Estudios Evangélicos

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Entre Caos y Parálisis (1968)

“hablar sobre crisis o caos es ceder a una ilusión. Simplemente estamos presenciando la desaparición de las antiguas formas tradicionales a las que estamos acostumbrados, eso es todo. Por el contrario, digo que no hay suficiente caos.”

Nota preliminar

El texto que se reproduce a continuación es una pequeña pieza que concentra algunos elementos relevantes de la amplia producción intelectual de Jacques Ellul (1912-1994), filósofo, sociólogo, teólogo protestante laico y profesor de derecho. En tiempos de la segunda guerra mundial, fue un activo miembro de la resistencia contra el Régimen de Vichy. En su obra ha desarrollado cuestiones fundamentales respecto a la sociedad moderna como la tecnología, la libertad, la propaganda, entre otras. Como anarquista cristiano, su obra está compuesta de una amplia gama de libros dedicados a discutir la relación entre cristianismo, política, filosofía política e ideología. Además, fue crítico respecto a ciertas dinámicas del ecumenismo de su tiempo.

Aunque en español se dispone de una selección de sus obras, la mayoría de ellas fueron editadas entre los años ‘70 y ’90, lo cual dificulta su acceso. Más recientemente, pueden encontrarse con diversa accesibilidad sus libros El islamismo y el judeocristianismo por Katz editores (2008), La edad de la técnica por Octaedro (2003) y Anarquía y cristianismo por Jus (2005). No obstante, en inglés y francés se dispone de una buena cantidad de sus textos. A esta lista se agrega como sugerencia de lectura La Subversión del cristianismo y Propaganda.

«Between Chaos and Paralysis» fue publicado en Junio de 1968 por la revista protestante norteamericana The Christian Century. Nos parece pertinente contar con una traducción al español de este breve texto  no solo porque en él encontramos trazos de la amplia y no convencional mirada analítica de Ellul, lo que facilita un acercamiento a sus ideas; sino también porque su pensamiento puede ser una saludable contribución para la discusión político-teológica que se desarrolla en los círculos cristianos de la sociedad hispanoparlante en general, y latinoamericana en particular.

 

ENTRE CAOS Y PARÁLISIS

A un mundo tambaleante entre caos y parálisis, ¿puede el cristianismo ofrecer esperanza?  A penas enfrentamos esta pregunta, lo primero que conviene hacer es, me parece, rechazar tanto los falsos caminos para plantearla, como las falsas respuestas a ella. Hecho esto, será posible discernir el camino correcto.

En este breve artículo solo puedo indicar sumariamente mis convicciones sobre este asunto. Pero primero quiero mencionar una mirada ampliamente mantenida que me parece cuestionable. Más y más frecuentemente escuchamos hablar de “revolución”, de “derrocamientos”, como características de nuestro tiempo. Es verdad que estamos presenciando el desarrollo de los así llamados movimientos “revolucionarios” (movimientos comunistas, revueltas de los pobres de los pueblos anteriormente coloniales, etc.). Pero describirlos como “revolucionarios” es juzgar superficialmente, pues estos movimientos terminan, regularmente, reproduciendo y de hecho reforzando las tendencias presentes en la vieja sociedad  (el nacionalismo, el poder del Estado y la burocracia, la expansión tecnológica y económica).  El único cambio ocurre en el personal que controla y en una modificación de las viejas estructuras formales (por ejemplo, la supresión del libre mercado, nivelación económica, etc.). Así, mientras que parece haber cambios, observar en un nivel más profundo muestra que, en realidad, no hay cambio en absoluto.

Lo mismo concierne a lo que se tiene por “crisis” o derrocamientos. Es verdad que la moral tradicional, la vieja religión, la vida familiar, las relaciones entre generaciones, las relaciones laborales, han sido todas remecidas profundamente, y en algunos países (Francia, por ejemplo) han sido absolutamente destruidas. Pero aquí también es superficial llamar a esto un derrocamiento total. Estos cambios afectan solo a los aspectos más simplistas de la vieja sociedad, como cualquiera que analice la situación en perspectiva estará de acuerdo. Bajo esta móvil e inestable superficie, insisto, nuestra sociedad permanece como era –permanente, estable, incluso rígida. Lo que me inquieta no es cualquier “derrocamiento”, sino al contrario, la ausencia de un derrocamiento de las  estructuras básicas y concretas del mundo moderno.

