Estudios Evangélicos

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La traición inconsciente

Hay que estar despiertos, pues la traición inconsciente, adormilada, puede ser la más común de todas.

I.            Introducción

 

Se supone que las traiciones son conscientes. Estamos acostumbrados a concebir a los traidores como sujetos que saben lo que están haciendo, son maquinadores, preparan en secreto -pero con absoluta conciencia- el mal que van a hacer. Los vemos como sujetos de una perversidad hiperconsciente. Por lo mismo, porque acostumbramos ver el mal como algo extremadamente consciente, a la ignorancia la vemos como algo malo, pero no muy malo, no fatal. Fatal, tendemos a pensar, es sólo el mal hecho a sabiendas. ¿Pero es así? La misma Biblia nos habla a viva voz sobre una ignorancia fatal: “porque aquel no es pueblo de entendimiento, por tanto, su Hacedor no tendrá de él misericordia” (Is. 27:11). Quiero a continuación ilustrar esto de un modo que nos permita captar la gravedad de la inconciencia y ver algunos caminos para salir de ella.

 

Quiero partir por situar esto de modo específico en el contexto latinoamericano, aunque lo que nos ocurre no es radicalmente distinto de lo que ocurre a los cristianos en otras latitudes. Recuerdo con una mezcla de risa y vergüenza cómo hace algo más de una década podíamos sentarnos con amigos a hablar sobre la crisis moral de Europa, o sobre el retroceso del cristianismo en el hemisferio norte, y pensar que nosotros, los del sur del mundo, éramos una especie de “reserva moral” de la humanidad. Tal vez sea esa misma soberbia la que esté siendo castigada hoy, cuando los mismos problemas que antes diagnosticábamos en otros brotan con tanta más rapidez en nuestro continente. Y no pienso sólo en problemas morales, sino también en la fidelidad al mensaje cristiano. Es cierto que las estadísticas nos tienen acostumbrados a seguir mirando Latinoamérica como un continente en que el cristianismo evangélico no para de crecer. Pero creo que esa imagen empieza a resultar engañosa: una generación atrás era común conocer casi sólo el caso de gente que pasaba de no ser evangélica a serlo; hoy ya es común que a muchos nos haya tocado presenciar además procesos inversos. No creo que falte mucho para que eso se refleje también en estadísticas.

 

En eso estamos en una situación similar a la del resto del mundo. Pero hay un sentido en que para nosotros es tal vez más grave el componente de inconciencia. Piénsese en lo siguiente: en otras regiones el abandono del evangelio es muchas veces producto del directo ataque por parte de intelectuales ateos. Los nombres del nuevo ateísmo –Dennet, Dawkins, Hitchens, etc.- circulan por las librerías. También por nuestras librerías circula material anticristiano, por supuesto, pero menos directamente: antes que un libro de propaganda atea, entre nosotros se lee ensayos sobre otras materias, que gota a gota dejan caer ideas venenosas, que corroen nuestra mente y nuestro carácter poco a poco, pero rara vez mediante un ataque directo. Así, los leemos sin saber lo que estamos absorbiendo. Algo similar ocurre en el campo moral: lo que en otros países fue una rebelión abierta, acá no lo es: acá es copia de la rebelión de allá, moral de teleserie, mucho menos consciente de lo que está haciendo, mucho menos consciente de todo lo que busca rechazar con sus actos. En cualquier caso, tanto en las grandes batallas culturales y morales de hoy como en la difusión del evangelio estamos en una situación que debiera ser causa de preocupación. Tanto más por el hecho de que carecemos del marco adecuado para preparar una respuesta: Mark Noll ha dejado caer una preocupante afirmación al sostener que “mientras la mayor parte de los cristianos se encuentra en una parte del mundo, las más fuertes instituciones educacionales del cristianismo se encuentran en otra parte del mismo”[1]. Pero aunque eso muestra el largo recorrido que tenemos por delante, algo se puede comenzar a hacer, y lo primero es tomar conciencia de nuestra inconciencia.

