Estudios Evangélicos

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El señorío de Cristo y la misión de la iglesia en la cultura. La idea de soberanía y su aplicación

Más que otros líderes cristianos contemporáneos, Abraham Kuyper supo colocar el dedo en la llaga e iluminar la naturaleza teológica y religiosa de toda reivindicación de poder. Hablar de poder es entrar en territorio sagrado.

Ni un solo espacio de nuestro mundo mental puede estar herméticamente sellado en relación al resto, y no hay un solo centímetro cuadrado en todos los dominios de la existencia humana sobre el cual Cristo, que es soberano sobre todo, no clame: ¡es mío![2]

Abraham Kuyper, 20 de octubre de 1880

La cuestión de la soberanía –implícita en la pregunta “¿qué es el poder?”- es uno de los problemas cruciales de la teoría sociopolítica moderna. El vacío creado por el abandono de la creencia en Dios en el mundo occidental generó que diferentes fuerzas se lanzasen en lucha encarnizada por la posesión del cetro divino. La institución victoriosa, en un primer momento, fue el Estado, cuyo discurso para justificar su propia autoridad retomó inevitablemente las tonalidades teológicas ya presentes en el Imperio Romano. El Estado nunca escondió sus pretensiones de sustituir la divinidad, pero fue subyugado por el mercado por medio de un discurso de seducción y vicio ante el cual nada podía hacer. En la crítica postmoderna, en especial en el postestructuralismo, la denuncia de motivaciones violentas del discurso establecido y la imposición de un patrón universal de verdad, bondad y belleza, con el propósito de controlar a las personas, se tornaron la interpretación suprema de las relaciones sociales. Todo –de la política al amor, pasando por la ciencia y por la maternidad- se redujo a relaciones de poder.

Más que otros líderes cristianos contemporáneos, Abraham Kuyper[3] supo colocar el dedo en la llaga e iluminar la naturaleza teológica y religiosa de toda reivindicación de poder. Hablar de poder es entrar en territorio sagrado. Sin embargo, no hay cómo huir del asunto, ya que tanto la modernidad como la postmodernidad sustentan sus discursos sobre teorías de la soberanía. Consciente del hecho, Kuyper desarrolló, a partir de una visión de mundo calvinista, una propuesta actualizada de interacción cristiana con el poder, capaz de imponerse delante de las grandes ideologías que emergían después de la Revolución Francesa. Al lado de las formulaciones católicas sobre el orden social, esta propuesta pasó a ser parte del gran patrimonio del pensamiento democrático cristiano europeo, siendo políticamente activa y relevante en muchos países de Occidente. Sin embargo, el valor de su noción de soberanía no se restringe a la política. Su visión produjo frutos en los más diversos campos de la vida humana –en la vida de la fe, en la iglesia y misión cristiana, entre otros.

Excepto en algunos círculos católicos y reformados, la idea de la “soberanía de Dios”, el sentido profundo y abarcador de ese teosofema para la totalidad de la vida humana casi se perdió, restando poco recuerdo de la gravedad de sus implicaciones culturales. De ese modo, las discusiones sobre la soberanía y el poder en el medio cristiano o son prácticamente inexistentes o están condicionadas por ideologías seculares.

¿Cómo escapar de este problema? Al proponer la discusión de proyectos que afectan directamente la libertad religiosa, como es en el caso de las “leyes de homofobia”, ¿estará el Estado interfiriendo con otra soberanía? ¿O al evaluar los límites pedagógicos de una escuela confesional? ¿O en el involucramiento de la iglesia en proyectos sociales? ¿O cuando un miembro resuelve desligarse de la iglesia? ¿O cuando la ciencia pretende restringir la influencia de la religión? ¿O cuando la iglesia desea imponer límites al estilo musical de su grupo de alabanza? En el fondo, todo es una cuestión de quién tiene o de quién debería tener el poder para imponer su voluntad.

Muchos cristianos, a coro con Kuyper, podrían decir: “¡Jesucristo es soberano sobre todas las cosas!”. Sin embargo, sólo los más ingenuos aceptarían esta respuesta sin mayores explicaciones, especialmente si tomamos en cuenta la fuerte compartimentación en que estamos inmersos. En nuestra sociedad se admite tácitamente que las creencias religiosas deben permanecer restringidas a la vida privada, presas en sus respetables jaulas eclesiásticas, por el bien de la salud pública. El cristiano devoto, verdaderamente dedicado al Señor, muchas veces pasa la vida dentro de esas jaulas, sin percibir que poco a poco se está transformando en un mero objeto de admiración cultural. La teóloga inglesa Elaine Storkey pone el dedo en la llaga al discutir las razones de la ausencia de una filosofía social cristiana en el cristianismo angloamericano:

La razón más profunda, sin embargo, es que el movimiento básico hecho por Kuyper no ocurrió en los Estados Unidos. La comunidad cristiana nunca declaró ni aceptó la soberanía de Dios como doctrina pública, significativa para la política y para otras áreas institucionales de la vida. En vez de eso, el compromiso cristiano se dio por medio de la construcción de éticas sociales, por medio de moralidad o teología, normalmente en la forma de principios generales de vida social con un sentido institucional limitado. […] Rara vez se observa que las teologías sistemáticas americanas, aún aquellas que desarrollan una doctrina de iglesia, casi nunca se comprometen con el Estado, la educación, la familia, el matrimonio o las instituciones de la vida económica. Sin embargo, cerca de la mitad del contenido de las Escrituras toca directamente esas áreas de la vida. Eso es realmente curioso.[4]

Esta es una falla característica de los cristianos norteamericanos y, significativamente, de los ingleses. Sin embargo, no se puede decir que el cristianismo latinoamericano haya tomado un rumbo muy diferente, ni siquiera en el movimiento de la misión integral, que tiende a evitar una filosofía social definida[5].

La soberanía de Dios sólo se tornará una idea viva, encarnada e inteligible cuando las implicaciones de todos esos problemas se tornen explícitas; cuando su sentido para las funciones legislativas y educacionales, para las tareas de responsabilidad social de la iglesia, para las libertades individuales, para la ciencia y para las artes, sea dado a conocer. En otras palabras, la soberanía de Dios sólo hará sentido para nosotros cuando esas implicaciones se tornen un principio amplio, capaz de orientar todas nuestras relaciones de poder e interpretar nuestra concepción de libertad humana. Para que eso suceda, la idea de soberanía necesita ser explicitada, especificada y asumida como una doctrina pública.

Presentamos en este artículo una discusión bíblica, teológica y filosófica del concepto cristiano de soberanía y su significado para la cuestión específica de la responsabilidad social de la iglesia. Buscamos apuntar solución para algunos problemas que la iglesia evangélica ha enfrentado al articular una acción integral en el mundo. Buscamos también responder las siguientes cuestiones: ¿Cuál es el papel de la iglesia local? ¿Cómo debe ella relacionarse con los otros niveles de la sociedad? ¿Debe la iglesia controlar los proyectos extraeclesiásticos de sus miembros?

Así, abordamos primero la enseñanza bíblica sobre el alcance universal de la soberanía de Cristo. A continuación, presentamos el principio de las “esferas de soberanía” y explicamos cómo Cristo ejerce su soberanía universal. Y, al final, discutimos el papel de la iglesia –universal y local- en la soberanía de Cristo, sin entrar en detalles relacionados con la misión de la iglesia, abordando apenas su relación con la idea reformacional de soberanía.

El concepto bíblico de soberanía: una exposición teológica-filosófica

¿Qué es soberanía? ¿No estará usted de acuerdo conmigo, cuando la defino como la autoridad que tiene el derecho, el deber y el poder de romper y castigar toda resistencia a su voluntad? ¿No le dirá a usted su indestructible conciencia tradicional que la soberanía original y absoluta no puede residir en criatura alguna, sino que necesita coincidir con la majestad de Dios? Si usted cree en Él como jefe y Creador, como Fundador y Director de todas las cosas, su alma deberá también proclamar al Dios Trino como el único Soberano absoluto[6].

A primera vista, como observó Abraham Kuyper, puede parecer un concepto simple e intuitivo: soberanía es el derecho de imponer la propia voluntad. No sería sólo el derecho de ejercer la libertad, sino de limitar el ejercicio de la libertad, bloqueando cualquier resistencia contraria. En ese sentido, Dios es la fuente de todo poder. El Dios trino es el soberano absoluto, titular del derecho y de las energías necesarias para hacer cumplir su voluntad.

Pequeña homilía antilibertaria

¿Cómo podría ser diferente? Hay quienes piensan hoy que tal noción de soberanía divina sería un reflejo de patriarcalismo, o una fuente de intolerancia y violencia, o fruto de una sensibilidad religiosa enferma, fundada en el miedo o en el sentimiento de culpa.

No es posible detenernos ahora en el debate con una u otra de esas corrientes. Una discusión justa con las teontologías libertarias, que intentan construir una divinidad más frágil y dialógica, a bien de una actualización de la predicación cristiana, exigiría un artículo entero.

No obstante, es justo denunciar aquí y ahora, de un modo homilético su ethos, o su impulso fundamental. Poco esfuerzo es necesario para reconocer una fuente: un respeto humano desmesurado. ¿Qué perversa doctrina pretendería arrancar de las manos del Señor su cetro, tirarlo de la barba y hacerlo doblegarse delante de su criatura, sino nuestro buen y viejo humanismo secular? Ya conocemos esa historia; aumentar el espacio de libertad humana a costo de reducir el espacio de la soberanía divina. Ahora, ¿qué estrategia más absurda podría ser creada? Si llegamos a emplearla, es porque ya perdimos el contacto con la realidad. Un dios que pueda ser puesto a la par con el hombre, que tenga que ponerse de pie para cederle el asiento, ya es un nada, otro de su tipo. Ni el milagro de la encarnación del Verbo redimiría esa maquinación teológica.

