Estudios Evangélicos

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La bifurcación liberal. Campos de niebla entre el conservadurismo valórico y los críticos habituales

La esperanza de una renovación del sentido político puede situarse precisamente en los espacios de la subcultura política en los que todavía hay tal tipo de unión: el espacio de lo comunal, de los movimientos ciudadanos, y también de las iglesias.

La profusamente lamentada crisis de la política es un síntoma de cómo hemos abstraído lo político de la pregunta por formas de vida concretas y consistentes. Así, ella se ha vuelto el indicio fundamental de la forma actualmente dominante del individualismo en los estados industriales de Occidente. Esta tesis la explicitaremos a partir de la caracterización de dos “tipos políticos” que, en su aparente oposición, en realidad representan un mismo dilema político nacido de su común raíz liberal: el tipo del “conservador valórico” y el del “crítico habitual”.

 

El conservadurismo valórico se nos presenta en general como el conservadurismo bueno; apenas habrá algún conservador que no quiera calificar su conservadurismo precisamente de valórico. No se trata ya de los que eternamente añoran el ayer, de los que solo buscaban la preservación del pasado por sí mismo, sino de aquellos conservadores que buscan la preservación de lo ya probado: la tradición, la familia, el amor a la patria, el cuidado de la vida, y otras cosas más.  ¿Cómo hemos de entender las contradicciones en que una y otra vez caen? Promueven la necesidad económica del individuo móvil y al mismo tiempo la preservación de la familia tradicional; gestionan la expansión de los medios privados y al mismo tiempo denuncian la brutalización de la juventud; hablan de vínculos afectivos respecto de la patria, pero se refieren en realidad a un trozo de tierra que consideran relevante recién como sede de negocios.

 

Este tipo de contradicciones muestran, entretanto, cuán poco se puede lograr con estos abstractos “valores”. No se puede levantar tales valores aislados contra las lógicas vitales en que nos movemos y que al mismo tiempo promovemos. Eso vuelve comprensible la reacción de muchos contemporáneos, que tienen sospechas ante estos valores. Perciben que la lógica vital no va a verse determinada por los valores proclamados, sino que más bien se va a esconder tras ellos. Los “valores” no caen del cielo, sino que son “instalados” por personas con intereses muy específicos. Sus altos y bajos están dados por ciertas formas de vida; no son los valores los que determinan el curso de la historia, sino que están más bien entregados al mismo. Por lo mismo no son válidos, sino que son declarados como válidos. Como lo indica su propio nombre, son criaturas del mercado, el cual los regula.

 

Que estos valores sean desenmascarados no implica, con todo, que no haya nada por lo cual los hombres se deban regir, nada que preceda a la apropiación personal. Efectivamente hay algo así como una “gramática de la vida”, pero no es algo que subsista separado de las formas concretas de vida, sino siempre con ellas.

 

Libre movimiento

 

La lógica vital que predomina al menos en las naciones industriales de Occidente me parece que es tanto histórica como sistemáticamente dependiente del paradigma liberal en sus diversas dimensiones: como desarrollo en la economía (libertad del mercado), como libertad política (elecciones libres y del ciudadano individual) y como libertad de las concepciones de mundo (libertad de creencia, tolerancia). Lo característico de esta homogénea lógica liberal es una concepción de la libertad que opera con un marco dentro del cual los individuos se mueven libremente, y que al mismo tiempo cree que este libre movimiento se despliega en términos positivos como desarrollo de las distintas personalidades o de la economía.

 

No se puede, pues, ser económicamente liberal y al mismo tiempo intentar algo así como un tradicionalismo en términos de cosmovisión. Este es precisamente el dilema del conservadurismo valórico, que lamenta la ausencia de ciertas realidades vinculantes, cuando dicha ausencia se orienta decididamente por el modelo del mayor campo de acción posible para los individuos.

