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América Latina. Entre pentecostalismo y religiosidad popular

En el pentecostalismo recae el posible repunte de la región en crecimiento e integración económica. La tesis sobre el espíritu del capitalismo de Weber parece estar aún presente en el pentecostalismo, pero modernizando sin modernidad.

 

América Latina es, hoy más que nunca, un continente en disputa. La vieja identidad colonial que por más de cuatro siglos proveyó a la región de un marco cultural común, ha comenzado a resquebrajarse producto de profundas trasformaciones en la estructura política, económica y religiosa que ha sufrido el continente.

La modernización, junto con grandes flujos migratorios y la liberalización de las economías nacionales, ha provocado una serie de trastornos y desajustes en la estructura tradicional de los valores latinoamericanos. Estas modificaciones se han expresado de forma particularmente explícita en el campo de la conformación religiosa de la región. La posición hegemónica que por siglos sostuvo el  catolicismo, y que se constituyó como uno de los elementos más decisivos para “nuestra identidad”, ha comenzado crecientemente a ser desestabilizada por la doble tenaza de la secularización de masas, por un lado, y el crecimiento y consolidación del pentecostalismo, por el otro.

El ritmo espectacular de crecimiento que ha experimentado este último fenómeno a partir de los años 80s en América Latina, es de particular interés para académicos e investigadores de la religión. En países como Chile, Brasil y Guatemala, el pentecostalismo se ha convertido en un movimiento popular de masas, alcanzando relativa importancia en procesos políticos y sociales. En otros países como Colombia y Perú, en cambio, aún es un movimiento minoritario, aunque en  ascenso[1].

En un nivel más global, el pentecostalismo aparece como el credo cristiano de mayor crecimiento en las últimas décadas, constituyéndose así como una considerable parte de la  comunidad cristiana mundial[2]. Estimaciones conservadoras dan cuenta de al menos 250 millones de pentecostales a nivel mundial, cifra que corresponde al 70% del protestantismo en el globo. Se observa, además, que el 70% de los protestantes están en el Tercer Mundo, lo que parece dar cuenta de una profunda extracción popular del movimiento[3].

Producto de lo anterior, es que hoy en día resulte relevante abordar el fenómeno del pentecostalismo desde la perspectiva de la “identidad latinoamericana”,  pues, siguiendo a Dayton, “En el futuro será imposible pensar la realidad latinoamericana sin prestarle atención al fenómeno del pentecostalismo, y, viceversa, será imposible pensar el futuro del movimiento pentecostal sin prestarle atención a su acción en América Latina”[4].

Existe un extendido cuerpo de literatura especializada que ha polemizado en torno a la cuestión de la naturaleza del pentecostalismo y su impacto sobre América Latina. Las primeras investigaciones en torno al problema abordaron al pentecostalismo desde una perspectiva sociológica particularmente funcionalista, es decir, cómo esta forma particular de religiosidad contribuía a la cohesión e integración social. Estudios fundacionales como los de Lalive D´Epinay y Willems se refieren frecuentemente a la hermandad pentecostal como una “comunidad terapéutica”, “refugio simbólico” y “oferta de sentido”[5].

Si bien ambos estudios compartieron un profundo énfasis en la función social del pentecostalismo, se distanciaron igualmente respecto al impacto social del  pentecostalismo en América Latina. Mientras Lalive D´Epinay vio en la comunidad pentecostal un espacio de reproducción del orden tradicional latinoamericano que remedaba al viejo orden hacendal, Willems sostuvo una visión más positiva, del pentecostalismo como una comunidad de marginados capaces de sobreponerse a la adversidad de su medio social mediante dinámicas de apoyo e intercambio de capital social, así como de una estricta disciplina individual.

El debate de si acaso el pentecostalismo es una re-significación del orden tradicional latinoamericano, o, más bien, una fuerza modernizante en el continente, cruza toda la literatura en torno al tema. En ese sentido, sin tener la intención de adentrarse en las especificidades de este problema, el presente ensayo sostendrá una posición de doble funcionalidad, es decir,  del pentecostalismo como continuidad y disrupción de la identidad latinoamericana. Para ello se realizará una definición de los elementos centrales que, de acuerdo con la tradición sociológica, integran la identidad latinoamericana. Posteriormente se dará cuenta de los elementos de ruptura y especialmente de continuidad del pentecostalismo con el ethos latinoamericano. Este último servirá para un ejercicio comparativo, desde una perspectiva simbólica, entre la religiosidad popular católica y el pentecostalismo. Finalmente, en base al concepto de “síntesis cultural” elaborado por Pedro Morandé, pretenderé corregir su tesis, sosteniendo al pentecostalismo como un segundo momento de dicha síntesis.

  1. 1.      América Latina y la primera síntesis

Lo que entendemos hoy por América Latina es el producto histórico de la reunión entre españoles e indígenas a principios del siglo XVI. Marcado por una profunda situación de  asimetría y conflicto, lo latinoamericano surge, como diría Octavio Paz, de una mezcla entre castellano y morisco, rasgado de indígena[6].

