Estudios Evangélicos

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El valor incomparable de la justificación por la fe

“El verdadero tesoro de la iglesia es el sacrosanto evangelio
de la gloria y de la gracia de Dios.”
(Martín Lutero, Tesis nº 62)

Habían pasado ya varios meses, tal vez más de un año, desde mi primera experiencia personal de convicción de pecado cuando encontré en unas cajas viejas en casa de un tío, empolvándose desde hacía por lo menos unos 15 años, algunos números de una revista editada en los ’70, cuyo propósito era explicar y difundir la doctrina protestante de la justificación por la fe.

Yo era un adolescente criado en un contexto eclesial y familiar fuertemente marcado por algunas de las expresiones más racionalistas del presbiterianismo (con una clara inclinación al evangelicalismo por parte de mi abuelo, debo añadir), así que dar testimonio de una experiencia personal con el Espíritu Santo no fue siempre bien recibido por todos mis familiares, líderes ni amigos de la clase de adolescentes de la iglesia. Al mismo tiempo, en no pocos de ellos percibí una cierta admiración hacia mi experiencia de conversión, la cual había incluido levantar la mano al final de una prédica de corte carismático, repetir una oración en lágrimas, arrodillarme y sentir cosas que hasta ese entonces yo no conocía. Al parecer tomó un tiempo, pero algo empezó a cambiar en mí y ellos lo notaron.

En los meses posteriores, sin embargo, lentamente comencé a deslizarme hacia el orgullo de haber recibido una experiencia que, claramente, no era conocida por todos en mi entorno denominacional. No todo en esto fue malo, ya que me llevó también a buscar con interés sincero que otros llegasen a tener una experiencia similar, predicándoles insistentemente sobre la necesidad de “recibir a Cristo en el corazón”. Pero el cáncer silencioso de la arrogancia también me llevó a menospreciar a amigos, a presionar indebidamente a hermanos en la fe, a desestimar a mis líderes e incluso a dudar de la espiritualidad de mi iglesia.

Encontrar esas revistas, por lo tanto, no fue sino un acto más de la providencia misericordiosa de Dios que quería corregirme. Leerlas fue un golpe duro, pero no fui capaz de detenerme hasta terminar todos los artículos. Mientras leía volvieron a mí, pero con un sentido totalmente nuevo, algunas historias que había oído desde niño en mi iglesia presbiteriana: historias sobre un monje del siglo XVI atormentado por la culpa que había encontrado la paz leyendo en la Biblia que “el justo por la fe vivirá”. Historias sobre otro monje inescrupuloso que vendía el perdón de Dios a familias pobres. Historias sobre 95 tesis clavadas en la puerta de una iglesia en Alemania. Historias sobre un movimiento religioso que cambió el rostro de Europa. Había en esas revistas extractos de comentarios y sermones de Martín Lutero y reflexiones contemporáneas a partir de esas enseñanzas, las cuales una y otra vez me martillaban el corazón con vehemencia, diciéndome: “no es tu experiencia la que te salva, es la de Jesús en la cruz. No eres salvo por tu experiencia de recibir a Cristo en tu corazón y dejarle que desde ese punto en adelante te haga más y más justo, ya que Cristo no es una oblea (literal ni metafórica) que recibes dentro tuyo y desde ese punto comienza a infundirte Su justicia haciéndote cada día más merecedor de la salvación. ¡No! ¡Mil veces no! Cristo es tu sustituto hoy. Él es tu justicia externa en los cielos hoy, ante el tribunal del Juez Supremo. Ya eres salvo por la sola fe en Su obra. Fuiste salvo por la experiencia de Cristo, por lo que Dios hizo en Cristo, allá en el Calvario, fuera de ti, hace 2 mil años”.

Una vez más lloré arrodillado, pero esta vez en la soledad de mi cuarto. Me arrepentí de mi orgullo, de mi necedad juvenil, pero sobre todo agradecí: porque no es mi experiencia cargada de contradicciones y altibajos la que me salva, sino la de Cristo. Descubrí que ser al mismo tiempo justo y pecador (simul justus et peccator) no significa que soy un poco de ambas cosas entremezcladas en mi vida y experiencia personal. Simul justus et peccator significa que en mi corazón y cotidianidad sigo siendo indudablemente cargado de iniquidad, injusticia y pecado al momento de creer, pero sólo mediante esa fe paso a ser al mismo tiempo en los cielos, ante la mirada del Juez Eterno, perfectamente justo, sin pecado ni mancha alguna, pues la perfección de Cristo me oculta y por eso Dios me prodiga su misericordia, ternura y presencia paternal. Toda obra de santificación que Dios hace en mí es sólo el resultado de haber sido justificado por lo que Cristo ya hizo fuera de mí. La visión de la cruz se hizo más clara en mi corazón y me enamoré de la buena noticia de aquella justicia perfecta que me cubre ante el tribunal del Dios Santo.

