Estudios Evangélicos

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Evangélicos ante la píldora. ¿Por qué no?

El “¿Por qué no?” de este título podría entenderse en dos sentidos: ¿por qué no hablar de este tema? y ¿por qué nuestra posición debería ser un no?

 

“Las parteras temieron a Dios, y no hicieron como les mandó el Faraón, sino que preservaron la vida a los niños”. Ex. 1:17

I. Introducción

El “¿Por qué no?” de este título podría entenderse en dos sentidos: ¿por qué no hablar de este tema? y ¿por qué nuestra posición debería ser un no? Esperamos que las líneas que siguen den algo de respuesta a ambas preguntas. Para comenzar no estará mal tener a la vista algunas opiniones vertidas desde el Gobierno y desde el mundo evangélico al respecto. La idea de difundir la píldora es indudablemente una de las políticas emblemáticas del Gobierno, ya que tras el fallo del Tribunal Constitucional, en lugar de tranquilizarse las aguas, se ha vuelto a insistir en distribuirla a toda costa: la Ministra de Salud ha hablado de una “emergencia sanitaria” y la Presidenta ha enfatizado que se trataría de una cuestión social: de dar a las mujeres pobres acceso a una píldora a la que las ricas ya accederían. Pero tal como citamos opiniones del mundo político, nos debe interesar el hecho de que sobre la píldora también han emitido juicio representantes del mundo evangélico. Así el obispo Emiliano Soto en repetidas ocasiones se ha unido a la posición del Gobierno. Lo ha hecho suponiendo que oponerse a la píldora sería “presionar e imponer por la fuerza los valores y convicciones religiosas a todas las personas”. Así su juicio es que “no habiendo claridad sobre la eterna discusión sobre cuando se inicia la vida humana, somos respetuosos de la libertad de conciencia”. ¿Pero puede resolverse este tema simplemente invocando la libertad de conciencia, o requiere de una respuesta más meditada? Creemos que la merece. Debe ser con respeto por las autoridades de nuestro país, pero no el respeto de los meramente dóciles, sino de los que examinan las cosas. Y debe ser con respeto a líderes evangélicos que han opinado tan osadamente, pero recordando que este respeto se da en el marco del siguiente llamado: “exhortaos los unos a los otros día a día” (Hbr.3:13).

II. ¿Quién discute con quién?

Un primer punto a aclarar, sobre todo por la gran confusión existente en la prensa, es el de quiénes son los partícipes en esta discusión. ¿Se trata de una discusión entre Gobierno y oposición, tal que los cristianos deberían abstenerse o alinearse según sus convicciones políticas? ¿Se trata de una discusión entre el Gobierno y la Iglesia Católica, tal que los evangélicos debieran aliarse tal vez con el Gobierno para no favorecer al catolicismo? Esa impresión es la que indudablemente muchos han querido crear. Cabe recordar que el pasado 31 de octubre de 2007, invitada a una celebración del día de la Reforma en una iglesia evangélica, la Presidenta Bachelet aprovechó dicha instancia, dicha plataforma, para polemizar con la Conferencia Episcopal en torno a la píldora. Así, si uno se guiara por estas primeras impresiones, habría motivos para que un evangélico sea neutro, o para que se alinee según su partido político, o para que tome partido por el Gobierno al menos contra el catolicismo. Lo primero que debemos hacer es, pues, aclarar quiénes son los que discuten. Por lo que respecta a la distinción entre Gobierno y oposición, es verdad que el requerimiento ante el Tribunal Constitucional fue presentado sólo por diputados de la Alianza. Pero hay dos datos significativos que muestran que no se trata de una discusión entre estos dos polos. Uno, que el voto decisivo en el fallo del Tribunal Constitucional fue de un destacado militante de la DC, ex ministro y ex embajador de Chile en Alemania, Mario Fernández. Ciertamente no es una actitud anticoncertacionista la que lo llevó a su voto, sino la convicción de que los argumentos presentados contra la píldora eran sólidos. El segundo caso ilumina la cuestión desde el polo opuesto: entre los propagandistas de la píldora se encuentra no sólo gente de la Concertación, sino también de la Alianza: Carla Rubilar y Lily Pérez, ambas de RN, han alzado repetidamente la voz en ese sentido. Puede haber una inclinación mayoritaria de la Alianza en contra y del Gobierno en favor de la píldora. Pero está claro que hay personas que salen de ese esquema, y es de esperar que también como evangélicos podamos salir de ese esquema, para evaluar la cuestión no sólo por nuestras preferencias políticas, sino por el peso de los argumentos y por el amor a toda vida.