De acuerdo con la historiografía decimonónica, del encuentro entre las dos culturas es posible hacer una caracterización más o menos exacta de los atributos centrales de la   identidad latinoamericana. En primer lugar, el componente mestizo, dado por la interacción entre el hombre español y la mujer indígena en el marco de la conquista. En segundo lugar, la confesionalidad católica y la centralidad de la institucionalidad eclesiástica en la organización de la vida social. En tercer lugar, el primado de la oralidad y los vínculos de  co-presencialidad. Todos ellos articularían un ethos latinoamericano, distinto al europeo, pero con elementos de él.

Si bien la idea del ethos es aceptada en términos generales por gran parte de la tradición sociológica, existen profundas controversias en torno a los componentes incluidos y excluidos de dicho ethos. De acuerdo con el sociólogo Jorge Larraín, desde los albores de la formación de América Latina “existe claramente un problema de asimetría de poder, ya que la cultura española poseía una base militar, económica y tecnológica más desarrollada”[7]. A partir de este hecho, Larraín sostiene que el proyecto de colonización español constituye un dispositivo de dominación e inculturación de la hispanidad católica a la población nativa. Observa en el hecho de que los terrenos de la Indias Occidentales hayan sido cedidos a los reyes de España por el Papa con el propósito de evangelizar a los “indios”, la legitimación religiosa de una intención imperial.

Siguiendo a Larraín, la evangelización fue la fachada de la corona para una empresa de conquista cuyo móvil fue, más bien, la búsqueda de riqueza y reconocimiento. Así los fundamentos religiosos operaron nada más que como un pretexto para dominar y esclavizar al indio. Larraín ve en la Iglesia Católica uno de los principales responsables de un proceso de pérdida de autoctonía que comenzó a aquejar al continente a partir del siglo XVI:

“Es cierto que hubo numerosos teólogos, especialmente el obispo Las Casas, que fueron muy críticos de la conversión forzada de los  indios, y que sólo aceptaron la persuasión como el único medio legítimo de evangelización. Pero en último término nadie reconoció en esa época el derecho de los indios a mantener su propia religión y sus normas morales. Volvemos así al problema básico que los españoles no reconocieron a los indios como sujetos iguales con derecho a ser diferentes”[8].

A pesar de lo anterior, Larraín reconoce que la llegada del cosmos religioso barroco-español, no barre con la totalidad de la experiencia religiosa prehispánica, sino que muy por el contrario, los incorpora mediante la re-significación simbólica de los elementos constitutivos de dicha experiencia. De este modo, sostiene que la evangelización no modifica de manera significativa la matriz religiosa prehispánica, basada en un popular y difundido culto a diosas femeninas regionales, que serían desplazadas de manera  progresiva por la figura de María, la Virgen Madre. Asimismo, la importancia católica de los ritos públicos y la práctica cúltica encuentra su correlato en la centralidad indígena de la danza, la fiesta y la representación de las culturas indígenas.

De este modo, la conclusión del trabajo de Larraín respecto a este proceso es negativa. Sostiene así que “del encuentro original entre la cultura española y las culturas indígenas emergió un nuevo modelo cultural, fuertemente influenciado por la religión católica, íntimamente relacionado con el autoritarismo político y no muy abierto a la razón científica”[9]. Es decir, una América Latina desintegrada de los procesos de modernización e ilustración europeos.

A partir de los 80, sin embargo, aparecen nuevas perspectivas cuyo objetivo será dar  revisión a las compresiones tradicionales del ethos latinoamericano elaboradas bajo lo que, a su juicio, era un paradigma “iluminista” De este modo, emergen un grupo de escuelas, entre las que se pueden contar la recuperación indigenista y la posmoderna. Ninguna de ellas alcanza, sin embargo, una formulación teórica tan robusta como la de un grupo de pensadores católicos conservadores que comienzan a desarrollar una versión alternativa de la síntesis cultural original de América Latina. La versión sociológica más detallada de esta escuela se encuentra en la obra de Pedro Morandé, en su libro Cultura y Modernización en América Latina.

En el marco teórico de Morandé, adquiere particular relevancia la cuestión de la mediación en la constitución cultural. De acuerdo con el sociólogo, mientras Europa había surgido bajo la guía del texto escrito, la esfera pública y la moral burguesa –como  lo describe brillantemente Habermas-[10] en América Latina tiene lugar otra lógica. Allí más bien acontece, como experiencia fundante, la oralidad. Las culturas precolombinas no conocieron la  escritura,  de  modo que para el conquistador hispano escasamente ilustrado, la centralidad de la oralidad le permitió integrar un ethos de continuidad entre la tosquedad hispana y la cultura indígena.

Morandé argumenta, así, que la síntesis originaria no debe entenderse como una relación de oposición y antagonismo entre indígena y español, sino como una vinculación en base a diferencia e integración. A esta luz, en lugar de entender el componente mestizo de Latinoamérica como una violación originaria, al modo que lo hace Octavio Paz, sostiene que el componente mestizo debe ser observado como un proceso de integración y alianzas matrimoniales entre pueblos indígenas que también peleaban entre ellos buscando la cúspide de la escala social.