Algunos creen que nos encontramos rumbo al caos debido a las guerrillas en Latinoamérica, a los jóvenes drogadictos, etc. Como yo lo veo, este tipo de pensamiento es importante en un nivel individual (ese del soldado que debe ir a Vietnam o del padre que ya no puede entender a sus hijos). Pero esto, a la larga, no amenaza a la sociedad, la que sigue construyendo y organizándose a sí misma con terrible implacabilidad. Los mecanismos tecnológicos, la demanda de crecimiento económico, la primacía de la ciencia, la burocratización, la manipulación del hombre para adaptarse a sí mismo al costo que sea a la vida que otros hacen para él, el desarrollo de la “sociedad del espectáculo”, la urbanización, la colectivización de la vida (ya sea en el modelo del conformismo norteamericano o de la integración comunista); estas son las fuerzas reales operando en nuestro mundo. Pero nadie en absoluto levanta preguntas sobre ellas. De hecho, el mundo generalmente asiente a estas fuerzas, las que tienden a producir un conjunto de estructuras (en el sentido que el estructuralismo le da a esta palabra) que son objetivas, ciegas, impermeables a la acción humana, autónomas y aceptadas como necesarias. No importa donde viva, el hombre es incapaz de desafiarlas, ni siquiera sueña con hacerlo, porque en el fondo está de acuerdo con ellas.

Estas fuerzas estructurantes están diseñando una nueva moralidad, una nueva religión (por ejemplo, del trabajo o del Estado), un nuevo esquema de las relaciones humanas (por ejemplo, basadas en el erotismo), una nueva estética, etc. Así, hablar sobre crisis o caos es ceder a una ilusión. Simplemente estamos presenciando la desaparición de las antiguas formas tradicionales a las que estamos acostumbrados, eso es todo. Por el contrario, digo que no hay suficiente caos. Y mi razón para afirmar esto es precisamente que el hombre es incapaz de controlar las formas sociales del presente –las fuerzas de organización y sistematización que suprimen la personalidad y destruyen la flexibilidad de la vida.

 

I

Las actitudes tomadas usualmente frente a este movimiento de mecanización, de cristalización del cuerpo social –especialmente bajo la influencia de la tecnología- parecen ser erróneas. Me limito a enumerarlas:

Primero, es una posición idealista aquella de ciega confianza en Dios, que sostiene que el progreso científico y tecnológico no puede volverse negativo porque Dios vigila y porque, finalmente, tenemos la promesa de la salvación. Ahora bien, es verdad que Dios vigila y que debemos vivir en esperanza. Pero por un lado, esperar milagros de Dios no está de acuerdo con la Escritura; y por otro, las promesas conciernen al Reino de Dios y a nuestra salvación. No tenemos garantía de que nuestra historia humana no terminará en un desastre, en catástrofe.

La segunda actitud que considero errónea es el razonado optimismo de los filósofos y teólogos. Los filósofos sostienen que hay una suerte de naturaleza humana permanente según la cual debemos permanecer confiados; que el hombre siempre ha conseguido empujarse fuera de las situaciones de dificultad y que seguirá haciéndolo. Los teólogos buscan (en la Biblia, por ejemplo) una vindicación teológica del movimiento técnico y científico de hoy. Respecto del primer punto, tendríamos que estar seguros de que hay una “naturaleza humana” (¿y qué es esta naturaleza?); y más aún, que el pasado de ninguna manera es una garantía para el futuro. Respecto del segundo, los teólogos en general olvidan el hecho de la caída, y aplican a nuestras situaciones los textos del Génesis como si no hubiese ningún cambio en nuestras relaciones con Dios desde la creación, como si aún estuviésemos en un Edén para ser explotado y organizado –cuando, en realidad, el pacto bajo el cual todos los hombres se encuentran es el pacto de Noé; y este habla del miedo y de la voluntad humana (Gen. 9:2) y de la muerte como el precio del sostén del cuerpo (Gen. 9:3). En consecuencia, el hombre no puede cumplir su vocación divina original mediante la explotación tecnológica de la tierra.

