Una más vívida teología de la niñez
Resumen del post:
Aun cuando expresamos inquietudes por la infancia, nuestros actos —no solo en nuestra sociedad, sino incluso en nuestras iglesias— dejan ver una falta de compromiso con los niños.
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Fecha:
13 junio 2011, 10.49 PM
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Autor:
Marcia J. Bunge
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Publicado en:
Cuestiones fundamentales
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Una más vívida teología de la niñez
Aun cuando expresamos inquietudes por la infancia, nuestros actos —no solo en nuestra sociedad, sino incluso en nuestras iglesias— dejan ver una falta de compromiso con los niños.
Hoy somos muchos los que expresamos nuestra preocupación por los niños[1]. ¿Se los cría con amor y afecto? ¿Están recibiendo una buena educación? ¿Están seguros en sus hogares y escuelas? ¿Poseen buenos modelos a seguir? ¿Habrán de encontrar sentido y propósito para sus vidas? ¿Contribuirán a la sociedad de formas positivas? En la iglesia también nos preguntamos ¿tendrán fe nuestros niños? ¿Habrán de vivir aquella fe en servicio y compasión por los demás?
Aun cuando expresamos inquietudes como éstas, nuestros actos —no solo en nuestra sociedad, sino incluso en nuestras iglesias— dejan ver una falta de compromiso con los niños. Muchos países ni siquiera pueden cubrir sus necesidades básicas, y hay niños en todo el mundo que sufren hambre, pobreza, abuso y abandono, y depresión. En Estados Unidos, el 16% de los niños vive en la pobreza y aproximadamente nueve millones no tienen seguro de salud. Muchos de ellos asisten a escuelas inadecuadas y peligrosas, y programas preescolares sólidos, como Head Start, carecen de fondos suficientes. La infancia es una de las últimas prioridades en las decisiones sobre la repartición de presupuestos a nivel estatal y federal; la mantención de carreteras y el presupuesto militar tienen preferencia antes que nuestros niños, a pesar de las promesas de los políticos de “que ningún niño quede atrás” en cuanto a salud y educación.
Las iglesias no han sido abogados públicos consistentes para los niños. Las iglesias protestantes liberales apoyan la legislación que protege la salud y seguridad de la infancia, sin embargo vacilan en contribuir significativamente en el debate público sobre el fortalecimiento de la familia. Las iglesias protestantes evangélicas y conservadoras, por otra parte, tienen mayor participación en los debates estadounidenses sobre matrimonio y familia. Sin embargo, a veces el estrecho enfoque de estas iglesias se reduce a los derechos de los padres a criar y educar a sus hijos sin la intromisión del estado, tanto así que abordan de modo inadecuado las responsabilidades de los padres, la iglesia y el estado en la protección, educación y sustento de todos los niños.
Incluso dentro de nuestras congregaciones, donde ciertamente cuidamos a los niños y hemos creado programas en su beneficio, a menudo falla nuestro compromiso hacia ellos. Recientemente hemos sido testigos de ello en los casos de abuso sexual infantil al interior de la Iglesia Católica, donde las preocupaciones financieras, la carrera de algunos sacerdotes, y la reputación de obispos o congregaciones particulares estuvieron por encima de la seguridad y necesidades de los menores. Mostramos también falta de compromiso hacia los niños en otras formas más sutiles. Por ejemplo, muchas congregaciones carecen de un programa sólido de educación religiosa para niños, y no se incorporan ni retienen maestros calificados.
Muchas iglesias consideran que la reflexión sobre la formación moral y espiritual de los niños está “por debajo” de la tarea de sus teólogos y que es un área de investigación adecuada solo para consejeros pastorales y educadores religiosos. En consecuencia, los teólogos sistemáticos, y cristianos que reflexionan sobre ética poco dicen acerca de los niños, y no existe una enseñanza bien desarrollada sobre su naturaleza o por qué deberíamos preocuparnos por ellos y protegerlos[2]. Aunque las iglesias poseen enseñanzas altamente desarrolladas en temas relacionados, como el aborto, la sexualidad humana, relaciones de género, y anticonceptivos, no ofrecen una reflexión sustentada sobre la naturaleza de los niños o nuestras obligaciones hacia ellos. Además, los niños no tienen un rol en el modo en que los teólogos sistemáticos piensan las cuestiones teológicas fundamentales, como la naturaleza de la fe, el lenguaje acerca de Dios, y la labor de la iglesia. Asuntos que atañen a los niños por cierto se abordan ocasionalmente en la reflexión teológica sobre la familia. Sin embargo, “La mayor parte de la enseñanza de la iglesia consiste simplemente en amonestar a los padres a educar a los hijos en la fe, y que los hijos obedezcan a sus padres”[3].