Y bien a propósito: solamente una terrible confusión podría llevar a un hombre a pensar que, en la encarnación, la divinidad se tornó humana. Dios es en sí mismo divino, no creado, y no se puede transubstanciar en una criatura. Él no deja la divinidad para tornarse humano, sino que adiciona a sí mismo la humanidad. Jesús, el Logos, es Dios de Dios, luz de luz, es Dios y criatura simultáneamente; pero su criaturidad no se tornó en divinidad, ni su divinidad se tornó en criaturidad. Él es ambos, Creador y criatura, unidos en una persona, sin confusión ni mezcla de substancias[7].

Por lo tanto el humanismo, ahora en nombre de la piedad evangélica, desea tornar al León en gato, crear un pobre dios que vamos a refugiar en nuestras casas, por piedad –así son las divinidades de las más variadas formas de teología liberal (como por ejemplo, el teísmo abierto), que obstinadamente repiten el error de separar Naturaleza y Gracia, que para dar al hombre libre albedrío y ponerlo en posición de “responsabilidad” crean un vacío de acción divina, elevando la dignidad divina por el dudoso expediente de separarla del mal.

Para acercarse al hombre, Dios no deja su divinidad. Lo infinito, por condescendencia, se acomoda a la finitud, pero no deja ni por un momento su infinitud original, pues “ni el cielo, ni el cielo de los cielos le pueden contener”: finitum non capax infiniti. El amor y la condescendencia de Dios para con nosotros no se realizan a costa de su soberanía y de su poder sobre todas las cosas. No deja él su trono para llenar de humo su templo. Ni asume un cuerpo infantil callando la Palabra que sustenta todas las cosas. Ni forma él la libertad humana por medio de una ausencia, de una limitación de su soberanía, de un vacío de presencia divina; pues “en él vivimos, nos movemos y existimos”. El Altísimo está más cerca de nosotros que nosotros mismos, y no creó la libertad humana como un poder autónomo en relación a él. Antes, es la soberanía divina el fundamento supremo de la libertad humana.

Pero, como Schaeffer tantas veces nos advirtió, la naturaleza, dejada autónoma, “devorará la gracia”. Es el más fatal de los errores intentar garantizar la libertad humana reduciendo el espacio de Dios y de su soberanía, postulando un universo opaco, vacío de divinidad, “secular” y entregarlo al arbitrio humano. En el fondo de este pozo de respeto a la dignidad y a la responsabilidad humana hay una serpiente astuta.

Hay quienes piensan que sería bueno para el movimiento de misión integral en Latinoamérica adoptar una u otra versión libertaria de la divinidad, como si expandiendo el campo de la iniciativa humana los cristianos viniesen a ser menos pasivos, sintiéndose más necesarios para su pobre Señor y para los pobres pecadores. Feliz engaño. Si nos tornamos más misionales, más activos y más responsables apenas porque tenemos un elevado sentido de nuestra autonomía humana, de nuestros poderes de intervención, de nuestra capacidad de romper las determinaciones históricas, pregunto: ¿de quién será la gloria?

Esa expectativa ya denuncia la ruina espiritual en que estamos metidos. Dios ya no nos mueve. Despreciamos al Dios de la Biblia –aquel Dios poderoso, terrible, soberano, juez, salvador-, nuestra sensibilidad, nuestro sentido de adoración, nuestra reverencia y nuestra apertura a la transparencia del mundo se perdió. Vivimos en un universo opaco, relativista, sin profundidad espiritual y sin Ley. ¿Qué nos queda? ¿Exaltar la autonomía humana para hacer que la misión integral funcione en Latinoamérica? Qué fracaso miserable. Mejor nos sería amarrarnos al cuello una piedra de molino. O peor: retroceder de una vez a la semiextinta teología de la liberación.

No, ¡seamos progresistas! Vamos a progresar de vuelta. De vuelta a la visión clásica de Dios, sin la cual nuestras ideas sobre la naturaleza de la soberanía no pasarán de ser versiones religiosas del humanismo secular. No hay futuro en el motín libertario. Pues la libertad no se gana por la ausencia, sino por la presencia de Dios.

Y, asumiendo con Kuyper la soberanía absoluta del Dios trino, pasemos a una discusión del modo como su soberanía se establece en el mundo –su naturaleza y su efectividad, su diversidad en la unidad, su punto de integración.

Cristo: soberano en la creación y en la redención.

Él es la imagen del Dios invisible, el primogénitode toda creación, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente.Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia.
Él es el principio, el primogénito de la resurrección, para ser en todo el primero.
Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz
(Colosenses 1:15-29).

Las palabras de Pablo en la carta a los Colosenses han sido ampliamente reconocidas como una declaración clara y fuerte del señorío cósmico de Cristo. En ese texto, correctamente llamado “himno cristológico”, el Cristo que murió en la cruz por nuestros pecados es el mismo que creó todas las cosas. No solamente las cosas visibles, como montañas, mares, estrellas, todos los seres vivos y al hombre, sino también las invisibles, como poderes y autoridades que gobiernan el mundo. Más que eso, Pablo está diciendo que Cristo reconcilió consigo mismo no sólo el alma de los hombres, o los hombres individualmente, sino que todas las cosas, en los cielos y en la tierra.

El cuadro descrito por Pablo demuestra la plena coherencia o unidad entre creación y redención, por medio de Cristo. Pablo afirma que Cristo es el Salvador de todas las cosas porque también es el Creador de todas las cosas. El alcance de la redención, por lo tanto, es universal. Pablo repite aquí la enseñanza clara del Nuevo Testamento: el señorío cósmico de Cristo.

La soberanía de Dios en la creación y la diversidad de leyes y esferas de responsabilidad (Ordo Creationis)

Los evangélicos, en general, especialmente en Latinoamérica, acostumbran a enfatizar el señorío de Cristo como redentor, afirmando que él es el único mediador e intercesor entre Dios y los hombres. Este énfasis sirve de contrapunto a la doctrina católica, según la cual la iglesia, por medio de los sacramentos, es mediadora de la gracia. Así, el evangelicalismo tradicional, a partir de su origen anglosajón, más precisamente angloamericano, tiene poco que decir respecto del significado de la creación, excepto en situaciones muy particulares, como en el debate con la teoría darwiniana o en la enseñanza a los niños pequeños en la escuela dominical, por ejemplo. Comprendemos poco el significado de la creación para la vida cristiana. No podemos tener una comprensión correcta del sentido de la redención de Cristo si no tenemos una noción clara de qué es lo que vino a salvar. No podemos entender el señorío redentor de Cristo sin antes comprender su señorío creador. Para entender cómo funciona la soberanía de Cristo en la creación, necesitamos volver al Génesis, al comienzo de todo.

El primer capítulo del libro de Génesis relata cómo fueron creadas todas las cosas. Dios es representado allí como un gran jardinero divino, que no solamente creó todas las cosas a partir de la nada (ex nihilo), sino que estableció un orden cósmico. Podemos discernir dos momentos de actividad divina: en la atribución y en la elaboración (o perfeccionamiento) de la existencia, lo que los teólogos convinieron en denominar como creatio prima y creatio secunda. Esta última designa el trabajo del jardinero en su carácter dinámico y progresivo.

La palabra de Dios, por medio de la cual Él creó todas las cosas, estableció límites y responsabilidades. En el inicio, Dios creó también los vegetales y los animales, estableciendo sus diferentes dominios y ordenándoles que crecieran y se multiplicasen. Finalmente, Dios creó al hombre, dándole el mandato de cultivar la tierra y conservar el jardín. Dios estableció responsabilidades y privilegios del hombre, colocando límites a su libertad.

Las escrituras no describen a Dios simplemente trayendo objetos a la existencia. Él ordena la creación y establece límites, responsabilidades y espacios. La palabra creadora de Dios es también la palabra ordenadora de Dios, estableciendo un orden creacional, descrito por Gustaf Aulén como Lex Creationis. Este orden envuelve una diversidad de normas y establece límites y esferas de responsabilidad. Al considerar la importancia del mandato divino en la constitución y sustentación del mundo, Albert Wolters observa que la palabra ley sería la más adecuada para designar “la totalidad de los actos ordenadores de Dios con relación al cosmos”.[8] Al final, Dios creó todas las cosas por medio de sus mandatos (cf. Sal 33:9). El texto siguiente debe ser leído con esta idea en mente:

Así dice el Señor: “Si yo no hubiera establecido mi pacto con el día ni con la noche, ni hubiera fijado las leyes que rigen el cielo y la tierra, entonces habría rechazado a los descendientes de Jacob y de mi siervo David, y no habría escogido a uno de su estirpe para gobernar sobre la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob. ¡Pero yo cambiaré su suerte y les tendré compasión!” (Jeremías 33:25-26)

Jeremías está diciendo que Dios estableció leyes fijas, que son mantenidas fielmente por él. Los límites creacionales son leyes fijas. E profeta usa la palabra hebrea huqqâ, que significa “decreto” o “estatuto”, empleada en el Antiguo Testamento con el sentido de “ley”, “palabra” o “testimonio”. En el libro de Jeremías ella es usada para expresar que Dios es el legislador y aquel que estableció el orden natural de todas las cosas. No por casualidad esas leyes son presentadas como “alianza” o “pacto”. Las leyes de Dios no son primeramente restricciones, sino que primero son habilitaciones; establecen condiciones de funcionamiento y crean la propia posibilidad de ser. Son promesas de fidelidad divina, anunciando que el Creador mantendrá el curso del tiempo, del día y de la noche. La promesa de que la ley continuará valiendo significa que todas las cosas que él trajo a existir continuarán existiendo.

Esa misma verdad es presentada de otra manera en Proverbios 8.22-31, en que la sabiduría de Dios, que da instrucción al hombre, es también el principio cósmico que establece el orden natural de la creación (los “fundamentos de la tierra”). Como los griegos gustaban de decir, el mundo tiene “logos”, tiene un orden que la razón consigue captar y comprender, tiene una arquitectura.

El punto en cuestión es que la voluntad creativa de Dios se expresa en una pluralidad de leyes o normas que habilitan a cada criatura para operar según la intención divina. La existencia de cada criatura es regida por el mandato especial y particular de Dios, y su autenticidad depende de la sumisión a este mandato.