¿Pero qué del segundo punto? ¿No es la Iglesia Católica uno de los protagonistas principales? Al respecto lo primero que hay que decir es ¿y qué si así fuera? ¿Hay motivos para oponerse a todo lo que diga la Iglesia Católica, o no hay que estudiarlo más bien caso a caso? Pero en este caso la verdad es que ni siquiera hay que llegar a discutir al respecto, pues la Iglesia Católica ha estado tan ausente de esta discusión como las iglesias evangélicas. Ciertamente son católicos muchos de los que han hablado contra la píldora, pero son laicos, con mucho más frecuencia que sacerdotes. Y en concreto, es significativo lo siguiente: las partes informantes ante el Tribunal Constitucional fueron dos: la Red de Organizaciones por la Vida y la Familia y el Instituto de Estudios Evangélicos. Pero que como Instituto de Estudios Evangélicos hayamos sido parte de esto casi no ha salido a la luz. Sólo uno de los muchos medios de prensa escrita, por ejemplo, lo ha mencionado. ¿La causa? Es muy fácil de adivinar: que a algunos les conviene mucho mantener la impresión de que aquí discuten los agnósticos y el catolicismo, que sería el catolicismo el que intenta imponer puntos de vista particulares de su religión. Pero esto, tan frecuentemente repetido, no resiste análisis: lo desmentimos nosotros, que no somos ni católicos ni agnósticos, y hemos tomado cartas en el asunto. Y hemos tomado cartas no presentando argumentos exclusivos de nuestra fe evangélica, sino, como corresponde en una sociedad pluralista, presentando informes del campo jurídico y médico que conduzcan, si la vida se ve amenazada, a defenderla. Esas son las partes en discusión. Tener eso claro ya contribuye a eliminar varios mitos. Ahora veamos qué es lo que se discute.

III. El problema y los argumentos

¿Ante qué tipo de problema estamos? ¿Un problema médico? ¿Jurídico? ¿Ético? ¿Sólo un problema de salud pública? ¿Un problema religioso? Partamos por los datos: lo que se busca introducir es la venta de una píldora que impide el embarazo, pero que suele ser calificada como anticonceptivo de emergencia porque es utilizada tras la relación sexual. Ante eso por supuesto surge la pregunta sobre si acaso en ese momento no se estará eliminando un óvulo ya fecundado. Pero, además, se busca en este caso el entregarlo a menores de edad sin el consentimiento de los padres. Este hecho por sí sólo debería haber bastado, sin duda, para que las iglesias evangélicas pusieran el grito en el cielo porque el Estado intervendrá en la actividad sexual de menores de edad marginando expresamente a los padres, “protegiendo” incluso a los hijos de sus padres a través del secreto profesional. Un Gobierno se puede equivocar en sus decisiones políticas y la Iglesia, que no es un agente político, podrá contemplar en silencio esos errores. Pero esto es algo distinto: no se trata de un Gobierno que esté tomando una mala decisión dentro de su campo de acción, sino de un Gobierno que está yendo más allá de su propio campo de acción. No sólo está pues en cuestión la pregunta por la defensa de la vida, sino también la pregunta por los límites de le injerencia estatal en la tarea educadora de los padres. Y tal como son varios los campos en cuestión, son también varios los modos de argumentar que pueden ser desplegados.

