Estudios Evangélicos

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El otro como sacramento: el pensamiento de la mártir María Skobtsova

En el mismo momento en que el Verbo de Dios se hizo carne y puso su morada en medio nuestro [Cf. Juan 1:14], se hizo visible en toda su humanidad para nuestros ojos y él mismo se convirtió en un espejo en donde debemos medirnos a nosotros con su estatura [Efesios 4:13]. En el mismo momento en que el Verbo de Dios exhalo su espíritu en la cima del Gólgota, se reveló la hondura del corazón del Padre y se nos hizo el llamado más radical a la filantropía [Cf. 1 Juan 3:16; Juan 13:34]. Desde que Dios mismo en la persona de Jesús, desde el monte nuevo de su sabiduría soberana, nos ordenara a amar incluso a los que nos persiguen y matan [Mateo 5:43-45; 19:19 b], el otro (nuestro hermano) se hizo señal y presencia misteriosa de un Dios visible y demandante de nuestro amor [1 Juan 4:20-21]—hasta dar la vida sin miramientos egoístas [Cf. 2 Corintios 5:14-15; Juan 15:13].

Desde que Dios Padre nos amara hasta el último rincón de nuestras células en el Ser humanado de su Hijo, la persona humana quedó para siempre traspasada de una transparencia y un misterio. Quedó como divinizada apuntando a una realidad mayor. El rostro del hombre, de todo hombre, se ha convertido en rostro de Dios. Dice Tomás de Aquino: «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres». E Ireneo dice: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1). Por eso debemos doblar la rodilla ante el hermano, de la misma manera en que Jesús dobló su rodilla al lavarle los pies a sus discípulos (Cf. Juan 13:1-17). Lo diacónico se ha vuelto deber y sacramento, y la cruz de Jesús el signo más abismante de esto.

La historia del cristianismo ha oscilado entre la lealtad y la traición frente a esta misión. Tristemente, muchas son las sombras de nuestra andadura. Pero hay quienes, abiertos los ojos ante el misterio, pareciera que traspasan el denso velo para encontrarse con el Arca de la presencia de Dios en el templo que es el hermano. Una de estas antorchas arrojadas por Dios en medio de nuestra noche se llamó María Skobtsova (20 de diciembre de 1891 – 31 de marzo de 1945).

María tiene en su devenir biográfico todos los matices de claroscuro del peregrinar de la carne. Se hizo mártir de Cristo en Ravensbrück, habiendo sido consagrada como monja en una comunidad de emigrantes rusos en París. Pero también fue revolucionaria anti zarista seducida por el socialismo que prometía barrer con los abusos y privilegios de los indolentes. Fue esposa y divorciada, madre con doliente luto por la hijita muerta. Fue vagabunda en las calles invernales en donde abrazaba a los borrachos mendigos de ternura. También fue intelectual, una humanista con filosa deducción evangélica que le hizo leer la realidad en clave de Cristo y de hermano. Junto a su hijo Yuri, Dimitri Klepinin (sacerdote de su comunidad) e Ilya Bounakov-Fondaminsky (un importante intelectual ruso de entreguerras), emprendió la tarea de salvar a judíos de la persecución nazi al mismo tiempo en que acogía en un hogar a los pobres. Fue una crítica del des-orden social y una profetiza de manos dispuestas y lengua pertinaz e idealista. Muere crucificada como testigo del crucificado, judía ella como el nazareno, descubriendo en la hondura del otro al Dios mendigo que clama y aguarda por ser amado (Cf. Mateo 25:31-46). “Del mismo modo –decía ella– nosotros debemos descubrir en todo hombre y al mismo tiempo la imagen de Dios y del hijo que se nos entrega en la compasión”.

María es enemiga de la espiritualidad alienante que se niega a ver al prójimo como sacramento. Se enoja de esa oración que gasta los nudos de los rosarios pero se niega con asco disfrazado de piedad a tocar la vida del humano que se revela ante uno. Casi con escándalo se refiere al que adora a Dios con los ojos cerrados y las manos cerradas, “[él] tiene la impresión de que, si se acuerda de Dios y se refugia en el interior de sí mismo, podrá escapar de las calamidades, salvar su alma y conservarse puro en medio de la impureza generalizada (…) A este hombre es preciso repetirle incansablemente las palabras del apóstol Juan acerca de los hipócritas, que pretenden amar a Dios sin amar al hombre: “¿Cómo pueden amar a Dios, a quien no ven, y odiar a su hermano que se encuentra junto a ellos?» (1 Juan 4: 20). En el pensamiento de Cristo, obedecer al mandamiento del amor al prójimo es dar la vida por los amigos. […] Para cumplir esta voluntad, el apóstol Pablo no duda en afirmar que querría estar separado del Salvador para que sus hermanos se salvaran (cf. Romanos 9: 3); y habla aquí del sacrificio de su alma, y no sólo de su vida.” [1] Es imposible la espiritualidad cristiana desde la aséptica distancia de la indiferencia y la no compasión. Acá, claramente su pensamiento y acción están marcados con el fuego de la parábola del Buen Samaritano (Cf. Lucas 10:25-37). Es más autentica la solidaridad que se arriesga en el amor que la piedad legalista que teme la impureza del otro.

María es consecuente a sus palabras hasta dar la vida, y ellas hacen eco de la Palabra: “El amor de Cristo, del que nosotros somos herederos, es un auténtico amor sacrificial: es el don total del alma, no para recobrarla con intereses, para mi provecho propio, sino solamente para beneficio del prójimo, en quien se manifiesta –por la misma gracia de este don de amor– la imagen de Dios.” [2] Su norma es la heteronomía radical del encuentro con Dios en el acto de amar a todos. Es el amor como acción y no sólo como declaración biensonante—el amor como acto solidario de encuentro y un desvelamiento del misterio insondable de la encarnación del Hijo Eterno del Padre de incontables hijos. Que la memoria desafiante de esta mujer inmensa nos haga volvernos más decididamente al servicio del mundo agonizante. Dios lo quiera.

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Notas
[1] SKOBTSOVA, María. “El Sacramento del hermano.” Ediciones Sígueme. Salamanca 2004 Pág. 68
[2] Ibid, p. 69