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Sexo sin cuerpos: para comprender la coalición LGBTQIA

La respuesta de la iglesia al movimiento LGBT debe ser que la materia importa.

Al mismo tiempo que nuestra cultura se ha desplazado con rapidez hacia la aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, el término “homosexual” ya ha desaparecido entre quienes se han tomado el tiempo de escuchar y aprender de sus vecinos y amigos gays y lesbianas. Por buenas razones, el lenguaje que estas personas prefieren ahora es “LGBT”: “lesbianas, gays, bisexuales, y transgéneros” (o “transsexuales”).

Debiéramos ver este cambio con buenos ojos, porque en efecto ayuda a esclarecer las múltiples sexualidades cuyos representantes han agrupado para buscar reconocimiento legal y alivio del estigma y la vergüenza. De hecho, el uso de las iniciales LGBT se ha ido expandiendo para incluir a personas Queer (o “en cuestión”) y asexuales ―con lo cual se incluye  a quienes encuentran que su sexualidad está deficientemente definida dentro de las actuales categorías “heterosexual” u “homosexual”. Así también se intenta incluir a los sujetos intersexuales, el pequeño pero real grupo de personas cuyos cuerpos nacen con un género ambiguo.

La proliferación de iniciales apunta a la formación de una poderosa coalición. Pero también nos recuerda las importantes diferencias entre los miembros de esa coalición. Los cristianos no pueden simplemente aceptar o rechazar el “matrimonio del mismo sexo” y pensar que con eso hemos dejado clara nuestra ética sexual. La coalición LGBTQIA presenta otros desafíos para la iglesia.

Para comenzar, consideremos tan solo a quienes se identifican como lesbianas o gays. Los patrones de expresión sexual, formación de relaciones, y descubrimiento de la identidad son notoriamente distintos entre hombres gays y mujeres lesbianas. En términos estadísticos, la orientación sexual gay al parecer emerge muy a menudo de modo temprano, definitivo y persistente; la orientación lésbica es más fluida y ambigua. (Esto también tiene implicaciones en las declaraciones de “recuperación” de la homosexualidad, una declaración que a menudo ha demostrado no ser confiable en el caso de los hombres “ex gay”).

 

La próxima frontera

 

En efecto, las investigaciones demuestran que el sexo en sí mismo es notoriamente distinto para gays y lesbianas. Hombres en relaciones gay estables y comprometidas están dispuestos a realizar “acuerdos abiertos para tener sexo fuera de la pareja”, como lo expresa un reciente artículo del New York Times. En efecto, más del 40 por ciento lo ha hecho.

En tanto, al parecer un gran número de mujeres en relaciones lésbicas comprometidas con el tiempo abandona por completo la actividad sexual. Estas no son, pues, meramente las versiones masculina y femenina de una misma cosa llamada “homosexualidad”; menos aún son las meras versiones “homosexuales” de una misma cosa llamada “sexualidad”: se trata de experiencias humanas profundamente distintas.

La bisexualidad plantea interrogantes aun más complicadas, y es la próxima frontera a la que los líderes de la iglesia se verán enfrentados, cualquiera sea su postura sobre la “homosexualidad”. Algunos líderes cristianos han llegado a creer que bendecir las uniones del mismo sexo es la mejor respuesta pastoral para aquellos que poseen una persistente orientación hacia el mismo sexo y aspiran a ser fieles a un pacto. ¿Pero qué decir de alguien que no manifiesta una orientación estable? ¿Debería la iglesia incitarlos hacia el matrimonio con el sexo opuesto? Hasta la más leve inclinación hacia la complementariedad entre lo masculino y lo femenino pronto puede llegar a ser considerada tan dogmática como creer que las relaciones gays y lésbicas no pueden ser bendecidas en absoluto.

Esto nos lleva al cuarto término de la coalición de minorías sexuales: las personas que se perciben a sí mismas como transgénero (lo cual refiere a una disonancia psicológica, a diferencia de la ambigüedad física de las personas intersexuales), “atrapadas” en el cuerpo equivocado. Este es otro difícil desafío pastoral, pues no se trata del tipo de género que se prefiere en la propia pareja (los transgénero manifiestan las cuatro posibles combinaciones de “orientación”), sino que se trata de la propia identidad como hombre o mujer. Las experiencias recogidas entre las personas transgénero también plantean las interrogantes hermenéuticas más complejas, pues no existen pasajes bíblicos obvios que aborden el asunto. (La referencia de Jesús a los “eunucos que nacieron así” bien puede aludir al fenómeno de los nacimientos intersexuales, hecho que en la antigüedad se conocía tanto como ahora). ¿De qué manera debiera la iglesia dar una respuesta compasiva a quienes expresan una intensa angustia psicológica relacionada con el género asignado biológica o socialmente a la persona?

Y luego debemos poner atención a aquellos que se identifican como queers, “en cuestión” o “asexuales”, quienes por su parte marcarían “ninguna de las anteriores” y consideran que incluso este espectro de categorías es demasiado estrecho para ajustar sus experiencias, deseos y preferencias personales.

 

El cuerpo de nadie

 

En verdad solo existe una convicción que puede unificar a esta coalición de experiencias humanas diversas. Y se trata de la irrelevancia del cuerpo; específicamente, la irrelevancia de la diferenciación sexual biológica en la manera en que usamos nuestros cuerpos.

