Estudios Evangélicos

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De cristianos ciudadanos a iglesia ciudadana

Las elecciones presidenciales de 2017 en Chile han sido, sin duda, las que han visto la mayor politización del campo evangélico desde el retorno de la democracia. La sociedad del país ha sido testigo de un desfile de nuevas figuras evangélicas con pretensiones políticas que, a su vez, han intentado capitalizar su liderazgo dentro de las iglesias con el fin de alcanzar el poder o, sencillamente, apoyar a uno u otro candidato según las afinidades ideológicas de cada cual. Los discursos críticos ante esta nueva emergencia evangélica han aparecido desde diversos sectores, pero quisiera destacar el hecho de que, a la par con el surgimiento de estos liderazgos, ha habido también el surgimiento de una creciente masa crítica al interior de las propias iglesias.

Aunque existe una tendencia a generalizar con los “evangélicos”, quienes observan con mayor detención la procedencia de este tipo de personaje, notarán rápidamente que la mayoría de ellos son de extracción pentecostal o neopentecostal. Esta constatación, muy poco considerada aún dentro de los análisis que se realizan sobre el presunto alzamiento de una “derecha cristiana” en Chile, es fundamental para comprender algunos de los elementos profundos que están en juego en esta nueva dinámica política evangélica. Sin pretender un análisis exhaustivo, son tres los elementos que merecen consideración y que, posiblemente, podrían contribuir a una reflexión no solo para el caso de Chile, sino para el desarrollo político del campo evangélico y pentecostal en latinoamérica en general.

1. El liderazgo patronal. Una cuestión que ha llamado desde un principio la atención de quienes han analizado el pentecostalismo y el neopentecostalismo en Latinoamérica, es el poder que el pastor tiene sobre la congregación. Según una tesis ya clásica, las iglesias pentecostales reproducen el modelo del patrón/inquilino, de modo que el hermano y pastor asumen una relación asimétrica en la que este último tiene tanto un fuerte poder de decisión como una autoridad que confiere un estatus superior a sus opiniones. Con más o menos cambios, en el campo neopentecostal la autoridad pastoral preserva patrones similares. De este modo, la cultura de las iglesias está diseñada no para promover la libertad individual y el pensamiento autónomo, sino la obediencia a la autoridad, afirmada a su vez en una cierta noción sacralizada de la misma, reafirmada con el texto bíblico. Este tipo de iglesia, además de tener un liderazgo autoritario, no tiene cultura democrática interna que permita que los fieles ejerciten virtudes asociadas a dicho modo de convivencia. ¿Por qué habría de extrañarnos que haya templos en los que se hizo campaña abiertamente, o que haya pastores que hayan intentado conducir el voto de los hermanos como si fueran realmente un rebaño de ovejas perdidas?

2. el concepto de la política. La política, hasta hace algunos años apenas, era comprendida según dos nociones. Primero, era considerada una actividad negativa. Se la asociaba con prácticas pecaminosas como la mentira, la codicia, etc. En otras palabras, la carga negativa del oficio provenía fundamentalmente de un análisis moral del mismo. El cambio repentino a considerarla una actividad positiva ha resultado sorpresivo, pero no tanto por lo reciente, sino porque para que pudiese ocurrir, debiese haber habido un cambio de mentalidad en un tiempo record. Pero sabemos que los cambios sociales no ocurren en así. Evidentemente, lo que ha ocurrido aquí no es que las iglesias hayan cambiado. Más bien, es que las élites y aristocracias pastorales cambiaron. Segundo, tendía a comprendérsela únicamente en términos partidistas. Es decir, la política era la distinción entre izquierda y derecha y sus consecuentes materializaciones institucionales. No había aquí una reflexión que intentase comprender la política como la relación entre los habitantes de una comunidad dada, el carácter del Estado, los sistemas de gobierno y sus diferentes implicaciones, etc. La conjunción de estos dos elementos permite pensar que si bien el concepto de la política cambió de negativo a positivo, la matriz de dicho cambio sigue siendo moral, y no política en tanto que interactúa con esa actividad según criterios morales emparentados a la religiosidad propia y no al bien común, por más que lo primero intente revestirse de lo segundo.

3. la (de)formación cívica en las iglesias. Las iglesias evangélicas, y particularmente aquellas del segmento que hemos sometido a análisis, no se caracterizan por dar formación cívica mínima. Muchas de ellas ni siquiera ofrecen formación en sus propias creencias a los nuevos adeptos. De modo que lo que se sabe de política desde una perspectiva cristiana es, por una parte, lo que dice el pastor local –o cualquier caudillo externo que tenga cierta influencia sobre las entidades locales-, y por otra, lo poco que se habla de política está mediado por el concepto partidista de la misma, junto con el uso inadecuado de muchas categorías del lenguaje filosófico e ideológico que le corresponden. Por si fuera poco, Chile no se caracteriza por promover una educación cívica contundente en sus colegios.

