Estudios Evangélicos

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La inversión de nuestra vida en la economía divina

Pero para discernir la voluntad de Dios para nuestras vidas en el mundo del trabajo, se requiere cierto tipo de alfabetismo, la capacidad de leer la economía divina del trabajo humano.

Como cristianos, creemos que es importante hacer la voluntad de Dios, especialmente en las decisiones trascendentales de nuestras vidas[i]. Pero es precisamente al tomar estas importantes decisiones que a menudo nos sentimos indecisos. Esto no es menos cierto respecto a nuestras decisiones en cuanto al trabajo, cuando estamos particularmente ansiosos por un sentido de dirección. ¿Cómo saber a qué escuela ir, por cuál carrera decidirse, qué profesión ejercer, qué empleo tomar? En estas situaciones a veces nos encontramos deseando una señal milagrosa: una voz del cielo, un sueño instructivo, o quizá simplemente una luz en la dirección correcta. Pareciera como si cualquier cosa bastaría si tan sólo Dios nos hablara directamente y nos liberara de nuestra incertidumbre. Pero a menudo tales señales no aparecen. ¿Es que Dios sólo ha hablado a unos cuantos selectos y al resto nos ha dejado solos?

 

Por cierto que no. Pero para discernir la voluntad de Dios para nuestras vidas en el mundo del trabajo, se requiere cierto tipo de alfabetismo, la capacidad de leer la economía divina del trabajo humano, y ubicar nuestro lugar en ella. Si tal economía nos es oculta, probablemente sea porque tendemos a ver a Dios como una deidad distante, que solo realiza apariciones ocasionales en un mundo que por lo demás funciona en gran medida por su cuenta. Permítanme sacar a la luz esta economía contando dos historias, para luego concederme una pequeña teología histórica.

 

 

DOS HISTORIAS

 

Había una vez un hombre piadoso parado en el techo de su casa, rodeado de una creciente inundación. Su vecino se acercó en un bote y le ofreció sacarlo a tierra firme. “No, gracias. Dios cuidará de mí”, le informó, con un admirable tono de calma. El agua siguió subiendo. Luego vino un policía en un bote a motor y le dijo que subiera abordo. El hombre se rehusó y dijo “no se preocupe por mí; Dios es mi ayuda”. El agua era aún más honda. Finalmente apareció un helicóptero y le arrojaron una cuerda. Pero él no la tomó, gritando en medio de la corriente impetuosa, “¡Dios me va a salvar!”. En instantes el río lo arrastró y el hombre se ahogó. Al llegar al cielo, le preguntó a Dios por qué no lo había salvado. Dios le respondió “¿no te salvé? ¡lo intenté tres veces! Primero te envié un vecino, y te rehusaste; te envié un policía, y te rehusaste; luego te envié un helicóptero, ¡y volviste a rehusarte!”

 

Esta era una de las ilustraciones favoritas en los sermones de mi anterior pastor, y la escuché varias veces durante su cargo. El punto, sin embargo, quedaba bien claro cada vez que se contaba: con pocas excepciones, Dios ha escogido obrar en este mundo mediante la acción de las manos humanas. Tendemos a limitar a Dios a lo milagroso; pero de hecho Dios ha resuelto cuidarnos en gran medida mediante las actividades ordinarias de nuestros semejantes. Cada mañana le pedimos a Dios nuestro pan diario, y ya hay personas trabajando en la panadería. En mayor medida, así es como funciona el mundo de Dios.

 

Desde luego que Dios pudo haber creado un mundo en que se ocupara de nuestras necesidades directamente; un mundo en que el alimento apareciera milagrosamente en nuestra mesa a la hora de comer, que la ropa apareciera en nuestros armarios al comienzo de cada temporada, y los autos se repararan por misericordia durante la noche mientras dormimos. Pero Dios no eligió crear ese tipo de mundo. Él decidió crear uno mejor… aunque más desafiante. El decidió crear un mundo en que, como representantes de Dios, estamos involucrados en la constante tarea de creación y reparación de la creación; un mundo en que asumimos la responsabilidad por el bienestar de la tierra y todos los que la habitan, ejercitamos la mente y la imaginación, tomamos decisiones significativas y gastamos nuestra energía.

 

El mundo que Dios creó es también un mundo donde no somos autosuficientes. Es cierto: todos tenemos fortalezas y capacidades. Pero también somos criaturas con necesidades. Una vez más, Dios pudo haber creado un mundo distinto. Pudo habernos creado de tal modo que pudiéramos satisfacer todas nuestras necesidades por nuestras propias fuerzas. Pero Dios quiso conectarnos unos a otros en un círculo de necesidad y cuidado, hacer de nosotros una sociedad de personas interdependientes que sirven a los demás y son servidas por los demás. Cada conexión en la trama social se realiza donde la necesidad y la habilidad humanas se encuentran. Nacemos ignorantes, pero existen los padres y los profesores; nacemos desnudos, pero están aquellos que diseñan, fabrican y distribuyen el vestuario; nacemos con hambre, pero están quienes producen, distribuyen y preparan comida. Pronto crecemos y encontramos nuestro propio lugar en este sistema interconectado de apoyo mutuo. En ese momento, comenzamos a participar del modo en que Dios cuida de la comunidad humana. Invertimos nuestras propias vidas en la economía divina.