La soberanía de Dios en la creación y la cultura humana

Una observación atenta de la creación del hombre revela una particularidad interesante. De cierta forma, el hombre, creado a imagen de Dios, es libre en relación a la naturaleza. Dios dio al hombre el dominio sobre la naturaleza y la responsabilidad de cultivarla y guardarla.

La tarea de cultivar, esto es, de producir cultura, implica observar, aprender y desarrollar técnicas para lidiar con la naturaleza. No se necesita mucho esfuerzo para comprender la complejidad de esta tarea. La actividad agrícola exige el conocimiento de los diferentes tipos de vegetales, la observación del clima y de las estaciones del año, y del desarrollo de técnicas para el cultivo de la tierra, aparte del trabajo cooperativo. Se necesita también una planificación eficiente. Así, el mandato de cultivar la tierra implica so sólo la adquisición de conocimientos y técnicas, sino que la constitución de un ordenamiento social adecuado para el trabajo productivo.

Esa actividad resultaría en una administración inteligente de los recursos entregados por Dios en el jardín, con vista a perfeccionarlos. Es en ese sentido, básicamente, que debemos comprender la doctrina de la imago Dei. En el relato de la creación, Dios es presentado como un jardinero cósmico, que trabajó seis días y descansó en el séptimo. Somos informados también de que Dios creó al hombre “a su imagen” y lo colocó en el jardín, para cultivarlo y guardarlo, trabajando seis días y descansando en el séptimo. Parece claro que Dios encargó al hombre el manifestar su imagen por medio del trabajo creativo, o sea, por medio de la cultura.

Lo que los teólogos reformados llaman “mandato cultural”, por tanto, es el mandato divino de que el hombre explote de forma creativa y responsable los recursos de la creación y recubra la naturaleza creada con una “segunda naturaleza”, en las palabras de Henry Van Til[9], actuando como mayordomo y virrey cósmico.

Dios establece también el casamiento como medio de reproducción de la vida humana, impidiendo así que el orden social, que comienza a desarrollarse a partir de la actividad cultural del hombre, quede a merced de una estructuración arbitraria. Observamos así que Dios establece, desde el principio, los fundamentos y los límites de las relaciones sociales familiares. Esto indica que la cultura no es meramente una invención humana. Dios creó al hombre como ser cultural y social, desde el principio.

De hecho, la interpretación científica y filosófica del cuerpo humano es una clara demostración de las características peculiares del hombre, que representan la propia esencia de su hominidad. Toda su estructura corpórea fue diseñada y ajustada para operar de determinada manera, tanto en el aspecto cultural como individual. Así ocurre con el hecho de ser bípedo, por ejemplo, que permitió que el hombre tuviese las manos libres y desenvolviese un alto grado de coordinación y de posibilidades de movimiento. Así también con su aparato vocal, y en el excepcional desarrollo de su cerebro, no sólo para el lenguaje, sino para un sinnúmero de actividades superiores; pero sobre todo en su cara: el rostro humano puede decir visualmente su propio amor. En el hombre, el polvo ganó característica divina. Toda su estructura corpórea ya está efectivamente diseñada y ajustada para operar cultural y personalmente de un cierto modo.

Es un error considerar el orden social como un área de la realidad inventada por el hombre, desvinculada de la soberanía creativa de Cristo. Así como la ley de fricción es necesaria para el movimiento físico, las leyes éticas, sociales, lingüísticas, históricas y otras  son necesarias para la propia existencia de la cultura. Considerándose la cultura como uno de los aspectos de la realidad creada por Dios, como parte de las cosas “visibles e invisibles” creadas en Cristo, debemos reconocer y confesar que ella está también bajo la soberanía creadora de Cristo. La arquitectura de la creación incluye el orden social.

Con todo, ¿qué es lo que da legitimidad a la cultura? ¿Qué es lo que torna válidas las tareas de cultivar la tierra, formar y nutrir una familia? Esos mandamientos no fueron dados en la orden de la redención. Ellos pertenecen al orden de la creación. Fueron dados antes de la caída del hombre, por lo tanto son estructuras prelapsarias. Esas tareas son válidas y buenas, con o sin bendición de la iglesia. Nuestra responsabilidad en relación a ellas es anterior a la mismísima gran comisión.

La soberanía redentora de Cristo no contradice su soberanía creacional

Los biblistas acostumbran indagar qué fue lo que llevó a Pablo (y a otros escritores del Nuevo Testamento) a no limitarse a hablar del evangelio, sino a añadir a la exposición de éste listados de vicios y virtudes, así como exhortaciones conservadoras sobre la vida familiar, la obediencia al Estado y el trabajo honesto. Él podría haber radicalizado el mensaje libertador de Jesús y anunciando el fin o la superación de esas estructuras, con la derrota final de todos los poderes representados por el Estado, por la economía y por el paterfamilias.

Antes de alegar un supuesto conservadurismo social en las epístolas neotestamentarias, es necesario hacer una lectura del Nuevo Testamento a la luz del Antiguo Testamento, especialmente a partir de la concepción bíblica de soberanía creacional. La cuestión de la ética neotestamentaria a la luz de la teología bíblica surgió entre los intérpretes modernos de las Escrituras, comprometidos con los ideales iluministas de progreso y libertad individuales. La lectura de las Escrituras a partir de la perspectiva de la personalidad humana libre abstrajo la noción de libertad –y de liberación de los hombres- de su necesario contexto cosmológico (la Lex Creationis) y de la visión bíblica de comunidad, introduciendo interpretaciones utópicas y descarnadas de la experiencia de la gracia.

A pesar de haber contribuido a desenmascarar estructuras de opresión y dominación injustas, las lecturas libertarias de la Biblia (teología de la liberación, teología feminista y algunas formas de teología contextual, por ejemplo) padecen casi universalmente de insensibilidad (para no decir de cierto disgusto) por las estructuras normativas para la vida social, establecidas por Dios e inmunes a la tentativa de reconstrucción social. Bíblicamente hablando, la realidad social es solo en parte producto de una construcción. Como sus estructuras fundamentales tienen origen creacional, cualquier tentativa de revolucionar la sociedad por medio de la negación de esas estructuras está condenada al fracaso.

Así como la incapacidad de correlacionar gracia y ley llevó a Marción a negar la unidad de las Escrituras y de la propia divinidad, el moderno liberacionismo teológico comete blasphemia creatoris al sugerir que el orden social existe ex nihilo, o sea, sin control de la soberanía divina. En ese sentido, a parte de sus justas denuncias de la opresión humana, se trata de un movimiento neognóstico.

La gracia no abolió la ley ni disolvió la creación. Aún después del principio de la nueva creación en Cristo, la legitimidad y la independencia de la cultura en relación a la comunidad de los creyentes fueron mantenidas. En Romanos 13.1-7, Pablo enseña que Dios estableció el gobierno civil y que la autoridad de esa esfera proviene directamente de Dios, independientemente de la mediación de la iglesia. Al mismo tiempo, los apóstoles nunca dijeron que la iglesia debe sujetar la predicación a las exigencias del poder político. Las Escrituras no niegan la legitimidad y la utilidad del poder político ni afirman que la autoridad política deba someterse jerárquicamente a la asamblea de la fe. El estado mantiene soberanía sobre su propia esfera.

En el capítulo 7 de la Primera Carta a los Corintios, Pablo afirma la legitimidad del matrimonio, mientras que en Efesios 5 y Colosenses 3 establece la legitimidad de la familia delante de Dios. Nunca sugiere que el gobierno pueda sustituir a la familia ni que la iglesia tenga el poder de sustituir o interferir en el orden familiar. Por el contrario, establece la vida familiar como el primer lugar, luego de la vida eclesial, donde la presencia de la gracia divina debe promover una renovación estructural. Con eso, establece una conexión directa del evangelio con la institución de la familia en Génesis.

El texto de 1 Corintios 7 es especialmente significativo. Pablo afirma con claridad que la vida bajo la gracia de Dios no debe ser interpretada como una negación o disolución de las estructuras concretas de la vida cultural, oponiéndose a los que interpretaban la libertad en Cristo como una autorización para romper con todas las restricciones sociales, tales como la distinción entre circuncisos e incircuncisos, o el propio matrimonio. Exige que los creyentes encuentren la voluntad de Dios dentro de su propia condición social. Los casados, por ejemplo, no deben abandonar a sus cónyuges en nombre de una “nueva vida en Cristo”, pues la vocación del cristiano no es encontrada por medio de una evasión histórica y cultural, sino por medio de un sumergirse en la realidad social. Las estructuras sociales son parte de nuestra vocación y no obstáculos a ella: “Ande cada uno según la condición que el Señor le ha asignado, cada uno conforme a lo que Dios le ha llamado” (1 Co 7:17)

Naturalmente, es posible presionar la lectura del texto en dirección a un conservadurismo social radical, alegando que Pablo legitima el sistema patriarcal romano de control social (en vez de denunciar la opresión a las mujeres) e incluye la esclavitud entre las estructuras a las cuales los creyentes deben responder. Sin embargo, esa lectura es muy poco sutil. Al considerar el contexto social de la ciudad de Corinto, percibimos que las orientaciones de Pablo sobre el matrimonio atribuyen a las mujeres un grado de poder y libertad sin comparación dentro de la relación marital. En aquel momento histórico, la esposa no pasaba de un simple objeto destinado a la procreación; la maternidad era considerada incompatible con el placer sexual. Pablo osa afirmar que el cuerpo del marido pertenece a la mujer, y que ésta tiene el derecho de disfrutarlo para su placer. El divorcio era una práctica común, realizada por los hombres, con el propósito de ascender socialmente, por lo que Pablo prohíbe que el marido abandone a la esposa (en general, la más perjudicada) y concede a las mujeres el derecho al celibato, práctica considerada no sólo indigna, sino contraria a los intereses del Estado romano, que usaba la familia patriarcal como instrumento de control social y económico. Ben Witherington describe el abordaje de Pablo en 1 Corintios 7 como “una tentativa de reforma en el abordaje patriarcal del matrimonio y del celibato”.[1]

Al abordar la cuestión de la esclavitud, Pablo no trata el asunto de la misma forma. Pide a los siervos que vivan la fe dentro de sus posibilidades, recomendando explícitamente que ellos procuren la libertad, siempre que sea posible. Al final, ningún hombre debería ser esclavo de otro (cf. 1 Co 7:22). Resumiendo, es fácil percibir que Pablo no defiende ni un liberalismo utópico, ni un conservadurismo acrítico.

