Estudios Evangélicos

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¿Cristianos sin nueva cristiandad? Sobre un polémico libro de Ignacio Walker

“¿Cómo vivir la fe cristiana al interior de una democracia pluralista que reconoce la separación entre Iglesia y Estado?” Con esta pregunta se abre el libro “Cristianos sin Cristiandad”, recientemente publicado por el reconocido político demócrata cristiano Ignacio Walker. Si bien el conjunto de la obra busca contestar a esa inquietud inicial desde un punto de vista doctrinal católico, un componente no menor de su contenido refiere a la experiencia legislativa del autor en materias de gran sensibilidad para los cristianos de las distintas iglesias, los así llamados “temas valóricos”. De aquí que el libro, entonces, es una reflexión tanto teórica como práctica y experiencial.

El libro se articula en cuatro capítulos. El primero de ellos trata sobre la experiencia legislativa del autor en cuanto a siete leyes polémicas recientes, entre las que se encuentran el acuerdo de unión civil y la ley de identidad de género. El segundo es un análisis de la Doctrina Social de la Iglesia y el impacto y significancia del Concilio Vaticano II. El tercero es una reflexión doctrinal del autor en torno a temas como la conciencia moral, la libertad religiosa y el rol de los laicos en la vida pública, a la luz de una serie de documentos magisteriales. Por último, cierra el libro con un capítulo dedicado a tratar la idea de “la dignidad de la política”.

A lo largo de todas estas páginas, el lector podrá encontrar en reiteradas ocasiones que el autor ha estado en conflicto con posiciones más conservadoras del clero y de la doctrina oficial. También encontrará que el autor se defiende del clero argumentando la separación del ámbito eclesiástico y el político y, por tanto, diferenciando la función del clérigo y del político. En último término, encontrará también la defensa de la autonomía del laico respecto de la autoridad eclesiástica y que dicha autonomía se fundamenta en su conciencia, la cual, huelga decir, es respetada por la Iglesia según consignan una serie de documentos eclesiásticos citados.

Aunque el argumento a primera vista resulta atendible, una de las críticas más demoledoras en su contra ha sido realizada por Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, uno de los destacados intelectuales públicos no creyentes en Chile. Curiosamente, sin embargo, puso en vilo la obra de Walker acentuando no las diferencias que pudiera tener con el orden liberal secular, sino con su propia institución, la Iglesia Católica. En efecto, Peña resaltó que, a diferencia de Walker, desde la perspectiva de Vaticano II “La apertura al mundo tendría para un católico un sentido misional y no sincrético”, que, en lo que toca a la libertad religiosa, “La apertura al diálogo no es una renuncia a la verdad, debiera decir un católico, sino una forma de proclamarla” y que, finalmente, respecto a la conciencia, ella “para un católico no es la conciencia psicológica o la certeza subjetiva de que algo es correcto, sino que alude a la verdad que Dios habría depositado en el corazón humano”. De este modo, el rector Peña, como un brillante clérigo conservador del siglo pasado, desmantela la triple argumentación de Walker y, desde su vereda, reclama la necesidad de una política auténticamente comprometida con el cristianismo. Tal es así que afirma:

“Los no creyentes preocupados de la esfera pública miran con extrañeza este debate que arriesga el peligro de desproveer a la catolicidad de todo lo que la hace de veras atractiva y misteriosa para quien la mira de lejos: una catolicidad que arriesga confundirse como uno más de los puntos en disputa, con terror a ser minoría y exenta de la locura de la cruz. (…) La democracia y el diálogo necesitan de políticos convencidos de la verdad final de la condición humana, dispuestos a participar del debate democrático haciendo valer las razones a favor de esa verdad y sin acomodarla a la mayoría o a los vientos de la hora”.

Fuera de lo anecdótico que pudiese parecer este debate tan provinciano en un país como Chile, ha dejado a la vista cuestiones últimas. La columna del rector Peña pareciera una imprecación sobre cómo no ser un político cristiano. Así, el intento que realiza Walker por dar coherencia a su acción política y legislativa desde un punto de vista doctrinal católico es lo que ha suscitado mayores interrogantes en la discusión pública. ¿Qué significaría, entonces, hacer política cristiana católica?

Ignacio Walker es de la Democracia Cristiana (DC). Como es bien sabido, este partido hunde sus raíces en las discusiones al interior del viejo Partido Conservador (PC). Los involucrados en este proceso formativo del PC a la DC eran lectores de los documentos magisteriales, la Doctrina Social de la Iglesia y, también, de autores particulares como Jacques Maritain, quien aparece mencionado ocasionalmente en este libro. Maritain, convencido del potencial de una política cristiana a la altura de los desafíos de la modernidad recibió críticas severas de parte de los sectores más tradicionalistas del catolicismo. Les parecía que estaba capitulando ante los embates de la modernidad. Sin embargo, el Maritain del Humanismo Integral, aunque ya no un nostálgico de la vieja cristiandad, fue en todo caso el promotor de una “nueva cristiandad”.