 

Muy mal, entonces, hizo el hombre que se ahogó al rehusar la ayuda de los demás cuando la necesitaba. Hay otra historia que contar acerca del vecino de este hombre desafortunado; se trata de Carlos. Él también era un hombre piadoso. Era gásfiter. Pero él nunca tuvo el sentido del llamado de Dios para su vida. Carlos pasó años orando por una señal clara que lo pusiera en una tarea especial en el servicio del Reino, señal que nunca llegó. Y siguió siendo un gásfiter hasta su último respiro. Al llegar al cielo, le preguntó a Dios por qué nunca había tenido un llamado. Dios le respondió: “¿te acuerdas cuando trataste de salvar a tu vecino en la inundación? Yo te llamé aquella vez. Porque te he ordenado amar a tu prójimo, y yo te di un bote y un prójimo necesitado. El llamado fue claro y tú respondiste. De hecho, como gásfiter estuviste respondiendo a mi llamado todo este tiempo, al servir a tu prójimo en necesidad con los talentos, capacitación, herramientas y oportunidades que te di”.

 

Nuestra tendencia es a pensar que Dios sólo llama a la gente a tareas especiales en formas espectaculares; y a veces Dios lo hace. Como en el caso de Carlos,  nos cuesta ver la conexión entre nuestro trabajo cotidiano y el tipo de vida al que Dios nos llama. Le damos escaso significado religioso a nuestro trabajo, si es que se lo damos. Tendemos a restringir el alcance del llamado de Dios al ámbito de los asuntos de la iglesia o proyectos misioneros. Pero también debemos reconocer el llamado de Dios en el mundo del trabajo, oírlo hablar en las circunstancias cotidianas de la vida. Porque también allí él nos llama a servir. El reformador del siglo XVI Juan Calvino estaba en lo cierto al escribir: “Ninguna labor es tan vil y baja, mientras en ella obedezcas el llamado, que no resplandezca y sea tenida en gran estima a los ojos de Dios”.

 

 

 

 

 

UN POCO DE TEOLOGÍA

 

En los albores de su historia, la iglesia cristiana hizo una distinción notoriamente inútil entre dos tipos de vida cristiana, entre dos caminos al cielo. El camino superior era para todos aquellos que estuvieran dispuestos a dejar el mundo atrás y entrar al monasterio a una vida de oración y meditación. Ellos eran cristianos a tiempo completo. Habían recibido un llamado de Dios, un llamado a abandonar sus trabajos y familias para vivir la vida religiosa. El camino inferior era para el resto de nosotros, ya reacios, ya incapaces de liberarnos de nuestras complicaciones seculares. Nosotros vivimos una vida regular. Trabajamos para ganarnos la vida, nos contenemos tanto como podemos de causar mal, y vamos a la iglesia los domingos. Somos cristianos de tiempo parcial. Tenemos un pie en el ámbito de lo sagrado, y el otro en lo secular. Aparentemente nunca experimentamos el llamado de Dios, aquella vocación especial.

 

El reformador alemán Martín Lutero cuestionó esta versión doble-vía de la vida cristiana al decir que todos los cristianos tienen un llamado de Dios, y que nuestro llamado puede (y generalmente así ocurre) cumplirse en medio de nuestros afanes “seculares”. La vida cotidiana, en efecto, no es secular; está llena de significado religioso. Porque es el escenario de la actividad providencial de Dios, una actividad en que participamos mediante nuestro trabajo. Dios nos llama a cada uno a servir a nuestro prójimo desde los diversos roles, o “puestos” en que hemos sido ubicados. Si soy panadero, entonces Dios me llama a satisfacer la necesidad de mi prójimo del pan diario. Si soy padre, entonces Dios me llama a cuidar y educar a mis hijos. Si soy ciudadano de un país democrático, entonces Dios me llama a participar en la vida política de la nación. Al responder a nuestros llamados, en realidad estamos participando de la preocupación de Dios por la humanidad y la tierra. Somos colaboradores de Dios. El llamado no requiere que abandonemos el mundo, sino que nos involucremos en el mundo en nombre de Dios.