En otros pasajes (Efesios 5-6 y Colosenses 3-4, por ejemplo), en vez de proponer una inmediata disolución o una reconstitución libre de la estructura familiar, Pablo introduce un proceso de renovación crítica, manteniendo los elementos creacionales y expurgando el abuso de poder. Esa “santificación” de la sociedad no disuelve los poderes creados por Cristo, pero los aplasta y humilla por medio de la cruz. En la práctica, es lo que sucede cuando el paterfamilias romano dobla las rodillas delante de Cristo: él pasa a tratar a la mujer de manera diferente, sujetándose a ella, deja de abusar de su autoridad delante de los hijos y pasa a tratar a los esclavos como amigos, concediéndoles la libertad, actuando, por lo tanto, con cautela, para no llamar la atención indebidamente –como Pablo pidió a Filemón que actuase en favor de Onésimo.

La postura bíblica respecto de otras situaciones comunes en la vida es similar. En Romanos 2:14-15 Pablo afirma que la ley moral de Dios está escrita en los corazones de los hombres, independientemente de la ley escrita revelada en la Biblia. En sus orientaciones éticas, presenta algunas listas de vicios y virtudes semejantes a las elaboradas por filósofos estoicos del primer siglo. Lo mismo se aplica a otros aspectos de la vida común, como el comercio y la economía, o el trabajo, las artes, el sexo, la comida y tantas otras cosas. La obediencia a Cristo es ordenada no a pesar de todas esas cosas, sino por medio de ellas.

La razón por la cual el Nuevo Testamento no desenvuelve una ética escatológica utópica derivada exclusivamente de los hechos redentivos de Dios, prefiriendo combinar el seguimiento de Jesús a una renovación crítica de ética social corriente, es que tal respuesta utópica sería inadecuada y eventualmente contraria al espíritu integral de las Escrituras. El motivo bíblico para la creación, caída y redención implica, por su lógica intrínseca, una respuesta positiva a la cultura, aunque no sirviente de ella. Solamente la dominación de un motivo religioso dualista sobre la exégesis bíblica podría generar la bifurcación que muchos biblistas hacen entre un evangelio escatológico-libertario y una ética social conservadora.

Por tanto, concluimos que la cultura humana como un todo también es parte del orden creacional de Dios. Diversos aspectos de la cultura (Estado, familia, economía, moralidad, etc.) ya existían antes de la iglesia y continúan siendo válidos con la venida del reino de Dios. La nueva creación no implica la destrucción o la disolución del orden creacional original; no es una subversión, sino una restauración y la glorificación de la arquitectura original de la creación.

Más allá de eso, la ley de Dios establece diversas esferas de responsabilidad que no se oponen unas a otras. Esa diversidad organiza la naturaleza y la vida humana y se expresa en una diversidad de instituciones, como gobierno, familia e iglesia, que deben cooperar entre sí y al mismo tiempo mantener la soberanía en sus propias esferas.

En resumen, Cristo es soberano sobre todas las cosas, tanto en la creación como en la redención. Su soberanía en la creación implica diversas leyes creacionales, que establecen límites y responsabilidades, de modo que la soberanía creacional se expresa también en el orden cultural, fundada y legitimada por medio de mandatos de Dios al hombre.

La reunificación de la soberanía cósmica y el conflicto de poderes

Al buscar una relación más estrecha entre el himno cristológico de Colosenses 1:15-20 y el contexto más amplio de la carta, conseguimos captar de forma más precisa su significado social y político. Entre todas las cosas creadas en Cristo, Pablo coloca énfasis en los “principados y potestades”, generalmente identificados como ángeles caídos o fuerzas, aunque esa interpretación sea más adecuada al contexto de Efesios 6:12. EL sentido de “principados y potestades” en Colosenses 1:16 es bastante más amplio. Antes de hacer una lista de esos poderes, Pablo afirma que en Cristo fueron creadas todas las cosas “en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles”. Si consideramos el contexto inmediato, Pablo está diciendo que todo tipo de poder fue creado por Cristo –tanto los poderes invisibles (angelicales) en los lugares celestiales, como los poderes visibles que están sobre la tierra, lo que incluye todo tipo de poder: autoridades militares, gubernamentales, familiares, asociativas, económicas y otras, que ni siempre logramos identificar con facilidad, en el campo académico o en las artes. Eso está de acuerdo con lo que el afirma en Romanos 13:1: “Todos deben someterse a las autoridades públicas, pues no hay autoridad que Dios no haya dispuesto, así que las que existen fueron establecidas por él”.

Para algunos, esto representa la legitimidad indiscriminada de todo lo que las autoridades angelicales y humanas establecen. Pero nada podría estar más lejos de la doctrina de Pablo: “y, despojando los principados y las potestades, públicamente los expuso al desprecio, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col 2:15). El significado de la cruz, aquí, está de acuerdo con lo que Pablo afirma en Colosenses 1:20: Dios estableció la paz en el cosmos creado por medio de la cruz de Cristo. Continúa aquí diciendo que los poderes creados fueron conducidos en un cortejo triunfal. El lenguaje de Pablo hace referencia a un desfile militar, con el general romano al frente, trayendo sus enemigos derrotados. Esta imagen es de una ironía sutil. Pablo está diciendo que los poderes romanos que crucificaron a Cristo en nombre de la pax romana fueron derrotados y avergonzados por él al momento de la crucifixión, con el establecimiento de la pax Dei.

Cuando hablamos de la soberanía de Cristo, no estamos refiriéndonos a una soberanía invisible o “espiritual”, en un sentido dualista: Cristo derrotó no sólo los principados y potestades invisibles, sino también las visibles. Al afirmar la soberanía cósmica de Cristo, estamos haciendo una afirmación política fundamental: la pax Dei fue establecida en todo el universo y en toda sociedad humana; no hay poder o estructura de autoridad sobre la cual la pax Dei no haya sido establecida. Ésta es una afirmación de alcance cosmológico, pues declara que todas las fuerzas, leyes y poderes cósmicos están bajo la soberanía de Cristo. En la política cósmica la soberanía es indivisible, y reúne bajo el mismo cetro la gravitación universal, los reyes humanos y los poderes angelicales.

Es así que deben ser leídos los salmos mesiánicos, reconocidos por la iglesia cristiana como referencias tipológicas o proféticas del dominio de Cristo:

¿Por qué se sublevan las naciones,
y en vano conspiran los pueblos?
Los reyes de la tierra se rebelan;
los gobernantes se confabulan contra el Señor
y contra su ungido.
Y dicen: «¡Hagamos pedazos sus cadenas!

¡Librémonos de su yugo!»

El rey de los cielos se ríe;
el Señor se burla de ellos.
En su enojo los reprende,
en su furor los intimida y dice:
«He establecido a mi rey
sobre Sión, mi santo monte.»

Yo proclamaré el decreto del Señor:
«Tú eres mi hijo», me ha dicho;
«hoy mismo te he engendrado.
Pídeme, y como herencia te entregaré las naciones;

¡tuyos serán los confines de la tierra!
Las gobernarás con puño de hierro;
las harás pedazos como a vasijas de barro.»

Ustedes, los reyes, sean prudentes;
déjense enseñar, gobernantes de la tierra.
Sirvan al Señor con temor;
con temblor ríndanle alabanza.
Bésenle los pies, no sea que se enoje
y sean ustedes destruidos en el camino,
pues su ira se inflama de repente.

¡Dichosos los que en él buscan refugio!

(Salmo 2)

 

Cuando el salmista se refiere a los “reyes que conspiran”, no está hablando de ángeles. Esos reyes ciertamente son reyes terrenales. El salmo afirma la soberanía indivisible de Cristo sobre todos los poderes terrenos. Cristo no es Señor de una esfera interior de espiritualidad, o solo de los animales y vegetales. No es Señor solamente de la iglesia, sino el Señor absoluto de todas las cosas, el Ungido, el heredero del trono, el único Maestro, la fuente de vida, del orden, del sentido y del propósito de todo lo que hay en el cosmos. Él es Señor no sólo por haber creado todas las cosas, sino también por su obra redentora, por medio de la cual reconduce todas las cosas al dominio divino, aún en contra de la voluntad de los principados y potestades.

El argumento de que la caída corrompió las estructuras presentes de la realidad, imposibilitando la obediencia al cetro de la cruz, no nos permite entonces separar el gobierno de Cristo de alguna esfera del mundo natural o humano, bajo. La finalidad de la obra de la cruz es humillar a los principados y potestades para que el imperio y la ley de Dios prevalezcan. La reconciliación de los principados y potestades rebeldes implica su humillación; no su desaparición, sino su aprisionamiento por el Hijo de Dios (Cf. Rm 14:11).

Éste es el verdadero sentido de la guerra espiritual. La guerra espiritual tiene amplitud cósmica en muchos frentes, cada uno de ellos con características propias, conforme a la naturaleza de poder involucrado. Hay una lucha desarrollándose por la posesión de personas y familias, y muchas veces ella no puede ser vencida sin que demonios sean expulsados. La soberanía sobre el alma y el cuerpo de un individuo poseído no es el único nivel de la gran batalla cósmica que Cristo ganó en la cruz. Todos los poderes, visibles e invisibles, se postrarán y confesarán que Cristo es el Señor.

En el campo de la cultura humana, esto significa que los poderes políticos, los sistemas económicos, las instituciones científicas y artísticas, los líderes de opinión y los medios, los líderes culturales y religiosos, las familias y los jefes de familia, todos se van a rendir a la soberanía de Cristo. Para que comprendamos la naturaleza de la batalla espiritual, necesitamos abandonar la idea de que Cristo estaría dispuesto a dividir su soberanía con el gobierno político, o con el status quo académico, o con el sistema económico. Cristo no divide su soberanía con nadie.