Una tercera actitud cuestionable es aquella que lleva a la dependencia de mecanismos automáticos para resolver problemas: por ejemplo, el evolucionismo de Teilhard de Chardin según el cual la tecnología, el socialismo y la ciencia juegan un rol de factores que permiten a la humanidad pasar desde la Noósfera a fusionarse a un Punto Omega, tal como por simple evolución la materia pasa a la vida y el animal al hombre. Al mismo tipo de sistema pertenece el marxismo, el que (al menos en su interpretación más difundida) declara que el juego del materialismo dialéctico en la historia necesariamente resolverá todas las contradicciones y, por consiguiente, todos los problemas. Estos sistemas me parecen peligrosos porque demandan del hombre una suerte de renuncia a la acción autónoma. Pero esta adaptación del hombre al sistema es precisamente el peligro inherente más grande en una sociedad tecnológica y burocrática.

Podría mencionar otras orientaciones –la filosofía estructuralista, por ejemplo- pero requerirían una larga discusión. Así que, como última actitud objetable, cito una que se encuentra usualmente entre los intelectuales: la idea de que, para combatir la esclerosis, la cristalización de la sociedad, debemos acelerar el movimiento de contención y desmoralización. Estos intelectuales no se percatan de que lo que atacan ya no es la estructura, sino simplemente las cosas que ya están en vías de destrucción, ya en decadencia y en conjunto superficiales (la vieja moralidad, la vieja religión, etc.). Como proponentes norteamericanos de esta postura podríamos citar a Henry Miller, Tennessee Williams, Edward Albee, el “Teatro Viviente” (Living Theater), etc. Estos partidos están completamente equivocados por el objetivo que atacan, y al final simplemente facilitan el establishment de las estructuras organizacionales.

Si entonces rechazamos estas tendencias (se los garantizo, he lidiado con ellas de manera muy resumida), ¿Qué haremos, qué deberíamos ser?

 

II

Hemos visto que el doble movimiento está en marcha: la destrucción de todo un conjunto de formas (que son indispensables para el hombre) y el desarrollo de estructuras rígidas (que son menos visibles pero más amenazantes para el hombre). Este doble movimiento implica, por una parte, la creación de nuevas formas (políticas, morales, religiosas, estéticas), y por otra, la lucha contra estructuras (técnicas, económicas, burocráticas y también mentales). En ambos casos solo podemos empezar con el individuo; esto es, el presente movimiento es tan radical que solo retornando a la raíz será posible corregir nuestro rumbo. Esta visión es muy discutida en Europa. Sé, sin embargo, que probablemente ganará el dispuesto asentimiento del lector americano, pues el valor del individuo es tradicionalmente enfatizado en los Estados Unidos. Pero este asentimiento emerge de un malentendido de los lectores. La sociedad norteamericana es, de hecho, una de las más destructivas del individuo (por ejemplo, mediante técnicas sicológicas y adaptativas, pruebas minuciosas, etc.). Cuando hablo del individuo me refiero ni a la religión individual ni a la empresa privada, ni a la democracia clásica ni a la filosofía individualista. Estas son todas formas anticuadas y condenadas, y es inútil tratar de revivirlas.

Cuando hablo del individuo como una fuente de esperanza, me refiero al individuo que no se presta para el juego de la sociedad, el que disputa lo que aceptamos como evidente (por ejemplo, la sociedad de consumo), el que encuentra un estilo de vida autónomo, el que cuestiona incluso el movimiento de esta sociedad. Este individuo debe hacer un diagnóstico radical de la situación, debe vivir siempre en renovada tensión con las fuerzas de la sociedad. Pero, al mismo tiempo, debe cuidarse a sí mismo de no jugar superficialmente. Así, los hippies no han necesitado orientación en absoluto. Estrictamente hablando, los hippies no cuestionan nada, sino que se limitan a tratar de destruir formas que son ya periféricas y que, de hecho, no existen a salvo sino en la medida que existe la infraestructura social técnico-económica. Los hippies pueden existir solo gracias a que fuera de su rango hay una sociedad que funciona, administra, etc. Es como si ellos fuesen el producto humano de esa sociedad ultravoluptuosa que debe ser resistida.

¿Qué significa cuando digo que nuestra esperanza descansa en partir desde el individuo, desde la total subjetividad? Esto: que en política, por ejemplo, no debemos luchar al nivel de la economía o la social democracia (el punto al que hemos llegado en Europa), sino al nivel de la virtud del ciudadano, sus poderes de crítica, su “participación-protesta”, como traté de mostrar en mi Political Illusion. Pues lo que está bajo ataque en nuestra sociedad política presente es la autonomía del ciudadano, su habilidad de juzgar por sí mismo. Está enfrentado contra redes de información, relaciones públicas y propaganda en diversas formas. Por lo tanto, podemos alcanzar la democracia si partimos desde la posibilidad de una renovación crítica, pero no si partimos desde nuevos sistemas institucionales, o uniéndonos a un partido o difundiendo propaganda para algún grupo que podría parecer mejor que otro.

