Estudios Evangélicos

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Educación: crisis de la letra y del espíritu

La deserción escolar dentro de la escuela, dentro de un sistema de escolarización universal, tiene por supuesto mucho que ver con cosas que pasan fuera de la escuela.

En una sociedad cristiana la educación será religiosa,

no en el sentido de ser administrada por eclesiásticos,

y menos todavía en el sentido de ejercer presión o instruir a todo el mundo en teología;

pero sí en el sentido de ser dirigida por una filosofía cristiana de la vida.

T.S. Eliot[1]

 

 

I. Educación y cristianismo: tres momentos

 

El principal colaborador de Lutero en Wittenberg, Felipe Melanchthon, es conocido bajo el título de praeceptor Germaniae, esto es, “educador de Alemania”. Porque a la misma velocidad que se difundían los escritos polémicos de Lutero, se difundían las reformas educacionales organizadas por Melanchthon. La charla inaugural de Melanchthon en Wittenberg había en efecto tratado no sobre la reforma religiosa, sino que llevaba el título “sobre la necesidad de corregir los estudios de los jóvenes” (de corrigendis adulescentiae studiis). En muchos sentidos se puede decir que la Reforma protestante empezó como una Reforma del currículum de la educación superior. Por lo que respecta a Melanchthon, el trabajo de dicha reforma educacional fue múltiple. Por una parte, escribió una cantidad enorme de manuales universitarios (desde el griego y la ética hasta la astronomía y la historia), por otra parte, escribió programas de reforma educacional. Junto a esto fundó y reformó numerosas escuelas (equivalentes a nuestra enseñanza media). Un número importantísimo de universidades lo llamó como consejero para reorganizar los planes de estudio. Fue asimismo rector durante algún tiempo de la propia Universidad de Wittenberg. Pero también dejó por algún tiempo la Universidad, por lo que consideraba la insoportable inmoralidad de los alumnos, concentrándose por tanto en formar una academia en su propio hogar con los alumnos más destacados. El título de praeceptor Germaniae no era, pues, del todo inmerecido[2].

 

Pero esto, si se piensa bien, no es algo único que sólo nos encontremos en la época de la Reforma. Pensar en lo que ha ocurrido antes y después de ella nos puede remecer un poco respecto de lo que puede significar el cristianismo en el campo de la educación. Si dirigimos la mirada en primer lugar al tiempo previo a la Reforma, a los primeros siglos de nuestra era y al período medieval, hay que decir que el cristianismo no sólo reformó la educación, sino que en muchos sentidos fue la única instancia educacional en medio de un mundo hecho pedazos. Y tras el período de rescate y transmisión de los restos de la Antigüedad, la iglesia cristiana fue la responsable de que surgieran en Occidente universidades, esa institución que todavía hoy es de lo más distintivo de nuestra cultura, de la que los mismos secularistas se jactan como una de sus grandes posesiones. También la época moderna conoce una historia semejante, y no sólo al nivel de la educación universitaria. Piénsese por un segundo en el origen de la escuela dominical. Aquello que hoy conocemos como una actividad paralela al culto dominical, en la que los niños reciben el mensaje cristiano a su propio nivel, surgió en un comienzo como respuesta cristiana al trabajo infantil en Inglaterra; y tal como en los otros casos que estamos mencionando, surge como parte integral del nacimiento de un gran movimiento espiritual, el de los avivamientos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.

 