Detrás de nuestra falta de compromiso hacia los niños en la iglesia y en la cultura en general se esconden varias visiones simplistas sobre la infancia y nuestras obligaciones hacia ella. En una cultura consumista, la “mentalidad de mercado” configura nuestra actitud hacia los niños como seres que carecen de valor inherente, considerándolos más bien productos, consumidores o incluso cargas económicas. O los consideramos —en otra postura reduccionista— o del todo buenos, o del todo malos. Por ejemplo, las revistas o periódicos populares tienden a retratar a los infantes y niños pequeños como seres puros e inocentes a quienes adoramos, mientras que los adolescentes son criaturas ocultas y oscuras a quienes debemos temer. En la tradición cristiana, a menudo nos hemos enfocado en los niños meramente como pecadores o como criaturas que “aún no son plenamente humanas”. Estas posturas extremadamente simplistas aminoran la complejidad de los niños y su valor intrínseco, y con ello debilitan nuestro compromiso y sentido de obligación hacia ellos.
Es posible superar estas posturas simplistas si rescatamos una más rica imagen de la niñez desde la tradición cristiana. Aunque algunos teólogos han expresado concepciones reducidas e incluso destructivas acerca de los niños, existen seis modos centrales de hablar de la niñez que, al ser recuperadas de modo crítico, pueden ampliar nuestra concepción sobre los niños y fortalecer nuestro compromiso hacia ellos. La tradición cristiana representa a los niños de maneras complejas, casi paradojales, como don de Dios y señal de la bendición de Dios, aunque ellos son pecadores y egoístas; como criaturas en desarrollo con necesidad de instrucción y guía, pero con todo son plenamente humanos y hechos a la imagen de Dios; y como modelos de fe, fuente de revelación, y representantes de Jesús, aunque ellos sean huérfanos, prójimos, y extranjeros que requieren un trato justo e íntegro. Tomadas en conjunto, estas seis formas centrales presentan un cuadro complejo de la niñez que puede proporcionar un fundamento sólido para programas de educación religiosa más creativos, una más seria reflexión teológica y ética sobre los niños, y un compromiso renovado de servirlos y protegerlos.
Los niños en la Escritura y la tradición cristiana
La Escritura a menudo retrata a los niños como don de Dios y señal de Su bendición. Los niños son fuente de gozo y placer, quienes en definitiva provienen de Dios y a Él pertenecen. El salmista dice que los niños son una “herencia” del Señor y una “recompensa” (Salmo 127:3 NVI). Lea, la primera esposa de Jacob, habla de su sexto hijo como una dote o presente de bodas, donado por Dios (Gn 30:20). Los padres reciben estos regalos preciados pues Dios se está “acordando” de ellos (Gn 30:22); 1 Sam 1:11, 19) y concediendo “buena fortuna” (Gn 30.11); “fructificar” con niños es recibir la bendición de Dios[4].
Todo niño, ya sea biológico o adoptivo, es un “don” para nosotros; es algo más que nuestra propia hechura, y se desarrollará de formas que no podemos imaginar o controlar. Los científicos aún exploran los misterios en torno a la concepción; aun con los grandes avances en la tecnología reproductiva, todavía no comprendemos ni podemos controlar todos los factores que permiten la concepción y un embarazo completo. También existe maravilla y misterio en el proceso de adopción.
Los niños —debemos recordarlo— son un don de Dios no tan solo para sus padres, sino además para la comunidad. Ellos crecerán no solo para ser hijos o hijas, sino también esposos o esposas, amigos, vecinos, y ciudadanos.
Además de decir que los niños son un don y una señal de la bendición de Dios, la Biblia y la tradición se refieren a ellos como fuente de gozo y placer. Abraham y Sara se regocijan por el nacimiento de su hijo Isaac. Aun en su terror y angustia, Jeremías recuerda la historia de que las noticias de su propio nacimiento otrora causaron “gran alegría” a su padre Hilcías (Jer 20:15). Un ángel promete a Zacarías y Elizabeth que su hijo les traería “gozo y alegría” (Lc 1:14). “La mujer cuando da a luz tiene dolor, porque ha llegado su hora”, dice Jesús, “pero después que ha dado a luz a un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo” (Jn 16:20-21). Los padres en el pasado quizá querían niños por razones que hoy no siempre enfatizamos, para perpetuar la nación o para asegurarse de que alguien les cuidaría en la vejez. No obstante, existe hoy como en el pasado un sentido de que una de las mayores bendiciones de nuestra interacción con los niños es sencillamente el gozo y agrado que nos causan.