Esta integración circunstancial, sumada a la proximidad en el carácter público de la religiosidad en ambas culturas, hace pensar a Morandé que el encuentro tiene un carácter  “sacral” que se arraiga en el sustrato católico que adquiere la cultura[11]. Así, este catolicismo popular, poco mediado eclesiásticamente y con énfasis en la oralidad, funda la identidad latinoamericana, que si bien no es anti-moderna, se forma al margen de los paradigmas de la modernidad Ilustrada, rechazando con ello su énfasis en la razón instrumental y su trayectoria irrefrenable hacia la secularización. Latinoamérica demuestra con ello que el progreso técnico no implica necesariamente la masificación de la indiferencia religiosa.

La ilustración, sin embargo, igualmente ejerce su influencia en el continente, sólo que en este caso a través de las elites nacionales. Ellas asumen acríticamente el iluminismo europeo, desdeñando así la síntesis fundacional que Morandé llama “Modernidad barroca” en oposición a la modernidad ilustrada. Este hecho se profundiza con la formación de los Estados Nacionales en la región, que bajo la guía de una oligarquía formada bajo las ideas de la razón europea, intentan desarraigar la influencia española, considerada símbolo de retraso y opresión. Así, el proyecto nacional reemplaza la cultura de la oralidad por la del texto, negando el origen mestizo del continente y erosionando de forma definitiva el carácter barroco del latinoamericano. En contra de las predicciones de Marx, es la elite la que se aliena mientras el pueblo permanece fiel e incólume frente a sus tradiciones.

La ruptura llevada adelante por los Estados Nacionales, no alcanza al depósito final en el que, según Morandé, se albergara este acervo cultural simbólico-dramático de la identidad latinoamericana: la religiosidad popular. Afirma respecto a ella que:

“Es una de las pocas expresiones —aunque no la única— de la síntesis cultural latinoamericana que atraviesa todas sus épocas y simultáneamente cubre todas sus dimensiones: trabajo y producción, asentamientos humanos y estilos de vida, lenguaje y expresión artística, organización política, vida cotidiana. Y precisamente en su rol de reserva de identidad cultural, ha tenido que sufrir, tal vez más que ninguna otra institución, los intentos de la modernidad por subordinar a las culturas particulares a los dictados de la razón instrumental”[12].

Así Morandé, junto a otros intelectuales católico-conservadores de su época (como Scannone y su teología del pueblo de Dios), pretende poner en valor la religiosidad popular y sus prácticas cotidianas, resguardada de los vehementes ataques simultáneos de la teología de la liberación por un lado, y del catolicismo ilustrado por el otro.

La definición de religiosidad popular de Morandé está fuertemente influenciada por el contexto de emisión de su reflexión. De este modo, opone este tipo de religiosidad a la religiosidad de las elites urbanas[13]. Ella opera como un vientre materno para los trasplantados del campo a la ciudad, cuestión que a partir de las década de los 50 comienza a ser un fenómeno masivo en América Latina. Como un espacio de reproducción simbólica que imita las vidas y tradiciones del campo, la religiosidad popular ofrece un lenguaje emotivo que vuelve a vincular al recién llegado con su cosmos dejado atrás. Entre santos, festivales, imágenes y escapularios vuelve a sentir nuevamente gozo y vinculación. Dice Morandé que, “Además de las imágenes, la iglesia y comunidades religiosas le ofrecen también contactos personales: el párroco, el cófrade, el que lleva en el pecho su mismo escapulario. Con ellos podrá compartir su soledad y su abandono. Podrán ayudarse también mutuamente en los momentos difíciles”[14]

Es justamente la formación de dicha comunidad lo que otorgará un segundo rasgo particular, distintivo a esta religiosidad popular; a saber, su nula o casi nula mediación eclesiástica[15]. Producto de la heterodoxia de muchas de sus creencias y prácticas, la religiosidad popular fue por muchos años una espiritualidad de los márgenes de la Iglesia. La existencia de cientos de santos no canónicos y, en ocasiones, perseguidos por la oficialidad de la Iglesia Católica, da cuenta de esta relación de tensión entre ambos elementos. Romualdito en Chile, la difunta Correa y el Huaso Gil en Argentina, la Santa Muerte en México, son claros ejemplos.

Es gracias a este rasgo de baja mediación eclesial que, en el esquema de Morandé, la religiosidad popular hace referencia exclusivamente a las experiencias populares del catolicismo. Excluye, de este modo, toda forma de espiritualidad y culto que, aun con una profunda raigambre en los sectores más bajos y desposeídos de la sociedad, cuentan con una alta mediación eclesiástica, siendo el caso más emblemático el del pentecostalismo.

De acuerdo a algunas cifras de encuestas recientes[16], el protestantismo en América Latina supera ampliamente al catolicismo en lo que respecta a observancia religiosa. En otras palabras, los protestantes latinos asisten con mayor frecuencia y constancia a los servicios religiosos en comparación con los católicos. Ya por condiciones contextuales, ya por diferencias teológicas internas, lo cierto es que el pentecostalismo muestra mayores índices de participación religiosa, en general, comparada con el catolicismo romano en casi todos los niveles. Sigue así la tendencia del protestantismo norteamericano, altamente mediado eclesiásticamente.

