Estudios Evangélicos

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¿Alguna gratitud a la monarquía británica?

Este septiembre que va cerrando fue marcado por el deceso de la Reina.

No es preciso dar nombre, numeración ni reino. Aún no siendo la única en el mundo, tan reina fue que todos la identifican a la sola mención de su título y, en parte, se cumplió lo que aquel grupo denominado “Los Prisioneros” profetizó hacia 1984 de que nuestro “inocente pueblo” latinoamericano lloraría su deceso, muy tardío respecto al final del propio grupo.

Por supuesto, no todos lloraron. A nadie debe forzársele a las lágrimas y menos por alguien que no compartió ni la mesa de nuestra casa, como por lo menos lo hacía con su retrato para el profesor de Another brick in the wall o en los millones de libras esterlinas para millones de chaucheros británicos, como supondré que usan.

En ocasiones como estas, dentro del ambiente evangélico latinoamericano suelen levantarse voces condenatorias, pues al ver exhibida demasiada ceremonia, pompa y disciplina —¡demasiada! —ello necesariamente activa el “detector de idolatrías” que todo protestante debe portar consigo. Otros apelarán a que sólo Cristo es rey —¡si supieran en qué púlpitos se inició predicando aquello! —y el marcado republicanismo e igualitarismo en que nos hemos criado como algo natural, les hace ver a algunos en esas reliquias coronadas a gente perezosa y despectiva de los demás humanos por el sólo hecho de ser quienes son. Quien haya dado alguna ojeada sobre libros se apresuró a descargar en Isabel los cargos reunidos contra el Imperio Británico desde los días de Pocahontas, y alguno recordó que parte de la Comunión Anglicana no mira con malos ojos las uniones homosexuales, por lo que su repudio a la fallecida es seguro, como cabeza de una iglesia corrupta, señal de la apostasía universal. Y, lo digo sonrojándome, no poco cunden en ambientes como los nuestros, —aunque no tenemos la exclusiva —las referencias de tipo conspiranoico donde el lazo efectivo de esta monarquía con la masonería es lo menos que nos toparemos: acabaremos en el baile entre druidas, satanistas y reptilianos.

Tras la sabrosa sátira que descubre mucho de la pobreza de nuestra reflexión en torno, más sosegados, aun así, podría parecernos este tema totalmente ajeno, ampliamente mundano y contaminado por las fétidas aguas de la política y el poder; no el digno menester de un verdadero cristiano y, sin percatarnos, lo diremos asumiendo un lenguaje de nobles que no se rebajarían a lo vulgar. ¿Nos damos cuenta de ello? Aquel que tenga memoria de su caminar con Jesús en alguna iglesia recordará nombres, libros e imágenes que no procedían de nuestra tierra, sino que, traídas aquí, hablaban la lengua de la fallecida monarca y, algunos de esos pioneros que nos antecedieron, en la vida civil se contaron entre los millones de súbditos del más extenso imperio que jamás vio la Tierra. ¡Aquello no puede ser obra del azar! Tanto peor será si les recordamos que, aun con la severa admonición de Samuel y la hermosa parábola de los árboles en Jueces, Dios se dignó a usar la monarquía como realidad y signo incluso de su amor, como los mismos ingleses cantan en I vow to Thee, my Country: “Y hay otro país / del que he oído hablar de hace mucho. / Muy querido para quienes lo aman/ lo más grande para aquellos que lo saben”.

En tiempos donde incluso en nuestros templos no parece haber nada sagrado: ni en los ofrenderos, ni en los púlpitos, ni en el mantel con un versículo bíblico que una hermana bordó; la monarquía se niega a morir en uno de los países más desarrollados y, quizá de los más progresistas, por contradictorio que parezca. Si más gente tuviera la certeza de algunos, de que aquellas cosas no son más que pantomimas con que los poderosos controlan a los demás, creo que no participarían, no sólo con tanta voluntad como lo hicieron durante las exequias reales, sino que no se gastarían en gestos tan familiares como los de escribir cartas, colocar flores que se secarán a orillas del palacio de Buckingham o en intentar estrechar la mano del nuevo rey como si al vecino se le hubiese muerto su madre.

