Estudios Evangélicos

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La iglesia, el Estado de bienestar y el futuro

El lenguaje que adornó el desarrollo del Estado de bienestar británico en el segundo cuarto del siglo XX tenía un aroma sospechosamente teológico.

Primero, estaba la acuñación episcopal de la propia frase «Estado de bienestar» (Welfare State) por William Temple en sus conferencias Henry Scott Holland en 1928. Luego estaba la plática de la «hermandad» y la «comunión» institucionalizada durante la década de 1930. Luego estaba la famosa frase bunyanesca de William Beveridge «cinco gigantes» en 1942. Luego vino la ansiosa expectativa del «día señalado» en 1948, que sonaba como un San Pablo secular en el Areópago. Y luego vino la más famosa y reveladora, la ampliamente usada frase «nueva Jerusalén» para describir el nuevo estado, tan popular que, sesenta años después, a David Kynaston le pareció adecuado titular su historia social de varios volúmenes sobre la Gran Bretaña de posguerra «Relatos de una nueva Jerusalén». Cuando Clement Attlee incentivó a su partido a cerrar su Conferencia de 1951 con una interpretación de Jerusalén de Blake, estaba cantando lo que bien pudo haber sido el himno nacional no oficial del Estado de bienestar, o incluso del país. De cualquier forma, un extranjero habría estado justificado por pensar que este era un momento profundamente religioso en la historia de la nación, uno de significación casi escatológica.

Dos ironías subyacen en este vago enmarque teológico del incipiente Estado de bienestar. La primera radica en la frase específica «nueva Jerusalén». El origen de la frase está en el Apocalipsis de San Juan, específicamente en el culminante capítulo penúltimo, cuando Juan, al igual que su predecesor profético Isaías, ve «un cielo nuevo y una tierra nueva». Juan nos dice que el primer cielo y la primera tierra habían pasado. En su lugar, él vio que «la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descendía del cielo, de Dios, ataviada como una novia que se adorna para su esposo». Es una extraña imagen de novedad inmaculada e incorrupta. «Las primeras cosas habrán dejado de existir». El que está sentado en el trono dice: «Yo hago nuevas todas las cosas».

La primera ironía, explicada en Bread for All: The Origins of the Welfare State (2017), de Chris Renwick, es que como imagen del Estado de bienestar británico, esto no puede estar más errado. Si bien a algunos en la izquierda podría gustarles imaginar el arreglo de Attlee como algo totalmente nuevo que desciende del incorruptible cielo de la teoría socialista, es más exacto verlo más bien, como hace Renwick, como «una nueva entidad compuesta de viejos elementos».

La preocupación por el bienestar público no era en absoluto algo nuevo, desde luego. La Iglesia había estado en este espacio bastante tiempo. Sin embargo, tampoco se creía que esta fuera, de hecho, responsabilidad del Estado más bien que de las organizaciones voluntarias religiosas u otras. Como sugiere provocativa pero acertadamente John Cooper en The British Welfare Revolution, 1906-14 (2017), la revolución del bienestar se llevó a cabo de 1906 a 1914 y no entre 1945 y 1951. Durante la mayor parte de un siglo anterior, desde que una nación industrializada cayó en la cuenta de que las Leyes de Pobres isabelinas ya no eran adecuadas para sus fines, utilitaristas, radicales, ministros eclesiásticos no conformistas y muchos clérigos anglicanos, y conservadores por una nación se habían preocupado, habían informado y habían hecho campaña en favor de una intervención de gobierno cada vez mayor, suavizando los duros bordes de la economía política y rescatando a los que estaban aplastados bajo sus ruedas. El resultado fue un paisaje confusamente complejo de asistencia voluntaria, sociedades mutuas, cooperativas, sociedades nacionales, e intervención directa del Estado.

En las últimas décadas del siglo XIX, la opinión informada, asistida por los primeros estudios científicos sociales de la pobreza de la nación, llegó a la conclusión de que las disposiciones del momento no eran adecuadas y que era necesario imponer orden en el caos. Esta opinión informada —específicamente la actividad de lo que él denomina una «contra-elite»— forma la columna vertebral del estudio forense de Cooper sobre esta revolución del bienestar. Estos pensadores, escritores y activistas, reclutados de entornos universitarios, organizaciones de mujeres, adherentes del evangelio social, la Sociedad Fabian, y la naciente London School of Economics, se unieron en torno a la necesidad de una reforma social centralizada, y ayudaron a efectuar la traducción del liberalismo clásico al nuevo, en el cual el deber primordial del estado era asegurar la libertad positiva antes que la negativa. La gente necesitaba ser «libre para…» más bien que «libre de…». Qué tan pobre, desabrigada, hambrienta, desprotegida o enferma estaba la gente ahora se consideraba un asunto legal y no simplemente voluntario o privado. El impacto fue inmenso en prácticamente cada área de las políticas sociales: pensiones, educación, bienestar infantil, seguro de salud y desempleo, tributación, etc.