De entre todas esas distintas aristas, la cuestión fundamental en discusión es, por supuesto, si la píldora puede tener un efecto abortivo o no. Si no lo tiene, tal vez también se podrá discutir en torno a ella, en torno a la mentalidad de la que ha salido, en torno a su distribución a mayores de 14 años, pero la discusión sería en cualquier caso menos crucial, menos apasionada, e incursionaría menos en el terreno legal y más en el de las convicciones personales. Pero si lo tiene, si es posible que atente contra una vida humana, entonces hay que conceder que no están en juego sólo convicciones personales, que no se puede dejar a la sola conciencia, sino que la cuestión ha sido llevada con razón al plano legal. ¿Y hay argumentos para suponer que es o no es abortiva?

Hay al respecto una actitud que ha ido ganando terreno, y de la que ciertamente estamos llamados como cristianos a tomar distancia. Esta es la actitud de quienes con toda tranquilidad dicen, por ejemplo, “en mi partido algunos opinamos que es abortiva, otros que no”. Afirmaciones como ésa hacen parecer que sería una cuestión de gustos. Pero cuando se discute materia tan seria, hay obligación de no contentarse con la variedad de gustos, obligación de no sólo decir que se tiene una opinión, sino obligación de formarse una opinión. ¿Es posible formarse una opinión? Muchos quieren hacernos creer que no, apuntando a que la discusión sobre el inicio de la vida humana sería cuestión de nunca acabar. Pero aunque tienen razón en cuanto a las dificultades en tal tarea, no debieran ocultar un elemento central para toda la discusión: la continuidad de la vida humana. El ser humano, por todo lo que sabemos de él, se desarrolla no por saltos, sino de modo continuo. No se es más humano a los tres años que al año, ni se es más humano en el momento que se sale del vientre que antes de salir. Quienes creen que no hay problema en interrumpir un embarazo en su fase temprana, están obligados ellos a indicar por qué creen que hay algún salto, algún motivo para no reconocer una vida humana en las etapas más tempranas de desarrollo del feto. Mientras que no se nos indique eso, podemos seguir sosteniendo que desde que hay una nueva vida, como indudablemente la hay desde la fecundación, es precisamente una vida humana, que merece la protección propia de seres humanos.

¿Quedan salidas para los defensores de la píldora? Veamos. Uno de los datos más contundentes lo aportan los mismos fabricantes. En aquellos países en los que el aborto no está prohibido, reconocen abiertamente sus posibles efectos abortivos. La táctica consistente en negar esto sólo se aplica en aquellos países, como el nuestro, donde de lo contrario no sería legal su distribución. ¿Pero es posible, de todos modos, que tengan razón quienes niegan que pueda ser abortiva? Sí, es posible que tengan razón. Hay estudios científicos serios en uno y otro sentido, y probablemente en ambos bandos encontraremos a cristianos científicamente respetables. Ahora bien, normalmente, cuando hay dudas en algo que puede dañar la vida humana, uno opta por abstenerse. Si una institución médica dijera que un jugo produce cáncer y otra igualmente prestigiosa afirma que no, tendemos a no dar dicho jugo a nuestros hijos. Eso ya debería hacernos pensar.

Pero hay algo más. Junto a la pregunta central por el carácter abortivo o no abortivo de la píldora, se ha introducido en este debate el intento por distinguir según calidad de vida. Del siguiente modo: se hace suponer que la vida merece ser defendida, pero la vida que nace de una violación no. Pero con todo lo terrible que es una violación, los cristianos estamos llamados a afirmar la igual dignidad de la vida que nace de ahí. La Biblia es particularmente enfática en celebrar ciertos tipos de vida que no parecen ser “productivos”, que no tienen la misma calidad de vida que otros: “Aún habrán de morar ancianos y ancianas en las calles de Jerusalén […] y las calles de la ciudad estarán llenas de muchachos y muchachas” (Zac. 8:4-5). Y así no es de extrañar que los momentos oscuros de la historia aparezcan caracterizados por el daño que sufre precisamente este tipo de vida: llegará “gente fiera de rostro, que no tendrá respeto al anciano ni perdonará al niño” (Deut. 28:50). Ahora bien, esto de introducir diferencias entre vida y vida, de decir que se respeta la vida humana, pero en realidad no aplicarlo a todos los casos, nos lleva a los intentos por distraer del tema central, a los cuales tenemos que prestar atención a continuación.

