Estudios Evangélicos

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Dos se hacen uno, dos se hacen tres: el placer y la procreación en la comprensión cristiana de la sexualidad

En la sexualidad están implicadas unificación y multiplicación, ¿cómo debemos articular estos dos polos aparentemente divergentes?

El evangelio es una buena noticia para los seres humanos como seres sexuales. La Biblia afirma que la sexualidad es una buena creación de Dios y habla de la íntima unión del hombre y la mujer en las palabras “los dos serán una sola carne” (Gen. 2:24). El amor conyugal es generativo, y los niños son una expresión del amor humano y la bendición divina (Sal. 127:3-5). Sin embargo, como R. J. Levis ha señalado, “corrientes de opinión opuestas han caracterizado el enfoque cristiano de la sexualidad, el amor y el matrimonio desde el principio”. Espero poder demostrar que algunas suposiciones comunes acerca de la historia del pensamiento cristiano sobre la sexualidad no son compatibles con la evidencia, y que un nuevo examen de los datos puede ser una ayuda en el replanteamiento de la relevancia del mensaje cristiano en nuestros días de rebeldía y quebrantamiento sexual.

Una de las hipótesis es que el catolicismo romano encarna una espiritualidad ultramundana que denigra el sexo y el matrimonio, y que el protestantismo del siglo XVI cambió esta situación. Sin embargo, durante el último milenio, la tradición católica ha mostrado un progreso lento pero inequívoco hacia el reconocimiento de la legitimidad del placer sexual en el matrimonio. Por otro lado, Lutero y Calvino conservan algunos aspectos clave de la tradición agustiniana, incluso su desconfianza y desaprobación de placer sexual, incluso en el matrimonio.

Un segundo supuesto común es que los cristianos contemporáneos han vuelto a descubrir la plenitud de la enseñanza bíblica sobre la sexualidad humana. Por el contrario, los cristianos de hoy están en riesgo de caer en una comprensión funcionalista o fisiológica de la sexualidad en que se pierde la riqueza, profundidad y significado espiritual del amor conyugal. Cuanto más pensamos en el sexo sobre la base de supuestos seculares o biológicos, menos preparados estaremos para resistir la tentación del libertinaje sexual. El revolucionario ruso Lenin declaró que la necesidad de sexo era igual que la necesidad de un hombre sediento por un vaso de agua; para responder a tal tipo de reduccionismo los cristianos tendrán que armarse tanto de una buena teología, como de fisiología.

En el tratamiento de la historia del pensamiento cristiano sobre la sexualidad, es útil poner de relieve los dos aspectos paralelos del placer y la procreación; lo haremos en primer lugar tratando a los primeros cristianos y el protestantismo, y luego dirigiendo la mirada a las enseñanzas medievales y a las del catolicismo romano moderno. De ese modo, éste no pretende ser un ejercicio anticuario, sino que más bien el objetivo es examinar la historia de tal manera que pueda arrojar luz sobre el presente.

El cristianismo primitivo y el protestantismo

Los paganos romanos fueron golpeados por la estricta postura de los primeros cristianos sobre la sexualidad. El sexo era sólo para las personas casadas. El matrimonio era permanente, y el divorcio estaba totalmente prohibido o permitido a regañadientes, en casos de adulterio o abandono. Aunque los primeros cristianos no reprobaban la sexualidad como tal (como lo hacían algunos grupos gnósticos), muchos fueron ascetas sexuales, desconfiados del placer, incluso en el matrimonio. Clemente de Alejandría, cuyos escritos datan de alrededor del 200 d. C., nos dice que “el hombre que ha tomado una esposa para tener hijos también debe practicar la continencia, ni siquiera buscando placer en su propia esposa, a quien debe amar, pero con el deseo honorable y moderado, buscando un solo propósito: los niños”.