Por ello, lo que se ha querido mostrar bajo el falaz slogan de “los cristianos también somos ciudadanos”, no es más que la visibilización pública de un fenómeno que no es nuevo dentro de las iglesias. El hermano es llamado a votar, y probablemente lo haga. Sin embargo, ese hermano no vota porque en su iglesia haya recibido formación política adecuada, sino porque se le ha esbozado un cuadro remozado pero aun empobrecido de lo que es la actividad política desde un punto de vista cristiano. Lo que hay no es la asunción de ciudadanía, sino la emergencia de caudillos pertenecientes a élites eclesiales que han aprovechado una coyuntura política conjugando un enfoque moral de lo político –y por lo tanto, una ausencia de todo lo que implica una perspectiva más acabada del tema- con la educación política precaria de sus hermandades.

A la vez, cabe destacar el hecho de que, por ser esta una generalización, no puede desconocerse la existencia de una creciente reacción crítica dentro de las propias iglesias a este tipo de actitudes. Este fenómeno merece especial atención si se considera que quienes reaccionan ante prácticas patronales pertenecen, en general, a generaciones de posdictadura o que nacieron en los límites de la misma. Esta generación no solo toma posición política, sino que es notoriamente más preparada para justificarla, cualquiera sea. Si bien esta transformación interna ha evidenciado traer consigo una amplificación de conflictos al interior del campo evangélico y de algún modo ha tenido relación con la radicalización de posiciones, la emergencia de estos nuevos actores podría ser decisiva para procesos de cambio dentro de las iglesias. ¿Podrá esta generación desarrollar la virtud republicana de la tolerancia?

Aunque este proceso de “politización” evangélico ha sido mirado con ojos demasiado complacientes por quienes lo lideran, también ha sido mirado con demasiado pesimismo por quienes se sienten violentados por el uso y abuso de la influencia pastoral y eclesiástica. Este tipo de coyuntura, bien aprovechada, puede ser el catalizador que haga posible todo lo contrario a lo que sus promotores habrían querido. Lo que se ha capitalizado en el presente es una población evangélica que creció en el temor de la dictadura, para la cual la apertura a la democracia implicó transformaciones que quizá algunos de ellos aún no entiendan. Por eso no extraña que los caudillos de más edad, en esta elección hayan recurrido a un imaginario extinto de guerra fría, acusando de comunistas a personas que tal vez no sean más que socialdemocratas entusiastas. Pero esa generación pasará. Probablemente, esta sea una de las últimas veces que la oigamos hablar en sus términos. El tiempo que se ha invertido en atender a su lenguaje, es necesario disponerlo a pensar cómo abordaremos las nuevas generaciones los problemas internos de nuestras iglesias que han hecho posible la existencia de estos caudillismos que quieren cambiar el país (algunos sin siquiera programa de propuestas, ¡una fe digna de admiración!), pero que al parecer son enteramente incapaces –para no decir, de mala fe, que no les interesa cambio alguno- de cambiar las propias estructuras de sus iglesias.

Desde una mirada pesimista, la reacción a un fenómeno como este no podría llegar mucho más lejos que a una invitación a cambiarse de iglesia. Sin embargo, es tiempo de ser optimistas. Esta “politización” no es el escenario ideal, pero es posible subirse y tomar un rol en él como agentes que promuevan una cultura cívica dentro de las congregaciones. Y aquí «cultura cívica» no es llamar a votar un candidato; es promover una responsabilidad pública que tenga por eje una teología consciente de las implicancias sociopolíticas del evangelio, y que se esfuerce por comprender con seriedad lo que significa convivir en democracia. Mientras ya hay quienes han querido perfilar un “voto evangélico” a la brasilera en Chile, también hay quienes, afortunadamente, ya se cansaron de los presuntos “cristianos ciudadanos” y desean una “iglesia ciudadana”.

¿Cómo ha de ser esta iglesia ciudadana? Eso está por verse, debe vencer las caricaturas de los otros, pero también las de sí misma. Después de todo, la idea de que la iglesia es un cuerpo homogéneo que puede ser conducido como un rebaño de votantes, pasó de ser una utopía de los políticos a, tristemente, una de los propios pastores. Por lo pronto, si se me permite soñar, una iglesia ciudadana es aquella que primero ha sido transformada internamente. Que ha abandonado el autoritarismo, que ha madurado para convertirse en una comunidad capaz de decidir en conjunto lo que espera de sí misma conforme a su lectura reflexiva de la Biblia –la cual tendrá un énfasis mucho mayor al que tiene hoy-. Que ha aceptado que no puede ser neutral frente a la realidad política que se le impone y que, al mismo tiempo, es capaz de comprender que el Reino de Dios no es equivalente al Estado y las políticas que emanan de él. Que se ha mirado a sí misma como parte del conjunto de la sociedad y ha desarrollado una posición mesurada respecto a su papel en ella, comprendiendo de sí misma que es un proyecto de Dios para el mundo, y no un mero instrumento de proyectos mayores con los cuales puede aliarse según las circunstancias y los deseos humanos. En suma, una iglesia que comprende que a más política no se contesta con más politización sino con más evangelio. Amando a Dios y su Palabra, hagamos como el viejo profeta, oremos y construyamos.