Eso es la Reforma para mí: el redescubrimiento glorioso del Evangelio, el tesoro de la Iglesia, y el volver a poner en alto ese tesoro para que todo aquel que lo mire con los ojos de la fe sea salvo.

Vuelvo una y otra vez a la justificación por la fe después de esa ocasión o, más bien, Dios me hace volver. Distintos libros, sermones, estudios y autores me hacen recordar la importancia radical de esa doctrina no sólo para salvarme de la condenación eterna, sino para afirmarme en tiempos de culpa y temor, para consolarme cuando he pecado, para levantarme del lodo de mis constantes fracasos reincidentes, para re-encender mi amor por Cristo en tiempos de frialdad y negligencia espiritual.

Nunca he podido ser el cristiano que debo ser. No he llegado a orar ni a estudiar mi Biblia con la frecuencia y devoción que he querido. Mi santidad rara vez ha alcanzado siquiera los niveles mínimos esperados por mí mismo y los demás. Como esposo y padre son, objetivamente, más mis decisiones malas y torpes que las buenas. Tampoco he logrado ser el pastor que se necesita, acompañando a la gente en su dolor como debería, predicando con la claridad y fidelidad que se requiere y, honestamente, a estas alturas, tras 10 años de ministerio pastoral, tengo la clara sospecha de que jamás lo lograré. Pero cuando toda la amarga realidad de mi propia mediocridad me golpea y mi corazón me condena, mayor que mi corazón es Dios y Su Espíritu, mediante la dulce doctrina de la justificación, me dice: “levanta tu mirada. ¡Mira a Cristo! Él ya completó Su obra a tu favor. Murió, resucitó y se sentó a la derecha de Dios Padre en tu lugar. Allá está tu perfección, allá está tu mérito, ¡Cristo es tu justicia!”

Espero que nadie me malentienda, pues me fascina estudiar y enseñar acerca de los efectos sociales, políticos y culturales que la Reforma Protestante trajo a Europa en los siglos XVI y XVII. Del mismo modo, amo cómo la Reforma restauró el culto y el gobierno de la iglesia, dándonos un culto espiritual, sencillo y bello, centrado en Dios y no en las emociones humanas, rompiendo las cadenas de la tiranía papal, de la idolatría a los santos y de la abominación de la misa transustancionista. Me desafía también pensar y debatir con colegas y amigos hasta qué punto es cierto que, desde la perspectiva de sus efectos socio-culturales, aún tenemos reforma pendiente en nuestros contextos latinoamericanos. La Reforma es todo eso para mí y aún más.

Pero nada de eso me fascina tanto como la maravilla que fue el redescubrir y levantar en alto la justificación por la fe. Justicia imputada, no infusa. Justicia que está en los cielos, a la diestra de Dios Padre, que no deja de interceder por mí, que me cubre y me declara puro y sin mancha, aunque aquí en esta tierra sigo siendo el peor pecador, hundido en las debilidades de un corazón caído; un corazón depravado, sin duda, pero que al final del día cree. Cree porque ha recibido el don de Dios de confiar en Jesús y de abrazar la cruz mediante la fe. La Reforma para mí, sobre todo, es eso: recordar que por Su gracia Dios me salvó de mí mismo, me hizo esclavo de esa cruz astillosa y sangrante, me encadenó al Gólgota y así me redimió.

Por eso, en estos 500 años de celebración de la Reforma Protestante, y ante la contingencia, quiero primeramente desmarcarme de aquellos que firmaron la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación (DCDJ) con católicos-romanos que no se han movido un ápice de aquel falso entendimiento de salvación mediante justicia infusa. Fui delegado representando a mi denominación en la Asamblea General de la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas 2017 en Alemania y allí presencié, con tristeza profunda y dolor en mi corazón, cómo en la mismísima iglesia de la ciudad de Wittenberg donde predicaba Martín Lutero, se firmaba la nefasta DCDJ con un cardenal enviado para tal efecto por el Papa (“aquel anticristo”; Confesión de Fe de Westminster, capítulo XXV, párrafo VI). Pero mi corazón se consoló cuando la Comisión Ejecutiva del Sínodo de mi iglesia me dio, vía electrónica, apoyo total para dejar registrado en el acta de dicha asamblea el voto de disentimiento a la firma de la DCDJ a nombre de toda mi denominación. Y así lo hice, sin dudarlo.