¿Pero qué nos pueden decir hoy a nosotros dichos sucesivos casos de impacto cristiano sobre la educación? Todos deseamos, naturalmente, que haya una influencia del cristianismo sobre la educación, pero las ideas sobre lo que eso puede significar difieren tal vez demasiado como para producir una acción coordinada. Tal vez estos tres ejemplos remotos pueden ser de alguna ayuda. ¿Hay algo que les sea común? Al menos una conciencia de estar respondiendo a una crisis, aunque hayan sido crisis muy distintas. Si pensamos en el inicio del movimiento monacal, lo podemos ver respondiendo a la destrucción de la unidad cultural que el mundo había tenido por algunos siglos: se estaba tal vez entrando a una nueva época, pero se sabía que sólo se la podría atravesar llevando algo consigo de la anterior, también del mundo pagano anterior. Pero en ninguno de los casos que comentamos se trata sólo de conciencia de una crisis del mundo; por el contrario, los tres movimientos de los que hablamos surgen ante todo como respuesta a lo que perciben como una crisis de la iglesia. El monacato, sin duda alguna, reaccionando no sólo contra el derrumbe del imperio, sino contra lo que se percibía como una secularización de la iglesia. Desde luego lo mismo se puede decir de la Reforma: responde a una crisis del mundo y de la iglesia. ¿Y qué decir del surgimiento de la escuela dominical? Lo que hoy vemos como lugar de instrucción cristiana de los niños –ocasionalmente incluso como guardería- nació como respuesta a la explotación laboral de los mismos, que como única educación recibían la que en las iglesias se les pudiera dar el domingo. Pero que se haya llegado a ofrecer ese servicio se debe precisamente a la existencia de movimientos de avivamiento, surgidos de una crítica a la condición en la que se encontraban las iglesias.

 

II. Conciencia de crisis

 

¿Pero tenemos hoy conciencia de estar viviendo alguna crisis en especial? Los movimientos de los que hemos hecho mención lograron hacer algo porque sabían ante qué clase de crisis estaban: Melanchthon sabía en qué estado se encontraba la educación universitaria alemana del siglo XVI, los monjes del siglo V sabían cuán poco del saber clásico estaba sobreviviendo la debacle cultural de la antigüedad tardía, y los metodistas del siglo XIX sabían de la necesidad material y espiritual del pueblo. Un impacto del cristianismo sobre la educación descansa en cualquier época sobre este tipo de conciencia[3]. Pero, como lo indican bien a las claras estos ejemplos, esa conciencia de crisis no se agota en ningún caso en información estadística sobre el estado actual de la educación. Por cierto, ya una mirada a cualquier estadística sobre capacidad lectora debiera hacernos palidecer. Pero quien quiere responder a su época como estos otros cristianos lo hicieron en la suya, tendrá que estar enterado del entramado de problemas que están detrás de una educación deficiente: entenderá no sólo de explotación laboral o problemas de lenguaje, sino que será capaz de ver cómo estas cosas están relacionadas.

 

Es de temer que en la mayoría de las iglesias no tengamos nada que se asemeje a tal conciencia. Muchos tienen conciencia de crisis, pero reducida a alguna área en particular. Hay quienes consideran, por ejemplo, que vivimos en una época particularmente inmoral, o de especialmente fuerte crisis de la familia (y con razón lo ven así), pero tienen dificultad para pensar en que pueda ser relevante preguntarse por una crisis de otros lados de la educación: ¿podría una crisis de la ortografía mencionarse siquiera junto a temas tan serios como una crisis de la familia? En el momento actual estamos además sin duda ante una crisis singular, muy distinta de cualquier crisis que uno pudiera haber diagnosticado en el siglo XIX o comienzos del XX. Pues estamos ante una crisis precisamente en países que han alcanzado en general una cobertura escolar total. Y, sin embargo, tras alcanzarla, aparece un creciente analfabetismo funcional, una violencia y un desprecio por la educación que, para citar a una de las mejores analistas del problema, constituyen “una deserción escolar dentro de la escuela”[4].

 

Pero esta deserción escolar dentro de la escuela, dentro de un sistema de escolarización universal, tiene por supuesto mucho que ver con cosas que pasan fuera de la escuela. El tipo de cambios que ha habido en la educación guarda relación con cambios sociales de todo orden, que no debiéramos ver necesariamente en su totalidad como positivos. Al inicio de la escolarización universal, por ejemplo, mucha gente se oponía a la misma, por considerar que con ello se les quitaba la mano de obra que eran sus hijos; pero Enkvist ha hecho una notable observación respecto de cómo hoy eso se ha invertido: lo que hoy los padres piden es que las escuelas se lleven a los niños la mayor cantidad de horas que sea posible, para poder trabajar ambos padres tiempo completo. Apenas necesito mencionar las proporciones que tendría que tener un análisis que quiera abordar con justicia estos fenómenos; pero salta al menos a la vista que no podrá desarrollar una adecuada filosofía de la educación quien no desarrolle una adecuada filosofía política.