 

El concepto de vocación fue modificado por los reformadores de la segunda generación en modos que hoy son importantes para nosotros. Lutero enseñó que para descubrir nuestra vocación solo tenemos que reflexionar sobre la posición social que ya ocupamos. A esta posición él la llamó “puesto”[ii]. Nuestro llamado está mediado por los deberes asociados con nuestro puesto en la vida. Para descubrir nuestro llamado, solo necesitamos recordarnos quién somos. Lutero, en cierta medida aún aferrado a la cosmovisión medieval, enseñó que tales puestos eran una expresión directa del orden de la creación, tan buenos y tan estables como el cambio de las mareas o el ciclo de las estaciones. Durante las convulsiones sociales en los inicios de la época moderna, los calvinistas se dieron cuenta de que las instituciones sociales son en parte el resultado de la creación humana, y por lo tanto, ni especialmente estables ni especialmente buenas. Los deberes y expectativas asociadas al rol social del padre en algunas sociedades pueden ser peligrosos y dañinos. Lo mismo puede ocurrir con los deberes y expectativas que vulneran a quienes actualmente practican la ley familiar. Por esta razón, los calvinistas realizaron dos modificaciones al concepto de vocación que habían recibido. En primer lugar, para descubrir nuestra vocación, inicialmente no miramos a los deberes asociados con nuestro puesto en la vida, sino a los dones que Dios nos ha dado como individuos. Luego podemos considerar cómo se pueden emplear aquellos dones al interior de una estructura social dada. En segundo lugar, si una estructura social, es decir, un patrón existente de prácticas y expectativas, no permite el uso de nuestros dones de modo que verdaderamente sirvan al prójimo y honren a Dios, entonces se debe cambiar la estructura social. Lo que el calvinismo incentivaba era acomodar las instituciones sociales existentes a nuestra vocación, no la vocación a las instituciones sociales.

 

 

DOS DIRECTRICES

 

El concepto de vocación es rico y expansivo, digno de toda una vida de reflexión y exploración. Entre sus implicancias hay dos directrices que nos dan alguna orientación para discernir nuestra vocación y así invertir nuestras vidas en la economía divina. Ellas se desprenden inmediatamente de la noción de trabajo como el lugar social donde podemos poner los talentos que Dios nos ha dado al servicio de los demás.

 

El primer paso para discernir una vocación es identificar los dones específicos que Dios nos ha dado. Los dones sirven como indicadores de lo que Dios querría que hiciéramos con nuestras vidas. Porque Dios nos los dio con el propósito de que fueran desarrollados y empleados para el bien de la comunidad humana. Como miembros de la iglesia, se nos ordena que “cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido” (I P 4.10a NVI). El mismo principio vale para la sociedad en general.

 

Debemos ser cuidadosos de no dar una definición muy estrecha de nuestros dones. Por cierto incluyen nuestros talentos y habilidades, pero también comprenden nuestras inquietudes e intereses. Prácticamente cualquier habilidad podría ser usada para una variedad de trabajos. Las inquietudes e intereses ayudan a reducir el campo. Si he sido bendecido con una destreza manual en un grado inusual, existe una buena cantidad de trabajos en que podría destacar, yendo desde odontología a reparación de relojes. Pero si me inquieta profundamente la salud de los demás y me interesa la práctica de la medicina, entonces quizá debería considerar convertirme en cirujano.

 

El descubrimiento de nuestros dones no es asunto de simple introspección o auto-evaluación privada. Descubrimos para qué somos buenos al reflexionar sobre la trayectoria de nuestras experiencias de vida y sobre lo que los demás manifiestan sobre nosotros. ¿Qué cosas he hecho, y las he hecho bien? ¿Se trataba de un trabajo con personas, ideas o cosas? ¿Trabajo mejor en grupos o a solas? ¿Dirijo el grupo o acato instrucciones? ¿Me va mejor en lo rutinario o en la variedad? ¿Puedo pasar horas sentado en una oficina o necesito estar activo en el exterior? Al responder estas preguntas es importante escuchar humildemente a los demás; a menudo ellos tienen una mejor y más sobria visión de nosotros mismos que la que nosotros tenemos. Todos conocemos personas que porfían en hacer aquello para lo que no están hechos, a pesar de que repetidamente se les ha advertido “pastelero a tus pasteles”.

 

El segundo paso para descubrir la vocación consiste en encontrar un lugar donde nuestros dones puedan ser puestos a disposición de quienes puedan beneficiarse de ellos. Desde luego, como criaturas interesadas que somos, nos vemos tentados a considerar primero cómo beneficiarnos nosotros de nuestros dones. Tendemos a evaluar un trabajo sólo en base al salario, la seguridad, el status y la satisfacción. Todas estas son consideraciones legítimas; sin discusión. Pero la consideración principal, para alguien que quisiera seguir a Cristo en el mundo del trabajo, es el servicio. Una vez más, Calvino tiene qué decirnos: él recomienda que quienes pertenecen a la familia de la fe, deberían “escoger los empleos que signifiquen el mayor provecho para el prójimo”. Ello equivale a decir que, como cristianos, estamos obligados a evaluar un trabajo en virtud de su contenido social, según cuánto beneficia –o daña– a los demás. Debido a los efectos del pecado en la conformación institucional del trabajo en nuestra sociedad, no podemos suponer que todas las ocupaciones que existen son igualmente útiles, o que los empleos mejor pagados son los que satisfacen las mayores necesidades y las más importantes. Para acoger nuestro llamado, no sólo necesitamos una sobria estimación personal, sino también una comprensión crítica de nuestra sociedad.