A menudo la tradición cristiana describe a los niños como criaturas pecadoras y agentes morales. “La entera naturaleza” de los niños, dice Calvino, es una “semilla de pecado; por tanto, no puede ser sino odiosa y abominable para Dios”[5]. Johann Arndt afirma que en los niños está oculta “una raíz maligna” de un árbol venenoso y “una maligna semilla de la serpiente”[6]. Jonathan Edwards escribe que, por inocentes que aun los infantes puedan parecer, “si están fuera de Cristo, no lo son a los ojos de Dios, sino que son jóvenes víboras, e infinitamente más aborrecibles que las víboras”[7].
Esta postura se sustenta en varios pasajes bíblicos. Por ejemplo, leemos que cada inclinación del corazón humano “se inclina al mal desde su juventud” (Gn 8:21) y que la necedad “está ligada al corazón del muchacho” (Pr 22:15). Los Salmos declaran que somos pecadores al nacer y que “se apartaron los impíos desde la matriz; se descarriaron hablando mentira desde que nacieron” (Sal 51:5; 58:3). Toda persona está “bajo el pecado”, escribe el apóstol Pablo, por tanto “no hay justo, ni aun uno” (Ro 3:9-10; cf. 5:12).
A simple vista, este modo de pensar acerca de los niños puede parecer negativo y destructivo. ¿Qué bien puede causar el hablar de los niños, especialmente los infantes, como pecadores? ¿No está acaso esta visión de los niños en desesperada disonancia con las actuales concepciones psicológicas que resaltan su potencial de desarrollo y su necesidad de amorosa crianza? Este énfasis en el pecado, ¿no conduce automáticamente al trato áspero e incluso violento con los niños?
En algunos casos, ciertamente el considerar a los niños como pecaminosos ha llevado a un trato severo y aun al abuso de ellos. Recientes estudios sobre la raíz religiosa del abuso de niños muestran cómo la visión de los niños como pecaminosos o depravados, particularmente en algunas formas de protestantismo europeo y estadounidense, ha conducido a algunos cristianos a acentuar la necesidad de los padres de “quebrantar sus voluntades” a una muy temprana edad mediante un áspero castigo físico. Este tipo de énfasis en la depravación de los niños ha conducido, en algunos casos, al abuso físico e incluso la muerte de niños, incluyendo infantes.
Aunque este abuso, e incluso formas de castigo físico más blandas, debe ser rechazado, y aunque considerarlos exclusivamente como pecadores a menudo ha distorsionado el enfoque cristiano hacia los niños, merece la pena revisitar y recuperar en forma crítica la noción de que los niños son pecadores. Existen tres aspectos útiles en esta noción que debemos tener en cuenta si hemos de evitar posturas estrechas y destructivas sobre la niñez.
Primero, cuando decimos que los niños son pecadores, estamos diciendo que ellos nacen a un “estado de pecado”, a un mundo que no es lo que debiera ser. Sus padres no son perfectamente amorosos y justos; las instituciones sociales que los apoyan, como escuelas y gobiernos, no están libres de corrupción; y las comunidades en que viven, por seguras que sean, poseen elementos de injusticia y violencia. Ningún nivel de relaciones humanas es como debería ser. Además, sumado a la ruptura en las relaciones e instituciones en que nacen, los seres humanos encuentran cierto tipo de ruptura al interior de sí mismos. A medida que crecemos, nos desarrollamos y somos más conscientes de nuestras acciones, vemos lo fácil que nos resulta ser egocéntricos o dar una importancia desmedida a la aprobación de los demás.