 

III. El espíritu y la letra

 

Aquí desde luego no queremos proponer algo de tal envergadura. Pero sí podemos, de la mano de uno de los personajes que hemos mencionado, trazar un breve bosquejo de lo que esto puede significar. De la mano de Melanchthon me gustaría preguntar por nuestro lenguaje. Preguntar por el lenguaje es en cierto sentido preguntar por sólo una pequeña muestra de lo que ocurre en la educación; pero al mismo tiempo es un ejemplo central, que podría abrirnos la mente a ciertos modos de preguntar por la educación. Ya he mencionado la clase inaugural de Melanchthon en Wittenberg, y ésta está en particular dedicada al conocimiento de lenguas. La crisis del lenguaje es siempre crisis del pensamiento, y la del pensamiento es siempre crisis espiritual. Tal centralidad de la palabra es algo particularmente cierto para aquellas iglesias que provienen de la Reforma, y para las cuales la Biblia en manos de todos y entendida por todos es un pilar de la vida. Pero muchos cristianos responderán –aunque no directamente- que no, que esa preocupación por la letra mata; que el espíritu, en cambio, vivifica, y que hoy estamos ante una crisis del espíritu. En parte tienen por supuesto razón. Pero un cristiano debe también saber que hay espíritus que matan y palabras que vivifican. Y precisamente esa unidad de palabra y espíritu es lo que necesitamos si queremos hacer un diagnóstico adecuado de los problemas sociales en general y de los de la educación en particular.

 

Si hay algo de verdad en esto, debemos estar preocupados en grado sumo por lo que hoy ocurre. Pues es pan de cada día para los profesores de la educación superior el recibir desde la educación escolar un alumnado que en su inmensa mayoría no sabe leer ni escribir. Los alumnos conocen, desde luego, las letras, pero la cuestión no llega mucho más allá de eso. De hecho, los excepcionales casos en que alguien sí escribe bien son los casos en que la persona también tiene convicciones. “Basta leer los principales artículos editoriales de la prensa, el grueso de la exhortación política –escribía T.S. Eliot- para darse cuenta de que personas sin convicciones no pueden escribir buena prosa”[5]. ¿Tenía razón? No totalmente, desde luego: no es poco común que encontremos convicciones sumamente sólidas entre personas cuya redacción es pésima o inexistente. Como escribía ya san Agustín: “muchos que ignoran las artes liberales son santos y muchos que las conocen no lo son”[6]. Sin embargo, no hace falta tener mucha experiencia para darse cuenta de que el poeta inglés tiene razón en muchos casos. La primera vez que me tocó hacer clases en un instituto profesional, tenía cuarenta alumnos virtualmente analfabetos, y dos alumnos, en cambio, que sabían expresarse. Tomó pocos días entender la razón: de éstos dos, una era una joven adventista, el otro un ex-seminarista católico. En ambos casos había en ellos algunas convicciones que yo no compartía, pero sí podía notar el hecho de que en ellos había convicciones, y que ciertamente no era casualidad que fueran precisamente ellos los dos alumnos del curso sin problemas graves de expresión. Se puede, desde luego, ser incluso un sabio analfabeto. Pero una crisis generalizada de los aspectos formales de la educación revela algo más que meras formalidades: la pobreza de palabras es indicio de una pobreza más profunda; y claramente hay poderes (espirituales, al menos) interesados en que dicha pobreza siga existiendo y se difunda.

 

Lo que he sostenido en los párrafos anteriores se podría resumir, en terminología cristiana, afirmando que una crisis del espíritu siempre será una crisis de la letra, y viceversa. Las crisis de las formas no tienen causas muy distintas de las crisis de fondo. Intentemos, a partir del solo caso de la enseñanza del lenguaje, ver cómo se manifiestan y cómo se relacionan entre sí estos distintos aspectos. ¿Cómo se relaciona, por ejemplo, la desaparición de la cultura gramatical con el resto de nuestros problemas? La ortografía y la sintaxis son “sistemas cerrados”, y como nuestra cultura aborrece todo lo que sea de esas características, no es extraño que ya no se aprenda nada de esto, sino que sea reemplazado por un ideal de libre creatividad sin presuntas rigideces de ningún tipo[7]. ¿Somos demasiado graves al otorgar a esto tanta importancia? Creo que si nos detenemos por un segundo a pensar al respecto, comprenderemos que no estamos ante un mero detalle: la gradual desaparición de una cultura gramatical mínima es simplemente una cara de la gradual desaparición de una cultura del esfuerzo en general.

