Estudios Evangélicos

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Cómo la democracia se convierte en tiranía

Los documentos del Concilio Vaticano II, especialmente Gaudium et Spes, en retrospectiva parecen haber aceptado en exceso a la democracia liberal moderna y a la economía de mercado. Esto es históricamente entendible: la Iglesia Católica necesitaba ir más allá de su respaldo previo a la monarquía y a los sistemas económicos jerárquicos basados en la posesión desigual de la tierra.

Pero ahora la Iglesia necesita reconocer que se encuentra en una situación muy diferente. Los eventos recientes demuestran que la democracia liberal puede ella misma convertirse en un tipo de tiranía. Debido a una generalizada indiferencia hacia la verdad, y en contra de la opinión mayoritaria, la manipulación de la opinión y la explotación del miedo triunfa la mayoría de las veces.

Así, la política liberal crecientemente gira en torno a la supuesta protección contra elementos foráneos: el terrorista, el refugiado, la persona de otra etnia, el extranjero, el criminal, etcétera. El populismo parece ser más y más una deriva inevitable en una democracia liberal incompetente.

En consecuencia, la supuesta defensa de la democracia liberal es ella misma usualmente una razón utilizada para justificar la suspensión de la decisión democrática y las libertades civiles. Y así, de manera algo paradójica, es el liberalismo el que tiende a suspender aquellos valores de liberalidad -juicio justo, derecho a defensa, presunción de inocencia, habeas corpus, una medida de libertad de expresión y libre investigación, buen trato al convicto- de los que se ha apropiado, pero que en términos históricos no inventó.

Estos supuestos valores liberales derivan más bien de la ley romana y germánica, transformados por la infusión de la noción cristiana de caridad, la cual en ciertas dimensiones implica una dadiva generosa del beneficio de la duda, como también socorrer incluso a los acusados o malvados.

Pues si el fin último a ser respetado es simplemente la seguridad individual y la libertad de elección, entonces casi cualquier suspensión de legalidad puede tender a ser legitimada en nombre de esos valores.

Al final, el liberalismo toma un giro siniestro cuando todo lo que defiende es el mercado libre junto con el estado-nación como unidad competitiva. El gobierno, en estas circunstancias, tenderá a volverse un mecanismo enteramente vigilante y militar.

Debido a la decadencia de todas las limitaciones propias de la familia, la localidad y las instituciones mediadoras que deberían ocupar el espacio entre el individuo y el Estado, las que ningún individuo ya tiene interés en hacer cumplir (pues se define socialmente solo como un selector solitario y egoísta), es inevitable que el funcionamiento de las reglas económicas y civiles será impuesto sin piedad y cada vez más exhaustivamente por un Estado que se volverá totalitario en un nuevo modo.

Además, la búsqueda obsesiva de la seguridad contra el terrorismo y el crimen solo garantizará que el terrorismo y el crimen se vuelvan más sofisticados y sutilmente efectivos, y así ingresamos en un círculo vicioso global.

Frente a este deslizamiento liberal hacia el despotismo, el cristianismo católico necesita proclamar una vez más la tradición clásica que porta -y que tendía a predecir tal deslizamiento de un ethos “democrático” hacia la tiranía- en cuanto a que el gobierno debería diferenciarse propiamente.

En este sentido, la democracia como “el gobierno de los muchos” solo puede funcionar sin la manipulación de la opinión si es equilibrada por, lo que podríamos llamar, un elemento “aristocrático” de la búsqueda de la verdad y la virtud por su propio bien. Del mismo modo, la democracia requiere un sentido jerárquico e incluso “monárquico” de imposición de la justicia que haga caso omiso de los prejuicios de la mayoría. (Por ejemplo, aquí se puede pensar en la legítima ilegalización europea de la pena capital, en contra de los deseos del pueblo).

Esto, me parece, debe complementarse con la idea más controversial según la cual la única justificación para la democracia es teológica: dado que “el pueblo” es potencialmente “la iglesia”, y dado que la naturaleza siempre anticipa la gracia, la verdad finalmente reposa dispersa en medio del pueblo (aunque necesita la guía inicial de unos pocos virtuosos) porque el Espíritu Santo habla a través de la voz de todos. Vox populi, vox Dei.

Sin embargo, esta perspectiva debería animarnos a revisitar la noción de la autoridad “corporativa” que es característica del pensamiento católico. Pues no todos los lazos y agrupaciones se producen de manera centralizada y no existe un agregado original de individuos aislados.

Al contrario, las personas siempre forman cuerpos micro-sociales, y los gobiernos deberían tratar a las personas no de acuerdo con una abstracción formal, sino tal como ellas son -en relación con sus regiones, oficios, culturas locales, cuerpos religiosos, etc. De aquí que será imposible un acomodo pacífico del islam al interior de Europa si el Estado no trata con él como un cuerpo “político”, y no solo como una masa de individuos creyentes -una noción que es extraña al islam mismo.

Frente a la crisis de la democracia liberal, por tanto, el pensamiento cristiano católico (incluyendo catolicismo romano, anglicanismo, ortodoxia, e incluso algunos sectores reformados), debe retornar a algunos tópicos mas antiguos de su crítica al liberalismo.

La “modernidad” del liberalismo solo ha traído pobreza masiva, desigualdad, erosión de los cuerpos libremente asociados por debajo del nivel del Estado y abandono ecológico de la tierra -y ahora, sin la amenaza compensatoria del comunismo, ha abolido los derechos y la dignidad del trabajador, asegurado que las mujeres sean esclavas laborales, tanto como domésticas y eróticas, y finalmente ha empezado a remover los antiguos derechos del individuo que preceden largamente al credo liberal mismo (como el habeas corpus en la ley anglosajona).