Esta especificidad en la definición de religiosidad popular, priva al pentecostalismo de la posibilidad de integrarse a la categoría, restringiéndose ésta, así, exclusivamente al catolicismo de bajo pueblo. A propósito de este sesgo, la sección a continuación tiene por objetivo dar cuenta de los elementos de continuidad entre estas dos formas de culto, poniendo así de relieve el hecho de que se orientan hacia los mismos objetivos y preguntas.

  1. El pentecostalismo y el catolicismo popular.

De acuerdo con Wachtel, la conquista es, en términos religiosos, la derrota de los dioses masculinos ante las diosas-madres[17]. Si bien en el preciso momento de la llegada de Colón,  las sociedades indígenas atravesaban por un apogeo de los dioses masculinos (Quetzalcoatl, Hutzilopochtli), lo cierto es que desde siempre hubo un arraigado culto a diosas-madres en panteones locales.

La derrota de estos dioses incapaces de proteger al indígena de la invasión, marca el fin de un ciclo y el comienzo de un nuevo reinado divino marcado por la elevación del culto al símbolo mariano.

Si bien se ha intentado ofrecer algunas perspectivas explicativas en torno al tema, lo cierto es que las causas de la popularidad del culto mariano en América Latina aún no son completamente claras. De acuerdo con Octavio Paz, su rápido acenso a los altares de gloria está vinculado directamente con la composición mestiza del continente y su situación de orfandad[18].

Paz ve al mestizo como un ser hermético e insondable. Su vida es la marca de un origen  manchado, innoble e inconfesable. Es hijo de la Malinche, indígena que si bien se entrega voluntariamente a los brazos de Cortés, es repudiada tan pronto como no le es de utilidad. De este modo, el ensayista mexicano sostiene que la identidad de su pueblo descansa en una violación originaria que lo hace rehuir de su pasado.

La ausencia de una figura paterna relevante en el mestizo, lo vuelve frágil e impasible. La inexistencia de un padre y la vergüenza sobre la madre crean en el mestizo la necesidad de encontrar refugio, un espacio seguro e inmaculado. Aparece así el símbolo mariano, como la madre que es al mismo tiempo Virgen pues no ha sido tocada. El mexicano -dice Paz-, y por extensión el latino, hace de María su redención ante una vida miserable. “La Virgen es el consuelo de los pobres, el escudo de los débiles, el amparo de los oprimidos. En sumo es la Madre de los huérfanos. Todos los hombres nacimos desheredados y nuestra verdadera condición es la de orfandad”[19].

María resulta ser la respuesta a una orfandad de origen, la solución al principio traumático de una genealogía salpicada por la violencia. Esto, junto con su efectivo desplazamiento de las diosas femeninas, puede ser ofrecido, entonces, como potencial explicación de la popularidad de su figura a través de todo el continente, desplegada en las  devociones a la Virgen de Guadalupe en México, la de Copacabana en Perú y Bolivia, la Tirana y la del Carmen en Chile, entre tantas otras.

El marianismo popular, sin ir desmedro de otras expresiones como la santería cubana  o el espiritismo afro-brasileño, es el paradigma de la religiosidad popular en América Latina. En torno a él se teje no solo el culto litúrgico, sino también su manifestación desinstitucionalizada de la fiesta.

Como se mencionó anteriormente, la fiesta es la expresión más patente de aquella predilección barroca del latino de habitar socialmente lo común y lo público en desmedro de lo privado y lo doméstico. Cousiño comenta: “Los lugares del público barroco no están dados por los cafés y los clubes, sino fundamentalmente por el teatro y las fiestas, muchas de las cuales tienen lugar con motivo de celebraciones religiosas”[20]. Así, en lugar de constituirse como ciudadano en la esfera burguesa, el latinoamericano se constituye como pueblo en el entramado simbólico-dramático de la fiesta.

La principal función social que tiene la fiesta, en este contexto, está dada por su carácter marcadamente religioso, en tanto dispositivo de cohesión y reunificación de la comunidad disgregada. Refuerza así los vínculos deteriorados por el devenir de la cotidianeidad, reproduciendo la conciencia colectiva y ofreciendo marcos de interpretación y sentido  común. Adicionalmente, despliega un mecanismo anti-estructural que desactiva el estado común de las cosas, haciendo lícito aquello que el resto del año está terminantemente prohibido. La idea es salir, divertirse, desproveer de su funcionalidad tradicional a los objetos. Invertir las jerarquías y desdibujar las distinciones sociales. Nuevamente Paz con agudeza afirma:

“En ciertas fiestas desaparece la noción misma de orden. El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite, desaparecen las jerarquías habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores de esclavos, los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños o los locos. (…) Se violan reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo respetable arroja su máscara de carne y ropa oscura que lo aísla y, vestido de colores, se esconde en una careta que lo libera de sí mismo”[21]

En la fiesta, sobre todo cuando tiene un trasfondo religioso, queda en evidencia la dimensión sacra de la constitución societal latinoamericana. Lo que importa es el co-habitar y, en la oralidad, dejar en evidencia la otredad del otro.