Y es que en la naturaleza humana parecen haber elementos que la mantienen con vida, siempre “a pesar de”. Estoy lejos de intentar aquí un tratado de psicología en el asunto pero, en sus orígenes y larga trayectoria histórica, la monarquía le pareció a generaciones la natural y lógica extensión del modelo familiar, sobre todo del que el cristianismo tanto ayudó a triunfar, por sobre modelos más despóticos, aunque también unipersonales. El rey debía ser un “padre” para su pueblo, la gran familia. Una figura a ratos severa, pero fundamentalmente generosa y admirable. Todos hemos tenido sed de algún protector de esta clase sobre nuestras circunstancias. Si en vida no hemos conocido de alguien así, tenemos la dicha mayor de contar con el que “con todo… me recogerá” (Sal. 27:10). Por supuesto, la severidad mencionada alude a la capacidad de liderazgo en momentos críticos e incómodos, el saber hacer justicia, con su gentil cuota de misericordia, conociendo no sólo del hecho, sino también lo que hay detrás de cada hijo, tratando a cada uno con la dureza o compasión que soporte y requiera.

Ciertamente, en el rey se halla la invocación al jefe guerrero, aquel que nos lleva a la acción, hacia la que nos vemos empujados por ese lazo interior de deber, honor y lealtad, descansando en la justicia de nuestra causa y en la sabia conducción del que dirige; en fin, el jefe que hemos siempre soñado y que nuestra eficiente democracia nunca ha podido garantizarnos. Finalmente, porque la sed de lo sagrado seguirá viviendo por mucho tiempo en el corazón del hombre, aun en días donde se botan las estatuas y se grafitean monumentos, esas coronas, cetros, mantos, orbes, toques, cantos, homilías y proclamaciones son afirmaciones de solidez delante del caos, la cara exterior de una “institución”, a la que suele confundírsele como si de una oficina estatal se tratase. Si bien ella puede ser parte, es algo mucho mayor. En sentido teleológico, es una creación humana que, aspirando a ser perdurable, busca en ello la preservación y desenvolvimiento de importantes aspectos de la vida humana. Y por siglos, a pesar de imperfectos como David, eso proveyeron las monarquías a las sociedades humanas. Por lo demás, en un sentido numinoso, como una “sombra de lo que ha de venir”, el rey es un alter ego de la divinidad, y gracias al judeocristianismo no en un sentido literal, sino derivado. Eso ha permitido que por generaciones los británicos pudieran hacer suya, sin cargos de conciencia por idolatría, la sentencia de 1ª Pedro 2:17, que repite el mayor Stewart en War Horse: ‘Fear God! Honour the King!’

Sin embargo, nada de esta apelación a la forma en que Dios constituyó nuestras mentes y corazones ni el hecho de que nuestros antecesores en la fe pudieran provenir de aquella tierra nos obliga a homenaje o deuda alguna hacia la fallecida soberana o a la monarquía de la que fuese vástago. Ello obliga a echar un vistazo en la particularidad histórica que se encerró en la corona que reunió a las Islas Británicas, para ver si podemos evitar el sucumbir ante los simplistas aunque categóricos comentarios que bosquejamos al comienzo.

En aquellas islas, que vinieron a conocer el cristianismo en las postrimerías del Imperio Romano, en las que sólo siglos más tarde vino a fructificar, obra de la machacona tarea que con silencio emprendieron de vuelta desde Irlanda, como del continente, tanto abades y obispos sobre reyes anglos, sajones y normandos, veríamos surgir un reino que, sin ser tan distinto a los demás que entonces comprendían la “Cristiandad”, empero mantenía peculiaridades tales como tener el mérito que aún tienen, de estar entre los primeros cuyos nobles determinaron, en favor del pueblo de la tierra, delimitar al rey su mandato y que aquel lo admitiese (la “Carta Magna” de 1215), tener por mártir a un canciller al que su rey volvió obispo sólo para acabar matándolo porque éste, Thomas Beckett, se tomó tan en serio su nuevo oficio divino que se resistió a obedecerle, la tierra que prodigó presagios tales como el buen Wycliffe.