En estos 500 años, también, quiero abiertamente distanciarme de aquellos que en sus dicotomías propias de conciencias esclavizadas a ideologías humanistas no logran entender que justicia [social] y justificación [por la fe] son conceptos que, siendo distintos, se complementan y jamás se divorcian, pero tampoco se confunden. Hacer justicia es una dimensión inevitable de la santificación (Miqueas 6.8) y, básico a la doctrina de la justificación es la convicción de que justificación y santificación jamás deben confundirse (como lo hacen los católicos-romanos), pero tampoco divorciarse (como lo hacen los antinomianos). Tal como aprendí de Juan Calvino y de mi tradición reformada, la ley no sólo nos muestra la gravedad de nuestro pecado y nuestra necesidad de Cristo, también nos muestra en concreto cuál es la regla bajo la cual el Espíritu Santo va santificando a quienes ya fueron justificados gratuitamente mediante la fe, y esa ley no sólo me exhorta a vivir expresiones individuales de santidad, sino también comunitarias. Así que, por un lado, tomo abierta distancia de aquellos que en nombre de una “nueva perspectiva” o de un supuesto descubrimiento de “el verdadero” pensamiento del apóstol Pablo, niegan o le quitan fuerza a la clara evidencia exegética que anuncia, efectivamente, que la justificación es un acto judicial, mediante el cual Dios declara justos a los que, sin tener ninguna justicia en sí mismos, sólo creen en la muerte expiatoria de Cristo, en Su sacrificio sustitutivo. Por otro lado, también, me distancio abiertamente de aquellos que por temor a caer en una salvación por fe + obras, arrojan al bebé junto con el agua sucia de la bañera y tijeretean sus Biblias, haciendo vista gorda ante la abrumadora cantidad de exhortaciones a hacer justicia como una forma de vivir en comunidad, en un trato pacificador unos con otros (“Bienaventurados los hacedores de Shalom”; Mateo 5.9), cuidando del huérfano, de la viuda y del extranjero, defendiendo la vida de todos, sobre todo de los más pequeños e indefensos, perdonando las deudas que esclavizan al prójimo, haciendo que la tierra descanse, promoviendo condiciones de libertad para emprender e invertir los talentos sin enterrarlos, trabajando siempre con celo y excelencia, jamás comiendo el pan de balde de nadie, exhortando y animando a todos, sobre todo a los cristianos, a trabajar con sus propias manos para tener qué compartir con el que padece necesidad, dependiendo siempre del Dios Soberano que nos da la bendición de trabajar y de comer el fruto de nuestro trabajo. Todo esto y más es “hacer justicia, amar misericordia y caminar humildemente con Dios”. Profeso la inspiración e infalibilidad de una Escritura que habla tanto de justicia en los profetas veterotestamentarios como de justificación en las epístolas neotestamentarias, que contiene tanto la carta de Pablo a los Romanos como la carta de Santiago, y leo todo eso en armonía y complementación, jamás en tensión ni menos aún en contradicción. Así que en estos 500 años de protestantismo, quiero protestar contra dicotomías baratas y buscar alinearme con la Escritura, de la cual mi conciencia está cautiva, la cual enseña que justicia y justificación son hermanas que caminan juntas.

Y finalmente, a un nivel menos contingente y, por lo mismo, más relevante tal vez, quiero en estos 500 años de la Reforma dar toda la gloria a Dios por aquellos hombres del siglo XVI que creyeron, enseñaron y proclamaron la maravilla de la justificación por la fe. Mi convicción es plena de que el Espíritu de Dios fue quién despertó por el Evangelio de Gracia el alma de un monje agustino de Wittenberg angustiado por la pecaminosidad de su propio corazón; también llevó a convicción de pecado en una “súbita conversión” a un enfermizo y estudioso joven francés nacido en Noyón mientras cursaba sus estudios de derecho en París; del mismo modo dio a clérigos ingleses la fe para ver más allá de las llamas a su Señor mientras eran quemados públicamente en Oxford; fue ese mismo Espíritu quién transformó la vida de un cobarde funcionario eclesiástico escocés mientras servía de guardaespaldas a un evangelista itinerante e hizo de ese cobarde uno de los predicadores más osados que la historia cristiana haya conocido.

Todos ellos fueron transformados, dieron testimonio, vivieron y murieron por esta gran verdad: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4.5). A Dios sea la gloria por Su gracia y por Su actuar en la historia.