcar cada espacio de la vida. De haber comprendido esto, las iglesias probablemente habrían sabido reaccionar a tiempo de un modo más acertado. Pues naturalmente el nacionalsocialismo, al hablar abiertamente sobre las iglesias, evitaría hacerlo de modo hostil; pero al hablar sobre su propia visión de mundo, lo haría con una hostilidad abierta que difícilmente podría dejar a dudas. Así Hitler escribe en Mi Lucha que “las personas pueden hoy dolorosamente constatar que con la aparición del cristianismo llegó por primera vez el terror espiritual al mucho más libre mundo antiguo; y no podemos negar que desde entonces el mundo se encuentra presionado y dominado por esta fuerza, y que la fuerza sólo puede ser vencida con la fuerza y el terror con el terror. Recién entonces se podrá construir algo nuevo”. Y lo nuevo que se iba a construir “es más que una religión, es la voluntad de una nueva creación del hombre”.

 

Esta “nueva creación” se caracterizaría por la exaltación de la fuerza, el culto de lo vital, la sangre y la tierra, junto al culto personal a Hitler y toda la exaltación masiva que lo rodeaba. Las iglesias tienen que comprender –así lo decía uno de los ministros de asuntos eclesiásticos- “que ha llegado un nueva época, que las personas de esta época han sido hechas nuevas. La iglesia debe sumarse a estas personas y marchar con ellas”. Parte de este mundo “nuevo” es la exaltación de la unidad. Pero en ello las iglesias son un obstáculo, pues sostienen entre sí doctrinas ocasionalmente contrapuestas. En consecuencia, uno de los llamados del nazismo era el llamado a la “desconfesionalización”. En cierto sentido se puede decir que es el término del nacionalsocialismo para expresar su “laicismo”: la visión de mundo nacionalsocialista ofrece unidad para el pueblo, las distintas confesiones cristianas ofrecen división. Enfáticamente se aseguraba que las iglesias no serían privadas de su existencia, pero la desconfesionalización era todo lo abarcante que se pueda imaginar: con desarrollo de ceremonias alternativas de “bautismo”, se llegó a tener todo un sistema ritual del nazismo. Dentro de este proceso cabe nombrar no sólo los intentos por formar una sola iglesia alemana unificada, sino también la integración forzada de la juventud luterana en la juventud hitleriana, que ya en diciembre de 1933 afectó a 800.000 jóvenes. Los círculos cristianos adictos al régimen (el movimiento de los “Cristianos Alemanes”) se sumarían a este discurso, intentando mostrarlo al resto de los cristianos como una simple “puesta al día”: se trataba de mantener la fe, simplemente purificándola de parte de la antigua ortodoxia, burocracia y cerrazón propias del cristianismo tradicional – había que lograr un cristianismo que se librara de su estado “precientífico”, por el que ignora las leyes raciales y biológicas. Y no es nada extraño encontrar intentos por justificar esto como política misionera: para llegar al alemán de hoy requerimos modificar el cristianismo fosilizado… El resultado de este cristianismo “purificado” era lo que los nacionalsocialistas llamarían “cristianismo positivo”.

 