II.            Dos casos concretos: apostasía y convivencia prematrimonial

 

Dirijamos, pues, la mirada a dos muestras concretas de “traición inconsciente”. Es raro que sucumbamos ante ataques directos. Lo normal no es que llegue un musulmán a la puerta de nuestra casa, converse media hora con nosotros y nos convenza de seguir su camino; lo normal no es que leamos un libro con el título Por qué no soy cristiano y éste nos convenza; lo normal no es que teniendo claras las alternativas decidamos abiertamente rechazar lo que creíamos. Por el contrario, lo que suele ocurrir es que, sin saber cómo, nos damos alguna vez cuenta de que en realidad hace ya bastante tiempo que no creemos tal o cual cosa. ¿Cómo es que dejamos de creer en ella? Tampoco eso parece muy claro: en realidad nunca rechazamos dicha creencia abiertamente, pero sí adoptamos muchas otras que silenciosamente la desplazaron y excluyeron. Y creo que también en la Biblia se presupone que es ése el modo en que operamos: no se nos dice que dejemos de leer los libros de los impíos, pero sí se nos advierte contra “dejarnos llevar”. No por eso menos culpable, nuestra traición suele ser bastante inconsciente.

 

El punto crítico no parece pues encontrarse en el “proselitismo” abierto que estén haciendo las visiones de mundo opuestas al cristianismo. No es que nos presenten una creencia distinta y, por algún motivo inexplicable, la abracemos. Eso ocurre, desde luego, pero muy rara vez. Pensemos, por ejemplo, en cómo se dan las cosas en el campo de la educación. El estudiante promedio casi nunca se encontrará con que a lo largo de sus estudios se le entregue un libro abiertamente anticristiano, que lo llame abiertamente a dejar su fe. Lo que se encontrará es una multitud de cosas que indirectamente minan su creencia. Se encontrará con una definición de lo que es el conocimiento que parecerá excluir al cristianismo. Desde luego no se tratará de una exclusión abierta, descarada, sino que la exclusión consistirá en que se reduzca la fe a opinión. Se encontrará con corrientes culturales que no parecen hostiles al cristianismo: dejan que nuestro estudiante siga creyendo, pero en realidad vacían de significado cualquier creencia que uno siga manteniendo. Así, nunca le dirán que debe decidirse a dejar el cristianismo, sino que él mismo se dará cuenta, retrospectivamente, de que hace tiempo que lo dejó: no mediante una decisión consciente, sino lentamente aceptando cosas que eran incompatibles con él, cosas que luego le parecerá demasiado duro perder.

 

La situación más común no es pues la de una lucha abierta entre dos cosmovisiones rivales. Rara vez ha sido tal la lucha. Cuando Hitler, en Mi Lucha, escribió un capítulo sobre las iglesias, no tenía nada negativo que decir sobre ellas: es sólo en su capítulo sobre “visión de mundo” que habla del “terror” cristiano y anuncia que “sólo se vence un terror con otro terror”[2]. Para el cristiano que sólo abrió el capítulo sobre las iglesias, tiene que en verdad haber parecido un tipo medianamente inofensivo, respecto del cual se puede ser tan inconsciente como lo suelen ser los cristianos respecto de todo acto de gobierno. ¿Hay una alternativa a eso? Sin duda. Helmut Thielicke, uno de los (pocos) teólogos alemanes que logró desde un comienzo tener los ojos abiertos para esta amenaza, da una razón muy sencilla para explicar cómo mantuvo tal claridad: “fui de los pocos que leyeron Mi Lucha completo”[3]. Debiéramos condolernos de la gente que como él tuvo que leer semejante libro. Pero condolernos tal como uno se conduele de un niño cuando recibe una vacuna. Porque el efecto que la lectura tuvo sobre este hombre lo describe él mismo: lo inmunizó contra el nacionalsocialismo. Hay, en efecto, una inmunidad tremenda en saber realmente contra qué se está luchando, en volverse consciente de las antítesis, de las alternativas entre las que estamos puestos.

 

Pero la mayoría de las personas no posee tal inmunidad. A muchos no les hemos dado siquiera la oportunidad de ponerse esta vacuna. Ahora bien, hay que reconocer que esto puede tener un lado positivo, pues vale en ambas direcciones: así como hay cristianos inconscientes de cuánta cosmovisión anticristiana han en realidad abrazado, hay también no creyentes que son inconscientes de cuán cercanos se nos han vuelto, de cuánto se han acercado al cristianismo antes de oír siquiera abiertamente hablar de él. Como dice Agustín de Hipona en una carta, “si el diablo tiene hijos dentro de la Iglesia, ¿por qué Cristo no va a tener hijos fuera de ella?”[4]. No siempre hay un paganismo y un cristianismo nítidamente enfrentados, sino que hay una “frontera flotante” en cuyos márgenes viven cristianos inconscientes de las exigencias de su propia fe, pero también no creyentes que -si bien se burlan- tienen cierta idea de dicha exigencia y se ven atraídos por la seriedad radical de la propuesta cristiana. Esto tiene pues aspectos positivos. Pero sería fatal si entendemos esto como una posibilidad de ser cristiano inconsciente: hay aproximación inconsciente al cristianismo y hay abandono inconsciente del mismo, pero no hay cristianismo inconsciente. Como una y otra vez enseñaron los reformadores, no hay “fe implícita”[5]. El cristianismo implica conocimiento explícitamente abrazado. Pero entonces, aunque nos alegremos de algunos de los frutos positivos que puede tener la “inconciencia”, tenemos que luchar por desarmarla.