Cuando decimos que los niños son pecadores, también estamos diciendo que ellos efectúan “pecados reales”, que son agentes morales que a veces actúan de forma egocéntrica y perjudicial para ellos mismos y los demás. Estamos tomando en cuenta la capacidad de un niño de aceptar algún grado de responsabilidad en las acciones nocivas. Estos “pecados reales” (contra los demás o uno mismo) tienen su raíz en el “estado de pecado” y en la incapacidad de centrar nuestras vidas en los divino. En lugar de estar firmemente arraigados en el “infinito” que es más grande que nosotros, nuestras vidas terminan centradas en objetivos y logros “finitos”, como el éxito profesional, ganancias materiales, nuestra apariencia, o la aprobación de quienes nos rodean. Cuando esto ocurre, es fácil que nos volvamos excesivamente centrados en nosotros mismos; perdemos la capacidad de amar al prójimo como a nosotros mismos y de actuar con justicia y equidad. Esta visión de los “pecados reales” de los niños se distorsiona cuando los teólogos equivocadamente igualan las necesidades físicas y emocionales de un niño o las etapas de desarrollo tempranas con el pecado. Sin embargo, cuando se aplica con cautela y atendiendo a los conocimientos psicológicos en el desarrollo del niño, dicha visión puede además fortalecer nuestra conciencia de las crecientes capacidades morales de los niños y sus niveles de responsabilidad.
Aunque es importante reconocer que los niños nacen en un estado de pecado y son seres morales capaces de cometer pecados reales contra Dios y los demás, existe un tercer aspecto importante en la noción de que los niños son pecadores: que los infantes y los niños no son tan pecadores como los adultos y por lo tanto no requieren de tanta ayuda para amar a Dios y al prójimo. Ellos no han adquirido malos hábitos o desarrollado pensamientos y sentimientos negativos que potencien comportamientos destructivos. Para expresar la misma idea en términos positivos, los jóvenes pueden ser formados con mayor facilidad que los adultos, y es más fácil instruirlos y llevarlos por un camino derecho. Esta es una razón por la cual la mayoría de los teólogos que han enfatizado que los niños son pecadores nunca han concluido que ellos debieran recibir castigos físicos o un trato inhumano. Más bien los han visto como “plantas tiernas” que necesitan de una guía afable y amorosa en lugar de tratamientos ásperos.
Dentro de la tradición cristiana, una tercera perspectiva central plantea que los niños son seres en desarrollo que necesitan instrucción y guía. Dado que los niños están “en camino” a convertirse en adultos, necesitan cuidado y guía de parte de los adultos para ayudarlos a desarrollarse intelectual, moral y espiritualmente. Necesitan aprender las habilidades básicas de lectura, escritura y pensamiento crítico. Además necesitan que se les enseñe lo bueno y lo justo y a desarrollar virtudes y hábitos particulares que los capaciten para comportarse en forma apropiada, a desarrollar amistades, y a contribuir al bien común.
La Biblia incentiva a los adultos a guiar y educar a los niños. Se le ordena al adulto “Instruye al niño en su camino” (Pr 22:6), y que críe a los niños “en disciplina y amonestación del Señor” (Ef 6:4). Los padres y adultos al cuidado de los niños debieran hablarles sobre la fidelidad de Dios (Is 38:19) y sobre “su potencia y las maravillas que hizo” (Sal 78.4b). Los mayores deben enseñar a los niños las palabras de la Ley (Dt 11:18-19; 31:12-13), el amor debido solo a Dios (Dt 6.5), y lo que es bueno, recto y justo (Gn 18:19; Pr 2:9).
Podríamos decir que los adultos deben atender al “entero ser” de los niños y proporcionarles una guía en el aspecto emocional, intelectual, moral y espiritual. Es decir, además de otorgar una buena educación a los niños y enseñarles destrezas necesarias para ganarse la vida y formar una familia, los adultos deben instruir a los niños acerca de la fe y ayudarlos a desarrollar sensibilidades morales, carácter, y virtudes para que puedan amar a Dios y amar al prójimo con justicia y compasión.
Aunque los niños están en desarrollo, ellos son, al mismo tiempo, seres humanos cabales y completos hechos a imagen de Dios. Este tema a veces olvidado en la tradición cristiana ayuda a evitar maltratos a los niños pues nos recuerda que ellos merecen respeto y dignidad. Dado que “La infancia no es meramente el preludio a la adultez”, Herbert Anderson y Susan B. W. Johnson señalan que “el niño ya posee el valor y la profundidad de la humanidad plena”[8]. Reconocer la plena humanidad de los niños es el primer paso hacia el trato respetuoso de todos los niños. La Biblia enseña que Dios hizo a la humanidad a imagen de Dios (Gn 1:27); por tanto, todos los niños, sin importar raza, género o clase, son plenamente humanos y dignos de respeto.