 

Así, en la disposición del conservador valórico se nos muestra lo que vale para los valores en general: no se libran de su impregnación económica, tampoco cuando se los transporta a otro contexto “moral”. En este hecho se encuentra el núcleo de la crítica que formulara al pensar “valórico” el (al menos en estos asuntos) clarividente teórico del Estado Carl Schmitt. Schmitt hace ahí notar el carácter necesariamente agresivo que adopta el pensar valórico, que tiene que implementar sus valores, sea que éstos se conciban en los términos subjetivos de un Max Weber o en los objetivos de Max Scheler o Nicolai Hartmann. A partir de ahí se puede comprender la tendencia a la “imposición” que prima cuando el “valor” tiene esta forma desarraigada. La violencia de tal implementación se percibe tanto más como “tiranía de los valores” (Schmitt) cuando se da en oposición a la lógica vital del liberalismo, lógica que no solo la sociedad en general sino los mismos conservadores siguen de modo intenso (económico).

 

Muy distinto parece ser el caso de los “críticos habituales”. Este tipo, que tiene también su gris variante de derecha, puede ser más claramente ilustrado por sus representantes de izquierda. Unas décadas tras 1968, la distancia permite también ver lo que este tipo ha perdido desde entonces. El ímpetu emancipatorio de ese tiempo hoy se ha vuelto hábito, el vínculo con la vida ha sido perdido. El sentido crítico del movimiento del 68 se relacionaba de modo decidido con ciertas formas de vida. Contra la pequeña familia burguesa orientada a la propiedad, probó y propagó un estilo de vida comunitario; contra las formas de vida y enseñanza jerárquicas y apolíticas, levantó en la sociedad y en la universidad una comunicación de orientación práctica; como objetivo no tenían nada menos que una forma de sociedad distinta.

 

La pregunta es cómo procesaron el fracaso de estas esperanzas. La decepción, parece, no los alejó de aquellos ideales que no eran políticamente realizables, sino que los alejó de la política como forma de búsqueda común de formas adecuadas de vida. Pero tampoco se presentan en términos de una resignada o convencida aceptación de lo recibido. En lugar de eso, combinan su entreguismo ante lo establecido con un hábito de crítica que por una parte no permite a lo establecido gozar de validez, pero que por otra parte tampoco vuelve reconocible la entrega en que están involucrados. Los ideales son despolitizados, y con ellos también la crítica es vuelta habitual. Este hábito, por cierto, se ha transformado en el legado verdaderamente activo del 68, recogido también por aquellos epígonos a los que no se les pasaría por la mente salir a la calle a protestar por algo. Y este hábito, que ya no es ni siquiera la reacción autista-resignada de una generación que alguna vez fue política, es la mejor defensa contra una genuina crítica y un genuino cambio, que siempre requieren de una visión de una mejor alternativa.

 

Negación a ambos lados

 

¿Cómo se relaciona esta posición con el liberalismo que comparte con los conservadores valóricos? Lo que tienen en común es que ninguna de las dos posiciones comprende el liberalismo, que cada una profesa a su manera, como la compleja unidad que es. Los conservadores valóricos afirman el liberalismo en su dimensión económica, pero lo desconocen como visión de mundo, e intentan combatirlo con valores que son ajenos a dicho sistema. En el caso de los críticos habituales la situación es la inversa: el que aquí propaga y practica el liberalismo como cosmovisión, con frecuencia es un inconsciente respecto de la implícita lógica económica. Así, la denuncia del consumismo contemporáneo es parte de su estándar retórico, pero al mismo tiempo permanece en penumbras el hecho de que la vida de pareja, cuánto más busca distanciarse de una forma externa y presentarse como unión libre, más decididamente cae en dicha lógica económica. De este modo, el hábito crítico-liberal nos vuelve en realidad inmunes, nos impide ver la manera en que el mismo mercado determina la vida de sus críticos.

 

Las contradicciones en las que se ven implicados estos dos tipos se enraízan en una fundamental limitación política del liberalismo, visible en su núcleo mismo, su comprensión de la libertad. Como libertad del individuo, que solo encuentra limitación en la libertad del otro –según lo formuló Kant–, se encuentra determinada como libertad negativa. Como apunta la crítica de Hegel a Kant, no tiene nada positivo como su fin, ningún telos más allá de sí misma. Y la suposición del liberalismo clásico, de que una mano invisible subyace al despliegue de las fuerzas y conduce incluso los egoísmos individuales en una dirección común, se revela hoy como cinismo, tanto a escala pequeña como global.

