Estudios Evangélicos

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Los Diez Mandamientos y los derechos humanos

“Desde el propio día en que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada por las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, el mundo no puede dejar de compararla con los Diez Mandamientos. Felizmente, esa relación entre las dos ha sido generalmente confirmada.” (René Cassin, 1968).

Uno de los consensos mejor establecidos del moderno movimiento de los Derechos Humanos es que esa conciencia moderna de derechos fundamentales, así como el aparato discursivo, legal e institucional que disponemos para su defensa, emergieron como respuesta a los abusos perpetrados por la fuerza del Estado.

Indudablemente fue ese el caso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (DUDH). La desgracia de la Segunda Gran Guerra y los crímenes del fascismo revelaron de forma inequívoca el papel de las grandes articulaciones político-partidarias y del Estado en la comisión de graves delitos contra la humanidad, como los que se dieron en los campos de concentración del nazismo. Los constructores de la DUDH tenían en mente el desafío y la oportunidad de afirmar la dignidad y prioridad de la persona humana sobre cualesquiera razones y Estado.

Esa era también la opinión clara y pública del abogado y activista francés René Cassin (1887-1976), el primer redactor de la Declaración de 1948 (con la ayuda de otros, como el teólogo cristiano Charles Habib Malik), reconocido con el Premio Nobel de la Paz en 1968. En su discurso de aceptación del Nobel pronunciado el 11 de diciembre de 1968 -20 años y un día después de la aprobación de la DUDH-, Cassin, sin sorpresas, ocupó el primer tercio de sus palabras a una reconstrucción panorámica del impacto de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), de los esfuerzos de muchos en defensa de los vulnerables durante el período entreguerras, y de la terrible desgracia de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Según Cassin, los esfuerzos realizados hasta ese momento se dirigían a grupos particulares. Sin embargo, las ruinas de la guerra forzaron a una nueva conciencia global:

“Abruptamente, un mundo que había testimoniado tan graves, sistemáticas e innumerables violaciones que pudieran ser cometidas sobre las ordenes de una auténtica pandilla, se encontró delante de un problema de insospechada amplitud: proteger al hombre total y proteger los derechos de todos los hombres”.

Algo muy similar se desenvolvió en América Latina y en Brasil. Fue precisamente el período de las dictaduras militares, bajo la égida del Plan Cóndor, el que nos permitió experimentar en pequeña escala la fuerza de Estados opresivos y violadores de los derechos fundamentales. Es a partir de esa experiencia histórica que se desarrolló y maduró nuestro sistema regional de protección de derechos humanos (el CIDH, en el ámbito de la OEA, y la RAADH, en el ámbito del Mercosur) y nuestro propio sistema nacional.

Si la Segunda Guerra posibilitó una conciencia universal de los Derechos Humanos, fue la Primera Guerra la que despertó la conciencia de René Cassin. Habiendo luchado en el conflicto, él y otros compañeros se sintieron moralmente impelidos a defender los derechos de quienes sufrieron los peores efectos de la conflagración; pero Cassin, personalmente, se vio delante de un desafío mayor: el de levantar una batalla de principios.

“Fue como resultado de ese primer emprendimiento que mis más eminentes colegas y yo decidimos que era esencial volvernos a los primeros principios y promover el respeto por el supremo compromiso de aquellos que se habían sacrificado para que esa guerra viniese a ser ‘la última’”.

Esos primeros principios envolvían, naturalmente, las cuestiones básicas de la dignidad humana, de los derechos fundamentales, de la universalidad de esos derechos, de la no discriminación, del internacionalismo, etcétera. Pero esa no es toda la historia. Para Cassin, la cuestión de los principios era más radical y primitiva, e incluía, en su perspectiva -por increíble que parezca-, los Diez Mandamientos.

Una “carta fundamental” del Antiguo Israel.

“El pacto es la invención política del libro de Éxodo… No hay precedente para un tratado entre Dios y un pueblo entero o para un tratado cuyas condiciones son literalmente las leyes morales” (Michael Walzer, Exodus and Revolution).

René Cassin era un judío francés, y como tal fue profundamente impactado por los malos tratos que la comunidad judía recibiera en Europa, desde el Caso Dreyfus, que él acompañó directamente, hasta el Holocausto. Era un judío creyente, de familia sefardita, primer presidente de la Alianza Israelita Universal, promotor de los derechos humanos en el mundo judío; y, en su opinión, el respeto a los derechos humanos tenía razones bíblicas.

