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¿Total libertad para testar? La familia y la herencia frente al individualismo legal

El redescubrimiento de valores como la primacía del individuo frente al colectivo, las libertades económicas y el respeto, por parte del estado, de ciertos derechos básicos e intransferibles de los ciudadanos, ciertamente, ha traído incontables beneficios para la sociedad occidental. Estos valores, que suelen ser asociados con el auge de la Modernidad y -en específico- del liberalismo, abrieron paso a nuevas concepciones sobre la posición del individuo frente al Estado y frente al resto de la sociedad. Así, podríamos -aunque con matices- ubicar un punto de inflexión histórico-político en los desarrollos teóricos de John Locke sobre derecho de propiedad y libertad individual . Grosso modo, la idea de que el Estado existe para proteger la propiedad individual y los medios para obtenerla, sentó las bases para la consideración de todos los aspectos de la vida a la luz de la libre determinación económica del individuo.

Buena parte de este espíritu liberal se encuentra recogido en nuestro Código Civil vigente; en efecto, el principio de la autonomía de la voluntad constituye la piedra angular de todo el derecho patrimonial chileno. Sin embargo, este principio no se aplica con la misma fuerza en todas las ramas del derecho civil, por cuanto, el legislador ha establecido que ciertas cuestiones, atendida su relevancia moral, serán indisponibles para las partes de una relación jurídica. El ejemplo más clásico es el derecho de familia, donde contamos con un extenso y detallado entramado normativo, que busca excluir la posibilidad de que los particulares pacten según su voluntad, las condiciones que regulan el funcionamiento de las instituciones pertenecientes a esta área del derecho .

El derecho sucesorio, a pesar de que en estricto rigor no forma parte del derecho de familia, también es una materia estrictamente regulada por el legislador. En términos generales, si una persona muere sin dejar testamento, el legislador interpreta de manera póstuma su voluntad, y distribuye sus bienes entre sus familiares más cercanos (mediante órdenes de sucesión). Ahora bien, en el caso de que una persona quiera redactar un testamento, no puede disponer libremente de todos sus bienes (salvo excepciones), ya que debe respetar ciertas asignaciones forzosas establecidas en el Código Civil. De hecho, como regla generalísima, el testador solamente puede distribuir libremente una cuarta parte de sus bienes. El 75% restante de su patrimonio debe quedar en manos de su familia más próxima, necesariamente.

Lo anterior descansa sobre ciertos principios que rigen el derecho de familia, a saber: la protección de la familia, la protección del matrimonio, la igualdad entre hijos matrimoniales y no matrimoniales, etcétera. Algunos de estos principios, lejos de ser una innovación jurídica nacional, poseen una larguísima historia, lo cual da cuenta de que la institución de la familia siempre ha sido un lugar normativo ineludible.
En los últimos años, nuestros parlamentarios han ingresado a trámite legislativo, una serie de proyectos que tienen por objeto otorgar un mayor grado de libertad al testador a la hora de disponer de sus bienes. Los argumentos que se ofrecen son variados, pero la idea que subyace es que el principio de la autonomía de la voluntad debe ganar espacio frente al principio de la protección de la familia, atendido lo anticuado que sería nuestro sistema sucesorio.

Frente a lo anterior, nos gustaría plantear nuestro total desacuerdo. El fenómeno familiar, cuya matriz reside en la unión entre un hombre y una mujer, reviste una importancia que trasciende largamente el plano afectivo. En primer lugar, la familia es una institución permanente, que sirve para la preservación de la especie; luego, en su seno se educa a los nuevos ciudadanos en una determinada cultura y se transmiten los valores básicos de la vida en sociedad. Además, la ciencia económica siempre ha reconocido a la familia como un agente económico fundamental, toda vez que ésta juega un doble papel en el mercado: como agente de consumo y como propietaria de recursos productivos. Así, no es una arbitrariedad que nuestra Constitución consagre en su artículo 1, que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad y que el Estado tiene el deber de protegerla y promover su fortalecimiento. Todo parece indicar que la Constitución está consciente del innegable rol público que ostenta la familia.

En consecuencia, las estrictas regulaciones establecidas en materia sucesoria, no deben su justificación –únicamente- a cuestiones de orden sentimental, sino que obedecen a consideraciones de índole social, político y económico, sin cuya normatividad, sería muy difícil para la empresa familiar cumplir con su rol comunitario.

El debilitamiento de la protección patrimonial de la familia hace aún más gravosa la partida del ser querido, e hipoteca seriamente sus posibilidades de seguir produciendo externalidades positivas para la sociedad.
Además, las lógicas individualistas que informan proyectos legislativos como el mencionado anteriormente, desconocen un aspecto básico de la vida en común: todos nos debemos a otro, y especialmente, nos debemos a nuestra familia. Por muy de Perogrullo que parezca, las personas logran lo que logran, gracias a una multiplicidad de factores, dentro de los cuales asoma con especial preponderancia el apoyo de sus más próximos. Las regulaciones hereditarias sólo vienen a reconocer el fenómeno de la interdependencia que se experimenta en la intimidad del hogar, de suyo evidente desde que nacemos. Por ello, aflojar el marco institucional que reconoce jurídicamente este tipo de dinámicas sociales, deja la sensación de que los hombres se hacen a sí mismos, con poco o nulo apoyo de otro. En un contexto, como el presente, donde anhelamos recuperar sentimientos de fraternidad y amistad cívica -tan necesarios para mantener cohesionado el tejido social-, parece poco sensato poner en entredicho los lazos de dependencia que se generan al interior de la primera experiencia social del hombre: la familia.

Bibliografía
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Manent, P. (1995). An Intellectual History of Liberalism. New Jersey: Princeton University Press.
Molina, C. L. (2014). Los nuevos principios del drecho de familia. Revista chilena de derecho privado, 9-55.
Svensson, M. (2017). Hacia una filosofía pública de la familia. En A. F. (Ed.), El derrumbre del otro modelo (págs. 121-139). Santiago de Chile: Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).