El único credo que intentó, a veces valientemente, desafiar este empobrecimiento múltiple -el comunismo- lo hizo en nombre de la subordinación de todos a la productividad futura de la nación, e ignoró la necesidad de las personas de una relación estética y religiosa entre sí y con la naturaleza.

En nuestros días, lo que debe desafiar al liberalismo es una “liberalidad” más auténtica, en el sentido literal de un credo de generosidad que supondría, de hecho, que las sociedades están unidas más fundamentalmente por la generosidad mutua que por contrato.

Esto no significa, por supuesto, que las medidas contractuales meramente “liberales” no sean necesarias para protegernos contra las peores tiranías, ni que no tengamos que recurrir a menudo a ellas en lugar de vínculos cívicos más sustanciales. Pero el contrato social nunca debe ser lo que une fundamentalmente a las personas en principio, ni puede generar el ideal más elevado de una verdadera justicia distributiva.

Esto nos lleva al acuciante problema de la economía. Hoy vivimos bajo la tiranía de un mercado capitalista sin restricciones. Hemos abandonado la visión marxista de que este mercado inevitablemente debe colapsar y evolucionar hacia el socialismo.

Pero también hemos abandonado en gran medida la idea socialdemócrata de que el mercado capitalista puede mitigarse. En este punto, el análisis marxista todavía es apropiado: la socialdemocracia era del interés capitalista durante una fase que requería una promoción keynesiana de la demanda. Pero fue abandonada cuando las demandas excesivas de mano de obra junto con la competencia económica entre los estados-nación hicieron que la generación de ganancias se volviera problemática.

Es cierto que el neoliberalismo apenas ha resuelto los problemas del crecimiento relativamente lento de la productividad desde los años 50 en Occidente. Sin embargo, la lógica inherente de la acumulación capitalista y el afán de lucro parece impedir cualquier retorno a las soluciones socialdemócratas en el futuro previsible.

Pero aquí nuevamente el pensamiento social católico debe permanecer fiel a su propio genio. Siempre ha insistido en que las soluciones no están ni en un mercado supuestamente capitalista “puro” ni en el Estado centralizado. De hecho, no existe un capitalismo “puro”, sino solo grados de este modo de producción e intercambio.

Las economías capitalistas locales de pequeña escala son en verdad semi-capitalistas, porque a menudo exhiben una competencia por la excelencia, pero no un impulso mutuo de abolición de las empresas hacia el monopolio. Esto se debe a que, por ejemplo, en partes del norte de Italia y de Alemania, una cierta cultura local de excelencia asegura que no haya una búsqueda de la producción solo para ganar dinero, ni tampoco un intercambio de mercancías determinado solo por la oferta y la demanda y que no considere un reconocimiento compartido de la calidad.

En tales contextos, se puede ver que un elemento residual de “intercambio de dones” puede permanecer incluso dentro de la economía de mercado moderna. Los productores de cosas bien hechas no solo están en un contrato con los consumidores. Por el contrario, los consumidores dan a los productores “contra-dones” de sustento a cambio del obsequio de cosas intrínsecamente buenas -aun cuando esto es mediado por el dinero.

Se podría sugerir que una mayor parte de la economía podría ser así, pero aquello requeriría que la producción local favorezca los materiales adecuados localmente, vinculados a las habilidades de origen local. Las comunidades deben importar y exportar solo lo que deben o lo que solo puede provenir de otros lugares.

Pero si recibimos sólo lo exótico de otros lugares, aquí también puede haber una forma de intercambio de regalos en funcionamiento. De hecho, las comunicaciones y el transporte globales favorecen esto: dentro de una aldea global, aquellos en Europa que deseen recibir el buen obsequio de alimentos cultivados orgánicamente pueden, a cambio, pagar un precio justo por ellos, que es un contra-don que asegura que los productores no sean explotados.

Cosas como una economía de alimentos de comercio justo pueden no parecer drásticas o decisivas y, de hecho, siguen siendo patéticamente marginales y a menudo en peligro. Sin embargo, la extensión de este intercambio de dones poco a poco es la forma más segura de avanzar, a diferencia de la revolución, la acción del gobierno o las soluciones capitalistas.

Los grupos que se vinculan en todo el mundo pueden garantizar que algo se devuelva a la tierra y que los bienes genuinos entren en circulación planetaria. Una vez más, necesitamos crear vínculos sistemáticos entre las cooperativas de productores y consumidores, y necesitamos ver el surgimiento de una banca cooperativa (quizás supervisada por la Iglesia, los organismos islámicos y judíos) para regular y adjudicar las interacciones entre muchos modos diferentes de esfuerzo cooperativo.

Solo medidas tales pueden corregir el error de nuestra política actual: a saber, suponer que el libre mercado es algo dado, que debería ampliarse o inhibirse y regularse. Porque si los resultados del libre mercado son intrínsecamente injustos, entonces “corregir” sus abusos mediante otra economía de bienestar es poco más que una forma de resignación. Además, estas correcciones son las primeras en sufrir con el inicio de cada nueva recesión económica.

Lo que he estado afirmando es que necesitamos un tipo diferente de mercado, lo que requeriría que en cada intercambio económico de trabajo o mercancía siempre haya una negociación de valor ético en cuestión. En efecto, el valor económico solo debería ser valor ético, que surja de la oferta y la demanda de dones intrínsecos de excelencia.

*John Milbank es profesor de religión, política y ética en la Universidad de Nottingham. Es autor de muchos libros, incluido el influyente Theology and Social Theory: Beyond Secular Reason (Wiley-Blackwell, segunda edición, 2005) y The Future of Love: Essays in Political Theology (Cascade Books, 2009).
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Originalmente publicado en ABC, 2011. Traducción de Luis Aránguiz Kahn.