Estudios Evangélicos

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¿Feriado evangélico o educación evangélica? Una nota sobre dos tipos de reconocimiento

 I. Introducción

Existe un tipo singular de política contemporánea, que podemos llamar la “política del reconocimiento”. Dos casos recientes que afectan a las iglesias evangélicas nos permitirán ilustrar aspectos cuestionables de esta política. Dichos casos son la idea de un feriado evangélico y la condición legal de la actual educación teológica evangélica en Chile. Lo primero, la idea de crear un feriado evangélico el día 31 de octubre, es una idea que prendió con facilidad en todo el mundo político; lo segundo, el adecuado reconocimiento legal de nuestra educación teológica, es algo que espera. ¿Es casual que lo uno se dé con facilidad y lo otro implique esfuerzos enormes? Responder a esa pregunta pasa por decir primero algo más general sobre esta “política del reconocimiento”, y luego volver sobre estos dos casos concretos.

II. Sociedades pluralistas y política del reconocimiento

Lo que aquí hemos llamado política del “reconocimiento” es un fenómeno exclusivo de las sociedades pluralistas contemporáneas. Por supuesto siempre la vida política ha pasado por un cierto tipo de reconocimiento. En períodos de gobierno aristocrático, por ejemplo, se trata precisamente de que unos pocos sean reconocidos como sujetos de un honor especial. Que el honor de estos pocos fuera puesto en duda, era visto como una afrenta similar a la que hoy experimentamos cuando se niega a alguien un derecho humano fundamental: es algo que simplemente hay que reconocer. La época moderna, antiaristocrática, cambió en una primera etapa el tipo de reconocimiento que debía darse: no se trata ya de reconocer el honor de unos pocos, sino del reconocimiento de aquello que todos tenemos en común: se rinde honor a la igualdad, a la racionalidad común, a la universal dignidad del hombre, recogiendo así algunos elementos modernos, pero también algunos elementos antiguos y cristianos.

Pero en las sociedades pluralistas de la modernidad tardía ha habido un segundo giro, hacia una nueva política del reconocimiento que es la que aquí nos ocupa. No se trata ya simplemente de reconocer lo que todos tenemos en común, sino de un reconocimiento especial de algunos grupos, especialmente de aquellos que hayan estado en situaciones de minoría u opresión. La suposición que está detrás es la de un estrecho vínculo entre reconocimiento e identidad: que la identidad de estos grupos sólo puede ser salvada si se los hace objeto de un expreso reconocimiento no por lo que tienen en común con el resto de los hombres, sino por lo que ellos singularmente son. Esto es típico de lo que en general se puede designar como política del multiculturalismo[i]. Nos es conocido, por ejemplo, como parte de las reivindicaciones de grupos aborígenes: buscan que las constituciones de los países latinoamericanos incluyan referencia expresa a las etnias llamadas originarias, pero en general no aceptan que tal referencia vaya acompañada de cláusulas del tipo “al igual que los restantes chilenos”, lo cual obstruiría la finalidad del nuevo tipo de reconocimiento que hoy se busca. Este es el tono de la contemporánea política del reconocimiento.

Pero ¿cómo se vincula esto con la situación actual de las iglesias evangélicas? De un modo muy sencillo: ellas son, al menos en los países latinoamericanos, un ejemplo prototípico de un grupo que antes era minoritario, y que si bien en términos absolutos lo sigue siendo, es al menos ahora suficientemente numeroso y bien posicionado como para comenzar a reclamar derechos. Y el primer derecho que tienden a reclamar las minorías y ex-minorías, es el reconocimiento. Indudablemente, esto pone a las iglesias evangélicas ante un tema que merece cierta reflexión. Pues, en particular en aquellos países en los que se ha sido minoría, puede ser una tentación la de adherir irreflexivamente a la actual política del reconocimiento, precisamente buscando ser reconocidos; buscando ser, como grupo antes discriminado y no-reconocido, ahora objeto del peculiar reconocimiento propio de las minorías en busca de reivindicación. Baste un ejemplo para indicar lo extendida de esta mentalidad: cuando el parlamento chileno aprobó la idea de levantar monumentos al padre Alberto Hurtado, algunos evangélicos levantaron la voz pidiendo un reconocimiento equivalente. Obviamente, esa versión no prendió (por la razón sencilla de que primero hay que tener un padre Hurtado, para luego erigirle monumentos, y no al revés). Pero sí prendió en el mundo político otra variante: pues de esto, precisamente de esto, se trata el feriado evangélico.