Esta subjetividad radical anunciará, también, las tres pasiones humanas que parecen ser esenciales: la pasión de crear, de amar y de jugar. Pero estos poderosos impulsores del corazón humano deben encontrar una expresión particular en cada persona. Es en la construcción de una nueva vida cotidiana, en el descubrimiento de cosas, actos, situaciones totalmente diferentes de aquellas a las que la sociedad nos ataría, que esta subjetividad puede expresarse por sí misma. El problema es preservar a estos avances de ser controlados por la sociedad. Por ejemplo, el “proyecto creativo” de modelar un pasatiempo es positivo, pero se ha vuelto una moda, ha sido comercializado y transformado en un medio de integración a la sociedad. Por ello, no es verdaderamente creativo, sino más bien complementario al sistema de promover la conformidad. En otras palabras, la pasión por crear asume que el individuo constantemente inventará un modo de actuar, un nuevo ser, que no puede ser anexado por el orden sociotecnológico.

De modo similar, el amor es un gran proyecto de comunicación entre los hombres. En este punto, los hippies están, de algún modo, en lo correcto. Pero, evidentemente por lo que sus poderes críticos buscan, han caído en una laxitud sexual que es una parodia del amor. El amor también es una fuerza revolucionaria asombrosa; solo que no debemos permitir que esta fuerza de libertad sea coartada por las formas endurecidas de la cristiandad conformista. Finalmente: la pasión de jugar. Esta sola debe ser la base para cualquier participación en un grupo. Por seria que sea una empresa, por elevado que sea lo que esté en juego, no debe ser eso lo que nos induzca a participar (en la vida política, por ejemplo). ¡Todo aquello es, en efecto, parte de las grandes estructuras técnicas que deben ser enfrentadas! Pero si, por el contrario, la participación es provocada por la pasión por jugar, entonces es libre; da vida al grupo y al mismo tiempo permite al individuo expresarse. Pero notemos que cuando hablo de jugar, hablo de lo contrario a aquello que nuestra sociedad nos ofrece con ese nombre: espectáculos, programas novedosos, TV, etc., los que degradan la pasión por jugar. Tengo en mente, más bien, aquello a lo que los etnólogos se refieren cuando hablan de festivales entre los así llamados pueblos “primitivos”.

 

III

Estas breves observaciones (en realidad, ¡meros títulos de capítulo!) muestran que lo que se necesita es la creación de un nuevo estilo de vida, y que no se puede lograr preservarlo si se parte con el descubrimiento individual de sí. Todo individuo debe volverse un creador de su propia vida, y esa es una misión que requerirá un terrible esfuerzo, pues no solo tendrá que oponerse a las fuerzas del conformismo sino (al menos en varios casos) tendrá que avanzar con su negocio o profesión o cumplir otras obligaciones al mismo tiempo. Así, estará operando no en los márgenes de la sociedad, sino dentro de ella. Una persona no debe usar su tiempo libre para “distraerse” o “cultivarse”, sino para crear su propia vida.

Me parece que la dificultad de hacer esto es tan grande, el esfuerzo requerido tan interminable, que no es posible resguardarse o apoyarse en algo más que uno mismo. Estoy convencido de que los cristianos son absolutamente los únicos que pueden intentarlo, pero con la condición de que partan de cero. Solo Kierkegaard, me parece, puede mostrarnos cómo empezar. Los movimientos de cristianos involucrados, en el socialismo, en lo espiritual o en la política, me parece que son lo contrario de lo que es útil para la sociedad. En particular, la orientación presente del Concilio Mundial de Iglesias (especialmente como es expuesta en los cuatro volúmenes sobre “Iglesia y Sociedad”) es fundamentalmente errónea. De momento, como lo veo, solo la fe cristiana (y no otra creencia o estimulo revolucionario) da al hombre la esperanza suficiente para impulsarlo a embarcarse en la empresa que he descrito. Si hemos de cuestionar a nuestra sociedad de modo tan radical, debemos adoptar un punto de vista esencialmente diferente del de la sociedad, uno al que no podamos llegar desde nuestra sabiduría humana. Es precisamente porque habla de un Totalmente Otro que la revelación nos provee de un punto de vista y de partida que son esencialmente diferentes.

