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El Areópago: Una metáfora en los días del pensamiento líquido

En muchos aspectos, el pensamiento de las escuelas griegas relatadas en el capítulo 17 del libro de los Hechos, se asemeja al pensamiento débil de la posmodernidad.

Algunos filósofos contemporáneos coinciden en afirmar que el tiempo que vivimos se corresponde con el retorno histórico hacia un paganismo pre-cristiano. Es extendida la opinión de que la posmodernidad (o hipermodernidad, ultramodernidad, modernidad radicalizada, según el filósofo de turno) se explica, entre otras cosas, por un desfallecimiento del espíritu cristiano que alimentó buena parte de la modernidad hasta el punto que, en los círculos académicos de Europa y Norteamérica, se habla sin ambages  de una era post-metafísica, post-religiosa, post-moral, post-cristiana (la ya “medianamente proliferante familia léxica de los “pos”, según Lipovetski). De hecho, las cifras de comunidades cristianas en España y el centro de Europa, es discreta y su crecimiento es espasmódico y sufriente. No sucede lo mismo en América latina, África, Australia y algunas regiones de Asia. Si bien algunos países se definen como naciones  de mayorías católicas o cristianas, no es posible, hablar, hoy por hoy, de naciones confesantes o de una hegemonía universal del pensamiento cristiano. Hoy, se hace imperativo hablar de individuos que son creyentes y de comunidades morales que habitan en estados sociales de derecho (por lo menos en algunos estados con tales aspiraciones), cuya moral pública, carente de contenido, fundamentada en mínimos de moralidad, incapaz de proveer señales sensatas sobre cómo vivir la vida buena, cada vez se asemeja más al universo pagano anterior al advenimiento del cristianismo en la historia del mundo.

 

Nos encontramos solos. Nos hemos refugiado en nuestros propios recursos. Sin fe, estamos condenados a guiarnos por nosotros mismos (…) El pensamiento contemporáneo se caracteriza por un creciente distanciamiento de una orientación y propósitos últimos. Con la intención de encontrar un sentido, y careciendo de una visión última, centramos la atención sobre nosotros mismos. Armados con una visión humana empobrecida y sin una guía final, nos enfrentamos, como extraños morales, en el contexto de la moralidad secular a elecciones cuasi  divinas[1].

 

Vivimos en los días del «pensamiento débil», como afirma el filósofo italiano Gianni Vattimo, corriente  secular que desconfía de los modelos universales de pensamiento, o «pensamiento fuerte», y prefiere las pequeñas narrativas individuales, relativistas y matizadas. En muchos aspectos, el pensamiento de las escuelas griegas relatadas en el capítulo 17 del libro de los Hechos, se asemeja al pensamiento débil de la posmodernidad. Si bien es cierto que en la Grecia clásica es posible hablar de una gran metanarrativa (La polis), el mito y la cosmogonía griega permitían, en su espíritu lúdico y libidinal, una enorme flexibilidad en cuanto a los presupuestos filosóficos y morales. Si bien existían desacuerdos, enemistades y pugilatos filosóficos, la promoción de «la gran conversación» era un factor aglutinante de la cultura griega, donde las diferentes escuelas (estoicos, epicúreos, cínicos, escépticos) podían exponer sus tesis en foros públicos y abiertos como el symposium o como el Areópago y en medio de la disertación,  demostrar por el ímpetu de la  retórica, por el peso filosófico de sus argumentos o por la fuerza de la persuasión intelectual, las bondades de sus sistemas de creencias particulares. El Areópago representa un foro abierto para múltiples discusiones y visiones filosóficas que convergen en este escenario pluralista,  (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo – v 21). Atenas era un escenario político, comercial y religioso donde convergía una lista infinita de altares para acoger a todos los dioses, conocidos y extraños, nacionales o extranjeros y rendirles tributo, aún sin conocerles. ¿No se parece este entorno a una sociedad democrática, multicultural, laica y pluralista, como la sociedad occidental que algunos presuponen? ¿No se parece a la comunidad ideal de comunicación propuesta por Habermas?  Quién sabe.  Por lo menos se parece en su contradicción: el Areópago, como la cultura posmoderna, es el escenario predilecto de los sofistas cosmopolitas (o los lobbistas, o cabilderos profesionales) que comercian sus conocimientos enciclopédicos en círculos cerrados de intereses, que relativizan las costumbres según las coyunturas del paisaje político, que prefieren el discurso, la propaganda y el secreto al oído, a la dialéctica, mientras el verdadero sabio es condenado a masticar su cicuta.