III. El feriado como reconocimiento

            Así se expresó al menos el año 2005 el presidente Ricardo Lagos, mencionando la creación de un día de las iglesias evangélicas como un paso en un «largo trecho para el pleno reconocimiento de la libertad de culto”. Pero este modo de hablar echa cosas dispares en un mismo saco: libertad de culto había hace rato, por lo bajo desde 1925. Cosa distinta es la igualdad de culto, hacia la cual tal vez se pueda considerar la ley de culto de 1999 como un importante paso. Pero la idea de tener un “día de las iglesias evangélicas” y, más recientemente, un feriado evangélico, no cabe ni bajo el ítem “libertad de culto” ni bajo el ítem “igualdad de culto”: es pura y dura “política del reconocimiento”.

Hacia fines del año 2007 esto se expresó, en efecto, en la iniciativa legal de un feriado evangélico, previsto para el día de la Reforma, 31 de octubre. No es con frecuencia que se ve en el parlamento la aprobación de una propuesta de modo unánime: pero eso ocurrió en la cámara de diputados con el mencionado feriado. Hay, desde luego, aún trámites pendientes. Pero pase lo que pase con el proyecto en dichos trámites, ya es llamativa la unanimidad en la cámara de diputados, y digna de unos cuantos comentarios, que nos harán pensar respecto de esta política del reconocimiento.

En primer lugar, parece curioso que se honre a las iglesias evangélicas con un feriado que no existe en ningún país protestante: el 31 de octubre puede haber en Alemania conciertos de Bach, pero se trabaja como cualquier día. El informe que presentó al parlamento la comisión de la cultura y de las artes respecto del proyecto refiere como fundamento una opinión del obispo Emiliano Soto, según el cual los evangélicos chilenos se verían sin este feriado injustamente impedidos de celebrar esta fecha, debiendo postergar su celebración para otro día[ii]. Pero esto es por supuesto falso: la cantidad de evangélicos que celebra dicha fecha es francamente minoritaria, no constituye una fecha en sentido alguno comparable a Navidad o Semana Santa (que son feriados tan nuestros como católicos), y de haber alguna celebración el 31 de octubre, ésta jamás es en horario laboral: un feriado en esta fecha es algo absolutamente innecesario, salvo que con ello se busque simplemente… ¡reconocimiento! Pero buscar gloria en esta tierra no se debiera encontrar entre los objetivos de la iglesia evangélica. En efecto –y en segundo lugar-, las iglesias evangélicas deben preferir el trabajo silencioso. Trabajo: en esa palabra muchas veces se ha resumido la ética protestante. Es imposible dejar de citar aquí a Lutero: “Harían mejor si en honor de un santo hiciesen de un día feriado un día laboral”. Pero precisamente esa ética queda negada por un feriado de esta naturaleza.

En tercer lugar, se ha presentado esto como un acto de justicia dada la gran cantidad de feriados exclusivamente católicos que hay en Chile. ¿Y qué? Los feriados más importantes nos son indiscutiblemente comunes: si hay algún día de las iglesias evangélicas, es Navidad o el domingo de resurrección. ¿Que hay también feriados exclusivamente católicos? Los hay. ¿Debe un evangélico pedir que sean abolidos? Debe al menos considerar lo siguiente: si afirmamos que la tradición no puede en ningún sentido ser motivo para un feriado, con los feriados católicos podrían también caer los que nos son comunes. Tal vez a alguien le parezca una alternativa preferible a la existencia de feriados puramente católicos. Pero lo que ciertamente no se puede hacer es creer que los feriados católicos están mal, pero que, ya que ellos los tienen, nosotros también debemos tener uno propio. Por lo demás, si se cree deber instituir feriados en reconocimiento a grupos que hayan hecho un significativo aporte a la vida nacional, ¿dónde se pondrá la barrera? ¿Por qué no un día de la masonería y un día de la sinagoga (y esto sólo para empezar)? ¿Se tiene conciencia respecto de los alcances de tal mentalidad? Añádase a esto que para compensar se pretende derogar otro feriado: eliminar un feriado histórico, algo que nos une como chilenos, para añadir un feriado de un grupo: aunque nosotros mismos seamos el grupo en cuestión, tenemos motivo de sobra para fruncir el ceño.