Agustín aprueba y profundiza la tendencia a denigrar el deseo y la satisfacción sexual. En efecto, él dio a entender que el deseo sexual incontrolado (o concupiscencia) es un peligro vital para los creyentes, con el poder de descarrilar el viaje del cristiano a la santidad. Como los lectores de las Confesiones de San Agustín deben saber, Agustín (el pecador convertido en santo) escribió por experiencia personal. Una vez oró para que Dios “me dé castidad, pero todavía no”, y su compulsión sexual puede haber obstaculizado su conversión durante muchos años. Para Agustín, la lujuria “asume el poder, no sólo (…) desde el exterior, sino también internamente, pues perturba al hombre entero”. El clímax de la experiencia sexual, “es una extinción casi total de la agudeza mental” y, en consecuencia, “todos los amantes de la sabiduría prefieren, si esto fuera posible, engendrar a sus hijos sin pasar por la pasión” (Ciudad de Dios, XIV, 16). Haciendo eco del filósofo pagano Séneca, escribió que “si busca en su esposa el placer como fin en sí mismo, un amante demasiado ardiente por su esposa es un adúltero” (Contra Juliano, II, 7). Agustín especuló que en el paraíso Adán tuvo la capacidad de procrear con calma y deliberadamente, y que el órgano de la generación en aquel entonces obedecía a la voluntad de Adán “como la mano siembra la semilla en la tierra”.

El punto aquí es que Agustín enseña que la vida cristiana es un ejercicio de control racional y que el acto sexual es, por naturaleza, una pérdida de control racional. Entonces, ¿cómo puede uno mantener el control mientras que pierde el control? Además, hay un problema en relación a los motivos. ¿Quién podría estar seguro de que su acto conyugal no fue “adúltero” en la búsqueda de placer por el placer? La respuesta de Agustín fue poner el acento en la procreación, que es el bien ordenado que sirve como una justificación moral de un acto que si fuera realizado de otra manera sería dudoso.

Martín Lutero no quiebra en lo esencial con Agustín. A pesar de que rechazó la valoración medieval del celibato como espiritualmente superior al matrimonio, repitió muchas de las enseñanzas de Agustín sobre la sexualidad conyugal. Lutero escribió que “en el Paraíso, el matrimonio habría sido más agradable. El calor y la furia del deseo sexual no habría sido tan intensa”. Aunque Lutero habló del matrimonio como un “remedio” para la lujuria, también afirmó que los que entran en el matrimonio “para evitar la fornicación”, “no son iguales” a los que lo hacen “en busca de los niños”. Para Lutero, como para San Agustín, la procreación tiene prioridad sobre el placer. El reformador también insistió en la moderación sexual en el matrimonio: “Es cierto que las relaciones sexuales en el matrimonio deben ser moderadas, para extinguir el fuego de la carne. De la misma manera que se debe observar moderación en el comer y beber, así las parejas piadosas deben abstenerse de entregarse demasiado a su carne”.

Juan Calvino también siguió la tradición agustiniana. En su comentario sobre I Corintios 7, escribió sobre la decepción que sigue a las relaciones: “el marido, después de haber satisfecho su pasión, no sólo descuida a su esposa, sino incluso la desprecia, y pocos son los que a veces no son asaltados por este sentimiento de disgusto por sus esposas”. El sexo, para Calvino, envuelve tanto lamento como regocijo. Al igual que Agustín y Lutero, Calvino desaprobó el fervor sexual en el matrimonio: “la pasión descontrolada que envuelve a los hombres es un vicio que surge de la corrupción de la naturaleza humana, pero para los creyentes el matrimonio es un velo que cubre la culpa, por lo que Dios ya no la ve”. Nótese la palabra “culpa”. A pesar de que la pasión es culpable, Dios “cubre” la misma.

El puritanismo mostró una visión más positiva de la sexualidad conyugal. Emergió, en efecto, de modo más claro el punto de vista según el cual los cónyuges son compañeros de camino exterior e interior. Thomas Hooker escribió en aprobación del amor ardiente: «el hombre cuyo corazón está aferrado a la mujer que ama, sueña con ella en la noche y la tiene entre sus ojos y la toma cuando se despierta. […] Y la corriente de su afecto, como una corriente poderosa, se despliega con la fuerza de una marea”. Sin embargo, muchos puritanos conservaron escrúpulos respecto de la sexualidad conyugal. En efecto, según una creencia popular los niños nacían el mismo día de la semana en el que fueron concebidos, por lo que algunos miraban con recelo las actividades del día de reposo de las parejas que tenían hijos nacidos en domingo.