La Reforma vino a hallar a esa monarquía, tras siglos de desangrarse por Francia y dominando apenas el centro y sur de la isla mayor, siendo casi nominal su control sobre Irlanda, regida por la más autoritaria monarquía que había conocido, fruto de una guerra civil. Gobernada por un católico convencido, que recibió del Papa el título de Defensor Fidei —irónicamente hoy vigente —su falta de heredero varón y una inescrupulosa decadencia moral hicieron de este nuevo Saúl el instrumento por el que inició Dios la transformación de toda una sociedad. De los ires y venires de los Tudor, no sólo emergió una iglesia que trató de sostener una pureza doctrinal bíblica en equilibrio con lo mejor de la herencia tradicional, como lo representó un Richard Hooker, sino toda una generación de agudos y obstinados retornados de Ginebra que hicieron florecer un puritanismo tan flemático y agreste como empoderador del hombre, según el decir de hoy; sin el cual no podríamos entender la fisonomía moral del arquetipo de aquel país.

En esa oposición entre iglesia oficial y disidentes comenzó a gestarse no sólo la disputa por el concepto de la Respublica Christiana, sino de parte de la teoría política moderna. Como salvataje a esa situación de facto, monarca y disidentes hicieron las paces a través de la emigración a América: solución inconcebible para las demás potencias europeas colonizadoras, precisamente porque estaban más preocupadas de que la pureza doctrinal de su versión cristiana llegase a los tan necesitados “salvajes”. Mucho menos se vieron cosas en ellos como la Compacta del Mayflower, donde, si bien todo se hace en nombre del Rey, todo apunta a la responsabilidad mutua de los pactantes que edificarían esa “ciudad sobre una colina”.

Ese rey, que por ironías de la historia (¿de Dios?) vino a suceder a la primera Isabel, la circunstancial campeona protestante ante la Armada Invencible, habiendo sido hijo de su enemiga, trajo a reunión a la corona escocesa, donde la obra de John Knox daba sus propios frutos. Sería precisamente la obstinación absolutista de los Estuardo por uniformar Iglesia, sociedad y Estado la que se estrellaría contra el roquerío del Parlamento de 1640, representando la mentalidad burguesa y de la gentry rural, sumando a covenanters escoceses y todo el hervidero de sectas, incipiente republicanismo y a ese puritanismo, a la vez desenfadado y almidonado, que se agitaría en la que quizá fue la última de las rebeliones antiguas y la primera de las revoluciones modernas.

Paradojalmente, la elevación del impasible Cromwell con su dictadura militar fue su mayor fruto y desde su omnímoda posición, señaló a Inglaterra no sólo su derrotero posterior sobre los mares, imponiéndose a españoles y holandeses, sino como campeona de la fe como cuando con la ayuda de John Milton invocó la protección de los valdenses diezmados en Saboya. Ni aun la Restauración y la renovada persecución fuera de la iglesia oficial, que cayó sobre grandes como Richard Baxter, pudo borrar la huella indeleble de esos días en que fueron dirigidos por ese al que compararon en vida con el mismísimo Moisés.

Ya en el pueblo inglés se había asentado una fe, la que, por muy pecador que fueras, siempre estaba allí a la mano para tomar. La fe que condujo en su carrera al afligido John Bunyan a redactar The Pilgrim’s Progress y que permite a los hooligans entonar en los estadios el Abide with me. Cuando viniera la Gloriosa Revolución, ante la amenaza de volver al catolicismo, los reyes Guillermo y María levantaron en su estandarte el lema: “Por la religión protestante y la libertad de Inglaterra”, ya sin distingos entre iglesias: había triunfado la obstinación de quienes habían insistido en adorar a Dios según lo dictado sobre sus conciencias. Y si bien aquello los mantuvo un siglo más fuera de los puestos gubernamentales, les permitió abocarse a la técnica, la industria y el comercio que, con esa tendencia tan británica al empirismo, los llevaría a provocar, sin proponérselo, la Revolución Industrial.

Podrá reprocharse que, para entonces, lo que estaba triunfando en las élites era una versión de cristianismo edulcorado al estilo racionalista de un Locke, un Newton o un Berkeley, mas un fruto de los silogismos latitudinaristas que de una perfecta piedad individual, pero entonces, cuando los hombres comenzaban a saborear por primera vez el hollín que anunciaba nuestra era, a ambas orillas del Atlántico, algo se produjo desde los púlpitos, y a pesar del escándalo de reposados, afectados y displicentes hombres de iglesia, se elevó un fuego interior que vino a inspirar temerarios sermones y hechos, muchos hechos, que hicieron del movimiento evangélico el lugar común de la mentalidad desde la cual el británico promedio cimentó su existencia, convocándolo a emprender grandes empresas para Dios, para su rey o para ambos.