El Estado recientemente aumentado, consolidado por la economía de la Primera Guerra Mundial, más bien era más grande, cuando no más ordenado, que aquel del cual emergió, y las décadas de entreguerras —a pesar de su reputación de no haber construido hogares para los héroes, el Hacha de Geddes que golpeó el gasto público a comienzos de la década de 1920, y la penosamente inadecuada respuesta al desplome de 1929 y la posterior depresión— se mantuvieron como un periodo de crecimiento del Estado. Una segunda economía de guerra, más eficiente y más total que la primera, demostró nuevamente que lo que el país podía hacer si todos empujaban juntos, y una determinación de ganar la paz lo mismo que la guerra dispuso al país para su segunda revolución de bienestar a fines de la década de 1940, cuando el gobierno de Attlee transigió y reformó tanto como mandó y transformó. El resultado fue que, con toda su novedad, confianza actuarial y popularidad, el Estado de bienestar que implementó el gobierno de Attlee, en circunstancias extraordinariamente poco propicias, no fue tanto una novia inmaculada como un Frankenstein hilvanado a partir de disposiciones e instituciones preexistentes. La nueva Jerusalén no fue tanto un nuevo edificio como una casa prefabricada, construida con algunos materiales sospechosamente conocidos.

E ideas conocidas… porque la nueva Jerusalén del Estado de bienestar no fue el resultado de la clase de ideología socialista pura que uno ve en ciertas hagiografías cinematográficas, sino más bien una mezcolanza de ideas que abarcaban desde el marxismo trasnochado al nuevo liberalismo, la economía keynesiana, el conservadurismo «nacional» de Stanley Baldwin, e incluso un toque de eugenesia.

Y, por supuesto, el cristianismo, porque, aún más allá del registro teológico de los «días designados» y «nuevas jerusalenes», la generación del Estado de bienestar estaba profundamente informada por el cristianismo británico. Y esto nos lleva a la segunda ironía.

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Pese a la buena y documentada historia que cuentan Renwick y Cooper, el paisaje cristiano donde ella acontece está totalmente ausente.

La única posible mención que hace Renwick de la Iglesia, en su libro que por lo demás es equilibrado y abarcador, es la referencia depresivamente escéptica a la reforma educacional en la década de 1940, en la que dice que las iglesias protegieron firmemente sus territorios educacionales con el fin de crear «una nueva generación de feligreses que meterían sus manos en los bolsillos cuando pasara el plato de las ofrendas en los servicios dominicales».

Él menciona unas pocas figuras normalmente al pasar: Rev. Prebendado H. Russell Wakefield, quien estuvo junto a la infatigable Beatrice Webb; Charles Masterman, quien trabajó con Lloyd George y Churchill en el primer periodo de reforma de bienestar; Keir Hardie, el primer parlamentario del Partido Laborista Independiente, y, en varias ocasiones, el influyente socialista cristiano R. H. Tawney. Sin embargo, estos tienden a ser personajes secundarios, cuyas convicciones cristianas motivantes son en gran medida irrelevantes.

Cooper es menos ciego a la significación eclesiástica, y señala la influencia de la Unión Social Cristiana en el desarrollo de su «contra-elite» hacia el final del siglo XIX; de la filosofía cuasi-cristiana de T. H. Green, y, en particular, la influencia del canónigo Barnett y el movimiento Settlement; en cada caso reconociendo la base cristiana de sus motivos y labor.

Los autores pueden objetar que en realidad no estaban escribiendo una historia de la influencia de la iglesia en la evolución del Estado de bienestar, y esa sería una objeción justa. Pero la general elusión de esa influencia sugiere (al menos para mí) que tal historia es casi completamente desconocida y necesita ser escrita (me veo tentado).

Necesitamos escuchar cómo, a mediados del siglo XVIII, los ministros de la Iglesia de Escocia Robert Wallace y Alexander Webster ayudaron a establecer el primer fondo de seguro basado en principios actuariales para las viudas y huérfanos de los ministros fallecidos, con lo cual proveyeron la base para la histórica Sociedad Escocesa del Fondo para Viudas y Seguro de Vida fundada en 1815.