III. Las distracciones

Aparte de las cuestiones de fondo de la discusión, han aparecido muchos argumentos laterales a los que hay que atender, aunque no sean de peso, pues influyen sobre muchas personas. E influyen de un modo muy decisivo, distrayendo de la cuestión central, si acaso hay o no un atentado a la vida, buscando en lugar de eso centrar el debate en si se trata de una decisión democrática, si es una injusticia social o si creará problemas sanitarios. Veamos algo al respecto.

Se afirma, en primer lugar, que estaríamos ante un fenómeno antidemocrático: que nueve señores decidan entre cuatro paredes por todos los chilenos. Al respecto hay que hacer notar lo siguiente: no sólo que el Tribunal Constitucional es uno de los órganos principales de un sistema democrático (y no va a ser más democrático porque sean 100 en lugar de 9 sus miembros), sino que a esa fase, a la discusión democrática sobre la píldora, se llegó precisamente gracias a que algunos se opusieron a la misma. Si algo de deliberación democrática ha habido, se ha dado precisamente en el Tribunal Constitucional, donde la decisión se ha tomado no por colores políticos, sino tras la reflexión sobre la base de informes especializados. Pues los defensores de la píldora no intentaron difundirla por ninguna vía democrática, no quisieron hacerla materia de ley para que pasara por el parlamento, sino que intentaron imponerla por un decreto interno de un ministerio. Intentaron por la vía administrativa en lugar de la vía deliberativa. De hecho, esto ha sido una constante de toda la entrada de la píldora en Chile. Recordemos que entró el año 2001 al país, y que ninguno de los que la promovían había tenido la ocurrencia, como la han tenido más tarde, de negar que fuera abortiva. Entró bajo el nombre de Postinol. ¿Qué ocurrió? La Corte Suprema dictaminó que había antecedentes para considerarla abortiva, por lo que prohibió su circulación. ¿Qué respeto se mostró ante esa instancia del sistema democrático? Ninguna. Simplemente se cambió el nombre a la píldora: la Corte Suprema prohibía el Postinol, lo rebautizaron como Postinor-2 y siguieron distribuyéndolo. Esa misma falta de respeto por una institución democrática es la que estamos hoy presenciando ante el similar dictamen del Tribunal Constitucional, con los defensores de la píldora anunciando que usarán todos los caminos posibles para distribuirla.

¿Y qué de la justicia social? Ha sido uno de los argumentos más fuertemente esgrimidos los últimos días. Se dice que ahora los ricos podrán acceder a la píldora y los pobres no. Al respecto corresponde decir varias cosas. La más sencilla es que si la píldora es mala, corresponde, al hablar de igualdad, quitársela a todos, no dársela a todos. Y los que hablan de una injusticia social en este caso, ¿han hecho algo por quitársela a los ricos? Por el contrario: el año pasado fuimos testigos de una ofensiva política para obligar a las farmacias a distribuir el fármaco. Si los ricos disponen de ella, la causa está ahí. Por otra parte, este argumento lleva a recordar unas palabras de Agustín de Hipona, escritas hace unos quince siglos en La Ciudad de Dios (II, 20): describe ahí la miseria del “Estado del bienestar” que habían levantado los romanos: la mezcla de expansionismo, lujos innecesarios y ociosidad que caracterizan a una sociedad decadente, y añadía que si a alguien se le ocurría preocuparse de los pobres, sólo parecía ocurrírsele pedir “que haya prostitutas públicas en abundancia […] para los que no pueden mantener una privada”. A ese tipo de defensa de los pobres parece estarse llegando hoy, cuando sólo se habla de los pobres para utilizarlos políticamente en la discusión o para poner a su disposición los vicios de los ricos.