De entre todos, la incansable santidad que encarnó apaciblemente John Wesley con la aparición del metodismo vino a acordarse de una nueva clase de despojados, los pobres de siempre ahora abrumados bajo el peso de las insalubres chimeneas de esas fábricas —los ‘dark Satanic mills’ a los que Blake alude en su poema Jerusalem —bajo esas extenuantes jornadas, de las dependía toda su suerte… salvo por el Señor. Luego vendrían las escuelas dominicales, las sociedades bíblicas y misioneras, las ligas juveniles y femeninas. Había que obrar decididamente por Dios en el mundo, aquí y hoy contra el pecado, con la fe del soldado, que tan inocente y genuina encarnara después un William Booth en su Ejército de Salvación. Había que llevar la libertad a los cautivos, como Wilberforce consiguió desde el Parlamento y pronto, esta convicción no sería sólo la fe de los pobres, sino que irradiada desde allí como en una niñera, educaría a aristócratas niños solitarios que en ese amor hallarían a Cristo, como en el caso del VII Conde de Shaftesbury.

No hay imperio sobre la faz de la tierra que no haya escrito sus glorias con sangre, de la propia y la ajena. A la luz de la conciencia que ha adquirido para nosotros la dignidad humana, sobre todo en lo terrenal, se nos puede figurar hoy como un mero acopio de expolios. Lo que habría de convertirse en el cénit del Imperio Británico, aun sin Estados Unidos, desde Waterloo a la Primera Guerra Mundial, fue la más vasta oportunidad que había tenido pueblo alguno, desde el descubrimiento colombino, en llevar la Palabra a otros. Para entonces, si bien ella seguía resonando en la enseñanza y piedad doméstica, siempre había sido problemática para los negocios y la diplomacia. Además, desde la misma isla, conclusiones como las de Bentham y Darwin ponían dudas acerca de si la realidad bíblica y la científica aludían a una misma. La iglesia estatal emprendió la evangelización en la medida que la fe, los presupuestos fiscales y la conveniencia política lo permitían, pero para entonces el Reino Unido poseía ampliamente lo que hoy llamaríamos “sociedad civil” y, dentro de ella, su amplia gama de denominaciones eclesiales y sociedades benéficas de diversa índole, el fruto de un siglo de opinión pública con capacidad de decisión, más bien nacida de la parsimonia de los Hannover reinantes que de un plan elaborado, germinando en su célebre monarquía parlamentaria.

Una nación que había enseñado a su pueblo ser libre, incluso teniendo rey, no podía frenar todos los impulsos más caritativos de una parte de éste, incluso si no se ajustaban plenamente al afán imperial. Es la paradojal situación del Imperio Británico y parece ser la razón de su mutación en la aún duradera Commonwealth. Los vicios de un pueblo que obró dos guerras para vender opio afgano en China, se vieron acompañados luego de hombres obstinados y poco convenientes como un Hudson Taylor, que acabó entrando ilegalmente en el interior de aquel país, vestido como uno más de ellos. También el leal súbdito Mohandas Gandhi, educado a la inglesa, se vio interpelado por el cristianismo y vio las contradicciones entre lo predicado y aplicado en aquellos territorios. En su contacto comercial, más de algún inglés aprovechó el contacto interesado para una más desinteresada labor de obsequiar una Biblia o hablar de su visión de Dios. En los mástiles sobre bahías como la de Valparaíso, la bandera “Bethel” reuniendo a balleneros, marinos y pilotos fue más de una vez el cobijo de Dios a miles de kilómetros lejos de casa. Estos son los orígenes, tal vez rudos y abruptos, de que hoy podamos “decidir” confesar a Jesús sin seguir a los demás en procesión, conseguir una Biblia sin Nihil Obstat, cantar viejos melodías que no se parecen a las tonadas de nuestra tierra y que recuerdan a armonios que tampoco se fabricaban acá; además de uno u otro templo con ventanas ojivales, que más recuerdan a las maquetas de la serie infantil Thomas y sus Amigos que a nuestra tradicional arquitectura de tejas y adobes.