Los poderes que intentan imponer su soberanía a costas de la soberanía de Cristo son rebeldes. Debemos rebelarnos contra ellos para reconciliarlos con Dios, así como Cristo lo hizo con nosotros, pues su soberanía es indivisible. La única autoridad ante la cual el hombre debe doblegarse incondicionalmente es a Cristo.

Confrontar esos poderes con la verdad, vestir la armadura de Dios y orar sin cesar –eso es todo lo que necesitamos para enfrentar la guerra espiritual en la que estamos metidos.

El principio de la soberanía y la libertad humana

La soberanía de Cristo ha sido malentendida por la comunidad evangélica. Generalmente se ha interpretado a partir de la gran comisión, lo que nos lleva a entender el reino de Cristo en términos de conversión personal o de filiación con una iglesia local o a partir de un compromiso con la ética evangélica. En otras palabras, vemos la soberanía de Cristo sólo en términos redentores o, mejor, a partir de una interpretación bastante estrecha del significado de la redención.

Necesitamos alcanzar una percepción más amplia de la soberanía de Jesucristo, sobre todo y todos, en la creación y en la redención. Por lo tanto, para hacer este concepto significativo para la filosofía social, necesitamos ser más específicos y establecer una relación entre nuestra experiencia del mundo y de la sociedad y del testimonio bíblico. Dos cuestiones se plantean: ¿Cómo vivir bajo la soberanía de Cristo fuera de los límites de la iglesia? ¿Cuál es la relación entre la soberanía de Dios y la libertad humana?

La multiformidad de la soberanía de Dios

La soberanía de Dios sobre todas las cosas se relaciona con nuestra experiencia humana tanto por la experiencia del orden como por la contingencia. En este capítulo procuramos concentrarnos en la experiencia del orden.

Los límites establecidos por Dios en la creación no son imposiciones arbitrarias delante de una naturaleza resistente a ellas –como en los mitos antiguos o en la lucha entre la divinidad y el caos. De hecho, su sentido es más bien de habilitaciones o estructuras que posibilitan la existencia de individuos y procesos.

El principio de las “esferas de soberanía” desarrollado por Abraham Kuyper, reúne en un concepto sintético la verdad bíblica y la constatación empírica de un orden creacional subyacente a la experiencia humana. Lo que hace es explicar cómo la soberanía de Cristo cubre todas las áreas de la vida, considerando las evidencias bíblicas de que el gobierno de Dios establece una diversidad de leyes y de esferas de responsabilidad, siendo Cristo la fuente de todos los poderes. Se trata de un principio simple que puede ser ilustrado por medio del prisma.

La luz blanca está compuesta por un espectro de diferentes frecuencias, siendo que cada una de ellas es percibida por el ojo humano con un color diferente. Cuando esas frecuencias se mezclan, vemos sólo una luz blanca; sin embargo, cuando la luz blanca atraviesa un prisma, el espectro se divide en varios colores.

Esa analogía explica cómo la soberanía de Cristo se expresa en el mundo. Dios tiene una única voluntad, perfecta y coherente. Sin embargo, cuando su voluntad “atraviesa” el prisma del tiempo, ella se expresa en diferentes leyes. Cada ley, en la creación de Dios, puede ser comparada a uno de los colores del espectro de la luz.[2]

Así tenemos la ley de la fe, en comparación a uno de los colores, y varias otras leyes: leyes físicas, como la ley de la gravitación universal; leyes de la dinámica de los cuerpos; leyes lógicas que gobiernan el pensamiento y leyes éticas grabadas en el corazón de los hombres. Tenemos leyes que gobiernan la vida psíquica y las relaciones sociales, y la ley de la justicia, que se expresa en la vida política. Tenemos leyes económicas, biológicas, leyes que ordenan no solamente el modo de operar de las cosas, sino también sus padrones de interacción, su identidad individual y su duración.

De la misma forma en que la vida tiene diversos colores, el cosmos creado tiene diversas leyes. Juntas, ellas componen la buena, perfecta y agradable voluntad de Dios, su Torah, la sabiduría por medio de la cual creó el mundo. El reconocimiento de la multiformidad de la voluntad divina lleva a la constatación de que la obediencia al señorío de Cristo tiene un sentido diferente para cada área de la vida.

Obedecer a Dios en la esfera de la fe es vivir por la fe. Obedecer en la esfera estética es producir arte sin distorsionar la realidad. Obedecer en la esfera social es construir una comunidad. Obedecer en la esfera ética es amar al prójimo. Obedecer en la esfera del pensamiento es pensar racionalmente y promover el conocimiento. Obedecer en la esfera biótica es cuidar de la salud. Obedecer en la esfera política es promover la justicia social. Obedecer en la esfera lingüística es comunicarse con claridad, y así sucesivamente.

Cada aspecto de la soberanía de Cristo tiene base y sentido propio e instaura una forma distinta de libertad

La soberanía inmediata de Dios sobre toda criatura y sobre cada aspecto del mundo creado acaba en la idea kuyperiana de “soberanía dentro de la propia esfera”. El principio y las condiciones de operación de las criaturas dentro de ciertas esferas no se fundamentan en la voluntad de las criaturas o en los principios de otras esferas. Dentro de determinado espacio, aspecto o dimensión de la vida una lógica distinta y soberana mantiene su autonomía en relación a las otras.

Tomemos como ejemplo la vida biológica. Las leyes asociadas a la vida –como el desarrollo orgánico, la comunicación de información biológica y la reproducción- establecen una lógica biótica, o mejor una bio-lógica que se impone a la materia y trasciende las leyes de la física y de la química. Sin embargo, las leyes biológicas no “suspenden” las leyes físicas ni interfieren en la soberanía de Dios en ese campo. Al mismo tiempo, las leyes biológicas no son derivadas de las leyes físicas; de esa forma, no constituyen un caso particular del electromagnetismo, por ejemplo. Lo mismo sucede en otros niveles. Dios gobierna el pensamiento por las leyes lógicas y la sensibilidad artística por leyes estéticas, y ellas son simplemente diferentes. Para experimentar el arte, la razón necesita “bajar la guardia” lógico-analítica y entregarse a la “lógica” de aquella otra esfera, de la belleza y de lo alusivo. Para experimentar la racionalidad, la sensibilidad necesita refrenarse y obedecer a las normas del pensamiento lógico y de la coherencia conceptual.

Antes de seguir, necesitamos explicar mejor el sentido de soberanía. Para muchas personas, soberanía implica “control” o “ausencia de libertad”. Sin embargo, el concepto de libertad es tan relativo como el concepto de soberanía, dependiendo del contexto. A nuestro parecer, los conceptos de soberanía y libertad, comprendidos de manera correcta, bajo la luz del señorío de Cristo son coherentes y están internamente relacionados.

La “soberanía en la propia esfera” es, en rigor, la soberanía de Dios en cada esfera;[3] pero ella implica también la soberanía de las leyes propias de cada esfera y, así, la soberanía de cada modo de existencia asociado a cada esfera. Ésta es la comprensión reformada de libertad. Es la autonomía para seguir su propia ley –no una ley creada demiúrgicamente, una ley arbitraria, ni la absoluta ausencia de ley, sino el seguimiento de aquella ley plantada en el propio núcleo de la existencia. De ahí nuestra crítica al liberalismo: quieren crear la libertad humana en el vacío de la divinidad. Pero eso sólo la asfixia. La lex creationis es el oxígeno de la libertad.

El ave libre no es la que para nadar se emancipa, sino la que se sujeta a la voluntad de Dios para su ser, inscrita en su instinto y en sus alas. Para ser “soberana” sobre sí misma la criatura necesita someterse a la soberanía creacional de Dios. Sólo así será verdaderamente libre. Libertad no es simplemente ser libre de, sino ser libre para. Cuando la soberanía de una esfera es respetada y la ley de Dios obedecida, la verdadera libertad de estar dentro de aquella esfera o modo particular es concretizada. La libertad para pensar sólo se concretiza cuando somos libres para seguir las leyes de la lógica –no cuando buscamos romperlas en una actitud de rebeldía. La libertad para vivir en sociedad se concretiza cuando somos libres para ser morales.

La única garantía en cada esfera es, por lo tanto, la soberanía de Dios en cada esfera y, simultáneamente, la autonomía y la libertad de los individuos y de los procesos que están relacionados dentro de cada esfera. Soberanía divina y libertad humana son dos lados de la misma moneda, dos caras de una única realidad.

Para dar el debido valor a cada aspecto de la soberanía de Dios, preservando nuestras libertades dentro de cada aspecto, necesitamos reconocer la soberanía/libertad de cada aspecto en relación al otro. Ningún aspecto puede ser considerado más real, más santo, más importante, o más libre que los demás. En la época de Kuyper, eso significaba principalmente forzar al Estado a reconocer la soberanía de la familia, de la universidad y de la religión. Al mismo tiempo, esto se aplica también a la experiencia individual de cada uno.

Algunas personas enfatizan solo el aspecto ético de la vida, la ley del amor, y se olvidan del aspecto jurídico. Sin embargo, Dios es también justo y desea que los hombres sean justos. El científico que se dedica a estudiar las leyes de la física puede enfatizar tanto el aspecto físico de la realidad, que termina por rechazar la existencia de las realidades no físicas, como la personalidad, la belleza o al propio Dios. El psicólogo, que estudia la vida psíquica de los seres humanos, puede concluir que los padrones morales son meramente expresiones del estado psicológico de las personas. El sociólogo puede enfatizar tanto el lado social de la vida, que concluya que el mensaje cristiano es solo una construcción social. En todas esas situaciones la expansión indebida de las reivindicaciones de una esfera acaba destruyendo inevitablemente la soberanía –y consecuentemente la libertad- de otras esferas.