Pocos años antes de la llegada de los nazis al poder, Harnack, el principal teólogo vivo del protestantismo liberal, podía hacer la siguiente afirmación: “Rechazar el Antiguo Testamento en el siglo II habría sido un error al que con razón el grueso de la Iglesia se opuso; seguir manteniéndolo en el siglo XVI fue un destino del que la Reforma no estaba aún en condiciones de librarse; pero seguir conservando el Antiguo Testamento como autoridad canónica en el protestantismo, en el siglo XIX, es consecuencia de una parálisis de la religión y de la Iglesia”. Este pobre hombre seguramente no imaginó quiénes tomarían en serio su llamado. Pocos años más tarde Bonhoeffer ya se quejaba porque los alumnos ya no iban a clases de catecismo, irritados porque en ellas se seguía hablando sobre los profetas judíos. En un duro documento de la iglesia confesante, ésta constataría que esto ya se había vuelto una práctica habitual: “En muchos lugares partes esenciales de la enseñanza bíblica (el Antiguo Testamento) han sido eliminados de las clases de religión, así como elementos no cristianos (antiguo paganismo germano) han pasado a formar parte de las mismas”. Como diría ya en 1935 Goebbels, el ministro de propaganda del régimen, “la juventud nos pertenece, y no se la entregaremos a nadie”. En efecto, uno de los campos en los que se llevaría acabo más abiertamente el enfrentamiento con el cristianismo es en la batalla por el control de la educación. La lucha se desarrolló de distintas formas: en algunos casos se eliminaría las escasas escuelas confesionales existentes, en otros casos se eliminaría la asignatura de religión en los colegios públicos, en otros se mantendría, pero cambiando su contenido por “cristianismo positivo”, en otros, finalmente, la asignatura sería cambiada por una asignatura de “Lebenskunde” – ¿lo llamaríamos hoy “ética” o “educación cívica”?

 

En un frente distinto pero emparentado se encontraba el programa de eutanasia del gobierno nacionalsocialista. Dicho programa se encontraba perfectamente integrado con el resto de la visión de mundo: la producción de una raza viril, fuerte, etc., pasaba no sólo por la eliminación de una raza vista como inferior, sino también por la de aquellos miembros de la propia raza que no cumplieran con el estándar establecido y que fueran así una carga para el pueblo. De este modo incluiría no sólo la muerte de ancianos, sino también la de personas con distintos tipos de deficiencias físicas o psíquicas: todo el rango desde la senilidad a la demencia, la tuberculosis y la epilepsia quedaba cubierto, llevando a la muerte a unas 190.000 personas. Si bien este programa se desarrolló en un comienzo como algo estrictamente secreto, dicho secreto era imposible de mantener, pues muchas de las personas destinadas a este programa se encontraban bajo la custodia de instituciones cristianas que no siempre entregarían sus pacientes a las manos de los ejecutores. De este modo se produjo también aquí un foco de creciente tensión. Algunos pastores que dirigían asilos fueron encarcelados por su protesta ante estas medidas, pero el caso más significativo es el del obispo católico de Münster, Galen. Uno de los opositores importantes del régimen, fue el primero, sino el único, en hablar públicamente contra el programa de eutanasia, denunciándolo detenidamente en una de sus prédicas, en agosto de 1941. El efecto público fue tan fuerte, que Hitler se vio obligado a reaccionar. Y en este caso su reacción fue no el encarcelar a Galen, sino el detener el programa de eutanasia. Al menos momentáneamente. Pues acto seguido Hitler encargó a Goebbels la tarea de “crear conciencia” en la población respecto de la bondad del plan de eutanasia. Tal como hoy, la práctica fue justificada en primer lugar de ese modo: como un acto de compasión, calificándolo incluso de “muerte de gracia” (Gnadentod). Goebbels en tanto cumplió bien con su tarea, encomendando la producción de una película que lograría “sensibilizar” a la población al respecto: “Yo denuncio” (Ich klage an). Entre todos los ingredientes de la película que buscan “hacernos pensar” se encuentra incluso la figura de un pastor que originalmente está en contra de la eutanasia, pero luego se vuelve a favor de ella, con el argumento de que si Dios nos dio la razón, es para que la usemos… De este modo, en 1943 se podía reiniciar el programa, incluyendo en esta ocasión también a los huérfanos.