 

Cornelius Van Til veía muy bien que esto pone a los cristianos en una posición curiosa: estamos agradecidos por la situación de relativa inconciencia, pues esto permite que el cristianismo siga teniendo una silenciosa influencia en las vidas de muchos, pero al mismo tiempo tenemos que trabajar para desarmar dicha inconciencia, ayudar a la gente a “volverse más autoconscientemente guardadores o rompedores del pacto”[6]. Algo similar encontramos en la carta de Pablo a los Efesios, donde nos llama no a destruir el mal –lo cual no podemos- pero sí a ponerlo al descubierto, porque “todas las cosas, cuando son puestas en evidencia por la luz, son hechas manifiestas” (Ef. 5:13). Pero debemos tener muy claro que eso no es mero periodismo de denuncia: se trata de “poner en evidencia” no de cualquier modo, sino “por la luz”, y eso requiere preguntar por las raíces últimas del error, por los presupuestos finales de cada sistema de pensamiento. Si queremos trabajar por mantener la fidelidad a Dios, si queremos ayudar a otros a vivir en tal fidelidad, ésta debe ser hoy una de nuestras primeras tareas: aprender a iluminar la totalidad de la vida no sólo desde la pregunta por la salvación individual, sino desde una cosmovisión cristiana desarrollada de modo completo, mostrando de modo explícito lo que “el consejo completo de Dios” (Hch. 20:27) significa en cada aspecto de la vida, sin dejar lagunas, vacíos de inconciencia que son futuros focos de infidelidad.

 

Pero esto mismo vale no sólo en relación a la pérdida de la fe, sino también en relación a la desorientación moral. Alguna generación atrás las cosas estaban más claras. No es que no hubiera rebelión, sino que la había, pero precisamente con conciencia de lo que se estaba haciendo. En todos los tiempos hay hombres que violan sus principios; pero mientras los principios están en pie es posible volver a ellos. Hoy eso no es tan fácil. Tomemos un ejemplo sencillo, la convivencia previa al matrimonio  (lo cual nos permite seguir hablando de pactos). Se trata desde luego de una práctica muy extendida. Años atrás –y bastante pocos- se podía decir que si bien en Latinoamérica había muchos casos de personas que convivían, se trataba de una realidad aislada: eran muy pocos y ellos mismos lo escondían. Pero hoy es cada vez más normal la convivencia y más anormal el matrimonio. Y no es una práctica de gente “extraña”, sino muchas veces de quienes han crecido en un buen hogar. De hecho es eso lo significativo: son personas cuya cualidad moral no parece de modo alguno cuestionable, y en general no se trata de personas que estén intentando adoptar una actitud de “rebeldes”, ni nada por el estilo. No son ni más ni menos “promiscuos” que quienes se casan; se trata de gente buena, de esos que uno quisiera tener de colegas en el trabajo. Aparentemente se trata pues de personas a las que esto les ha parecido una sabia decisión. O bien -y esto es lo que en realidad creo- apenas se puede decir que hayan tomado decisión alguna: simplemente han llegado, ni ellos mismos saben bien cómo, a estar conviviendo. Y en ese sentido creo que este tema es paradigmático del mismo tipo de inconciencia por la que muchos dejan la fe: pocos de quienes conviven lo hacen en un espíritu de consciente rebelión, pues hacerlo en tal espíritu presupondría tener claras dos alternativas opuestas. Y tal vez nosotros hemos hecho demasiado poco para que las tengan claras.