Como cristianos podemos hacer lo mismo en el sentido inverso, diciendo, por ejemplo, que el arte sólo tiene valor cuando es usado para salvar almas; o que la política sólo es importante cuando podemos usarla para facilitar la predicación del evangelio; o que una investigación científica no es más que una pérdida de tiempo, ya que millones de personas mueren cada día sin oír acerca del evangelio. No es por nada que muchos cristianos e incrédulos ven al cristianismo como una fuerza de opresión. Eso es lo que sucede cuando la libertad de otras esferas es negada en nombre de la fe. Esta es la razón de no necesitar una base bíblica especial para dar lugar a la legitimidad de cada cosa que hacemos. La ley de gravedad no está en la Biblia, pero eso no significa que podemos desobedecerla. Sabemos que ella es voluntad de Dios para nosotros por el simple hecho de mantenernos con los pies en el suelo y no flotando en el espacio. Sabemos sobre la ley del amor porque Dios plantó en el corazón de cada hombre el conocimiento de la ley moral.

Los antiguos teólogos protestantes expresan esta intuición por medio de una imagen conocida como la “metáfora de los dos libros”. Dios escribió su voluntad en dos libros: el libro de la naturaleza (o libro de la creación) y el libro de la gracia (o libro de la redención). Si queremos saber alguna cosa relacionada con la salvación o con la manera en que Dios escribió el libro de la naturaleza, necesitamos consultar el libro de la gracia, la Biblia. Pero, para poder entender el contenido del libro de la naturaleza, necesitamos consultarlo directamente. Esto significa que para entender el crecimiento de las plantas necesitamos “leer” las plantas; para saber cómo se forman las lluvias necesitamos “leer” la lluvia; para saber cómo la sangre circula por el cuerpo necesitamos estudiar el cuerpo humano; y para entender cómo funciona la sociedad necesitamos estudiar la sociedad.

Si la soberanía de Dios en Cristo tiene diferentes aspectos, y si la voluntad de Dios se expresa en una variedad de leyes, entonces podemos afirmar que la actividad artística no necesita ser justificada por textos bíblicos o por su utilidad para la iglesia. Esto también se aplica en las demás áreas –ciencia, matemáticas, política, medicina, servicio social, familia, educación, literatura, economía. Cada esfera de la vida humana tiene características propias y expresa uno de los aspectos de la voluntad de Dios. Vivir en plenitud la voluntad de Dios es descubrir las leyes que Él estableció para cada aspecto de la vida. Eso es libertad.

Sólo la Palabra de Dios puede preservar la soberanía de cada esfera

Sin embargo, el reconocimiento de que Dios nos dio un libro de la naturaleza y de que su voluntad puede ser conocida de diferentes formas, no nos permite concluir que la Biblia no es necesaria. De hecho, sin la Biblia, no sabríamos que Dios escribió el libro de la naturaleza.

En Romanos 8:7-8 Pablo describe la inclinación de la carne como “enemistad con Dios”. Es importante comprender que esta revuelta no es sólo en contra de la ley escrita en la Biblia; es también en contra de la soberanía de Dios en su totalidad. Es por esta razón que el hombre, además de rechazar la Biblia, se rebela contra las otras leyes. Por ejemplo, el hombre se rebela contra las leyes de la estética, produciendo obras de arte que distorsionan la realidad; contra las leyes de justicia, produciendo corrupción y confusión política; contra las leyes económicas, produciendo explotación económica y pobreza. No somos capaces ni siquiera de comprender el libro de la naturaleza, ya que la mente humana es corrupta.

Por eso Dios nos dio el libro de la gracia, las Escrituras. Calvino afirma que la Palabra de Dios es el colirio para los ojos y nos conduce de vuelta a Dios. Ella nos habilita para comprender y para obedecer las leyes que Dios inscribió en la creación. Necesitamos aplicar la enseñanza bíblica a todas las esferas de la vida para retomar el plan original de Dios.

No es una tarea fácil. Siempre que la Palabra de Dios es predicada, hay una batalla para impedir que ella sea comprendida, porque por medio de ella el hombre rebelde vuelve a la verdad sobre quién es, sobre la ley de Dios, o sobre su ordenamiento en el cosmos y en la vida humana. Es por esta razón que Pablo describe el estado de pecado como vivir “en la vanidad de sus propios pensamientos, oscurecido de entendimiento” (cf. Ef 4:17-19), y a la salvación como “andar en la luz” (cf. Ef 5:8).

La obediencia al señorío de Cristo inaugura una forma particular de conflicto en cada área de la vida. Al final, no hay área en la que el pecado no haya hecho algún daño y los poderes no estén sujetos a la rebelión contra el Rey. Al iniciar un esfuerzo consistente por obedecer a Cristo en cualquier esfera de la vida, el cristiano ciertamente tendrá que oponerse a los poderes que no están dispuestos a reconocer la soberanía indivisible de Cristo. Por lo tanto, debe luchar para que la voluntad del Señor prevalezca, y tomar con paciencia su propia cruz.

Ese conflicto puede afectar también nuestra mente, de modo de bloquear la transformación personal. La distorsión de nuestros patrones de pensamiento, introducida por el rechazo del conocimiento de Dios, afecta todo nuestro sistema de creencias, desarrollándose en visiones completas de mundo que interpretan erróneamente el orden creado, justifican los abusos de los poderes constituidos por Dios y nos impiden  reconocer la soberanía de Cristo. Para que haya transformación es necesaria la renovación de la mente. El sentido de lo que Pablo describe como “renovación de la mente”, necesaria para comprender “cuál sea la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios” (cf. Rm 12:2), es exactamente la renovación completa de la cosmovisión de la persona, no sólo en términos abstractos, sino también en términos existenciales: una nueva percepción  de sí mismo, dentro de una nueva percepción de la realidad.

Aunque el principio de las esferas de soberanía implique la necesidad de reconocer la autonomía relativa de los diversos aspectos de la vida en relación a la fe, eso no implica su autonomía en relación a Dios o a las Escrituras. Lo que se torna indispensable es la adopción de formas más sutiles de correlación entre la Biblia y cada área de la vida. Por lo tanto, es imposible preservar la soberanía y la libertad humana en cada esfera sin la verdad libertadora del evangelio.

Podemos concluir que el principio de soberanía debe ser comprendido y obedecido para que la libertad humana se establezca; que la extensión de la libertad humana genuina equivale a la extensión del gobierno efectivo de Cristo en la vida humana y que el poder libertador del evangelio se integra perfectamente con la obediencia a la ley multiforme del Creador.

Las esferas de soberanía social y la iglesia local

Si la vida es multifacética, como describimos, con una diversidad de sentidos y cualidades en su propia base, esa pluralidad ¿no debería reflejarse en el orden social? De hecho, el principio de las esferas de soberanía fue desarrollado por Abraham Kuyper, originalmente, para regular las relaciones sociales y orientar la acción política cristiana[4].

Kuyper, desafiando las pretensiones del Estado moderno de arrogarse ser el mediador supremo de la soberanía divina y la fuente de libertad social, presentó es sus Lecciones sobre el calvinismo (Stone Lectures, Princeton, 1898) la formulación clásica del concepto de esferas de soberanía:

En un sentido calvinista entendemos que la familia, los negocios, la ciencia, el arte y así sucesivamente, son esferas sociales que no deben su existencia al Estado y que no derivan su ley de la superioridad del Estado, sino que obedecen a una autoridad superior, dentro de sí mismas, una autoridad que gobierna por la gracia de Dios, del mismo modo como lo hace la soberanía del Estado. Esto involucra una antítesis entre el Estado y la sociedad, con la condición de no concebir la sociedad como un conglomerado, sino como analizada en sus partes orgánicas, para honrar, en cada una de esas partes, el carácter independiente que les pertenece. En ese carácter independiente está necesariamente implicada una autoridad superior especial, a la cual intencionalmente llamamos de soberanía en las esferas sociales individuales, a fin de que sea claro y expreso que estos diferentes desarrollos de la vida social nada tienen sobre ellos, salvo a Dios, y que el Estado no puede entrometerse aquí y nada tiene que ordenar en estos campos. Como ustedes inmediatamente perciben, esta es una cuestión profundamente interesante para nuestras libertades civiles[5].

Así queda claro que la soberanía inmediata de Dios sobre cada criatura y sobre los diferentes modos de existencia en el campo social y político implica la existencia de una pluralidad de formas de asociación humana y de una experiencia comunitaria que no se origina en la voluntad del individuo ni en la voluntad del Estado. La soberanía de Dios sobre cada esfera social instaura su funcionalidad y su libertad.

La diversidad de esferas de responsabilidad social

Cuando observamos la sociedad a partir de esa perspectiva, comprendemos la existencia de diversas esferas e instituciones sociales, cada una con su función particular. Por ejemplo: la familia pertenece a la esfera ética; el gobierno es una institución jurídica; un grupo musical (una banda de rock o una orquesta) pertenece a la esfera estética; una empresa pertenece a la esfera económica; las instituciones educacionales pertenecen a la esfera ética, aunque dependiendo de su enfoque son también cualificadas por otras esferas; una institución científica se liga a la esfera de la lógica; una escuela destinada a educar niños puede ser socialmente calificada y una escuela de negocios económicamente calificada.

Eso no quiere decir que cada institución puede seguir la norma de su esfera y descartar las otras. El término esfera puede traer alguna confusión por transmitir la impresión de un recipiente cerrado. Diferentemente las esferas son modos o aspectos de la realidad. Aunque el foco de una institución o comunidad pertenezca a una determinada esfera, eso no significa que ella no pueda participar de otras esferas.

Si una familia sigue su norma principal (ética), pero desobedece las normas económicas, luego tendrá tantos problemas financieros que tendrá dificultad en cumplir la ley del amor. Si una empresa obedece las normas económicas, pero se olvida totalmente de la ética, pronto tendrá problemas con sus empleados o con clientes y podrá cerrar las puertas. De hecho, la Biblia enseña que el cumplimiento de la ley es el amor. Es el amor que hace a cada institución social seguir con su foco principal sin olvidarse de las otras normas. Sin embargo, no por eso las instituciones y comunidades dejan de presentar su propio foco en una esfera en particular.