La experiencia popular del marianismo y la fiesta no están completas si no se les suma el corpus de creencias en sucesos sobrenaturales y mágicos. Para el mariano devoto, su madre concede favores, responde plegarias, protege a los suyos y realiza milagros. Le adjudica propiedades curativas y le pide resguardo de encantamientos, maleficios y males de ojo. Generalmente se le retrata acompañada de ángeles oponiéndose a demonios e intervenciones malignas. El participante de la religiosidad desdibuja así la línea que separa el mundo que habita con aquel que habitan las fuerzas celestiales.

En suma, el Marianismo, la fiesta y creencias sobrenaturales pueden ser resumidos como los tres pilares sobre los que se erige el catolicismo popular. A todos y cada uno de ellos, sin embargo, se  les opone el  catolicismo culto e ilustrado.  Éste, centrado en la figura del sacerdote y de la liturgia formal, configura una religiosidad más institucional y que minimiza el papel de las cofradías, las comunidades de base y los laicos en general.

Recogiendo la sociología de la religión de Weber, esta clase de catolicismo ilustrado está en perfecta continuidad con el desarrollo que generalmente siguen las religiones universales y de redención, quienes, bajo un proceso de racionalización, abandonan la idea de la magia como manipulación del orden cósmico a favor propio[22]. En su lugar, adquiere primacía la  idea de un dios-personal con un mandato ético universal, soberano sobre todas las cosas y de voluntad incólume. La posibilidad de un mundo poblado por fuerzas espirituales con capacidad de agencia y en relación con el mundo desaparece. La experiencia de los milagros le resulta ajena e incomprensible, a tal punto que requiere de la canonización de su realizador. En palabras del propio Weber, el mundo deviene desencantado.

A esta dialéctica entre un catolicismo popular e ilustrado, que en ocasiones coincide a la de las clases altas y clases bajas, se opone el pentecostalismo.

El evangelismo pentecostal es, en palabras de Martin, el más autóctono de los productos de la religiosidad latinoamericana[23]. En él, confluyen elementos del mundo indígena, la espiritualidad afrodescendiente y las necesidades del blanco pobre y urbano. Producto de esto, su identidad se debatirá constantemente entre la conservación de la cultura que lo precedió y el quiebre radical con algunos elementos de la mismas.

El pentecostalismo comparte el celo monoteísta de sus antepasados protestantes europeos, y precisamente por ello niega la intermediación de María y los santos para alcanzar las gracias de Dios Padre. En su lugar, ofrece un contacto cercano, inmediato e íntimo con la divinidad. Dios ya no es el absconditus como en la teología de Lutero, sino revelatus, es decir, pura y radical presencia[24]. Vicario absoluto representado con mayor fuerza en la persona del Espíritu Santo, quien bendice a los creyentes con sus dones y los bautiza con fuego.

Si la Virgen intercede maternalmente por sus creyentes, el pentecostalismo niega la posibilidad de mediación vinculante. Se realza, en dicho contexto, la noción de “prueba”, tan propia en la teología protestante, con su consecuente valor moralizante. Esta flecha de lanza penetra la dura coraza del marianismo popular que no demanda de su feligrés alguna clase de modus vivendi. Mientras el creyente mariano “prende velas” y ruega incansablemente por una respuesta generosa y benevolente, el pentecostal no se limita a la oración y actos de piedad excepcionales[25]. En palabras de Tennekes,

“El Dios de los pentecostales no se contenta con acciones que no comprometen mayoritariamente a quien ha recibido una prueba patente de su bondad, ni tampoco se siente inclinado a establecer una relación utilitaria con cada fiel. Desaparece la intención manipuladora respecto al mundo sobrenatural, dando paso al temor de Dios y al acatamiento de su voluntad”[26].

En ese sentido, la única fuerza moralizante existente en  la religiosidad católica se articula a través de lo que Weber llama “moral binaria”, que organiza una casta sacerdotal a la que se le imponen todas las cargas y preceptos ascéticos, reduciéndolas, de ese modo, en los participantes religiosos profanos. A estos últimos no se les exige más que la participación ritual y festiva.

El profundo abismo que separa al marianismo del pentecostalismo parece moderarse con una mirada atenta a las estadísticas y el trabajo de campo. De acuerdo con la serie de datos de la Encuesta UC-Adimarck Bicentenario, realizada en Chile entre los años 2006 y 2014, aún existe entre la población evangélica un arraigado marianismo. Así, es posible apreciar que de entre aquellos que se declaran evangélicos en dicha encuesta, 18% dicen creer en la Virgen, 23% se encomienda a ella cuando reza y 15% cree en milagros de su autoría[27].