 

Pero que éste no sea el modo popular de ver hoy la cuestión tiene raíces muy claras. Detrás de ello se puede ver a distintas fuerzas sociales e ideológicas, pero hay una filosofía de la educación en la que esto se concentra y que es sin duda la corriente predominante en la pedagogía contemporánea: el constructivismo. Esta escuela subraya la idea de que la realidad no sería algo que realmente está ahí para ser conocido, sino que sería una construcción social: aplicado a la pedagogía, se difunde la idea de que lo que necesita el alumno no es aprender algo que venga de fuera de él, sino que se basa todo en el propio alumno, su voluntad, intereses y opiniones. Los cambios que esto trae consigo son muchos: en primer lugar hay por supuesto un desplazamiento de los contenidos de la educación, que pasan a segundo plano, reemplazados por métodos y pedagogismo; pero de la mano de eso hay un cambio también en lo que la educación tenía de formación del carácter: el alumno pasa ahora a ser su propia autoridad. El hecho de que él en realidad no sepa nada –que sea un ciego guía de un ciego- no es obstáculo para esto, pues la educación ya no está centrada en contenidos que corresponda saber. Siguen siendo necesarios los profesores, desde luego, pero fundamentalmente como funcionarios de guardería, como facilitadores de las labores del alumno.

 

Un “coletazo” de la misma mentalidad se encuentra en el desplazamiento del libro. Los libros son el centro de la educación. Desde luego puede haber una educación “libresca” que sea mala, porque no se ha sabido relacionar los libros con la vida. Pero no existe una educación sin libros que sea buena. Esto ha sido cierto siempre y siempre lo seguirá siendo; pero es particularmente cierto en una época en la que en la vida diaria no hay grandes ejemplos: entonces estamos particularmente necesitados de libros que nos ofrezcan modelos de vida en una gama variada de situaciones. Esto nos dice desde luego algo importante sobre el papel que la literatura tiene en la buena educación, pero también nos dice algo importante sobre el papel de la historia. Tal punto es fundamental para nuestro tiempo, porque nuestra época tiene con el pasado una relación peculiar: las épocas anteriores creían que algo había que aprender del pasado; nosotros, en cambio, somos la época con mayor conocimiento específico respecto de nuestro pasado, pero con una relación trastornada y soberbia respecto del mismo. En palabras de uno de los grandes críticos de la educación contemporánea, el estudio actual de la historia y la cultura se limita a “mostrar que en el pasado todo el mundo estaba loco”[8]. Es ocurrencia de nuestra época creer que es el pasado el que debería haber aprendido de nosotros, no nosotros de él. Y también eso tiene por supuesto aquella relevancia moral que hemos atribuido a los libros en general: la experiencia de la lectura muestra que en otro tiempo, en otro lugar, hubo o habrá algo bueno, algo que merece ser conocido. Pero se trata de una relevancia moral que a su vez repercute en el resto del proceso de enseñanza: al enseñarnos que hay algo bueno que buscar fuera de nuestra propia época, la lectura le enseña al niño que él no es el centro del universo, y al hacer eso le ha dado la condición para cualquier otro aprendizaje.

 

IV. Hacia una visión integral

 

Dejo ya las preocupaciones de Melanchthon por el lenguaje y termino de la mano de los fundadores de la escuela dominical. Puestos ante lo hecho por ellos, podemos dirigir una pregunta a nuestras iglesias, al modo en que en ellas estamos viendo la educación en lo que a su impacto en la injusticia social se refiere. Generaciones atrás, la educación simplemente nos era ajena: o bien se la rechazaba como parte del “mundo”, o se la consideraba inútil para un siervo de Dios, o simplemente había que descartarla por cara. Dicho último punto no ha cambiado mucho (salvo para peor), pero sin embargo se puede constatar que hoy el mundo evangélico es parte de la educación en los más diversos niveles. No como iglesias, ciertamente, pero sí en el sentido de que cristianos evangélicos acceden a todo el espectro de la educación. ¿Pero qué es lo que nos ha llevado a ella? ¿No ha existido la tentación de vernos volcados a ella simplemente como trampolín social? Si es así, si sólo ha servido para mostrar que también entre los evangélicos habíamos algunos que podíamos jactarnos de la semicultura de un cartón universitario, entonces mucho mejor estábamos cuando no nos interesaba la educación.