Se habla, por otra parte, de que la píldora permitiría reducir los abortos. Es difícil entender por qué eso le importa tanto a un conjunto de personas muchas de las cuales, en otros momentos, se reconocen abiertamente como abortistas. Una vez más, este argumento sólo busca distraer del punto central: si la píldora es abortiva, ¿qué sentido puede tener la afirmación de que con ella se reducirían los abortos? Y si a los defensores de la píldora les resulta tan importante reducir el aborto, ¿por qué no toman cartas en el asunto al margen de la píldora, preocupándose seriamente de la fiscalización del aborto clandestino? Mientras que no partan por ahí, es difícil reconocer alguna seriedad en este argumento. Lo mismo vale para la queja en torno al aumento del embarazo adolescente. Pues naturalmente el Gobierno tiene toda la razón en torno al hecho de que las estadísticas muestran una realidad impactante: las cifras de embarazo adolescente en los sectores pobres son terribles, no dejan indiferente a nadie. Pero eso, antes que a cualquier acelerada medida técnica como la distribución de la píldora, debería haber llevado al Gobierno a hacerse la siguiente muy sencilla pregunta: ¿Qué hemos hecho nosotros para que esto llegue a ocurrir? ¿En qué medida nuestros programas de educación sexual son responsables –entre muchas otras causas- de esta situación? Las iglesias evangélicas podrían haberle al menos planteado esa pregunta al Gobierno. ¿Qué han ustedes hecho, y qué hemos dejado de hacer nosotros, para llegar a estas cifras? Planteársela no como adversarios políticos, sino como personas genuinamente interesadas por una respuesta seria.

Por último, aprovechemos la mención de estas supuestas consecuencias –la del aumento de abortos y la del aumento de embarazos- para atender a las verdaderas consecuencias que se seguirían de la distribución de la píldora. Si se difunde de modo masivo un anticonceptivo de emergencia –sea éste abortivo o no- la primera consecuencia importante, sobre todo cuando se le da la publicidad que ha recibido la píldora, es que se reducirá el uso de otros modos de control de la natalidad. Pues menos personas se ocuparán de ser precavidas si el embarazo siempre puede ser evitado a última hora (o más allá de la última hora, en caso de ser abortiva la píldora). Esto tiene una consecuencia importantísima: la píldora sólo evita o interrumpe el embarazo, pero no protege contra enfermedades de transmisión sexual. Éstas, inevitablemente, aumentarán desde el momento en que la píldora sea más popular que otros métodos anticonceptivos. Convendría reconocer que es esa la próxima “emergencia sanitaria” que se avecina.

IV. El problema de fondo y la experiencia evangélica

Pero repasemos una vez más esa expresión, la de una “emergencia sanitaria”. Es sintomático que se esté tratando los problemas morales con ese tipo de terminología, que busca tratar las cuestiones morales como si no lo fueran, como si fueran problemas higiénicos: una pastilla o un condón solucionan la cuestión, ¿para qué darle más vueltas? ¿Para qué preguntarnos si una activa sexualidad a esa edad y sin vínculos estables tiene además algún otro efecto negativo sobre las personas? Cuando se reconoce algo como problema moral, se puede discutir sobre qué hacer para cambiar las cosas. En dicha discusión se puede disentir, pero al menos se está abordando el problema real. Cuando en cambio se convierte los problemas humanos de problemas morales en problemas higiénicos, se renuncia a cambiar la realidad, se opta por maquillarla. Pero la realidad se venga, y los problemas reaparecen bajo el maquillaje con una forma peor.