Si el componente estadístico no fuese suficiente para persuadir sobre la existencia de un comportamiento sistemático, es posible acudir a la literatura cualitativa en torno a al asunto. En una brillante exposición etnográfica acerca de la conversión femenina desde el catolicismo hacia el pentecostalismo entre las mujeres de la población los Nogales de Santiago de Chile, Alexandra Soto Mario describe su experiencia con una de sus informantes:

“Anita vive en una modesta media agua ampliada con su hermana y algunos parientes. Desde que la conocimos en la feria, se resistió a recibirnos en su hogar, quejándose de la compleja convivencia familiar que sufre. Por lo mismo, en un comienzo nos reunimos en nuestra casa pero con el tiempo fue ganando confianza y nos permitió visitar su habitación. Sorprendidos al recorrerla visualmente, nos encontramos con que está decorada con tres imágenes de la Virgen María, un crucifijo y varios rosarios colgados en el respaldo de la cama. Si bien mencionábamos respecto a los motivos de la conversión que el pentecostalismo propone una relación directa con la divinidad sin necesidad de mediación alguna, Anita sigue creyendo en el poder intercesor de la Virgen y sus imágenes, en oposición a la tradición iconoclasta que sigue su nuevo credo. Al preguntarle por la razón de dichas imágenes, reconoce que varias veces le ha rezado a la Virgen y que incluso lleva un rosario colgando de su pecho en busca de protección. Más de alguna vez ha visitado el Santuario del Padre Hurtado y nos cuenta que hace ya varios años, fue a la Fiesta de la Tirana para sanarse de una enfermedad que ningún pastor pentecostal fue capaz de sanar”[28].

Estamos aquí frente a un nuevo y deslumbrante fenómeno, inexistente en las discusiones contemporáneas sobre pentecostalismo; a saber, el marianismo pentecostal. Dada la alta complejidad de sus causas y proyecciones, el tema será tratado temáticamente en futuros  artículos. Para efectos del presente ensayo, el marianismo pentecostal sirve precisamente para dar cuenta, de forma nítida y transparente, de la estrecha vinculación en la que permanecen el credo pentecostal y la religiosidad popular católica.

En esa misma línea, otra continuidad interesante de constatar es la que se da en relación a las creencias sobrenaturales. Evangelismo y catolicismo popular declaran por igual la existencia de fuerzas mágicas y sobrehumanas que operan en el plano material. Restituyen así la cosmología de un mundo encantado y habitado por espíritus y fuerza celestiales.

Si bien esta comprensión en torno a la magia parece ser homóloga, su abordaje pastoral y sociológico es antagónico. Mientras el catolicismo popular no sólo tolera, sino que en ocasiones incentiva las creencias y prácticas sobrenaturales –aparición del diablo, mal de ojo-  el pentecostalismo se opone fervorosamente a ella, depositando su confianza en el poder protector de Dios. Se desprende de aquí una intensa y difundida praxis de “Guerra Espiritual” en contra de las huestes malignas. En Brasil, por ejemplo, adquiere la forma de la rivalidad entre los pastores y el espiritismo afro/brasileros. En Haití, de oposición al vudú y al chamanismo en Corea En países de la región africana, como en Ghana y Melanesia, se lucha, en cambio, contra la brujería[29]

Esta forma vivificada de mundo encantado, es una de las posibles causas del crecimiento pentecostal a partir de los 80. Uno de los puntos decisivos a este respecto es la identidad que se produce en la teología pentecostal entre mal y enfermedad, conexión que la secularización se encarga de separar completamente. Si bien el pentecostalismo no rechaza la medicina moderna, sí le parece estrecha e ineficaz para tratar los males del alma. Por eso mismo, propone un particular énfasis en la figura del pecado como causa de la enfermedad y la necesidad de la cura para evitar el contagio. La regeneración, en el sentido calvinista, parece ser la ventaja del credo pentecostal frente al marianismo, que producto de un carácter menos incisivo frente a las necesidades terapéuticas no experimenta crecimiento. El marianismo termina “ofreciendo más consuelo que sanación”[30]

La “cura pentecostal” se manifiesta de modo irrevocable mediante el “derramamiento del espíritu Santo en el creyente”. El don de lenguas expresado en la grosularia adquiere una centralidad inexistente en otras confesiones cristianas. Martin  sostiene que este hecho es particularmente relevante para la composición social de la comunidad pentecostal, puesto que la alta marginación y falta de reconocimiento social entre sus miembros, hace que el don de lenguas devenga una vía de expresión para los lenguas trabadas (tongue-tied), es decir, para aquellos que no han recibido educación formal o que no son capaces de expresarse de manera elocuente[31].

Siguiendo a  Bastian, el pentecostal ve en la glosolalia una suerte de protesta simbólica de la comunicación no verbal frente a la comunicación verbal, símbolo de la erudición burguesa que ha edificado la sociedad de la que ha sido excluido.  Es una “huelga de la razón” que mantiene fieles a los feligreses con la oralidad de la primera síntesis cultural y al margen de la pesada mediación del texto[32].

El bautismo del Espíritu Santo, manifestado en el don de lenguas, da cuenta del dinamismo de la liturgia pentecostal. La música, el baile, la danza y el canto son requisitos de todo “culto” que se precie de tal. El cuerpo adquiere un carácter protagónico, en cuanto media las emociones frente al encuentro con Dios. Al levantamiento de manos como señal de devoción y adoración a Dios, lo siguen experiencias extáticas en las que el cuerpo adquiere una “utilización sensual y festiva”[33]. El pentecostal adora “con todo su ser” y no reserva nada en la manifestación de su fervor.

