Estudios Evangélicos

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Borges para evangélicos

Quizá, en estos tiempos se haga tanto más urgente saber leer no solo a Borges, sino a este signo de contradicción que es el Dios-hombre. Así, podremos responder a la pregunta por la fe en la época presente. Probablemente, la contradicción del Dios-hombre sea la menos problemática de todas las que abundan y, con todo, la más necesaria.

En Junio, hace treinta años Jorge Luis Borges, ese laberíntico Escher de la literatura argentina, abandonaba este mundo para, quizá, acceder a la Biblioteca de Babel que tanto añoraba y librarse de la terrible inmortalidad de un Joseph Cartaphilus. Bautizado como un imprescindible de lo que controvertidamente podría llamarse “canon latinoamericano” de literatura, Borges ha dejado una obra cuya amplitud temática admite el acercamiento no solo desde una mirada literaria, sino también desde diversos puntos de vista filosóficos y teológicos.

En la obra de Borges, a diferencia de otros escritores de la región, hay una nota distintiva: el juego que realiza en muchos de sus textos -porque ‘cuentos’ es una categoría que para esta narrativa resulta claramente insuficiente- con sistemas filosóficos y teológicos de la historia de las ideas. De hecho, la Biblia será un objeto literario recurrente, como bien muestra Jonathan Minchala. Con esto en cuenta, la cuestión que quisiera contestar, intuitivamente, es ¿por qué hablar de “Borges para evangélicos”? O más bien, ¿por qué un evangélico debiese leer a Borges?, ¿qué puede encontrar un evangélico en un escritor no evangélico, ni siquiera cristiano?

Hay varios de sus textos narrativos en que el personaje principal es un teólogo, y en algunos casos uno específicamente protestante. Me aventuraría a desafiar a los creyentes con tres textos borgianos: los cuentos “tres versiones de judas”, “el evangelio según san marcos” y “los teólogos”. No obstante, como mi interés no es hacer una lectura de ellos, mencionaré algunos puntos que están presentes a lo largo de toda la obra de Borges y que, me parece, son interesantes pistas para quienes que confesamos una fe.

En primer lugar, la obra de Borges hay que saber leerla como lo que es: literatura, es decir, no como un conjunto de textos que intentan elaborar un sistema de pensamiento. De hecho, no hay nada más antiborgeano que los sistemas de pensamiento. En esta primera pista está implícito un aspecto fundamental de lo que podríamos llamar “pensamiento borgeano”: el rechazo a todo intento de sistematizar el acercamiento a la realidad. Es más: Borges utiliza los sistemas filosóficos y teológicos en su obra precisamente para dar cuenta de las contradicciones de estos, y así reafirmar la imposibilidad de la racionalidad para aprehender eso que convencionalmente llamamos “la realidad”. Borges, como teólogo, sería excelente no para reafirmar la sistemática, sino para deconstruirla; baste leer su cuento “Los Teólogos”. Aunque este sea un ejercicio que muchos, a priori, rechazarían, ¿no es acaso necesario, en tiempos de una desesperada búsqueda de certidumbre, considerar con prudencia el hecho de que, pese a todo el esfuerzo que los teólogos puedan hacer para explicar a Dios, a la realidad, y a nosotros, este será siempre falible? Y siendo así, ¿No resulta acaso esta aceptación prudente, en una afirmación más consciente de la fe en el Totaliter Aliter, ese inexplicable absolutamente otro ante quien nos arrodillamos con muda reverencia, al que nos recordó Barth?

En segundo lugar, la cuestión que nos confronta es la de la interpretación. La obra de Borges es un enorme ejercicio de interpretación de una serie de modos de pensar. Para quedarme con lo que corresponde a nuestro contexto, quizá el mejor ejemplo de esto sea su cuento “Tres versiones de Judas”. Si los sistemas de pensamiento son incapaces de encerrar la realidad, entonces la realidad, y todo lo que cabe en ella no es más que aquello que podemos interpretar de ella. De este modo, la lectura, como parte de la experiencia de realidad, es también interpretable. Los textos bíblicos (no ya “la Biblia”) y todo lo que encierran, son objeto de interpretación, no como antes se hacía, para buscar La verdad, sino para descubrir que no podemos encontrarla. Toda interpretación, entonces, no es más que el esfuerzo humano, otra vez, por encontrar algo que no está a su muy limitado alcance. Pero aquí, otra vez, Borges nos enseña algo. Reconocer que solo interpretamos, y que no somos poseedores de la verdad nos lleva, inesperadamente, a una verdad contenida en los textos bíblicos: y es que Dios es quien se revela, él es quien se deja ver. No le conocemos por la forma en que nos acerquemos al texto, ni por la forma en que lo hayamos aprendido. Le conocemos en tanto que él se nos muestre. Así, leer e interpretar el texto bíblico ya no es el ejercicio de la búsqueda de la verdad de Dios, sino más bien lo contrario: pararse a las puertas de ese Dios desconocido y dejar que se nos revele como verdad en su radical otredad. Así, accedemos al entendimiento particular de la realidad que, ahora sí, la Biblia, ofrece.