Necesitamos escuchar sobre cómo Hannah More pasó la década de 1790 fundando escuelas en Mendip Hills donde a los hijos de agricultores y obreros se les enseñaba a leer, a menudo contra los deseos de agricultores y obreros (y contra los que estaban convencidos de que la educación hacía que los sentimientos revolucionarios a la francesa fueran más probables y no menos), con lo cual preparó el camino para la fundación de la Sociedad Nacional para la Promoción de la Educación de los Pobres en los Principios de la Iglesia Establecida en Inglaterra y Gales en 1811, el primer intento a nivel del país entero de un sistema de educación.

Necesitamos escuchar más sobre cómo Anthony Ashley Cooper, 7° Conde de Shaftesbury, hizo una incansable campaña a lo largo de las décadas de mediados del siglo XIX para que el estado reformara las leyes sobre la demencia, implementara restricciones al trabajo infantil, regulara las prácticas de las fábricas, prohibiera el empleo de mujeres y niños en las minas, y de niños como limpiadores de chimeneas, y aboliera el comercio del opio. Con ello legitimaba la hasta entonces hereje noción de que tales asuntos eran responsabilidad del estado y no de los dueños individuales de molinos, minas y fábricas.

Necesitamos escuchar de cómo el Rev. William Blackley se convirtió en la primera persona en promover un sistema nacional de seguridad en 1878, plan al que posteriormente el conde de Carnarvon le dio urgencia en la Cámara de los Lores en 1880, y que se convirtió en materia de un comité selecto de investigación de la Cámara de los Comunes en 1885. Y sobre cómo la Sociedad de Templanza de la Iglesia de Inglaterra, a través de sus voluntarios dentro del sistema de tribunales, desarrollaría el primer servicio de libertad condicional del país. Y sobre cómo el Arzobispo Frederick Temple, en un discurso a una delegación de sociedades de comercio en 1900, afirmó un plan propuesto por Charles Booth, de que el estado pagaría una pensión de 5 chelines a la semana a todos los mayores de 65 años. Y acerca de la influencia de Rowntree y de Cadbury. Y sobre cómo el Arzobispo William Temple hizo más que cualquier otra persona en la Gran Bretaña de entreguerras para cambiar el clima de la opinión pública en favor de la intervención estatal.

En resumen, aunque la historia de la influencia de la iglesia y el pensamiento cristiano sobre la voluntaria «prestación de servicios» (como la llamaríamos de manera anacrónica) se conoce vagamente (cuando no se pasa totalmente por alto; si alguien conoce una historia sólida y abarcadora sobre esto en el Reino Unido, que por favor me lo haga saber), la historia de la influencia de la iglesia y el pensamiento cristiano sobre el surgimiento de la noción de que el estado tenía responsabilidades en proveer tales servicios se desconoce casi por completo y, hasta donde yo sé, nunca se ha escrito (insisto: las correcciones son muy bienvenidas).

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Tal como la sordera a la influencia eclesiástica y teológica en todo esto es ahistórica, también lo es la creencia de que la iglesia siempre ha estado a favor de más intervención (como Boyd Hilton, entre otros, demostró hace mucho tiempo). La historia de la relación entre la iglesia y el Estado de bienestar es enrevesada y sinuosa.

La idea de que actualmente está experimentando otro de sus giros subyace en el breve libro For Good: The Church and the Future of Welfare (2017), de Sam Wells, con Russell Rook y David Barclay, el cual examina el pasado, presente y futuro de cómo la iglesia debería involucrarse con el estado en la prestación de servicios de bienestar. Wells observa que el nivel de la acción social de la iglesia parece haberse elevado en las últimas décadas, contra la tendencia en cuanto a afiliación y participación. Digo «parece» porque, luego de haber escrito extensamente al respecto en el informe de Theos «Doing Good» (2016), pienso que es importante reconocer que la evidencia empírica no es tan potente como desearíamos. Todos los indicadores apuntan a que menos «cristianos» están realmente haciendo más con su cristianismo, pero por el momento no hay suficientes indicadores para estar seguros. Comoquiera que sea, el nivel de acción social de la iglesia —podemos decirlo con confianza— no ha disminuido.