El papel del cuerpo en el credo pentecostal contrasta con el que se le otorga en el catolicismo ilustrado, donde la corporalidad tiene un papel secundario en la misa, restringido a ponerse de pie, tomar asiento, o ponerse de rodillas. Con el catolicismo popular, en cambio, la liturgia pentecostal entronca perfectamente, pues adquiere un sentido homólogo al de la fiesta.

El cristianismo pentecostal es fácilmente reconocible en los estados sociales más bajos, por el ascetismo de sus fieles. El creyente pentecostal, una vez que experimenta la conversión, es retirado de manera total de las fiestas, carnavales y celebraciones, pues todas ellas representan el modo de vida anterior, fuertemente determinado por los excesos y el libertinaje. Se reemplaza la cofradía mariana por una hermandad voluntaria entre hombres y mujeres, que actúa como ambiente seguro y protegido ante la corrosión del mundo externo[34]. Con la ayuda de la hermandad, el “nacido de nuevo” abandona gran parte de sus vicios, como el alcoholismo, la drogadicción y los excesos nocturnos. Se domestica la conducta y se somete el cuerpo a un riguroso control.

Martín  da cuenta con claridad del punto, al afirmar que en el culto pentecostal se “proporciona un espacio donde todos pueden expresarse y dar libre curso a un sentimiento de renovación y renacimiento a través del éxtasis de las «lenguas» y de la música, en una versión pentecostal de la «fiesta»”[35]. De este modo, el sociólogo toca una de las fibras más sensibles de la reversibilidad pentecostal. Y es que, tal como parece indicar el análisis simbólico, el culto pentecostal es el sustituto funcional de la fiesta religiosa, en el sentido expuesto por el funcionalismo de Merton[36]. De hecho, muchos elementos de continuidad pueden ser establecidos entre ellos. En Chile, por ejemplo, los jóvenes pentecostales aún marchan por las calles con ternos e instrumentos asemejando la procesión católica en torno al estandarte mariano. Las danzas de caporal y diablas altiplánicas encuentran su homólogo en las sesiones de descarga de algunas iglesias en la región andina. En Brasil, incluso, se ha extendido la tradición del “carnaval de Jesús”, que, bajo pretexto de ser un acto de adoración, remeda todos los elementos del carnaval, a excepción del exceso.

Todas estas similitudes que llegan a una actitud cercana al sincretismo,  parecen darle cierta verosimilitud a la tesis que sostiene que el evangelicalismo pentecostal avanzó allí donde se habían desestabilizado, a punto de retirarse, las estructuras del catolicismo popular[37]. El credo pentecostal no sólo se sirvió de sus redes de capital social, sino que además mantuvo algunas de sus formas de organización, e incluso, sus creencias más profundas, constituyéndose a sí mismo como una reformulación de la religiosidad popular y como segunda fase de la religiosidad latinoamericana.

Queda claro entonces, a partir de esta extensa comparación entre el catolicismo popular y el pentecostalismo, que existen ciertas rupturas que hacen de éste un movimiento único, y aun así, consumador de continuidades que hacen de éste un credo transitivo entre el viejo orden colonial y el esquema neo-liberal que comienza a consolidarse en la región.

  1. Pentecostalismo y segunda síntesis.

En su famosa crítica al esquema de ethos latinoamericano y modernidad barroca, Larraín acusa la existencia de un esencialismo por parte de Morandé a la hora de describir la cultura latinoamericana. Si bien las contribuciones del catolicismo, el mestizaje y la oralidad son innegables en el proceso de construcción de la identidad latina, hacer recaer sobre ellas el papel de pilares reificaría, de acuerdo con Larraín, la identidad, al momento originario de su constitución.

La síntesis cultural, tan relevante en el esquema de Morandé, parece proyectarse exclusivamente sobre la religiosidad popular, como brillantemente sostuvo en su libro Cultura y Modernización a principios de los 80s. El error en el que incurre el sociólogo, sin embargo, consiste en no haber desarrollado la capacidad observacional para registrar los eventuales cambios que dicha espiritualidad podría haber experimentado desde aquel entonces hasta nuestros días y que, inesperadamente, se resolvió en el pentecostalismo.

Si bien en su teología, y desarrollo social-pastoral, el marianismo y pentecostalismo no dan siempre respuesta a las mismas preguntas, son principios activos que cubren necesidades sociales similares entre los latinoamericanos. El crecimiento del pentecostalismo, siendo un fenómeno insospechado, no es totalmente sorprendente. Éste es más bien una segunda síntesis de la identidad latina y que, a diferencia del proyecto ilustrado de las elites modernizantes, incorpora y resignifica todo el sedimento de su predecesora.

Ya sea por su profunda extracción popular o por lo significativo de los vínculos que lo ligan a la estructura de la religiosidad de masas, el credo pentecostal debe ser incorporado analíticamente a la categoría de religiosidad popular. Debe ser recogida, y corregida la tesis de Morandé o Methol Ferrer de acuerdo con la cual sólo el catolicismo tiene los elementos simbólicos para constituirse como “popular”.