El alcance de sus ideas inspiró a un sector católico preocupado por el avance de las enconadas ideologías de la época; desafiado por las sociedades pluralistas y democráticas; y consciente de la pérdida progresiva de predominancia del catolicismo; a trabajar por construir una cultura cristiana. Se trataba de un proyecto de “civilización” en la que si bien no se exigiría a nadie ser cristiano como podría haber ocurrido en el pasado, los valores de origen cristiano como el de la dignidad humana serían fundamentales. Con el horizonte de la “nueva cristiandad” Maritain buscó contestar la misma pregunta con la que inicia el libro de Walker, pero lejos construir una argumentación para justificar una praxis política alineada con la cultura secular, lo que hizo fue lo opuesto: fortalecer la dignidad de una política cristiana capaz de presentarse a la vida democrática sin dependencia de la Iglesia, y al mismo tiempo completamente consciente de la identidad que emana de ella.

En relación con lo anterior, si bien el problema explícito del libro es la relación del laico político católico con la Iglesia, lo cierto es que tras ello es necesario preguntarse una cuestión implícita que tiene que ver con la identidad católica. Resulta pertinente recordar que fue el propio Ignacio Walker quien, en abril de 2019, sugirió cambiar el nombre de la Democracia Cristiana por Partido Democrático de Centro. Si entre las artes de la política están los gestos, ¿Cómo interpretar que un militante histórico de primera línea de un partido cristiano histórico, quiera quitar del nombre institucional una palabra fundamental de su identidad? Ya a principios de los noventa, el estudioso de los partidos chilenos Timothy Scully señalaba la “secularización” de la DC. Quizá, podría pensarse que la propuesta de Walker no ha sido más que la aceptación final de esa realidad.

Como puede verse, lo que hay tras esta obra es un problema de conciencia en relación con las enseñanzas de la Iglesia, pero también hay un problema de identificación más que con una institución solamente, con una serie de creencias basales que permiten afirmar una identidad religiosa.

Aunque el rector Peña no lo dijo en estos términos, es más o menos claro que el libro, queriendo ser una defensa de la libertad de conciencia del laico político hacia la Iglesia, en realidad acaba siendo la justificación de una praxis política que ha capitulado ante la cultura secular y liberal. Al hacer dialogar a la Iglesia con los principios del mundo moderno, parece que para Walker solo prevalece el mundo moderno. Tal cosa lejos de ser diálogo, con algo de suerte puede ser un monólogo.

El conflicto de este libro es que, tras la discusión sobre la relación de las dos ciudades, cada una con sus jurisdicciones, el autor enmascara la discusión sobre a cuál de las dos se le debe la primera lealtad. Por defecto, la lealtad de un católico debiese estar primero con la Ciudad de Dios. El problema es que Ignacio Walker, al parecer, acaba sosteniendo la posibilidad de escoger a quién ser leal según las circunstancias. En lo político, a la polis. En lo eclesiástico, a la iglesia. Pero no se conoce cristiano con dos almas. El autor deja en manos de la conciencia personal la ponderación sobre a cuál se debe lealtad y en qué momento.

Tal cosa podría llevar a algunos, con no poca ingenuidad, a celebrarlo casi como un proto-protestante. ¡He aquí alguien que se sujeta a su conciencia antes que a la Iglesia! No obstante, en todo protestantismo que se precie de tal, la conciencia es cautiva de la Palabra de Dios, tal como señaló Lutero. En Walker, de hecho, no se sujeta ya a la Palabra de Dios. Se sujeta, posiblemente, a Dios. Aunque habría que preguntarse quién es Dios para Walker. Porque si la doctrina de la institución a la cual él se debe, y que según su propia tradición fue fundada por Cristo mismo -a quien sigue sus pisadas-, no es suficiente para convencerlo de obrar en conformidad con ella y no con las corrientes de la hora, entonces, ¿qué sentido tiene ya siquiera declararse legislador católico? Tal vez, legislador de centro sea más adecuado, dadas las circunstancias.

Un último aspecto sobre el que cabe llamar la atención, es el modo en que Walker se refiere a la política europea. Para Walker, la “religión de Europa” es lo moderno, liberal y secular. Escribe sobre la “religión civil europea” y recurre también al viejo concepto de la “religión de la humanidad” para enunciar a los valores universales que son utilizados para reemplazar a los valores del viejo orden cristiano. Como todo católico que se precie de tal, Walker ha de saber que las religiones tienen dogmas y que reclaman para sí la posesión de la verdad. Por ello, debiese ser de suyo claro que cuando acusa al orden secular contemporáneo de “religioso”, está asumiendo también que este orden tiene un dogma y una verdad que disputa con otros dogmas y otras verdades. En este sentido, cabría preguntarse si acaso cuando Walker obraba en conciencia contra su religión católica, no estaba al mismo tiempo, tal vez, aceptando otra, la religión civil europea.

El investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) Claudio Alvarado, tituló una carta al director crítica de este libro como “¿Cristianos sin cristianismo?”. Quizás aquello sea ir demasiado lejos. Walker en su conciencia sigue siendo católico. No obstante, es evidente luego de recorrer el libro que, al acusar la caída de la cristiandad como un signo evidente de nuestra época –cosa que, en todo caso, es extraordinariamente extemporánea- lo que se hizo en realidad fue terminar de decir adiós al viejo ideal demócrata cristiano de la “nueva cristiandad”.