De esta manera, cada institución necesita saber cuál es su esfera particular de responsabilidad para poder cumplir su tarea respetando las otras normas establecidas por Dios.

La esfera de responsabilidad de la iglesia

A partir de esta perspectiva, podemos afirmar que la esfera de responsabilidad de la iglesia local es la expresión comunitaria de la fe. La tarea de la iglesia es confesar y promover la fe en Cristo, llevando el evangelio a las personas, bautizándolas y enseñándoles a guardar los mandamientos de Cristo. Es saludable y correcto que la iglesia concentre sus actividades en la alabanza y adoración, en el discipulado, en la enseñanza bíblica, en la oración, en la práctica del evangelismo y misiones. Las iglesias locales tienen una función principal.

La iglesia local, ciertamente, tiene una función principal. Es ese sentido no concordamos con una tendencia que se ha desarrollado dentro del movimiento de misión integral, de promover la comprensión amplia e integral de la misión cristiana por medio de la relativización del espacio de la iglesia y combatiendo la distinción entre los actos de culto u obras de fe (en ese sentido particular), y obras pertenecientes a otras esferas (social, económica, política, estética, etc.), como si esa distinción se identificase con el dualismo sagrado/secular.

Se trata de una seria confusión. Las obras del cristiano deben tener un elemento de fe y deben ser para la gloria de Dios, bajo las leyes establecidas por Él. En este sentido, ningún acto del cristiano es “secular”. Todo lo que el creyente hace es “sagrado” para el Señor. Eso no significa que un acto realizado para ejercitar el amor, un acto realizado para ejercitar la fe y un acto para ejercitar el cuerpo no sean diferentes. El acto de almorzar, por ejemplo, tiene un foco biológico, pero en algunas ocasiones puede tener también un sentido de confraternización, por lo tanto tiene un foco ético. Una comida puede tener incluso un foco de fe, como la Cena del Señor. Debemos almorzar todos los días para la gloria del Señor, pero eso no excluye nuestra participación de la Cena del Señor como un acto simbólico de fe.

Confundir el falso dualismo sagrado/secular con la distinción estructural entre la esfera de la fe y las otras esferas de la vida es permitir la tiranía de la fe sobre las otras esferas o, como ha sucedido en algunos círculos evangélicos, de otras esferas sobre la esfera de la fe. Eso sucede cuando consideramos posible anunciar el evangelio sólo por las buenas obras, o cuando el culto se transforma en una velada artística, o cuando dejamos de frecuentar la iglesia local alegando que el verdadero cristianismo es independiente de la iglesia instituida.

Muchas veces el impulso que lleva a ese tipo de confusión tiene algún valor espiritual, sea por el reconocimiento del señorío de Cristo sobre todas las cosas, sea por la presencia de las buenas dádivas de Dios entre las obras de los incrédulos. La forma correcta de integrar fe y cultura, sin embargo, no disuelve los límites creacionales entre la esfera de la fe y las otras esferas. No buscamos la disolución de la fe en la cultura, sólo la integración entre fe y cultura.

La iglesia puede cometer tres tipos de errores cuando falla en respetar los límites creacionales. El primero, asociado a actitudes “constantinianas” (y eventualmente fundamentalistas), al intentar imponer su propia esfera de responsabilidad (la fe) sobre las otras esferas. El segundo, asociado a actitudes secularistas, al dar prioridad a otra esfera y no la suya. Y el tercero, asociado a una postura fideísta, al aislar su esfera de responsabilidades de las otras esferas. Veamos cada uno de esos errores más detalladamente.

  1.  Imponer su esfera de responsabilidad sobre las otras esferas (constantinismo)

Cuando la iglesia local intenta obligar a otras esferas de la vida a actuar con base en su propio principio (la fe), eso le puede traer problemas. Esa experiencia eclesiástica es históricamente asociada a la figura de Constantino, emperador romano que unió Iglesia y Estado, marcando así el fin de la Antigüedad. Se trata de una forma de garantizar la unidad cultural y religiosa por medio de un proyecto de “cristiandad”. Fue lo que sucedió al final de la Edad Media, cuando la iglesia ejerció una terrible presión en la tentativa de asumir el poder político, siendo desafiada por la Reforma Protestante.

Ese error ocurre todavía hoy, en menor escala, cuando la iglesia, percibiendo la importancia de la acción social, inicia un proyecto a partir de un paradigma fundamentalista. En la práctica, la iglesia inicia un trabajo social con el objetivo de ayudar al prójimo, pero su verdadero propósito es la evangelización. Si las personas no se convierten con ese trabajo social, es considerado un fracaso. A veces los líderes de la iglesia interfieren en el trabajo para reforzar el foco evangelístico, desfigurando su función social. La acción social tiene su propia esfera de soberanía: no tiene que demostrar eficacia evangelística ni traer beneficio para la iglesia local. Junto con eso, los cristianos deben pedir orientación a los pastores para iniciar un proyecto social, político, científico, artístico o cualquier otro, pero no necesitan pedir permiso.

El liderazgo pastoral pertenece a la esfera de la fe y de la iglesia local. Dios gobierna la esfera política por medio de los políticos; gobierna la esfera científica por medio de los científicos; gobierna la esfera estética por medio de los artistas; y gobierna la esfera social por los líderes sociales. La iglesia local puede promover y apoyar proyectos sociales y entrenar sus ovejas para que se involucren con la redención de la creación, pero su autoridad pastoral no se extiende a esas otras esferas.

La intervención social no sólo puede, sino que debe tener un abordaje cristiano. Sin embargo, un abordaje cristiano es mucho más que una estrategia eficiente de evangelización; es la práctica de valores cristianos en la relación con la comunidad pobre, la adopción de presupuestos y métodos genuinamente cristianos en el tratamiento de la pobreza, de los desórdenes  familiares, de la injusticia social y de la violencia.

Cuando el liderazgo de una iglesia local pretende iniciar un proyecto educacional o de desarrollo comunitario, pero no es capaz de reconocer la soberanía de la esfera ética o de otras esferas, corre el riesgo de prometer soluciones mágicas para los problemas sociales y ocultar motivaciones proselitistas bajo el pretexto de la responsabilidad social

2.     Priorizar una esfera de responsabilidad que no es suya (secularismo)

A veces la iglesia cristiana no tiene interés en imponer su tarea sobre otras esferas de la sociedad, pero aun así olvida su tarea particular y comienza a funcionar como si su esfera de responsabilidad fuese otra. Eso sucede cuando ella permite que las leyes de otra esfera destruyan la ley de la fe, que debería ser su ley principal.

Sin embargo, aunque sea a partir de una tipología incompleta y estereotipada, podemos diferenciar algunos modelos de iglesia: iglesias moralistas cuidan sólo de las obras sociales, dejando de lado la evangelización; iglesias racionalistas enfatizan la razón al punto de caer en la frialdad doctrinaria, pudiendo incluso negar algunos puntos de la fe por parecer irracionales; iglesias empresariales tienen una estructura organizacional centrada en el dinero; iglesias koinonísticas enfatizan la comunidad y olvidan la enseñanza, las misiones y la disciplina, tornándose clubes sociales.

Todos concordamos en que la iglesia debe tener ética cristiana y responsabilidad social, buena racionalidad, mayordomía económica, belleza estética, apertura a las emociones y buena comunión. Entonces, si ella permite que cualquiera de esas esferas tome el lugar de la predicación de la fe en Cristo, dejará de ser iglesia para transformarse en partido político, empresa, familia, club o show.

3.     Aislar su esfera de responsabilidad de las otras esferas (fideísmo)

La iglesia debe proclamar correctamente la fe como su esfera básica, priorizar la proclamación del evangelio de Cristo y fortalecer la fe, pero más allá de eso, debe dar orientaciones claras sobre cómo aplicar esas enseñanzas en cada esfera de la vida. Es responsabilidad de la iglesia, como agencia del reino de Dios y depositaria del evangelio, enseñar a sus miembros y a todos los hombres a cumplir las leyes divinas en cada esfera de la vida. Cuando la iglesia deja de lado la doctrina de la creación para dar atención sólo a la doctrina de la redención, el objetivo de su evangelismo y discipulado pasa a ser sólo la salvación del alma y no de la persona integral, en cuerpo, familia, trabajo, compromisos financieros, etc.

Por falta de orientación sobre la forma como la fe puede renovar todos los aspectos de la vida, los cristianos latinoamericanos tienen dificultad para tomar decisiones en diferentes áreas. Como resultado, muchos mantienen la fe dentro de las actividades religiosas, pero aceptan el padrón mundano en las otras en las otras esferas de la vida. Otros prefieren evitar cualquier tipo de envolvimiento en actividades como trabajo, arte, política o ciencia, creyendo que el buen cristiano es aquel que deja el mundo para dedicarse a la iglesia o al trabajo misionero. En ambos casos, el resultado es una pérdida de integridad personal y una profunda infelicidad. Otros llegan a dejar la iglesia al sentirse extenuados.

Soberanía y misión integral

Dado que el modelo fideísta se ha mostrado como el predominante en el escenario evangélico latinoamericano, necesitamos reconocer que todo debate sobre la relación entre evangelización y responsabilidad social es válido y actual. Desde un punto de vista misiológico, la mayoría de los evangélicos concuerda en que la misión de la iglesia no es sólo evangelizar, sino que ella tiene una responsabilidad social. La misión de la iglesia es manifestar el poder redentor de Cristo en todas las esferas de la vida. En otras palabras es mostrar al mundo y a los ángeles el significado de ser humano, en su hominidad, en el sentido de ser portador de la imagen de Dios.

Hay, sin embargo, un dilema en torno a la relación entre evangelización y responsabilidad social. No se puede tratar del problema de la articulación práctica de la responsabilidad social de la iglesia sin un compromiso valiente con el problema de la relación entre la ley y la gracia, que se reveló como un límite teológico al desarrollo del pensamiento de la misión integral. Las tres grandes tradiciones protestantes –luterana, anabautista y calvinista- se posicionan de manera diferente en lo relacionado a la relación entre salvación y ley/orden creacional, llevando a una propuesta distinta para el papel de la iglesia.