  1. Conclusiones

Quedan pendientes dos cuestiones: en primer lugar, indagar más activamente sobre la existencia de un “marianismo pentecostal” como uno de los hallazgos principales de la presente investigación. Su pura existencia debe constituir un motivo de preocupación para las autoridades eclesiásticas del evangelicalismo que, al parecer, atravesarían serias dificultades para arraigar sus enseñanzas entre la feligresía.

En segundo lugar, esta mirada más culturalista al fenómeno del pentecostalismo y su cercanía con el catolicismo popular puede favorecer a la superación de la dialéctica entre la visión alienante del pentecostalismo y su versión modernizante.

La tesis de la segunda síntesis apuesta por un pentecostalismo que moderniza y acoge la razón científica técnica sin necesidad de secularizar. Siguiendo a Berger, la naturaleza misma de este movimiento espiritual es la posibilidad de un nuevo proyecto de modernización, ni barroco ni ilustrado. En el pentecostalismo recae el posible repunte de la región en crecimiento e integración económica. La tesis sobre el espíritu del capitalismo de Weber parece estar aún presente en el pentecostalismo, pero modernizando sin modernidad.


[1] José Casanova, Religion, the new millennium, and globalization,. Sociology of Religion,2001 pag..420.

[2] Allan Anderson. An Introduction to Pentecostalism: Global Charismatic Christianity. Ars 2004

[3] Manuela Cartón, Religiones globales, estrategias locales. Usos políticos de las conversiones en Guatemala. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas. Universidad de Colima, 2004

[4] Donald Dayton. Algunas reflexiones sobre el pentecostalismo latinoamericano y sus implicancias

ecuménicas. Cuaderno de Teología Vol.11, 2001

[5]El Refugio de las Masas “ de Christian Lalive de  D´Epinay y “Followers of the new faith. Culture change and the rise of protestantism in Brazil and Chile” de Willems

[6]  Octavio Paz, La inteligencia mexicana, en El laberinto de la Soledad, Fondo de Cultura Economica, Ciudad de Mexico 2004, pág. 163

[7] Jorge Larraín, La identidad Latinoamericana: Teoría e Historia,  Centro de Estudios Públicos, Invierno (1994), pág. 33

[8] Ibíd. Pág. 38

[9] Jorge Larraín, Op Cit. Pág.40

[10] Particularmente en “Historia y Critica de la Opinión Pública”

[11] Jorge Larraín, Op Cit. Pág. 53

[12] Pedro Morandé, Cultura y modernización en América Latina, Cuadernos del Instituto de Sociología, Universidad Católica de Chile, 1984, p. 129.

[13] Ibíd. Pág. 153

[14] Ibíd. Pág. 153

[15] Ibíd. Pág. 161

[16] Particularmente la encuesta Latinobarómetro 2015.

[17] Sonia Montecino, Símbolo Mariano y Constitución de la identidad femenina en Chile, Centro de Estudios Públicos, pág. 285

 

[18] Octavio Paz, Los hijos de la Malinche, en El laberinto de la Soledad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México 2004.

[19] Ibíd. Pág. 93

[20] 15 Véase Carlos Cousiño, Razón y Ofrenda, Ensayo en torno a los límites y perspectivas de la sociología en América Latina, Cuadernos del Instituto de Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile, Satiango, 1990, pág. 115.

[21] Octavio Paz, Todos Santos, Día de Muertos, en El laberinto de la Soledad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México 2004.

[22] Mac Weber, La Ética Económica de las Religiones Universales, en Ensayos sobre sociología de la religión, Editorial Taurus, Madrid, pág. 247. 

[23] David Martin, Otro Tipo de revolución Cultural: el protestantismo radical en América Latina, Centro de Estudios Públicos, pág. 42

[24] Descripción weberiana de la teología de Lutero en la ética protestante y el espíritu del capitalismo.

[25] Alessandra Soto Mario, Conversión Pentecostal femenina: Motivos e implicancias, pág. 60

[26] Hans Tennekes. El movimiento pentecostal en la sociedad chilena, Centro de Investigación de la Realidad

del Norte (CIREN), 1985, pág. 82

[27] Datos  de constitución propia.

[28] Alessandra Soto Mario, Op Cit. Pág. 53

[29] Ibíd. Pág. 46

[30]  Bagsted M. Somma N. Valenzuela E, ¿En qué creen los chilenos? Naturaleza y alcances del cambio religioso en Chile, Centro de Políticas Publicas UC, 2013

[31] David Martin, Op cit.

[32] Jean Pierre Bastian, Pluralización religiosa, laicidad del Estado y proceso democrático en América Latina. Universidad Diego Portales, Santiago-Chile, 2011

[33] Alessandra Soto Mario, Op Cit.

[34] David Martin, Op cit.

[35] Ibíd. Pág. 43.

[36] Robert Merton, Teoria y Estructuras Sociales, Fondo De Cultura Económica, Ciudad de Mexico 1964

[37] Bagsted M. Somma N. Valenzuela E, ¿En qué creen los chilenos?… pág. 9

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