Un rasgo distintivo de la literatura evangélica norteamericana reciente sobre la sexualidad ha sido el aumento de un punto de vista fisiológico o funcionalista. En su libro ampliamente leído, La Ley del Matrimonio (1976), Tim y Beverly LaHaye hablan del sexo en el matrimonio como “el método legítimo, ordenado por Dios para liberar la presión natural” del deseo sexual, y como un clímax “eruptivo que envuelve a los participantes en una ola de relajación inocente”. LaHaye liga la autoestima de los hombres a la satisfacción sexual: “un hombre puede soportar el fracaso siempre y cuando él y su esposa se relacionen muy bien en el dormitorio; pero el éxito en otros campos se convierte en una burla hueca si falla en la cama”. LaHaye habla de un hombre cuyo negocio quebró, y se deprimió a causa de ello. Su esposa le hizo “el amor agresivamente”, y “esto mejoró su ánimo […] y hoy está disfrutando de una carrera exitosa”. El sexo para las mujeres, según los autores, tiene menos que ver con el éxito y el ego y más con la tranquilidad y con ser amada. Llama la atención la forma en que la LaHaye presenta la sexualidad de una manera puramente funcional y fisiológica, o por lo menos la sexualidad masculina. Así el sexo es un reductor del estrés y un potenciador de la carrera profesional.

La tradición católica

Durante la Edad Media temprana, la tradición católico-romana se hizo aún más hostil hacia el placer conyugal de lo que las enseñanzas cristianas primitivas lo habían sido. Gregorio Magno (590-604) enseñó que las parejas que incluso se casaron con la intención de la procreación han transgredido la ley del matrimonio si el placer se “mezclaba” en su acto sexual. Algunos maestros de la iglesia prohibieron las relaciones sexuales, salvo que se realizara en la posición del “misionero”, con el hombre en posición superior. San Pedro Damián (1007-1072) prescribe una penitencia de veinte y cinco años de ayuno, y una penitencia para las personas casadas de más de veinte años cuando una posición coital poco ortodoxa es confesada. John Brundage escribe que “es preocupante, aunque deprimente, reflexionar sobre el manto que la enseñanza de la [Iglesia] ha lanzado sobre la vida y la alegría íntima de tantas generaciones de hombres y mujeres casados, que apenas eran capaces de engendrar un niño sin remordimientos de conciencia y sin el temor mortal por haber disfrutado de la experiencia y haber tal vez de morir sin arrepentirse de ella”.

Un cambio aparece en Tomás de Aquino, quien escribió que “la inclinación natural de una especie no puede ser algo malo en sí mismo (…) por lo tanto, la unión carnal no puede ser mala en sí mismo”. Tomás de Aquino veía las relaciones como algo pecaminoso si las parejas buscan el simple hecho del placer, pero se aleja de Agustín al enseñar que “la abundancia de placer en un acto sexual bien ordenado no es contraria a la recta razón”. Las Quaestiones Morales de Martin LeMaistre (1432-1481) fueron más allá de las enseñanzas de Tomás de Aquino, afirmando que el sexo por placer per se no es culpable. Para LeMaistre el sexo era una forma de relajación corporal y por lo tanto era bueno. Él también parece haber tenido una consideración pastoral en la adopción de esta posición: si hacer el amor con la esposa cuando uno siente la necesidad es un pecado mortal, ¿por qué no debería uno buscar una amante o una prostituta? Sin embargo, el Catecismo del Concilio de Trento (1566) continuó con la enseñanza tradicional de que “el matrimonio no es para ser utilizado con fines de lujuria o la sensualidad”. Durante su periodo bizantino, la ortodoxia oriental estaba menos preocupada por los peligros de placer sexual que la cristiandad latina. Con tal de que la relación sexual no tuviera lugar en los días santos o en formas inusuales, las parejas casadas fueron capaces de escapar de la censura Iglesia.