 

Que no se nos malentienda: como movimiento político al liberalismo le debemos logros fundamentales. Pero dichos logros se relacionan sobre todo con su histórico papel como movimiento de protesta (un papel al que por lo de más vuelve una y otra vez), de protesta contra tendencias absolutizantes en la economía (mercantilismo), en la política (despotismo) y en la visión de mundo (dogmatismo). Pero como forma lógica de la vida política es constitutivamente negativo. Por lo mismo su dimensión política, su mejor sentido emancipatorio, es lo que hoy menos vemos del liberalismo. Donde antes se hacía presente para liberación de fuerzas democráticas, hoy más bien bloquea las relaciones entre la sociedad democrática y la política. Es la embriagadora lógica de una libertad que se extiende tan allá que logra engañar sobre sus consecuencias a los que participan de ella. La libertad, como libertad negativa, puede así perfectamente desvincularse de su orientación hacia ciertas formas de vida.

 

Caminos sin destino

 

Si hoy lamentamos el individualismo y la falta de sentido por lo común, los senderos que hemos comentado no parecen promisorios. El sentido de comunidad no puede ser exigido como un “valor” que se añade a una lógica ajena, del modo en que lo postulan los conservadores; tampoco se lo puede dar por sentado, como lo hacen los liberales; tampoco, como parecen pensar los críticos habituales, sobrevivirá sin más al cuestionamiento crítico de lo institucional.

 

Se nos ha vuelto evidente cómo estas lógicas se dan la mano y a la vez juegan para el contrario. El crítico habitual tiene una posición cuasi-política, pero permanentemente la escenifica de un modo que invita a que el ciudadano se sume a esta cómoda posición. Al mismo tiempo invita al político mismo a adoptar la imagen que pinta de él. Así, mientras los ciudadanos entienden por política el juego de poder entre los intereses en conflicto, los depositarios de tal poder difícilmente logran evitar convertirse en tales gerentes del mismo. Al conservador valórico no le cuesta sumarse a este esquema, dado que la “imposición” de ciertos intereses disfrazados de valores es el andamiaje básico de su lógica política. Así, estos tipos o bien producen juntos –en el peor caso– un extremismo que se alimenta del hábito crítico de unos y de la voluntad de imposición de los otros, o bien presentan y reproducen el contradictorio tipo del “individuo burgués”, que meramente se relaciona con la política (en general de modo pasivo, a veces de modo activo, como alguien cuyos intereses han sido afectados).

 

¿Cómo puede tornarse para bien un escenario semejante? Me parece que lo fundamental es la re-socialización y re-formación de lo político contra el dominio de posiciones abstractas como las dos retratadas. La virtud ciudadana, que así se vuelve central, no sería entonces un valor o un hábito individual e instrumentalizable, sino que tendría que comprenderse políticamente: como algo encarnado en personas que no malentienden lo político como privilegio o hipoteca de una “clase política”, sino que se entienden a sí mismos como animales políticos. Ninguno de nosotros llega al mundo como esa clase de animal; pero todos podemos llegar a serlo.

 

Pero no basta con llamar a participar en la renovación de la cultura política. Más bien está en juego el poder descubrir espacios de juego político en los que tales virtudes ciudadanas se puedan desarrollar y probar sin ser inmediatamente absorbidas y corrompidas por las tendencias dominantes. Una cultura política en el sentido aristotélico solo puede arrancar de un “partir juntos” (Hannah Arendt) a causa de la cosa pública, y así solo es reformable desde abajo; por lo mismo la esperanza de una renovación del sentido político puede situarse precisamente en los espacios de la subcultura política en los que todavía hay tal tipo de unión: el espacio de lo comunal, de los movimientos ciudadanos, y también de las iglesias.

 

Tales espacios con frecuencia encuentran su límite en el modo en que la acción política ya está organizada. Pero también podría darse lo opuesto: en la medida en que se descubre que podemos iniciar algo unos con otros, en la medida en que el gusto por el actuar político es redescubierto, queda al descubierto lo cuestionables que son los dos modelos que hemos descrito, que han pretendido saber de antemano en qué terminará ese actuar juntos.

 

 

Publicado originalmente en Lutherische Monatshefte 3/1994. Traducido con autorización.

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