En el entendimiento luterano clásico, iglesia y cultura constituyen dos reinos válidos, aunque separados, no habiendo un abordaje propiamente cristiano de la cultura. Para los anabautistas, la iglesia surge como una “nueva sociedad”, en oposición al mundo social y político secular; la acción cristiana sólo puede suceder por medio de resistencia profética y ausencia de compromiso directo con los poderes terrenos. La posición calvinista, debido a su noción de soberanía, entiende que la iglesia necesita educar, estimular la obediencia a la ley de Dios en todas las áreas de la vida, lo que sólo es posible con la aplicación de la verdad evangélica de la existencia como un todo. Por lo tanto, la fe cristiana demanda acciones distintivamente cristianas de reforma social, con trazos particulares para cada esfera de la vida, lo que, sin duda, involucra el anuncio del evangelio. Esto significa promover una reforma en las artes, en la política, en la familia, en el deporte, en la justicia, en la economía, en la educación, en la ciencia, en las comunicaciones, etc.

Se trata de una gran tarea para la iglesia local. De hecho, ella pertenece a la iglesia orgánica de Cristo. Luego, en la práctica, esta tarea no puede ser centralizada en una única institución, porque no existe una institución o esfera de la vida que sea capaz de expresar toda la riqueza de la ley de Dios, toda la pluralidad de colores con los cuales el Señor pintó nuestras vidas. Solamente una pluralidad de instituciones, de comunidades y de competencias puede expresar las riquezas de Dios.

La iglesia es llamada a ser la “nueva humanidad” o “nueva sociedad” de Dios. Su tarea es edificar una cultura cristiana, centrada en Dios, de modo de expresar el poder redentor del evangelio en cada sector de la vida. Iglesias locales verdaderamente comprometidas con esa misión no pueden contentarse sólo con la evangelización y dejar de lado la movilización misional, ni intentar hacer lo que otras instituciones hacen mejor, relegando su propia vocación. Es por esta razón que defendemos una práctica misionera sustentada por una teoría cristiana de la sociedad, expresada en el concepto calvinista de soberanía. A partir de ese modelo, la iglesia local puede abrir los ojos a otras esferas, formas de comunidad e instituciones sociales y comprender la necesidad de patrocinar acciones transformadoras en esos ambientes, tornándose de hecho un heraldo de la soberanía indivisible de Jesucristo.

Una propuesta preliminar para la iglesia local

Con base en esas premisas, presentamos aquí una propuesta general para la iglesia que cubre tres posicionamientos, expresados sintéticamente como una nueva catequesis, un nuevo ethos y una nueva misión.

1.     Una nueva catequesis[6]

La iglesia local debe, en primer lugar, focalizar su propia esfera de responsabilidad, centrada en la preservación, promoción y nutrición de la fe. Eventualmente necesitará redefinir sus formulaciones confesionales, ya que una enseñanza doctrinal inconsistente, basada en símbolos de fe tradicionales o en manuales doctrinarios que no comunican claramente la idea bíblica de soberanía e integridad del cristianismo, no permite que haya una transformación substancial. Eso puede indicar la necesidad de una reforma teológico-pedagógica en la iglesia local, con una nueva catequesis y una nueva regla devocional, que contemple la integridad de la vida humana.

La fe, al ser preservada, promovida y nutrida, debe ser una fe integralmente bíblica, arraigada en la triada bíblica de creación/caída/redención y con un alcance teológicamente amplio. La fuerza del cristianismo evangélico está en la centralidad del evangelio, en su audición, celebración y anuncio. Eso es lo que mantiene a las iglesias en pie.

2.     Un nuevo ethos[7]

Al enfocarse en su propia esfera, la iglesia no puede perder de vista las leyes de las otras esferas. Debe haber amor, justicia, belleza, comunicación, arte y racionalidad, pero con el propósito de promover la fe en Cristo. La iglesia local que anuncia el señorío absoluto de Jesucristo, pero no ejercita la disciplina o abusa de su autoridad sobre los miembros, transmite una imagen distorsionada de la soberanía. Si la iglesia no valoriza la racionalidad, la belleza, las normas sociales y económicas en sus cultos, grupos familiares, ministerios, y en su contabilidad, no puede educar a los santos para la práctica de la centralidad de Jesucristo.

La iglesia local, dispuesta a ofrecer un testimonio integral, debe renunciar al modelo empresarial e impersonal de organización. Si quiere incorporar un modelo más personal y humanizado en cada detalle de su estructura, necesita asimilar en su dinámica interna valores que expresen la soberanía integral de Cristo, generando un ambiente pedagógico para sus miembros.

3.     Una nueva misión

Por último, la iglesia debe ser misional, educando a los santos para vivir integralmente como cristianos enviados al mundo. Para que la iglesia alcance ese objetivo, ella necesita desarrollar trabajos pastorales especializados y ofrecer orientación pastoral específica para empresarios, estudiantes universitarios y familias, tal como para los cristianos involucrados en política y aquellos involucrados en el servicio social y en el desarrollo comunitario. Los artistas cristianos deben recibir orientación sobre cómo interactuar y comportarse en el medio artístico. Sin embargo, difícilmente la iglesia dispone de recursos para ejercer todas estas tareas. Es por eso que las iglesias no pueden vivir aisladas. Ellas deben compartir entre sí los recursos, ministerios y proyectos extraeclesiásticos capaces de articular la educación de los santos para la presencia cristiana en otras esferas. Tales proyectos pueden ser mantenidos por la cooperación orgánica o por medio de alianzas y acciones educativas conjuntas.

Cabe también a la iglesia estimular a sus miembros a organizarse de manera extraeclesial para actuar en otras esferas de la sociedad, por medio del testimonio colectivo, de la reforma de las instituciones sociales a partir de la fe, de la fundación de proyectos sociales y escuelas cristianas, de la participación en movimientos políticos, asociaciones de artistas cristianos, asociaciones profesionales cristianas de diferentes áreas, proyectos de investigación basados en la visión cristiana, entre otros. Tales proyectos no pueden ser acusados de hacer “competencia” con la iglesia, aunque usen parte de su “mano de obra”. Las iglesias deben alegrarse con el crecimiento de iniciativas como ésas, pues, en general, son más eficientes para equipar a los cristianos para la obra misionera que la comunidad local. Podemos citar algunos ejemplos: ‘Christians in Science’ en Inglaterra, ‘Society of Christian Philosophers’ y ‘Society of Christian Farmers’ en Estados Unidos, ‘Christian Labour Association’ en Canadá, ‘Partido de la Unión Cristiana’ en Holanda, junto con diversas asociaciones europeas de artistas cristianos. En Brasil tenemos como buenos ejemplos al ‘Corpo de Psicólogos e Psiquiatras Cristãos’ (CPPC), y la ‘Aliança Bíblica Universitária’ (ABU). Esas asociaciones no existen para cubrir fallas de la iglesia, sino para dar expresión orgánica a su misión cósmica.

Junto con enviar a sus miembros al mundo, la iglesia, en el sentido de comunidad, debe también hacerse misional. Cada iglesia necesita construir su identidad no sólo a partir de una venerable tradición confesional y eclesiástica, sino también a partir de su propio contexto humano –la comunidad en la cual está inmersa. Tornarse comunidad/señal del reino dentro de una determinada comunidad es demostrar el sentido del evangelio para aquella comunidad, a partir de sus dolores y sus desafíos, enseñando mediante hechos y palabras lo que significa responder a las leyes de Dios en una situación concreta. Por lo tanto, la iglesia necesita movilizar a sus miembros a promover el desarrollo comunitario, ayudando a la comunidad local a someterse a la soberanía de Cristo en cada área de la vida.

El mensaje del señorío de Jesús sobre todas las facetas de la vida necesita ser vivenciado por la iglesia local para dejar de ser mera ortodoxia confesional y tornarse ortopraxia. La renovación substancial de la catequesis, del ethos y de la misión en la vida de la iglesia puede revertir el cuadro. Para que eso suceda, la iglesia evangélica latinoamericana deberá pasar las próximas décadas por un proceso de renovación interna y de reevangelización por medio de la buena nueva de la soberanía total de Jesucristo. Se trata de un trabajo a largo plazo, que demandará la participación creativa de todos los sectores de la iglesia.



[1] Para una exposición históricamente informada sobre la naturaleza libertadora del capítulo 7 cf. Witherington, Ben. Conflict & Community in Corinth.  A Socio-Rhetorical Commentary on 1 and 2 Corinthians Eerdmans, Grand Rapids, 1995. pág. 177.

[2] Esta visión de la estructura creada, de su relación con el fundamento religioso en Dios y la descripción de sus leyes intrínsecas fue desarrollado originalmente en la primera mitad del siglo 20 por el filósofo holandés Herman Dooyeweerd y Dirk T. Volenhoven. Cf. Dooyeweerd, Herman. A New Critique of Theoretical Thought P&R, Philadelphia, 1969.

[3] “Para usar una frase favorita de Kuyper, <cada esfera existe coram deo, permaneciendo en un relación inmediata con el gobierno de Dios>”. En Mouw, Richard. “Some reflections on sphere sovereignty” en Lugo. op. cit. pág. 93.

[4] Más tarde los discípulos de Kuyper profundizaron y ampliaron la tesis kuyperiana, llegando a descubrir la aplicación del principio en otros campos, como en las ciencias. El principal articulador de las ideas kuyperianas en el siglo 20 fue el jurista y filósofo cristiano Herman Dooyeweerd.

[5] Kuyper, Abraham. Calvinismo Cultura Cristã, São Paulo, 2002. pág. 98.

[6] Del griego katéchesis, “informar”, “enseñar” o “instruir”. El término vino a ser aplicado por las iglesias cristianas a todo proceso de información y educación en los fundamentos de la fe cristiana.

[7] Del griego ethos, significando “temperamento”, “naturaleza”, “disposición interior” o “que es propio de una comunidad”. El ethos de una comunidad es su propia peculiaridad, su sabor propio, su “estilo”.

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