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Lo que anda mal con los «valores familiares»

Mientras que los conservadores no nos hagamos cargo de estas fuerzas más amplias, no seremos capaces de levantar más que una reacción de retaguardia.

En una reciente conferencia teológica en Wheaton, el arzobispo anglicano de Kenya, David Gitari, contó sobre una organización cristiana que arrendó una ambulancia para ayudar a obreros en una fábrica en la que de modo regular había heridos. Tras un tiempo, alguien tuvo la genial idea de partir preguntando por qué se producían tantos accidentes. Una vez dentro del edificio, los investigadores se encontraron con riesgos incontables: lo que requería reparación, más que los obreros, era la fábrica.

Durante el último medio siglo los conservadores en cuestiones culturales han estado desempeñando un servicio de ambulancia. Alarmados por el colapso de la moral sexual, las crecientes tazas de divorcio y el aborto legalizado, hemos dedicado energía y recursos a apuntalar la “familia tradicional”, concebida como el padre que trae el pan a casa, la madre hogareña y los hijos en común. Pero la familia nuclear tiene tanto de problema como de solución. El foco exclusivo que se pone en la defensa de la familia nuclear refuerza las dislocaciones sociales que crearon la crisis.

Para quienes se dedican a la historia social es una obviedad que la familia nuclear no es la familia tradicional. Hace años Peter Berger y Hansfried Kellner notaron que los matrimonios solían estar “firmemente incrustados dentro de una matriz más amplia de relaciones comunitarias”. Marido y mujer se conocían mucho antes de casarse, y su matrimonio “latía” con la misma vida que la comunidad que los rodeaba. Hoy, en contraste, “cada familia constituye su propio submundo segregado”, un submundo que por lo mismo requiere, para su construcción, de un “esfuerzo mucho mayor” de parte de las parejas casadas. Para las parejas de hoy “el éxito o fracaso pende de la idiosincrasia actual de nada más que dos individuos”. Bastan dos para bailar el tango actual –antes se requería de toda la aldea.

Ni el más tradicional de los tradicionalistas quiere volver a un mundo en el que las ambiciones del clan o de las dinastías políticas se sobreponen a los deseos de hombres y mujeres individuales. En sus mejores versiones, sin embargo, la “matriz más amplia de relaciones comunitarias” provee modelos para matrimonios de una vida entera, apoyo para enfrentar las tormentas de la vida marital, y docenas de ojos que pueden notar a tiempo cuando en un matrimonio las cosas se están volviendo agrias. Las comunidades son entrometidas, pero la intromisión puede ser un bien social.

Tradicionalmente, el matrimonio y la familia abrían a su vez nuestros ojos a la comunidad. Como lo dice Wendell Berry, “los amantes no deben, como los usureros, vivir para sí mismos. Deben al fin voltear su mirada desde sí mismos de vuelta a la comunidad”. Todavía hoy quien se casa “declara sus votos a la comunidad tanto como el uno al otro, y la comunidad se reúne en torno a ellos para oírlos y desearles el bien. Se reúne en torno a ellos porque comprende cuán necesaria, alegre y temible es esta unión”.

El matrimonio se extiende más allá de la comunidad local para alcanzar lo cósmico. “El matrimonio de dos amantes los une el uno al otro, pero también a sus antepasados, a sus descendientes, a la comunidad, al cielo y la tierra”. Incrustados en una red de relaciones, el matrimonio y la familia nuclear eran hechos sociales.

Para los cristianos, ese público más amplio es en primer lugar la iglesia. Durante cada una de las docenas de bodas que he llevado a cabo, he preguntado a la congregación si acaso “como iglesia y familia prometen hacer todo lo que esté en sus manos para sostener a estas dos personas en su pacto matrimonial”. He tenido la bendición de servir en una iglesia en la que el “amén” a esa pregunta nunca es puramente formal.

Comunidades fragmentadas debilitan al matrimonio, y nuestra sociedad parece arteramente diseñada como para fracturar a la comunidad. Las amenazas sutiles son las más corrosivas, y ellas se encuentran profundamente inscritas en la disposición física y en el patrón habitual de nuestras vidas. El momento en que un vecino puede literalmente ver a otro es cuando está cómodamente sentado en una burbuja de vidrio y metal a prueba de todo ruido. ¿Qué tipo de escrutinio sobre los matrimonios puede ofrecer una comunidad semejante? ¿Qué tipo de ayuda pueden ofrecer al matrimonio los amigos, si la conversación con éstos es un suceso de un par de veces al año, en ese puñado de ocasiones en que no trabajamos hasta horas avanzadas? ¿Qué escrutinio comunitario es posible donde el axioma cultural es “vive y deja vivir”?

Levantar tales preguntas, e invocar a Berry, presenta un espectro de preguntas que la mayoría de los conservadores culturales prefiere omitir. Los más penetrantes analistas conservadores de la vida familiar, como Allan Carlson, siempre han reconocido las contradicciones culturales del capitalismo y la sociedad tecnológica. Siempre han reconocido los costos (tal como las ganancias) de separar trabajo y hogar, de la movilidad geográfica, vocacional y social, de la indiscutible capacidad de generación de riqueza del capitalismo. En el terreno práctico, sin embargo, los conservadores miran hacia un lado cuando se les dice que nuestro sistema económico o nuestro desarrollo tecnológico pueden inhibir la formación de lo que Berry describe como una economía que “existe para la protección de los dones, partiendo por el darse en matrimonio”.

Las familias nucleares tal como las conocemos hoy son el producto de las mismas fuerzas que minaron el sistema de apoyo comunal del que dependen las familias nucleares. Sin ese sistema de apoyo, la familia nuclear es en el mejor de los casos un delgado hilo, y en el peor escenario la causa de una fragmentación aún mayor. Mientras que los conservadores no nos hagamos cargo de estas fuerzas más amplias, no seremos capaces de levantar más que una reacción de retaguardia. Mientras que permanezcamos en nuestras ambulancias, seguiremos viendo un preocupante número de accidentes industriales desde la ventana. Con la ayuda de Dios podremos así sanar a unos pocos, pero ya es hora de que miremos a la fábrica para averiguar qué es lo que está ocurriendo adentro.

Publicado originalmente en First Things. Traducido con autorización.

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