En cuarto lugar, cabe preguntarse si las iglesias evangélicas están recibiendo con esto un bozal: el Estado les regala un feriado, esperando a cambio un prudente silencio de las iglesias evangélicas sobre ciertas políticas públicas del mismo. Nos consta que esta no puede ser la intención del diputado Eduardo Díaz, autor de la iniciativa; pero otros sacarán esta conclusión con gusto. Pues un interés genuino en el trabajo de la iglesia evangélica llevaría al apoyo no de sus horas libres, sino de sus horas de trabajo; por ejemplo, de las horas de trabajo que invierten en educación teológica. Y como tendremos ocasión de ver, aquí no hay nada de velocidad ni unanimidad en las instancias legislativas ni ministeriales.

IV. La educación teológica evangélica en Chile y su reconocimiento

Para empezar: ha habido desde el año 2005 conversaciones entre representantes de instituciones de formación teológica evangélica y el Mineduc. Es decir, estamos ante una conversación que lleva algo de tiempo. ¿Qué es lo que se ha solicitado en dichas ocasiones? Pues sencillamente que el ministerio del ramo reconozca una labor educativa que ya está siendo realizada por muchas instituciones, en algunos casos hace ya casi un siglo. Otorgar dicho reconocimiento tendría algunas consecuencias muy sencillas, que se extienden desde la posesión de un pase escolar por parte de un alumno de un centro de formación teológica hasta el hecho de que al egresar su formación será reconocida en términos tales que no sólo le abran puertas al trabajo pastoral en las iglesias, sino también en las muchas instancias en que en la vida nacional están siendo necesitados evangélicos con un grado significativo de preparación. Los trabajos de pedagogía en educación evangélica, de labores de asistencia en cárceles o en el trabajo de mediación familiar: estos son ejemplos emblemáticos de áreas en parte distintas del trabajo pastoral, pero para las cuales los seminarios teológicos e institutos bíblicos evangélicos son el lugar natural de preparación. Si se reconoce esto como actividades importantes, y si se reconoce que estos seminarios pueden preparar para dichas actividades, entonces lo correcto es darles el reconocimiento legal por lo que hacen –con todas las exigencias de alta calidad que se quiera, y ojalá sean elevadas.

Pero nada de eso ha ocurrido durante las conversaciones. En lugar de crear una institucionalidad propia, se sugiere por ejemplo a los institutos que se sumen para crear una universidad (pues para eso ya hay un marco legal existente). O bien, la alternativa que de hecho muchos han empezado a seguir, se pide a una universidad x que imparta los cursos respectivos, sean de educación general o formación específicamente bíblica, y que éstas entreguen un diploma. La cuestión parece verse así solucionada: la iglesia x hace un convenio con la universidad x, por el cual algunos de sus miembros asisten a un diplomado. Acabado éste tienen un cartón en la mano que, siendo un cartón universitario, parece valer mucho más que el cartón no reconocido que tras cuatro años de estudio les podría dar un seminario teológico evangélico. ¿Por qué no conformarnos con esta situación? Pues por razones obvias: muchas universidades se podrán entusiasmar con el excelente negocio que aquí se puede hacer, pero ninguna universidad se dará en este momento el trabajo de armar un programa sólido de formación cristiana. Y aquellas instituciones que por décadas se han dedicado a este trabajo –y no precisamente haciendo un buen negocio- quedarán fuera del juego. La alternativa a esto es muy sencilla: que la ley contemple la existencia de entidades de educación teológica. Pero en medio de todo el actual revuelo en torno a un nuevo marco legal para la educación chilena, nadie ha sugerido ocuparse siquiera de este tema. Naturalmente se puede esperar cierta lentitud cuando algo tiene que convertirse en materia de ley; pero aquí no hay lentitud, sino lisa y llana ausencia de la preocupación debida.