El Nuevo Testamento retrata a los niños en modos insólitos e incluso radicales como testigos morales, modelos de fe para los adultos, fuentes o medios de revelación, y representantes de Jesús. En los evangelios vemos a Jesús abrazando a los niños y reprendiendo a quienes querían alejarlos, sanándolos y aún elevándolos a modelos de fe. Él se identifica con los niños y equipara el recibir a un pequeño en su nombre a recibirlo a Él mismo y a quien lo envió. “si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, advierte Jesús. “Cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe (Mt 18:2-5). Y él agrega «Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de los cielos» (Mt 19:14)[9].
Estas perspectivas acerca de los niños siguen siendo hoy tan insólitas como lo fueron en los días de Jesús. En el primer siglo, los niños ocupaban una baja posición en la sociedad, el abandono no era un crimen, y no se los presentaba como un modelo para los adultos[10]. Aun hoy es raro que resaltemos lo que los adultos puedan aprender de los niños.
Finalmente, los numerosos pasajes bíblicos que nos ordenan que tratemos al huérfano, al prójimo y al extranjero con justicia y compasión muy claramente iluminan nuestra responsabilidad de ayudar a todo niño en necesidad, especialmente niños pobres entre los miembros más vulnerables de nuestra sociedad. El cuidado de estos niños de seguro es parte de la búsqueda de la justicia y del amor al prójimo[11].
El compromiso de la Iglesia con los niños en el presente
Cada vez que nos alejamos de esta rica y compleja visión de los niños que hallamos en la Escritura y la tradición cristiana, y en su lugar nos enfocamos en solo uno o dos aspectos de lo que son los niños, corremos el riesgo de caer en una comprensión deficiente de nuestras obligaciones hacia ellos. Nos arriesgamos a tratarlos de formas inapropiadas y perjudiciales.
Considérese lo que ocurre cuando vemos a los niños solo como regalo de Dios y modelos de fe. Aunque los desfrutemos y aprendamos de ellos, podemos descuidar sus responsabilidades morales y minimizar el papel que los padres y otros adultos al cuidado de niños debieran desempeñar en su desarrollo moral. Al final, podemos adoptar un enfoque “a distancia” sobre la paternidad que subestime las responsabilidades tanto de los adultos como de los niños. Algunos cristianos resaltan hoy la inocencia y sabiduría de los niños, pero fallan en la articulación del pleno espectro de responsabilidades del adulto hacia el niño, como también de las crecientes capacidades morales del propio niño.
Por otra parte, si vemos a los niños primariamente como pecadores y necesitados de instrucción, entonces enfatizaremos el rol de los padres y otros adultos en la guía e instrucción de los niños, y reconoceremos las propias responsabilidades morales del niño. Sin embargo, podemos descuidar el aprender de ellos, gozarnos en ellos y estar abiertos a lo que Dios nos revela a través de ellos. Además, podemos reducir estrechamente nuestra comprensión de la paternidad a instrucción, disciplina, y castigo. Este enfoque, presente en formas más blandas o más extremas a través de la historia de la iglesia, aparece en algunos manuales de paternidad escritos por cristianos de hoy. Algunos continúan razonando que como los niños son pecadores, los padres debieran literalmente “sacarles el demonio a golpes”. Aun cuando dichos libros resaltan el trato amable a los niños, su enfoque en la naturaleza pecaminosa de éstos presenta una postura estrecha de la niñez, de las relaciones padre-hijo, y de las obligaciones de la comunidad hacia los niños.
Evitemos este tipo de deficientes enfoques de la niñez en la cultura y la iglesia mediante la apropiación de las seis perspectivas bíblicas sobre los niños. Al tener las seis en consideración, vamos a fortalecer nuestra relación con los niños, reflexionar más seriamente sobre nuestras obligaciones hacia ellos, y desarrollaremos un compromiso más significativo hacia ellos.
Cuando verdaderamente percibimos a los niños como un don de Dios y fuentes de gozo, estaremos más agradecidos por ellos y los disfrutaremos. No los veremos como “propiedad” de sus padres, sino más bien como un regalo para ellos y para la comunidad.
Una perspectiva de los niños como criaturas pecadoras y agentes morales nos ayudará a reconocer y cultivar sus crecientes capacidades morales y sus responsabilidades.