Y toda la política del maquillaje, la política de las soluciones de emergencia, como el anticonceptivo de emergencia en este caso, descansa sobre una idea y una actitud muy clara: que es imposible hacer que las personas cambien para bien, o que no es siquiera legítimo por parte nuestra intentarlo. Así, aunque están conscientes de que el embarazo adolescente, por ejemplo, ha llegado a proporciones tremendas, renuncian a preguntarse si acaso no sería mejor enseñar que la abstinencia sexual hasta el matrimonio puede ser un buen camino. Ven eso como una opción “religiosa” (lo que a sus ojos ya la descalifica), y se dedican a predicar que dicha abstinencia es simplemente imposible. Sobre esa base sacan sus conclusiones: salidas de emergencia, porque no se ha querido asumir la tarea de prevenir con toda la seriedad que ella implica. Pues prevenir seriamente es no poner todo el esfuerzo en salidas de emergencia, convirtiéndolas en políticas emblemáticas de un Gobierno, sino concentrar las fuerzas en la discusión moral, en la formación de los jóvenes, creyendo que efectivamente las personas pueden cambiar y llevar una vida con un rumbo claro. ¿Y qué tienen que ver las iglesias evangélicas con esto? La respuesta es muy sencilla: las iglesias evangélicas sí tienen la experiencia de que este modo de trabajar es posible. Y tienen esta experiencia precisamente entre los sectores más pobres. Ese es un motivo para levantar la voz con confianza: sabemos que ni entre ricos ni entre pobres estamos condenados a encoger los hombros y solucionar los problemas humanos con recetas, maquillajes y medidas higiénicas, sino que es posible solucionar los problemas humanos de modo humano, haciendo cambiar a las personas.

He aquí uno de los muchos modos en que la iglesia evangélica puede marcar una posición: mostrando que es posible abordar la sexualidad humana y el nacimiento de nuevas vidas de un modo distinto a como lo está haciendo hoy nuestra sociedad (gran parte de ella, en ningún caso sólo el Gobierno). Pero recalquemos que hay más que se puede hacer en lugar de encoger los hombros diciendo “soy yo acaso guarda de mi hermano (Gn. 4:9). Se puede, por ejemplo, impedir que quienes discuten con nosotros saquen la discusión del centro del tema y nos lleven a alguna de las “distracciones” que hemos mencionado; se puede argumentar tanto con apoyo bíblico como con el tipo de argumentos que hemos expuesto aquí; se puede, y se debe, romper los mitos que hacen parecer esto una discusión entre católicos y agnósticos. Todos, católicos y agnósticos, judíos y evangélicos, pueden tener una posición común cuando se trata de seguir el consejo de Proverbios 31:8: “Abre tu boca por el mudo”. Y hay algo más que hay que hacer, aunque sea muy delicado: enfrentar a aquellos cristianos que no están dispuestos a dar en este tema un testimonio cristiano. ¿Cómo? La tranquila conversación entre amigos será muchas veces el principal medio. Salvo en un caso: cuando algunos cristianos ocupan sus cargos de representación para crear confusión en la esfera pública respecto de la posición cristiana ante la vida. En esos casos lo que han dicho debe ser corregido públicamente. Estamos llamados a no participar en las obras de las tinieblas, sino “ponerlas al descubierto” (Ef. 5:11). Algunos temen que con eso se violen los límites entre las iglesias y el Estado. Pero esa frase muchas veces sólo oculta nuestra cobardía: recordemos el ejemplo de unas mujeres que no eran parte del pueblo de Dios, sino matronas del pueblo egipcio; y que, sin embargo, sabían que no podían matar a los recién nacidos de los hebreos, porque tenían temor de Dios. Cuando decimos lo que creemos sobre este tema no estamos imponiendo ninguna visión particular de nuestra fe sobre el resto de nuestros conciudadanos, sino recordándoles algo que en el fondo, tal como las matronas egipcias, ya saben.

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