 

Lo que ocurre es efectivamente eso: el escenario que enfrentamos es uno en que las alternativas no son presentadas con claridad. Parecería incluso difícil presentarlas con claridad. ¿Cómo presentarlas con claridad si también el matrimonio lo vemos como una institución medianamente pasajera? Si es tan disoluble como la convivencia, entonces sólo se distingue de ésta en tener un nombre en apariencia más “respetable” -y no me cuesta nada entender que muchos se rebelen contra eso. ¿Qué pasaría si introdujésemos claridad, conciencia, a este tema? ¿Cómo tendríamos que abordarlo? Hagamos el ejercicio. Lo que busca quien convive no parece nada de mal: antes de casarse, quiere probar. Probar no sólo una vida sexual activa, por supuesto, sino también la compatibilidad de carácter que parece requerirse para vivir juntos. ¿Tenemos algo que responder? Para quienes sólo hayan conocido el matrimonio como convención social, desde luego que no hay nada que responder. Responder sólo se puede desde una posición que es muy específicamente cristiana y a favor de la cual, sin embargo, se puede argumentar. Pues donde se dividen las aguas con claridad es si vemos el matrimonio como un pacto incondicional. Con esto quiero decir algo muy sencillo. Lo que caracteriza al matrimonio es precisamente el hecho de ser incondicional, pues si fuera condicional, si dependiera de nuestro buen carácter, de que no tengamos diferencias de opinión, si dependiera del enamoramiento permanente, de la compatibilidad de caracteres, de cualquier condición, fracasaría siempre. Porque las condiciones, en algún momento u otro, fallan. Siempre falla el enamoramiento, la simpatía, o alguna otra de las condiciones sobre las que se fundan las relaciones pasajeras. Lo que caracteriza al matrimonio, por el contrario, es la decisión de seguir siendo uno, aunque todo eso y mucho más pueda fallar. Es incondicional. Y por eso, desde luego, tiene que fundarse sobre Aquél que es el amor incondicional, que hizo un pacto de fidelidad incondicional para con los hombres, y que ve precisamente el matrimonio como una imagen de dicho pacto. Pero precisamente entonces no tiene ningún sentido intentar “probar”, pues la idea de “probar” es lo más absolutamente contrario al amor incondicional. “Probar” es decir “voy a ver si esta persona me resulta aceptable en tal o cual aspecto”, si me resulta aceptable en el mediano plazo como para comprometerme a largo plazo. Quienes tras probar de ese modo deciden que sí van a contraer matrimonio no por eso cuentan con una mayor garantía –aunque ellos mismos piensen que ahora están más preparados-, sino más bien con una falsa seguridad: la idea de que ahora sí se conocen, que no habrá sorpresas. Pero la vida siempre trae sorpresas, y se está mejor preparado para afrontarlas si se ha aprendido desde un comienzo lo que es el amor sin condiciones.

 

Por esto, y por muchas razones más, podemos decir que la enseñanza bíblica sobre el matrimonio como único camino de unión lograda entre el hombre y la mujer es una enseñanza plenamente vigente y que no tiene nada de arbitraria ni vergonzante. Y un cristianismo consciente del valor de sus enseñanzas sabría bastante más sobre cómo usar este conocimiento también en el trabajo de crítica cultural, que es una parte importante de la apologética. Pues el sacar a la luz los modos de pensar que han dado lugar a las distintas prácticas lleva muchas veces a que dichas prácticas se desmoronen por sí mismas. Así uno podría preguntar, por ejemplo, qué tan común sería la práctica de la convivencia –cuán capaces serían siquiera de seguir enamorados- si se cobrara plena conciencia de la mentalidad que dicha convivencia presupone: la mentalidad de las condiciones, de lo hipotético, del probar que nunca puede ser una entrega total. Por otra parte, uno podría llamar la atención sobre el absurdo de una sociedad en la que junto con el aumento de la taza de divorcios aumenta la convivencia previa. De ese modo, el resultado es que en lugar de una institución indisoluble, el matrimonio, tenemos dos disolubles: matrimonios disolubles y convivencias disolubles. Se requiere un espíritu singularmente obstinado para ver eso y considerarlo un progreso; pero la mayoría simplemente no lo ve, y por eso ni siquiera requiere ser obstinada.

 

Revertir dicho proceso es posible si empezamos a no sólo denunciar prácticas puntuales, sino a iluminar sus causas y sacar a la luz sus consecuencias, a preguntar por sus presupuestos últimos y a mostrar el tipo patético de sociedad que producen las cosmovisiones rivales del cristianismo. Pero esto cambiará también nuestras propias vidas: en el caso del tema en cuestión, implica dejar el matrimonio como convención social y abrazar el matrimonio como camino de discipulado cristiano. Esto, a decir verdad, es hacerlo más difícil todavía, pero precisamente eso ayuda a dejar claras las alternativas. Y, por cierto, tal toma de conciencia no consistirá nunca en salir a denunciar “traidores”. Cuando Jesús anuncia a los discípulos que uno lo traicionará, no responden preguntando “¿será Pedro?” “¿serán los hijos de Zebedeo?” Preguntan “¿soy, acaso, yo Señor?” (Mt. 26:22).