En tercer lugar, el nominalismo de Borges conduce a una inevitable negación de la capacidad del lenguaje para dar cuenta de la realidad y, en última instancia, de la verdad. Llega un momento en el que solo queda el evento, mudo, ante nosotros. El evento solo puede ser comprendido si es nuevamente realizado. Por lo tanto, el lenguaje viene a jugar el papel del intermediario. No es que ya este sea compuesto por signos, sino que es en sí mismo un signo que busca su significante y su significado. Si bien el cuento “el evangelio según San Marcos” admite variadas lecturas, una de ellas es, también, la cuestión por el relato, el lenguaje y su relación con la realidad. En este cuento, me parece, podríamos encontrar una clave de lectura fundamental para aunar los tres aspectos que hemos mencionado hasta el momento. El fanatismo calvinista del que habla el narrador del texto no consiste solo en el hecho -artilugio narrativo- de que los Gutres sean de ascendencia calvinista. Lo que se oculta, más bien, es la referencia a la actitud creyente que extrema el valor de realidad del relato y lo interpreta mediante la ejecución en su realidad. ¿No es acaso esto una confianza en el valor del lenguaje para dar cuenta de la realidad? ¿No es esto, quizá, el germen de lo que hoy convencionalmente –e inexactamente-  es denominado “fundamentalismo religioso”? La teología en general adolece de una reflexión fecunda acerca del lenguaje, aun cuando tiene no solo razones, sino ricos recursos para hacerlo. No está de más volver a Agustín y su De Magistro. Valga, también, resaltar aportes contemporáneos a esta discusión como la notable obra Divine discourse de Nicholas Wolterstorff o las obras de la Ortodoxia Radical y el debate que esta novedosa corriente ha generado.

De las tres consideraciones precedentes podríamos sacar tres conclusiones. Primero, que leer a Borges es un desafío intelectual para cualquier evangélico que quiera pensar su fe. Segundo, más que lo anterior, Borges nos invita a considerar los límites de nuestra capacidad de entender el mundo y, en este sentido, nos lleva también a considerar con seriedad otras formas de entenderlo. Tercero, una revisión consciente de las ideas que subyacen en su obra son, de algún modo, una invitación a la humildad. Hay cosas que no comprendemos y, por más que acumulemos conocimiento, seguiremos siendo incapaces de apropiarnos de la Biblioteca de Babel. Más bien, en nuestro lenguaje debería decir: somos incapaces de comprender al Deus Absconditus de Lutero.

Ya en este plano, convendría llamar a atención sobre las palabras que dijera Paul Tillich en alguna ocasión, hablando de la iglesia protestante en general: “Su defecto máximo reside en su pretensión de haberse convertido, en virtud de la “pura doctrina”, en la invulnerable poseedora de la verdad (…) imaginó que poseía la verdad, como si la verdad estuviese encerrada en la letra de las Escrituras y fuese dispensada con equidad por la doctrina de la iglesia”[1].

La pretensión de verdad que se oculta tras la asunción de que el lenguaje puede, efectivamente, darnos la verdad, es una que no puede sobrevivir en un mundo como el nuestro en el que, me parece, no hay un descredito de la religión (pues sigue habiéndola, y se fortalece pese a sus contradicciones), sino más bien un descrédito a la pretensión de posesión de la verdad. Esta impostura posmoderna no se superará con un renovado fundamentalismo o una ortodoxia fanática –no puedo dejar de pensar en la ironía de los Gutres-; más bien, se hará con la afirmación radical de que no poseemos la verdad, sino que ella nos posee a nosotros.

En una época en que lo que se cuestiona es el lenguaje, la comunicación, el dominio del hombre por el hombre mediante la manipulación de los signos, los significados y toda la construcción de una semiótica que responde a intereses de poder –en la cual también las iglesias son acusadas y, a la vez, reducidas, a organismos meramente ideológicos-, se hace indispensable volver a aquello de lo cual Kierkegaard nos previno cuando afirmó que el Dios-hombre es un signo de contradicción. Una obra como la de Borges puede ser mirada, por algunos, como un formidable ataque contra las formulaciones doctrinales, la dogmaticidad y la sistematicidad. Pero, en otro sentido, es también un aporte intempestivo si sabemos entenderla. Quizá, en estos tiempos se haga tanto más urgente saber leer no solo a Borges, sino a este signo de contradicción que es el Dios-hombre. Así, podremos responder a la pregunta por la fe en la época presente. Probablemente la contradicción del Dios-hombre sea la menos problemática de todas las que abundan y, con todo, la más necesaria.

Estamos no solo a 30 años de la muerte de Borges, sino también a 130 años del natalicio de Tillich y Barth y a 1 año de los 500 años de la reforma. En el paraíso, o en la mente de Dios -¿habrá algo como eso?- todos podrían conversar a una. A nosotros nos queda la biblioteca para hacerlos hablar. Y aunque no tengamos un Aleph para ver y comprender la realidad en su enorme -y acaso terrible- totalidad, aún tenemos a ese signo que es el Dios-hombre para orientarnos y darnos señal segura entre tantos otros signos.



[1]  Tillich, Paul. “El mensaje protestante y el hombre de hoy”. En La era protestante. Bs. As., Paidós, 1965

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