Una posición aún más favorable hacia el placer sexual apareció con San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), quien argumentó que no era culpable que las parejas casadas desearan el placer sexual per se, siempre y cuando también tuvieran otros fines a la vista. Las “caricias íntimas” entre las personas casadas eran necesarias “para mostrar signos de afecto y para fomentar el amor mutuo”. Junto a la función procreadora de la sexualidad, Liguori reconoce implícitamente una función unitiva, en la que la relación sexual sirve para expresar y reforzar el amor mutuo entre marido y mujer. Un siglo más tarde, el teólogo moral John Gury escribió en 1852 que había cuatro fines legítimos de la sexualidad conyugal, y que cada uno de ellos bastaba para justificar el acto conyugal: la procreación, el cumplimiento del “deber”  marital, para evitar la infidelidad, y la promoción de afecto conyugal. Al presentar el afecto conyugal per se como un fin legítimo para el sexo, Gury rompió con la tradición agustiniana y ayudó a establecer el contexto para su posterior debate católico sobre la relación entre los aspectos de procreación y de unión de la sexualidad.

A mediados del siglo XX, Herbert Doms presentó el acto sexual como, ante todo, una unión de dos personas y una íntima participación en la vida del otro. Así, el fin primario del matrimonio radica en la realización personal de los cónyuges. La procreación fue distinguida del matrimonio en sí mismo, y el sentido de éste se centró en la unión de dos personas. El documento del Vaticano II, Gaudium et Spes (1965), en el fondo mantiene la posición de Doms. El matrimonio se define como “una íntima comunidad de vida y el amor”, y los actos conyugales son llamados “honestos y dignos” y “signos distintivos de la amistad del matrimonio”. Igualmente “el amor matrimonial y conyugal están ordenados por su naturaleza a la procreación y educación de los niños, […] el don más excelente del matrimonio”. Así, en la Gaudium et Spes no es explícitamente señalado si la función unitiva o procreativa del matrimonio es lo primario. Pero la enseñanza del Vaticano estaba a punto de cambiar.

La encíclica del Papa Pablo VI Humanae Vitae (1968) enseñó que la apertura a la procreación es esencial para la actividad sexual legítima y prohibió todos los métodos de control artificial de la natalidad. “La Iglesia […] enseña que cada acto matrimonial debe necesariamente conservar su relación intrínseca con la procreación de la vida humana”. Esto se basa en “la inseparable conexión, establecida por Dios, entre el significado unitivo y el significado procreador que son inherentes a la Ley del matrimonio, la cual el hombre no debe romper por su propia iniciativa”. Humanae Vitae trata tanto la anticoncepción y el aborto como “interrupción directa del proceso generador” que debiera fluir de modo ininterrumpido desde las relaciones sexuales a la concepción y el parto. La encíclica no admite que se centre la evaluación en la condición fructífera del matrimonio completo, sino que pide la evaluación de actos maritales concretos. Sin embargo, sí acepta “el recurso a los períodos infértiles” como método de planificación familiar natural. Pablo VI opina que un hombre que utilice anticonceptivos es probable que “olvide la reverencia debida a una mujer” y “la reduzca a ser un mero instrumento para la satisfacción de sus propios deseos”.

Reflexiones

 

Entonces, ¿qué debemos hacer con esta visión histórica? Permítanme sugerir tres cosas: una reconsideración de la relación entre los pensamientos católicos y protestantes, una nueva evaluación de la función propia del placer sexual, y una renovación del pensamiento sobre el carácter sacramental del matrimonio.

En primer lugar, las aproximaciones católicas y protestantes acerca de la sexualidad no son tan dispares como podrían llevar a creer las recientes disputas sobre control de la natalidad. Ambas tendencias surgen de un legado común agustiniano que, para bien o para mal, es la forma de pensar de la mayoría de los cristianos sobre la sexualidad desde el siglo quinto. Por desgracia, al condenar todo acto sexual que no tuviera la voluntad de procrear, Humanae Vitae se ha opuesto a catorce siglos de esfuerzo por reconocer el placer como un fin legítimo de la sexualidad. Porque si los actos sexuales legítimos se definen por una apertura a la procreación, entonces el placer por sí mismo no puede ser una meta válida e independiente.

En segundo lugar, y equilibrando lo que se ha dicho, está claro que muchos de los maestros eminentes de la Iglesia han visto la búsqueda del placer sexual como un impedimento de la vida espiritual. Y una corriente amplia y profunda de opinión, que asciende a casi un consenso entre los escritores anteriores a 1900, debería hacernos pensar. Aunque es fácil mofarse de un aguafiestas eclesiástico como Pedro Damián, la concurrencia de Agustín, Tomás de Aquino, Lutero y Calvino es difícil de descartar. ¿No tendrá la iglesia contemporánea algo que aprender de ellos en esta materia?