Pero no sólo hay que dirigir estos argumentos a las autoridades educacionales. En parte sus malos consejos son comprensibles, pues el mundo evangélico les debe resultar con razón desconcertante: piénsese en el pobre funcionario del ministerio que tiene que evaluar 100 distintos programas de educación en religión evangélica porque no nos podemos poner de acuerdo; o piénsese en la dificultad que tiene el ministerio para distinguir qué instituciones dan una educación de una calidad tal que merezca un reconocimiento (pero nótese que no parecen tener este problema con la educación secular, que es de calidad igualmente variada). Por último, el que este tema no haya sido prioritario (ni siquiera secundario) para ningún gobierno chileno, no es algo que haya que achacar primeramente a los gobiernos, sino a nosotros mismos: para que ellos lo tuvieran por prioritario, lo menos que habría que esperar es que sea primero prioritario para las iglesias mismas. Pero es de temer que la mayoría de ellas estén más interesadas precisamente en un feriado. Así pues, no estamos sólo ante un problema de reconocimiento externo, sino de conocer cuáles debieran ser nuestras propias prioridades.

V. Consideraciones finales

Alguien podrá creer que la facilidad con que se da un feriado evangélico y la dificultad con que se reconoce la educación bíblica-teológica evangélica, es algo circunstancial: que la diferencia se debe, por ejemplo, a las mayores trabas administrativas de lo segundo, a la mayor necesidad de discusión, elaboración de proyectos, etc. Indudablemente algo de eso hay. Pero como explicación no es satisfactoria para una inquietud que existe hace ya cierto tiempo. Y es mucho más plausible que esto tenga que ver con la “política del reconocimiento” como un todo. Pues en una sociedad como la nuestra, caracterizada por ese tipo de política, lo decisivo es que un feriado no genera choques, mientras que los contenidos que brinda la educación cristiana sí pueden ser focos de futuras discusiones; y precisamente esto busca evitar una sociedad que tiene la neutralidad por ideal. Con un feriado se considera poder premiarnos y que así nos quedemos tranquilos; fortalecer en cambio la educación evangélica, ciertamente no es algo que nos dejaría simplemente tranquilos, sino mejor capacitados para actuar.

¿Qué hacer, entonces, ante tal escenario? Hay distintos tipos posibles de reacción, algunos que atienden a lo urgente, otros a lo importante. En el plano de lo urgente: es perfectamente posible hacer ver a los legisladores que la idea de un feriado evangélico no responde a ninguna necesidad real ni de Chile ni de nuestras iglesias, pero que el fortalecimiento de nuestras instancias educacionales sí responde a una doble necesidad de esa índole. Sería tal vez posible convencer incluso a los patrocinadores originales de la idea –que son personas genuinamente interesadas por el mundo evangélico (cuestión que por ningún minuto hemos puesto en duda)- respecto de echar pie atrás en la primera iniciativa y tomar en serio el segundo tema. Y no nos engañemos: cuando el mundo evangélico quiere presionar entre las instancias de poder para que se logre algo, lo hace. La pregunta es simplemente si existe suficiente preocupación por este tema.

Pero eso es sólo lo que hay que hacer en el plano de lo urgente. En el plano de lo importante, hay cosas más decisivas. Pues lo más importante es aquí dejar como creyentes aquellas actitudes o emociones que nos hacen caer en las trampas de la política del reconocimiento. El principal rasgo de mentalidad que tenemos, por tanto, que cambiar, es la tendencia de muchos a vernos como discriminados que deben exigir una reivindicación. En la medida en que nos percibimos como tales, nos intentarán calmar con pequeñeces como un feriado; y si accedemos a eso, sólo obtendremos triunfos superficiales. Puede ser verdad que muchos evangélicos en la historia nacional hayan sido discriminados y que algunos aún lo sean. Pero eso es un elemento del seguimiento de Cristo que podemos asumir sin complejo alguno, sin entendernos como discriminados ni andar constantemente repitiendo que lo somos, sin hacer alarde alguno de dicha eventual discriminación. Si olvidamos eso, no sólo no obtendremos reconocimiento de la educación evangélica, sino que ni siquiera seremos capaces de dar una buena educación evangélica no reconocida, porque ni siquiera tendremos un espíritu evangélico.


[i] Respecto de este desarrollo véase Taylor, Charles. Multiculturalismo y la “política del reconocimiento” Fondo de Cultura Económica, México, 2001.

[ii] Primer informe de la comisión especial de la cultura y de las artes recaído en los proyectos de ley que establecen el día 31 de octubre como feriado nacional con motivo de conmemorarse el día de la iglesia evangélica. Boletines N°s 4640-24 y 4662-24.

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