En segundo lugar, si miramos nuestra sociedad con total realismo (tal como debemos), pronto percibiremos que está en una situación muy desesperada. Y entonces, el hombre es tentado a decir “¡de todos modos, no es tan malo como eso!”. Se niega a ver la realidad, o es más, busca soluciones fáciles. En otras palabras, no afronta la verdadera responsabilidad. Pero el hecho es que, precisamente, para cargar con la dureza total de nuestra situación, debemos tener una esperanza más allá de ella; pues sin una esperanza como esa, este mundo sería demasiado trágico. Y es por eso que los cristianos, por poseer la esperanza de la resurrección y del Reino de Dios, deben ser los únicos que carguen con esta decisiva tarea para la sociedad.

 

IV

¡Deben ser! ¡Ay! Una y otra vez, por casi 2000 años, las Iglesias han hecho obstinadamente exactamente lo contrario a este “deber”, ocultando la gravedad de los problemas, evadiendo los temas, oponiéndose a toda tendencia revolucionaria, manteniendo las fuerzas del orden, conservadurismo y moralidad tradicional y adaptándose a sí mismas a éstas.

Pero no es suficiente descansar en el Totalmente Otro o adoptar un realismo radical. Solo la total y verdadera libertad hará posible el descubrimiento de un nuevo estilo de vida. Sin embargo, el hombre no encontrará esa libertad en sí mismo. Difícilmente uno puede creer en una “libertad natural”, de hecho todo indica que es lo opuesto. Pero miren, la buena nueva del evangelio afirma precisamente que en Cristo, y solo a través de él, somos libres (¡siempre y cuando vivamos la fe!). “Para libertad fue que Cristo nos hizo libres”. Al cristiano le es dada una libertad mediante la cual él (¡y solo él!) puede desafiar todas las esclavitudes de cualquier tipo y escapar de ellas por sí solo. Pero aquí, otra vez tenemos una verdad y posibilidad de vida de la que los cristianos no se apropian. Pues –quiero recalcar-, si la libertad que nos es dada es para existir, debemos vivirla, desearla y utilizarla. Solo los cristianos (y eso implica empezar desde el plano individual) pueden abrir un camino para que la libertad entre al mundo; y ¡Ay!, vemos que los cristianos son entre todos los hombres los más conformistas, los más obedientes, los más atados por el hábito, los menos libres. En sus concepciones de moralidad y virtud, de trabajo eclesiástico, de respetabilidad, están hundidos en el dogmatismo. Siendo esto así, ¿cómo será posible cruzar la difícil era en que vivimos y terminar en otro lugar?

Finalmente, intentar una empresa como esa: construir una nueva moralidad, una nueva justicia, una nueva paz y nuevas relaciones auténticas, y al mismo tiempo romper las estructuras tecnológicas y burocráticas, requiere no solo esperanza y libertad, sino poder de un tipo que está más allá de las posibilidades humanas. Pero miren, los cristianos tienen la promesa de estar ligados con el poder de Dios mismo. A través de sus oraciones, encarnadas en acciones, pueden traer al juego el poder que no nos fallará si somos serios en la batalla de la fe. Es el poder del Espíritu Santo el que puede hacer la revolución.

Pero, otra vez, debo apuntar al fracaso de los cristianos, que ya no creen en el Espíritu Santo –o más bien, como ocurre usualmente entre Bautistas y Pentecostales, creen en el Espíritu Santo pero no entienden, o no pueden entender, la relevancia del Espíritu para la sociedad presente, y así invocan su ayuda para tareas piadosas que no guardan ninguna relación con la vida real del hombre en estos días. Así, una vez más, aquí hay una posibilidad que Dios ofrece al hombre y que los cristianos no saben cómo usar.

Esta es la responsabilidad decisiva de los cristianos hoy. Solo ellos son capaces de producir la gran mutación de esta sociedad; son el Noé del diluvio de esta civilización. Pero pareciera que no están al tanto de esto, y duermen, o miran hacia el cielo como los apóstoles al momento de la ascensión, a quienes los ángeles dijeron “¿Por qué estáis mirando al cielo?”.

Es ahora que debemos trabajar en la tierra con poder y libertad, no explotar y extraer más felicidad de ella, sino traer una nueva civilización que no puede ser aún imaginada.

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Tomado de Jesus Radicals. Originalmente publicado en Christian Century June 5, 1968 pp. 747-750. Traducción de Luis Aránguiz.

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