Sin embargo, lo que ha hecho falta, observa Wells acertadamente, es «una teología, un relato y un ethos general detrás de esa acción». Wells sitúa esto en la idea del «bien». Él escribe que, hace setenta años, el estado se convirtió en la iglesia, educando, cuidando y apoyando a aquellos que antes eran atendidos como parte de la misión cristiana. Esto es en parte una exageración, pero es perdonable, pues atrae la atención al cambio más significativo que le ha ocurrido tanto a la iglesia como al estado en el siglo XX, hecho que se convirtió en un motor de secularización que ha eclipsado el impacto de la selección natural o incluso de la crítica bíblica en el siglo XIX. «Al ser desprovistas las iglesias de los elementos compasivos que miraban al exterior y que constantemente renovaron su vida y diversificaron su composición, gradualmente descubrieron que su propósito y membrecía se reducía a un programa cada vez más introvertido en favor de sus propios intereses».

Esto, una vez más, es algo exagerado. Nadie podría decir que Faith in the City busca sus propios intereses. No obstante, plantea un punto valioso. Si el Dios de amor fue encontrado primero por el amor de los piadosos, como muy a menudo lo es, la anulación de los piadosos a manos de los servicios estatales naturalmente causa cierta confusión en quienes están fuera del redil. ¿Cuál es exactamente tu propósito? El canto congregacional, una o dos oraciones, y una rica taza de té y una charla son algo muy bueno, pero probablemente el mundo puede seguir rotando en su eje sin ello.

El lento resurgimiento de la acción social de la iglesia puede deberse a que cada vez más cristianos están descubriendo las implicaciones sociales del evangelio, aunque, luego de escribir acerca de los siglos del involucramiento cristiano en la política y la sociedad (Freedom and Order 2011), sospecho que este, de hecho, es un descubrimiento constante. La mayoría de las generaciones piensan que de alguna forma ellas están redescubriendo el verdadero mensaje del evangelio, recuperándolo desde la ceguera y la pereza ética de las generaciones anteriores. La mayor parte del tiempo en realidad están simplemente recapturando y reformulando el evangelio, explorando su mensaje de modo que conocen el lugar por primera vez. El pensamiento y la acción sociales cristianos, ya sean reformados o no, siempre se están reformando.

La verdad probable es que ese resurgimiento se deba a que el Estado, con todo su tamaño, dinero y esfuerzo —vasto según cualquier comparación excepto la de los últimos años—, no está logrando entregar todos los bienes. Y aquí es donde entra la idea de los «bienes» de Wells. El Estado, escribe él, es bueno para abordar déficits, el tipo de carencia, desocupación, ignorancia, enfermedad y miseria del informe de Beveridge. Pero no es bueno para cultivar activos, asegurar relaciones, creatividad, asociación, compasión y alegría. Las iglesias, en contraste, no están bien equipadas para atacar los gigantes de la necesidad, pero están mucho mejor posicionadas para cultivar los bienes de una vida plenamente humana. «Para las iglesias, el objetivo sin duda debe ser el florecimiento (no abolir la carencia); la realización (no abolir la desocupación); la inspiración (no abolir la ignorancia); ser una bendición (no abolir la enfermedad); la esperanza (no abolir la miseria)».

Una vez más, uno podría ponerle reparos a la naturaleza extremadamente esquematizada de esta división, y no está nada claro dónde termina un déficit y comienza un bien, pero como recurso heurístico y norma general resulta útil. Con tal norma de «una visión de bienes» instalada, Wells se basa en tres estudios de caso y en investigación más amplia para examinar qué aspecto ha tenido, tiene y debería tener en el futuro la acción social de la iglesia, conduciendo un rumbo entre «los peligros gemelos de la acción social como proselitismo solapado o como voluntariado insípido».

La respuesta es útilmente flexible; el penúltimo capítulo del libro bosqueja cinco modelos de interacción iglesia-estado —desde la Contradicción, pasando por Contraste, Complemento y Colaboración hasta Cooptación— que las iglesias podrían y de hecho deberían adoptar, dependiendo de las circunstancias. «La señal de una iglesia saludable puede que no radique solo en el número de sus proyectos de acción social, sino también en su flexibilidad para adoptar el enfoque más apropiado para un problema dado en un clima y contexto particular».

Esto está admirablemente alejado del dogmatismo. La relación entre iglesia y Estado (de bienestar) no puede ser rígida, y ahora, más que nunca, no existe la panacea. Al adoptar este enfoque comprometido pero flexible, podemos esperar ver un creciente nivel de acción social eclesiástica —dentro, a la par y más allá del Estado— en el futuro, y eso, a su vez, puede contribuir a que logremos ver una vez más cuánto ha habido en el pasado.

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Originalmente publicado en Theos, 2017. Traducción de Elvis Castro Lagos.