Estudios Evangélicos

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Creo. Una invitación a la confesionalidad

Los evangélicos atraviesan lo que quiero denominar aquí como una situación “postconfesional”. Por supuesto, esto nada tiene que ver con que no haya iglesias confesionales. Desde luego que las hay. En el protestantismo tradicional, luteranos tienen Augsburgo y reformados tienen Westminster. Pero si miramos con algo más de perspectiva la configuración del amplio espectro evangélico, pronto constatamos que una parte no menor de los movimientos e iglesias que se han ido conformando sobre todo durante el último siglo, no muestran una confesionalidad fuerte. Pensemos, simplemente, en la heterogeneidad de los sectores pentecostal y neopentecostal. Un ejemplo actual de esta situación es la pregunta sobre la confesionalidad del despertar de Asbury en Estados Unidos. ¿A qué confesión adhiere? Solo se puede observar una serie de elementos más o menos generales que se reúnen en torno a algo distinto a una ‘confesionalidad’ determinada. Desde luego, sabemos que es ‘cristianismo’ y que es ‘evangélico’, pero seguramente sobre lo que significa la segunda palabra se despertará más inquietud y discusión que sobre la primera porque ocurre en un contexto metodista wesleyano, pero no es un acontecimiento denominacional en sentido estricto.

Si vamos a iglesias que no tienen una confesionalidad definida, o que cuya declaración de fe -cuando la hay- no es mucho más que un gesto de buena educación en el que se menciona al pasar alguna frase sobre Jesús y sobre la salvación, notaremos lo difícil que es entablar una conversación respecto a lo que significa ser cristiano. La situación de postconfesionalidad se podría definir como la evasión o ausencia de las definiciones. No se quiere decir nada que pueda generar discusiones, por mínimas que sean y, cuando existe algo semejante a una declaración de fe, se busca simplificar los conceptos, lo cual conlleva el indeseado riesgo de deformarlos. Naturalmente, esto es parte de un cierto ánimo de época. Queremos huir de las discusiones que parecen infructuosas, abolir el denominacionalismo. Por eso hay evangélicos que se rehúsan a declararse “evangélicos” y cuando son consultados sobre su credo dicen simplemente “cristiano”, aunque todo indique indiscutiblemente que son evangélicos.

Es difícil estar en desacuerdo con la idea de que ha habido fricciones innecesarias. Pero también es difícil estar de acuerdo en que la situación se solucione intentando esconder o evadir el hecho de que se es “cristiano evangélico” y no cristiano a secas. Incluso aunque el término “evangélico” pierda respeto social, eso no quiere decir que en términos de su estatuto histórico haya perdido peso alguno. Lo que se necesitaría, más bien, es rehabilitar el auténtico sentido de lo “evangélico”, que no es solo un vulgar anticlericalismo romano, sino que es una forma de entender el cristianismo con propiedades específicas que reclaman su derecho a existir en medio de la familia de las iglesias cristianas.

Sin abundar demasiado, el mes de la Reforma se nos muestra como un escenario apropiado para examinar este tema con algo de detención. Hay evangélicos que celebran a Lutero y los reformadores en un ánimo de gesta épica. Naturalmente, salta a la vista la intensidad del anticlericalismo en esto. Se resalta enérgicamente el concepto de Sola Escritura para combatir todo lo que huela a tradición. Y, oh paradoja, cada iglesia protestante y evangélica ha construido con el paso de los siglos su propia tradición.

Se empieza a configurar una comprensión de la Sola Escritura que la entiende como la libertad de interpretación a cualquier evento por parte del creyente. Pero lo cierto es que se trata de una comprensión mañosa que no hace justicia a lo que fue la Reforma. Para los reformadores, las Escrituras siempre fueron la norma suprema, pero eso nunca significó que fueran la única norma. Solo así se entiende el hecho de que no se conformaron solamente con tener la Biblia a secas, sino que acompañaron el desarrollo de la Reforma con un sinnúmero de documentos confesionales a través de los cuales se establecieron los contornos de lo que creían como Iglesias protestantes. Estos documentos confesionales, además, no se escribieron solamente en sentido negativo pensando en rebatir los errores que se denunciaban de la Iglesia de Roma. Tanto más importante es su sentido positivo, la afirmación de las creencias fundamentales cristianas que tomaron forma confesional en los distintos documentos de la antigüedad cristiana como el Credo Apostólico y el Credo Niceno-Constantinopolitano. En la Reforma se tenía claridad sobre la importancia de definir lo que es cristiano y lo que no lo es conforme a las Escrituras y conforme al desarrollo del dogma.

La razón por la cual en nuestros días resulta tan engorroso definir la propia fe, es porque se carece de una noción adecuada de la confesionalidad. Presa de un biblicismo carente de un sano sentido y valoración de los credos y las confesiones, se ha llegado a un punto en el que temas tan fundamentales como la trinidad y la cristología, solo por mencionar un par, no pueden ser enseñados ni explicados con claridad por pastores y a veces mucho menos por los laicos. Aparejado con el desconocimiento de fórmulas confesionales, o con el no reconocimiento de las que ya existen aun cuando se sepa de ellas, hay quienes intentan innovar y pueden acabar deformando el sentido de la herencia cristiana histórica.