Si como cristianos inmersos en una cultura de búsqueda de placer sólo sabemos responder afirmando la bondad del placer sexual, puede que nos estemos limitando a dejar conforme a todo el mundo. ¿Cómo hablar adecuadamente respecto de los límites de la búsqueda individual de placer, si no somos capaces de hablar de los límites en la búsqueda de placer en una pareja casada? Pablo escribió que la codicia implica idolatría (Col. 3:5), y esto es cierto respecto de la codicia sexual tanto como respecto de la codicia por otros bienes. Todos los aspectos de la vida del creyente está bajo el Señorío de Cristo, y los seguidores de Jesús no se inclinan ante Afrodita. La satisfacción sexual es legítima, pero no es el fin supremo de la vida humana, ni siquiera de la relación matrimonial. Agustín comprendió el poder del deseo sexual para cautivar la mente y abrumar el alma.

En nuestra cultura la industria de la pornografía multimillonaria presenta cientos de nuevos sitios web cada día, los jóvenes tienen relaciones sexuales antes del matrimonio y retardan el matrimonio más tiempo que nunca antes, y un sinnúmero de familias se desestabilizan o son destruidas por la infidelidad. El mundo secular no necesita que le informemos que el placer sexual es bueno. En lugar de ello, se encuentra en extrema necesidad de personas que le muestren, por sus palabras y acciones, que el placer corporal es menos importante que amar al cónyuge, cumplir las promesas, y buscar el reino de Dios. Y el soltero puede hacer una declaración aún más importante en contra la idolatría sexual que los casados, ​​ya que las personas con perseverancia célibe son un poderoso testimonio en contra de la obsesión de la cultura por el placer.

En tercer lugar, los cristianos necesitan entender el significado espiritual del matrimonio. Las filosofías sexuales de nuestra cultura colocan en un lugar privilegiado la variedad y la intensidad de la experiencia sexual, en desmedro de la fidelidad o del amor hacia la pareja. Los libros de autoayuda se explayan sobre los aspectos físicos del sexo, pero no dicen nada sobre si los hechos ocurren con una esposa, un vecino o una persona que se acaba de conocer. La relación personal no importa. Lo que importa es la técnica sexual que se aplica a la Sra. X y el Sr. Y. La enseñanza bíblica es radicalmente diferente. Ahí todo depende de un contexto muy específico, de la presencia o ausencia de un compromiso de por vida, en las buenas y en las malas. “Pacto” puede ser el término que mejor expresa una alternativa cristiana ante la confusión sexual de hoy en día, una palabra que captura la firmeza pétrea y la estabilidad de un amor fiel. Por desgracia, los libros como el de La Haye no son un contrapeso a los manuales de sexo secular, pues comparten muchos de los mismos presupuestos e interpretan el sexo en gran parte en términos biológicos e impersonales.

Por supuesto, los protestantes y los católicos no están de acuerdo sobre si el matrimonio es un sacramento. Como el matrimonio comenzó con la creación y no con Cristo, los protestantes afirman que el matrimonio no es propiamente un medio de gracia. Pero al margen de cuán adecuada se considere la definición agustiniana de sacramento como “un signo visible de una gracia invisible”, los protestantes se deben sentir tan cómodos como los católico-romanos al afirmar que la realidad primaria representada por el matrimonio cristiano es el sentido explicado en la Escritura: “Por esta razón el hombre dejará padre y madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio, y lo estoy aplicando a Cristo ya la Iglesia” (Efesios 5:31-32).

El matrimonio es una realidad tangible, expresión concreta y terrenal de una realidad intangible, celestial y eterna, es decir, de la relación amorosa entre Cristo y su pueblo. Los no cristianos no pueden saber esto, pero sí lo deben saber los cristianos. Por su amor fiel y perseverante pacto, como marido y mujer, los esposos cristianos deben proporcionar una expresión tangible de una realidad espiritual más grande que ellos mismos. Por esta razón, los dos que son uno, son también tres, proyectados hacia el Salvador que atrae a la gente a sí mismo en el amor fiel (Juan 12:32). ¿Qué podría ser más importante que mi pequeña y defectuosa relación matrimonial como un signo tangible del amor eterno e infalible de Dios?

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