Hoy nos parece lejano que un político aluda a la fe como una meta común. Estamos en días de secularización, sino de franco y violento laicismo que se infiltra hasta en lo íntimo de nuestras vidas, —parte de esa “Abolición del Hombre” que C. S. Lewis denunciara —incluso patrocinada por creyentes. Como presagiando el devenir, un Churchill hablaba en 1940 de que la Batalla de Inglaterra sería una lucha por la “civilización cristiana”. Aun él no parece haber sido un cristiano practicante, pero hoy hasta el más practicante se cuidaría de tamaña invocación. Con mucho cuidado, con los años de actitud serena con que se ganó la confianza de su pueblo, Isabel II debe haber sido uno de los últimos Jefes de Estado que sí confesaba públicamente su fe en Cristo como motor de su actuar como monarca. Incluso la reciente serie The Crown ha hecho mención de esta búsqueda interior, como la reflejó al recrear su encuentro con el predicador Billy Graham, tal como sus antecesores lamentaron el deceso del no-conformista Charles Spurgeon.

Aquí se levantarán las voces primeras que cité y dirán que nada pudo, que de nada vale, que no era sincera, que no hizo suficiente, que con todo ese poder, esa riqueza… y podrán citar lo que las revistas de vanidades y sus sucesores, los canales de YouTube, añadan sobre tal o cual escándalo de la vida cortesana. En tal caso, prefiero llamar la atención sobre la mujer, una “pecadora”, como tanto nos gusta enfatizar a los cristianos, que nació literalmente en el corazón de esa institución, sin capacidad de elección más que creer que era el designio del Señor —su tío debió haber continuado la línea de sucesión —y en ello debió caminar no por 70 años, sino por 96. Su rol político e incluso espiritual era muy menor al de sus antecesores. Incluso al ser entronizada ya no lució el título imperial como su tatarabuela Victoria y siguió perdiendo dominios. Todo parece indicar que la Reina apostó a que su credibilidad e influencia fueran su mayor poder y, por sobre todo defecto, su longevidad y perseverancia parecen haberla premiado en vida y ahora con un extraño consenso social, que hoy no suele lucir casi ningún político.

Nosotros, que hemos visto el deceso de Isabel II del Reino Unido, podemos decir que hemos atestiguado un ocaso, el de una idea vaga y accidentada, aunque real, a la que un francés llamó el “imperialismo protestante”. Si bien Carlos seguirá ligado a la Iglesia de Inglaterra y hay otras casas reinantes luteranas y calvinistas, ninguna encarnó como ésta, con sus defectos y aciertos, con el esfuerzo de sus funcionarios, pero también con la oración, las ofrendas y, sobre todo, ejemplos de vida cristiana como los de un Eric Liddell negándose a correr un Día del Señor, como tan bien retrató Chariots of Fire, con las admoniciones de un J. C. Ryle, las reflexiones de un Stott o un Lloyd-Jones; o la capacidad de recitar versículos de memoria de la metodista Frances Haslam, que marcó para siempre la mente de su nieto Jorge Luis Borges. Con ejemplos así se ha inspirado e iluminado a miles de hombres en todo el orbe. Si bien podemos restarles todo mérito para darle la gloria a Dios, deberemos convenir, sin embargo, que no puede ser mero accidente celestial el que Dios haya permitido que tanto fruto produjesen aquellas islas.

Isabel representa el uso que Dios hace de personas, siempre débiles, y que se sirve de algunas de las instituciones que ellos crean para hacer hoy su obra en el mundo, como otrora lo hiciese con el mismo César. Ciertamente, ya no es 1936, cuando el casamiento del monarca con una divorciada provocó allá no sólo una crisis eclesial sino también política. Pero Isabel era en vida un puente con aquella época y sociedad imperfectas, pero más convencida que la nuestra de que había un Señor en el cielo, aunque sólo fuese porque me lo dijeran un domingo en la Escuela Dominical.

Con la partida de Isabel se ha ido, quizá, el último destello que evocaba esa antigua gloria victoriana, Biblia al brazo y con ansias de hacerlo y recorrerlo todo. Quien sepa entender que esa Biblia que hoy porta cada domingo en su brazo no bajó como las tablas desde el Sinaí, sino que su primera aparición por estas latitudes tal vez se la deba al sudor de un rubicundo tipógrafo de Londres, sabrá dar gracias a Dios por las misteriosas formas en las que obró en el pasado para nuestro bienestar presente.

Que Dios conceda a Isabel el fruto de la fe en la que esperó pacientemente durante su reinado y aunque ella marque el fin de una época, con ella no quedan sepultadas ni la Palabra, ni el Espíritu ni la historia que Dios escribe sobre los torcidos reglones que le proporcionamos.