Las confesiones de fe son importantes. Nos dicen lo que cree una iglesia. Difícilmente sean perfectas, pero el grado de cuidado con el que se trata su contenido muestra también el grado de preocupación que una iglesia tiene por aquello que predica. Por lo general, es muy difícil innovar porque los credos con las formulaciones más trabajadas son los antiguos y, si no se los quiere reconocer, lo mínimo que sería prudente hacer es tomar de ellos las definiciones más importantes. En los credos las palabras tienen una importancia invaluable. Cada término tiene un significado específico y está cargado de contenido teológico. Nada en ellos es al azar. Por eso es que desconocerlos también puede ser perjudicial para quienes se confiesan cristianos.

Solo a modo de ejemplo, en la declaración de fe de una iglesia neopentecostal se encuentra esta definición sobre la trinidad, aunque ese término nunca se usa. Bajo el encabezado “Padre, Hijo y Espíritu Santo” se enseña: “Creemos en la manifestación de Dios, a través de la persona del Padre, la persona del Hijo y la persona del Espíritu Santo”. Un lector atento notará de inmediato que el término “manifestación” comporta un riesgo incalculable en la comprensión de la economía trinitaria. Si se consultase a las autoridades de esa iglesia sobre este punto, no sería extraño que se confesaran trinitarios. ¿Por qué, entonces, esta fórmula que conduce a error y que está en riesgo de ser opuesta a la trinidad?

Acaso sea esto ir demasiado al dedillo, podría objetarse, y defender que lo importante es la vida práctica y no estas cuestiones intelectuales y, en realidad, de poca si es que ninguna incidencia en la vida de la congregación y del creyente. Pero al sostener un argumento así, se pierde de vista que en el cristianismo no se disocia lo que se cree de lo que se vive. El énfasis excesivo en cualquiera de los ámbitos produce un desequilibrio que el cristianismo no enseña. Tan importante como obrar bien, es conocer en nombre de quién y para quién se vive. Cristo es Dios. Y Dios aquí no significa ni panteísmo, ni deísmo, solo por dar casos. Dios aquí implica atributos específicos que hacen distintivo el uso de esa palabra en los labios de un cristiano frente a cualquier otra religión o concepción no cristiana de Dios. Al no tener claridad sobre estos aspectos, ¿qué es lo que diferencia entonces a un cristiano que obra bien, de cualquier otra persona que obra bien? No se trata solo de diferencias intelectuales, se trata de que la vida se dedica a una deidad que es distintiva en medio de cualquier otro credo. De otro modo, si las buenas obras son lo más importante y se pueden encontrar en otras corrientes, ser o no cristiano sería algo indiferente.

Puede parecer contraintuitivo, pero la situación de postconfesionalidad lejos de facilitar el encuentro entre creyentes, puede hacerlo todavía más difícil, porque sentados a la mesa para analizar puntos de acuerdo y diferencia, se carece de la claridad necesaria para definir lo que se cree sobre un punto u otro. Incluso si todos dijesen, por ejemplo, “soy trinitario”, al consultar qué entiende cada uno por “trinidad” no sería extraño encontrar todo tipo de desajustes por cualquier razón. En tiempos pasados, y aun hasta hoy, las iglesias confesionales tienen menos dificultad para relacionarse entre ellas, precisamente porque tienen confesiones que les permiten hacer comprensible sus principales elementos teológicos.

Esto no solo tiene una dimensión institucional. También resultan implicancias directas para la vida del creyente o laico. Las iglesias con una confesionalidad definida tienden a ocuparse más en la formación de los laicos que aquellas que no la tienen. Aquellas que no la tienen, usualmente transmitirán creencias variadas, vagamente explicadas, pero no tendrán la capacidad de ofrecer a sus fieles un marco de comprensión de su fe que les permita entenderse con claridad a sí mismos como cristianos y, de tal suerte, entender también el mundo que habitan. No es osado decir que esta situación facilita el sincretismo, la mezcla de doctrinas al interior de las iglesias, creyentes menos seguros de sus creencias ante las preguntas propias y ajenas, entre otras dificultades. La fundamentación de la fe propia se encuentra con una carencia que busca suplirse por otros medios, como aumentar la intensidad de las experiencias, por dar un caso. Pero aun así, las experiencias desprovistas de un marco teológico y de sentido cristiano claro, pueden interpretarse de cualquier otra manera.

En el entendido de que haya quien sostenga que, pese a todo, los credos pueden ser innecesarios, solo queda un recurso para afirmar su importancia, y es que ya en las propias Escrituras se expresa lo que podríamos denominar “actitud credal”, una intencionalidad en decir “creo” o “creemos”. Por ejemplo, la expresión “Jesús es el Señor” (Rom. 10:9) es una confesión de fe en si misma: “si confesares con tu boca”, escribió el inspirado apóstol. Toda expresión de señorío de Jesucristo ya viene acompañada de una serie de afirmaciones, de confesiones, sin las cuales no se puede entender lo más elemental del cristianismo, y cada palabra utilizada tendrá un sentido específico. Decir Jesús es el Señor implicaba asumir costos de enorme envergadura en un imperio en el que no debía haber un Señor por sobre el emperador. Mientras más se ahonde en la actitud credal, más se entenderá su importancia, más se entenderá porqué los cristianos a lo largo de los siglos prepararon credos y, por ello mismo, más se entenderá porqué siguen siendo necesarios.

Los cristianos están en un mundo en el que no solo se entiende cada vez menos el cristianismo y que le es cada vez más indiferente; sino que están en un mundo en que ellos mismos en ocasiones se ven notoriamente sobrepasados por no poder explicar en qué consiste decir “Creo en Dios padre todopoderoso”. Es, por tanto, imperioso, adoptar una actitud credal y superar de una vez por todas la posconfesionalidad.