Lo que une a la coalición LGBTQIA es la convicción de que en ningún sentido esencial o importante los seres humanos han sido creados como masculinos y femeninos. Lo que importa no es el cuerpo que uno tenga sino el corazón, el asiento de la voluntad y el deseo humano, cosa que solo su dueño puede conocer.

Los cristianos tendrán que escoger entre dos posturas coherentes. La primera, que creemos que los cristianos que respaldan las uniones gay y lésbicas en definitiva tendrán que asumir, consiste en decir que la diferenciación sexual corporal es irrelevante ―completa, total y absolutamente irrelevante― para la fidelidad al pacto.

El texto en el que esta postura tendrá que bassarse es que en Cristo no hay ni hombre ni mujer. Y tal como ocurre con todas las lecturas basadas en textos sueltos, sostenerla implicará descartar de plano un vasto rango de otros pasajes bíblicos, las distintas voces bíblicas (incluidas las de Jesús) que afirman y esclarecen el significado de la creación como “hombre y mujer”.

A medida que esta postura gana adhesión en nuestra cultura, el carácter del cuerpo como una creación dada cede paso a la aspiración de establecer, anunciar y realizar los propios deseos, discernidos internamente, sin ninguna referencia normativa al cuerpo que la persona casualmente habita. No es casualidad que en tanto que la sexualidad normativa ha sido redefinida, pasando de ser una realidad esencialmente exterior que une los cuerpos masculino y femenino, a una realidad esencialmente interior que da expresión al corazón de la persona, las acusaciones de intolerancia se han oído con más fiereza contra aquellos que sostienen la postura cristiana tradicional. ¿Cómo se atreven los cristianos a hablar contra el corazón de una persona?

El matrimonio, que siempre ha sido “desigual”, el enlace de dos tipos de cuerpo muy distintos, ahora debe ser “igual”, evaluado solamente por la sinceridad del amor y el compromiso de las personas. Insistir en la importancia de los cuerpos es desafiar al yo soberano, es sugerir que nuestras opciones éticas están limitadas por algo que no hemos elegido.

Existe otra postura coherente que los cristianos pueden sostener, aunque la sostendremos a un elevado costo social, al menos en el futuro previsible: que los cuerpos importan. En efecto, que los cuerpos tanto femeninos como masculinos poseen un valor y dignidad primordiales ―algo que no es menor, considerando la continua denigración de la mujer alrededor del mundo.

En realidad, que la materia importa. Porque detrás del rechazo del cuerpo en definitiva hay un desagrado gnóstico por lo corporal en general. Sostener una ética bíblica acerca del matrimonio es afirmar el contundente testimonio escritural ―que difícilmente puede reducirse a unos cuantos versos prohibitivos aislados― de que lo masculino y lo femenino en conjunto son imagen de Dios, que la creación de la humanidad como hombre y mujer es algo “muy bueno”, y que “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18, RV95).

La diferenciación sexual (junto con su resultado crucial que son los hijos, quienes poseen una conexión biológica con dos padres pero no son un reflejo exacto de ninguno de ambos) no es un accidente de la evolución o una barrera para la realización. En realidad es la forma de reflejar la imagen de Dios, y el modo en que la fructificación, la diversidad y la abundancia se sostienen en el mundo.

 

A la espera de la redención

 

¿Es posible sostener esta postura y amar a nuestro prójimo LGBTQIA? Sí. Porque cuando pasamos de los asuntos del cuerpo a los asuntos del corazón nos encontramos en un terreno sumamente familiar con nuestro prójimo LGBTQIA, y ellos con nosotros. Todos nosotros sabemos, en la profundidad de nuestro corazón, que somos “raros”. Nuestros anhelos, especialmente los vinculados con nuestra sexualidad, rara vez se corresponden plenamente con el modelo bíblico de un hombre y una mujer unidos de por vida. Cada uno de nosotros es miembro de una coalición de seres humanos que se sienten fuera de lugar en nuestros cuerpos al este del Edén. Y cada uno de nosotros está muy lejos de honrar a Dios y a los demás seres humanos con el propio cuerpo.

Esto es así en especial y de modo muy lamentable en una cultura saturada de pornografía, que amenaza con convertirnos a todos en gnósticos sexuales, buscando el éxtasis cada vez más allá de la dignidad y los límites del cuerpo, masculino y femenino, inserto en un pacto de amor.

¿Existe una manera fácil para salir de las actuales batallas por la sexualidad? No. Pero existe una manera de atravesarlas. Un remanente, quizá pequeño y quizá sustancial, continuará enseñando que hemos sido creados como hombre y mujer, bendiciendo matrimonios que reúnan a esas dos mitades rotas, y recordándonos a todos, casados y solteros, que “en la resurrección no se casan ni se dan en casamiento”: que en definitiva nuestro eros terrenal solo refleja la reunión prometida entre el Creador y los portadores de su imagen. Entre tanto, todos seremos raros, gimiendo mientras esperamos la redención de nuestros cuerpos. A la alianza LGBTQIA agreguémosle una H; porque en eso consiste ser plena, incompleta y esperanzadamente Humano.

 

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Publicado originalmente en Christianity Today, n. 57, 6, 2013. Traducido con autorización. Traducción de Elvis Castro.

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