Pablo entendió muy bien el escenario en que se encontraba, y, lejos de ofrecer un mensaje excluyente, ofreció una defensa de su fe acudiendo a varias premisas:

  • Elogió las virtudes de la cultura a la cual se dirigía, antes que recordar sus vicios: «Varones atenienses, en todo veo que sois muy religiosos» Aun con su espíritu enardecido al ver la ciudad entregada a la idolatría, usó de sensatez y, porque no decirlo, de cierta dosis de ironía socrática para exponer sus tesis en medio del Areópago.
  • Utilizó los propios relatos culturales de Grecia para exponer su postura confesional. Pablo conocía en profundidad las peculiaridades del pensamiento y la cultura griega. En su discurso, utiliza el Himno a Zeus (v. 28), para intentar una analogía entre el dios olímpico de los griegos, y el Dios no conocido, a quien vosotros  sin conocerle adoráis. «A ese os predico».
  • Expuso las riquezas de su fe, aprovechando las falencias del paganismo. El altar al dios no conocido, se convierte en punto de partida del mensaje de Pablo en Atenas. La sabiduría griega, las diversas escuelas filosóficas, la tradición religiosa de la Atenas de Pericles, se encuentran ante la incapacidad manifiesta de lograr abarcarlo todo en su propio sistema de conocimientos. El altar al dios no conocido, se constituye en la evidencia de algún vacío, de un espacio en blanco, de una paradoja inexplicable, de un dios sin nombre, de un ídolo sin rostro, de un altar vacío en un mundo que, como la Grecia clásica, le puso nombre a casi todo lo que conocemos en Occidente. El altar al dios no conocido, representa un largo silencio en medio de la música del pensamiento griego. Este paréntesis de silencio, en medio del riguroso sistema filosófico de las escuelas atenienses, en medio de la geometría y las cosmogonías de la cultura helenística, es el punto sobre el cual se detiene Pablo para exponer las riquezas de su fe.

Este último punto, quizá sea el más relevante en el discurso de Pablo en Atenas. En medio de una cultura pagana y pluralista, Pablo aprovecha los espacios en blanco, el talón de Aquiles, la debilidad puntual de la cultura hacia la cual se dirige. Aunque una cultura parezca una confección inexpugnable, siempre persiste alguna rendija de debilidad en sus sistemas de cimentación. Nuestra cultura occidental y su “modernidad líquida” nos han ofrecido la promesa de una existencia feliz gracias al desarrollo tecnológico, al avance de la medicina y al consumismo febril que intenta paliar la desnudez de nuestra condición humana. Las infinitas posibilidades de consumo y la “conciencia feliz” del entretenimiento,  intentan suplir los enormes abismos de nuestra propia naturaleza desamparada. Sin embargo, los abismos siguen allí, los intentos de fuga de la realidad se multiplican y los nuevos relatos sociales, anclados en la promesa del desarrollo y el consumo, no han logrado mitigar la enorme sensación de orfandad que acusa esta generación. En medio de la posmodernidad, muchos hombres, en la era del pensamiento débil, ya no saben hacia dónde mirar. Las utopías de emancipación social hacen parte de las refriegas perdidas de la historia. El humanismo desfallece desde que Europa despertó de la segunda guerra mundial. La sociedad del bienestar encuentra en los muchos rostros del desamparo y en la creciente brecha entre ricos y pobres, un espejo anverso e irónico de su propia minusvalía histórica. La música y las drogas son el único vehículo que nos sigue secuestrando del mundo. La cultura mediática se ha convertido en un oráculo canónico y, mientras tanto, persiste la pregunta en el aire ¿hacia dónde podemos mirar? En los días del pensamiento débil, aún permanece en pie el altar al Dios no conocido, el Dios al cual Pablo predicaba en los días del paganismo ateniense, en el cual vivimos, y nos movemos y somos (v 28), el mismo Dios no conocido, Ichthus Chrestos Theos Uios Soter, que hoy podemos anunciar, quienes creemos en la utopía siempre presente del cristianismo,  como un señalero inequívoco y eterno, en los días confusos del paganismo posmoderno.



[1] ENGELHARDT, Tristram. Los fundamentos de la Bioética, Barcelona, Paidós, 1995. 441 p.

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