 

Pero no, no todo ha sido egoísmo. Muchos han entrado en el campo de la educación con la convicción de que es un área de la cultura que puede y debe ser transformada por el cristianismo. Se puede asumir dicho desafío con distintos énfasis: un énfasis en la necesidad de que aprendamos a pensar como cristianos o un énfasis en la necesidad de que los beneficios de una buena educación se extiendan a todos. Lo que aquí he querido mostrar –con un tono tal vez más grave del necesario- es que dichos énfasis no pueden prescindir el uno del otro. Pero no sólo en el sentido de que a un cristiano le debe importar tanto lo uno como lo otro, sino en el sentido de que las cosas de hecho están relacionadas. De hecho, podemos reforzar dicha relación en un último aspecto: uno de los modos en que durante las últimas décadas ha sido promocionado el tipo de educación que aquí he criticado, es afirmando que producirá igualdad. Se dice que las normas gramaticales serían reflejo de una sociedad jerárquica que estaríamos por fin dejando atrás, que ahora no habrá una injusta brecha entre los alumnos con dificultades y los mejor preparados, que las brechas económicas y culturales caerán juntas. Pero la verdad es que ocurre todo lo contrario: lo que dejamos atrás es cualquier posibilidad de cambio social, de renovación de las elites. Pues un adecuado dominio del lenguaje es un requisito básico de  movilidad social: el mejor cartón universitario del mundo no basta para abrir la puerta de un buen mercado laboral a quien no sabe hablar bien. Así, la actual mentalidad en realidad sólo logra acrecentar la brecha entre ricos y pobres que dice querer reducir.

 

Sobre el modo en que todas estas cosas están relacionadas, desde luego sólo hemos dicho aquí algunas generalidades. ¿En qué medida podrían servir de guía para quien trabaje en la educación como cristiano? Al menos como advertencia. La educación cristiana en Latinoamérica está en pañales, y al partir atrasados podemos caer en la tentación de lanzarnos muy rápido al trabajo, creyendo que estamos trabajando en un mismo espíritu aunque no lo estemos, por nunca haber reflexionado al respecto. Se cree con frecuencia que lo difícil será conseguir los medios económicos, los terrenos para levantar una universidad, los permisos gubernamentales para abrir un colegio. Pero no: eso son bagatelas si se lo compara con la dificultad que tiene pensar en lo que sería un currículum marcado por el cristianismo, lo que sería una visión general de la educación claramente influenciada por nuestra fe. Embarcarnos a pensar sobre la educación cristiana requiere más espíritu y más letra de lo que imaginamos.

 


[1] Eliot, T.S. The Idea of a Christian Society Faber and Faber, Londres, 1962. pág. 37.

[2] Sus principales trabajos en esta área se encuentran reunidos en Melanchthon, Philip. Orations on philosophy and education (ed. Sachiko Kusukawa) Cambridge University Press, Cambridge, 1999.

[3] Para un análisis crítico del estado actual de la educación en Occidente, y su impacto sobre la sociedad, tal vez lo mejor siga siendo Bloom, Allan. The Closing of the American Mind Touchstone, Nueva York, 1987  (trad.cast. El Cierre de la Mente Moderna Plaza y Janés, Barcelona, 1994).

[4] Enkvist, Inger. Repensar la Educación Ediciones Internacionales Universitarias Madrid, 2006. pág. 86. Recojo a contiuación muchas observaciones de dicha obra.

[5] Eliot, T.S. op. cit. p. 20.

[6] Agustín, Retractaciones I, 3, 2.

[7] Enkvist, op. cit.. pág. 69.

[8] Bloom, op. cit. pág. 26

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