Si vemos a los niños como seres en desarrollo con necesidad de instrucción, entonces hemos de guiarlos y enseñarles de un modo más intencional. Vamos a apoyar oportunidades educacionales plenas e integrales para todos los niños de la sociedad. Además, desarrollaremos materiales y programas educacionales religiosos más sustanciales para los niños en la iglesia.
Cuando vemos a los niños como hechos a imagen de Dios y plenamente humanos, los trataremos a todos, con independencia de edad, raza, clase o género, con más dignidad y respeto. Como sociedad, proporcionaremos los recursos que necesitan para realizarse, incluyendo la nutrición apropiada y adecuada atención médica.
Si verdaderamente creemos, como hizo Jesús, que los niños pueden enseñar a los adultos y ser testigos morales, modelos de fe y fuentes de revelación, entonces los escucharemos más atentamente y aprenderemos de ellos. Entonces vamos a estructurar nuestros programas de educación religiosa en formas que honren sus inquietudes y pensamientos, y reconoceremos la importancia de los niños en el viaje de la fe y la maduración espiritual de los adultos.
Cuando nos demos cuenta de que los niños están entre los huérfanos, prójimos y extranjeros que la Palabra nos manda a amar y cuidar, entonces trabajaremos con mayor diligencia para proteger y servir a todos los niños en necesidad. Nos haremos más fuertes y más creativos abogados de los niños de nuestro país y del mundo.
De éstas y otras formas, una comprensión de los niños compleja e informada por la Escritura combate las concepciones simplistas y destructivas sobre ellos. Esta más vívida teología de la niñez nos impulsa a tomar de un modo más comprometido y responsable el llamado cristiano de preocuparse por todos los niños.
[1] Copyright del Center for Christian Ethics, Baylor University para el original y la traducción. Traducción de Elvis Castro. Traducido y publicado con autorización del Center for Christian Ethics.
[2] Véase Todd David Whitmore con Tobias Winright, “Niños: un tópico no desarrollado en la enseñanza católica”, en The Challenge of Global Stewardship (El desafío de la mayordomía mundial), editado por Maura A. Ryan y Todd David Whitmore, Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1997, 161-85. Las afirmaciones de Whitmore sobre la Iglesia Católica pueden aplicarse a la teología cristiana en general.
[3] Ibíd., 162
[4] Véase, por ejemplo, Gn 17:16, 28:3, y 49:25; Ex 23:25-26; Dt 7:13-14, 28:11, y 30:9; Job 5:25; Sal 127:3-5, y 128:3-4. Véase varias otras referencias bíblicas a los niños como “dones” en Roy B. Zuck, Precious in His Sight: Childhood and Children in the Bible (Preciados a sus ojos: la niñez y los niños en la Biblia), Grand Rapids, MI: Baker Book House, 1996, 49.
[5] Juan Calvino, Institución de la fe cristiana. Citado por Barbara Pitkin, “’La herencia del Señor’: los niños en la teología de Juan Calvino”, en The Child in Christian Thought (El niño en el pensamiento cristiano), editado por Marcia Bunge, Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2001, 167.
[6] Johann Arndt, True Chirstianity (El verdadero cristianismo), traducción de Peter Erb, Nueva York: Paulist Press, 1979, 34-35. Versión en castellano en preparación.
[7] Jonathan Edwards, Algunos pensamientos sobre el presente avivamiento (1742), en The Great Awakening (El gran despertar), editado por C. C. Goen, New Haven: Yale University Press, 1972, 394. Citado por Katherine Brekus, “Hijos de la ira, los hijos de la gracia: Jonathan Edwards y la cultura puritana de la crianza de los hijos”, en El niño en el pensamiento cristiano.
[8] Herbert Anderson y Susan B. W. Johnson, Regarding Children: A New Respect for Childhood and Families (Acerca de los niños: un nuevo respeto por la niñez y las familias), Louisville, KY: Westminster/John Knox Press, 1994, 9.
[9] Algunos de los pasajes más significativos en los evangelios son: Mc 9:33-37, Lc 9:46-48, Mt 18:1-5; Mc 10:13-16, Mt 19:13-15, Lc 18:15-17; Mt 11-25 y 21:14-16. Para la discusión de éstos y otros pasajes en el Nuevo Testamento, véase Judith Gundry-Volf, “El menor y el mayor: los niños en el Nuevo Testamento”, en El niño en el pensamiento cristiano, 29-60.
[10] Gundry-Volf, op. cit., 39.
[11] Véase, por ejemplo, Ex 22:22-24, Dt 10:17-18 y 14: 28-29.
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