 

Si se suma esto a toda la exaltación revolucionaria en torno a la idea de “nuevos tiempos”, se tendrá la clave para entender la insistencia con la que los enemigos del régimen –incluyendo sus enemigos cristianos- eran caracterizados como “reaccionarios”. Esta acusación puede resultar curiosa a quienes hoy se han acostumbrado a ver en el nazismo un modelo de sociedad “reaccionaria”. Pero tal comprensión es absolutamente ahistórica: el nacionalsocialismo se comprendió a sí mismo como una revolución, y comprendió –muy consecuentemente- a sus adversarios como reaccionarios. Uno de los ejemplos más elocuentes de esto se encuentra en un libro de Rosenberg. Alfred Rosenberg, el principal ideólogo del régimen nacionalsocialista, había publicado en 1930 su libro El Mito del siglo XX, una obra de perfil claramente anticristiano –pero llena de admiración por Lutero- y tras Mi Lucha de Hitler la obra más importante para el nacionalsocialismo. Con esta obra había logrado atraer sobre sí la irritación de católicos y protestantes, tanto así que Bonhoeffer tenía que advertir contra los pastores de la iglesia confesante que ya no eran capaces de hacer una sola prédica sin atacar el “Mythus” de Rosenberg. Pero tal fijación con Rosenberg por parte de muchos pastores es comprensible: pues esto les permitía oponerse directamente al régimen sin por ello dirigirse directamente contra la figura de Hitler, lo cual muchos hubieran considerado traición a la patria. ¿Cuál fue la respuesta de Rosenberg? Tras las muchas críticas que había recibido de parte de católicos y protestantes, publicó un pequeño folleto de defensa, con el sintomático título A los Oscurantistas de Nuestra Época. El folleto hace gala del más burdo anticlericalismo desde el podio de la presunta “ciencia”, y concluye con la esperanza de haber contribuido a representar “el punto de vista del hombre del siglo XX en contra de los aún latentes conceptos medievales heredados de los siglos de la Inquisición”. Este intento por deshacerse del catolicismo simplemente tachándolo de oscurantista, medieval o inquisidor, tiene su paralelo respecto del protestantismo en otro escrito del mismo Rosenberg: Protestantes Peregrinos a Roma. Ahí el argumento es muy sencillo: la iglesia confesante, al oponerse al nacionalsocialismo, está adoptando una actitud “católica”, traicionando con ello la herencia germánica de Lutero: “Así estos ortodoxos han seguido fielmente el fundamento de la iglesia romana, tomando por dogma la forma más estancada de la tradición”. “La ley, la revelación, la iglesia, el credo – todas estas cosas son puestas hoy por sobre las necesidades vitales del pueblo alemán en su lucha por libertad interna y externa” – así reza la crítica de Rosenberg a las iglesias protestantes. El catolicismo es así calificado de oscurantista, el protestantismo de “católico” por seguirlo en dicho oscurantismo, y todo esto presentado como opuesto a las “necesidades vitales” y a la “libertad”. Un conjunto de “argumentos” verdaderamente resistentes al tiempo.

 

La historia de los cristianos bajo el nacionalsocialismo no es en general una historia heroica. Es más, la existencia de algunos personajes sobresalientes en lugar de limpiar la mancha sobre la iglesia silenciosa, en ciertos sentidos la agrava: muestra que era posible estar suficientemente enterado del mal, que era también posible reaccionar; muestra que en algunos casos la reacción costaría la vida, en otros la libertad, pero de un modo que si bien no acabaría con el régimen nazi, traería al menos alivio para algunos conciudadanos. Lo que compete a los cristianos no es una impenitente celebración por las pocas figuras heroicas. Les compete recordarlos con gratitud y al mismo tiempo ser autocríticos por el enorme silencio del resto. Respecto de lo que no les cabe ser autocríticos, es sobre la visión cristiana de mundo, pues el choque con la misma es algo que los mismos nazis veían como inevitable.

 

¿Qué tipo de autocrítica corresponderá hacer, en cambio, a los que si bien deploran el nacionalsocialismo siguen hoy albergando un discurso de meras “necesidades vitales”, caricaturizando el cristianismo como “oscurantista”, preocupados de demostrar que la juventud “les pertenece”, que buscan “crear conciencia” respecto de la “compasión” practicada en la eutanasia? ¿Qué tipo de autocrítica corresponde hacer, en suma, a quienes hoy niegan que existe una naturaleza humana en común y que sólo afirman la singularidad y los contextos históricos y locales? Eso les corresponde responderlo a ellos.

 

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