III.         Conclusión

 

Nuestra sociedad se caracteriza por celebrar la libertad de conciencia. Y está bien que sea así, pero precisamente enfatizando el último término: la libertad logra sobrevivir cuando hay conciencia de las verdaderas alternativas. Es de temer que lo que nuestra sociedad en realidad quiere cuando celebra la libertad de conciencia es una libertad lo menos consciente posible, con la menor conciencia posible de las antítesis ante las que estamos puestos como seres humanos. Así nunca nos vemos forzados a una elección, salvo cuando es demasiado tarde, porque ya hemos decidido inconscientemente. Aquí he buscado ilustrar este hecho a partir de dos casos muy distintos: cómo es que se deja la fe y cómo es que aumenta la convivencia prematrimonial. Puede parecer inapropiado tocar este último tema, habiendo tantos problemas morales en apariencia más graves y urgentes. Quienes conviven pueden decir que no le hacen daño a nadie, que hay decenas de otros temas que merecen mayor preocupación. Y en eso pueden tener razón. Pero no obstante la convivencia es sintomática respecto del tipo de “rebelión inconsciente” que caracteriza a nuestra sociedad. Nuestros caminos rara vez son el producto de una decisión conscientemente rebelde, sino más bien el producto de una incapacidad de decidir, de una incapacidad de entrega incondicional. En eso la convivencia no es un problema aislado de “moral sexual”, sino un síntoma general de nuestra cultura.

 

¿Estamos en las iglesias evangélicas preparados para responder a ese tipo de rebelión, rebelión que con su silencio y mediocridad ni siquiera parece tal? Por una parte parece que sí, pues nuestra característica principal, el llamado a una decisión consciente por Jesús, es precisamente un llamado a una radical y consciente vida nueva. Pero por otra parte parece que no, pues nuestro énfasis en tal momento de decisión nos puede hacer perder de vista la enorme cantidad de decisiones –aunque apenas quepa llamarlas así- que inconscientemente nos mueven día a día en una u otra dirección. Si eso se escapa a nuestra mirada, dejamos de trabajar para que también ese tipo de decisiones sean tomadas en la mejor dirección posible. En eso nuestro trabajo evangelístico tiene que ser complementado por un enorme esfuerzo que permita tener no sólo una decisión consciente, sino toda una vida consciente del tipo de alternativas entre las que estamos puestos, una cultura consciente de las opciones que se baten en ella.

 

Tener claro esto cambiaría mucho la actual respuesta cristiana ante los problemas morales de nuestra sociedad. Casi desaparecerían, creo, las marchas ante los palacios de gobierno para denunciar leyes que promueven la inmoralidad. El hecho de que los cristianos convoquen a ese tipo de actos precisamente confirma que solemos llegar tarde a las discusiones. Pues las leyes suelen aparecer simplemente consagrando situaciones que de hecho ya existen: quienes han querido cambiar las leyes han dedicado primero una generación a cambiar la cultura, y es poco lo que logramos si a última hora aparecemos reclamando contra tal o cual ley. También para nosotros el camino debe ser de largo plazo: dedicar una generación a cambiar la cultura, combinando inteligente crítica cultural con explicación completa de los supuestos básicos de las distintas visiones de mundo. Se trata de volver explícito un conocimiento que tal vez ya está presente en todos los fieles, pero que para mantenerse firme requiere precisamente de conciencia, de ser explicitado. Esta tarea de desarrollar una cosmovisión cristiana tal vez no sea evangelismo, pero es un necesario “preevangelismo” y “postevangelismo”, es cumplir con el llamado a hacer discípulos que guarden todo lo recibido.


[1] Mark Noll. The New Shape of World Christianity IVP, Downers Grove, 2009. pág. 28. Mi cursiva.

[2] Hitler. Mi Lucha, parte II, cap. 5 “Weltanschauung y Organización”.

[3] Thielicke, Helmut. Zu Gast auf einem schônen Stern Hoffman und Campe, Hamburgo, 1984. pág. 98.

[4] Carta 43, 4, 16.

[5] Véase, por ejemplo, Calvino, Institución III, 2, 2.

[6] Van Til, Cornelius. Common Grace and the Gospel P&R, Nutley, 1977, 85.

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