 

La vocación es un llamado de Dios a utilizar los dones que él nos ha dado para el beneficio de la comunidad humana. En respuesta a ese llamado, tenemos que descubrir y desarrollar los dones que Dios nos ha dado, y luego encontrar un lugar donde puedan ejercitarse al servicio de las necesidades de nuestro prójimo.

 

 

perspectiva bíblica

 

Quienes están habituados al lenguaje bíblico sobre el llamado puede que se pregunten si en la Escritura existe mayor respaldo para el concepto del trabajo como vocación. Consideremos algunos de los pasajes claves en el Nuevo Testamento que tratan sobre el llamado cristiano: Se nos llama al arrepentimiento y la fe (Hch. 2.38); se nos llama a la comunión con Cristo (I Co 1.9); se nos llama a salir de las tinieblas a la luz (I P 2.9); se nos llama a ser santos (I P 1.15); en efecto, se nos llama a pertenecer a la comunidad de los santos (Ro 1.7; I Co 1.2).

 

Podríamos agregar más citas, pero quizá ya se puede captar el sentido. La gran mayoría de las veces en que aparece la palabra “llamado” (en griego klesis) en el Nuevo Testamento, no se refiere en absoluto al trabajo, ocupación o empleo remunerado. En estos pasajes, como ha indicado recientemente el teólogo escocés Gary Badcock, no se nos llama a un trabajo en particular, sino a una forma de vida, una vida de amor hacia Dios y el prójimo; una vida de fe, esperanza, bondad, paciencia y caridad. En este sentido, todos los cristianos tienen el mismo llamado: seguir a Cristo, y al hacerlo, adecuarnos a su imagen. Entonces podemos preguntar: ¿qué tiene que ver esto con el trabajo?

 

El concepto de trabajo como vocación se hace manifiesto al preguntarnos cómo nos proponemos seguir a Cristo. Él nos ordenó amar a nuestro prójimo. ¿Cómo responderemos a ese mandamiento? En este punto el concepto de vocación remite a la imagen neotestamentaria de la iglesia como un cuerpo: todos son llamados a seguir a Cristo, la cabeza de la iglesia, pero cada uno tiene un rol especial que desempeñar en el cuerpo en base a un don único. El concepto de trabajo como vocación en efecto indica que el mismo principio vale para la sociedad en general. Como cristiano, estoy llamado a amar a mi prójimo. Pero yo respondo al llamado en base a mi particular conjunto de habilidades y aficiones: como constructor de casas, fabricante de autos, orientador educacional, ministro de jóvenes o higienista dental.

 

Mi trabajo, desde luego, es sólo uno de los lugares en que respondo a mi llamado. También respondo como ciudadano de un país democrático, como vecino en la calle de mi pueblo, y como miembro de una comunidad religiosa local. La vida humana es multifacética. Así también será nuestra respuesta al llamado de Dios. Cuando Jesús llamó a sus discípulos a amar a Dios y al prójimo, los llamó a una forma de vida que no conoce límites o encasillamientos. Aquél llamado, nuestra vocación, exige una respuesta desde todos los roles y relaciones en que nos encontremos.

 

No necesitamos vender todas nuestras posesiones y entrar al monasterio con el propósito de ser cristianos a tiempo completo. Ni necesitamos entrar al campo misionero. Podemos responder al llamado de Dios en medio de nuestra vida cotidiana, incluido nuestro trabajo. Esto causa que ser un cristiano serio sea a la vez más fácil y más difícil: más fácil, porque no necesitamos abandonar el matrimonio, el dinero o el éxito para seguir a Cristo; más difícil, porque verdaderamente debemos seguir a Cristo en todas las áreas de nuestra vida, tanto en el trabajo como en la iglesia. Cuando somos serios en ese aspecto, podemos encontrar que el sacrificio requerido es tan grande como los sacrificios que hicieron los santos que admiramos a la distancia. Pero así también la recompensa será igualmente grande.

 

 


[i] Copyright del Center for Christian Ethics, Baylor University para el original y la traducción. Traducción de Elvis Castro. Traducido y publicado con autorización del Center for Christian Ethics.

[ii] El autor utiliza “state” para traducir el alemán “Amt”, que podría también ser traducido como cargo, ministerio, oficio o función (N. del T.).

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