Pero, antes de examinar las opiniones de Cassin sobre la ley judaica y los derechos humanos, quiero repasar con mis lectores los elementos del “catecismo”: ¿de qué se tratan esos “Diez Mandamientos” al final? ¿Y qué relación tiene eso con las discusiones sobre teología política en esta columna?

En el pacto del Sinaí el Señor dio a Israel su ley, teniendo como carta fundamental los Diez Mandamientos, o Decálogo, “las Diez Palabras”. El Decálogo ha sido tradicionalmente interpretado como un conjunto de “dos tablas”, la primera conteniendo las palabras referentes a las obligaciones delante de Dios, y la segunda como las obligaciones mutuas de los seres humanos. De ahí, también, el resumen de la ley ha sido presentado como “Amar a Dios por sobre todas las cosas” y “amar al prójimo como a uno mismo” (Mateo 22:34-40).

El Decálogo, como el conjunto de las leyes de Dios, debe ser interpretado como un sistema de protecciones divinas para Israel, para garantizar que ellos disfruten el bien y tengan su libertad preservada. O, en otros términos, para evitar que Israel transforme a Canaán en otro Egipto u otra Babel.

“El día de mañana, cuando tu hijo te pregunte: ‘¿Qué significan los testimonios y estatutos y decretos que el Señor nuestro Dios les mandó cumplir?, le dirás: ´En Egipto, éramos esclavos del faraón. Pero el Señor nos sacó de allá con mano poderosa. Ante nuestros propios ojos, el Señor realizó en Egipto grandes señales y milagros terribles contra el faraón y contra toda su casa. Nos sacó de allá, para traernos aquí y darnos la tierra que juró dar a nuestros padres. El Señor nuestro Dios nos mandó cumplir todos estos estatutos, y temerlo, para que nos vaya bien siempre y él nos conserve la vida, como hasta el día de hoy” (Deuteronomio 6:20-24*).

La ley preserva la libertad del pueblo de Dios orientándolo sobre cómo servir a Dios. Grandes secciones de la Torá son dedicadas a la regulación del culto en el tabernáculo de YHWH, además de las porciones legales sobre la relación entre los ciudadanos. La preservación de la libertad tiene así relación directa con la disciplina de la adoración colectiva, lo que podría disciplinar el corazón del pueblo y apartarlo de la cultura “imperial”.

Es cierto que la ley bíblica y el propio Decálogo no son exactamente textos jurídicos, en el sentido de la jurisprudencia romana, por ejemplo, o de las leyes modernas. Como John Walton demuestra en The Lost World of the Torah: Law as Covenant and Wisdom in Ancient Context, la ley bíblica es un conjunto de naturaleza moral y sapiencial, una “instrucción” o “enseñanza”. Es claro que esa instrucción tenía fuerza jurisprudencia, pero mucho más sentido de ejemplaridad y orientación moral. Yedidia Stern apunta esa cualidad de la ley bíblica con bastante propiedad:

“La ley bíblica tiene un carácter distintivamente ético, tal vez una cualidad utópica. No es estrictamente una ‘ley’, en sentido usual. Ella establece obligaciones para las cuales no puede haber un correspondiente derecho exigible. En ese sentido, el lenguaje de las obligaciones es potencialmente más amplio y más ambicioso que el lenguaje de derechos. En cuanto el lenguaje de derechos tiene como objetivo permitir el equilibrio de intereses en una corte, el discurso bíblico de las responsabilidades crea una conciencia diferente. Por ello, como Moshe Silberg argumenta, “la ley bíblica se dirige al ciudadano, más que a la corte o al Estado.”

En ese sentido, entonces, el pacto mosaico, la Torá y los Diez Mandamientos, en particular, no dejan de ser el documento fundacional de una comunidad política nacional, según notó Michael Walzer; pero es claro que esa comunidad no es meramente política. Se trata de una comunidad espiritual y moral, establecida por el acto redentor de Dios y confirmada por medio del compromiso colectivo con ley/instrucción divina. Esa comunidad existe, entonces, alrededor de una sabiduría divina, que orienta la vida con Dios y el prójimo.

John Witte: la “Reforma” de los derechos.

Las concepciones mosaicas de pacto y de ley tienen gran importancia para el desarrollo de los derechos políticos modernos. Esa es la tesis de John Witte Jr., profesor en Emory University Law School, director del Center for the Study of Law and Religión y editor de la serie Emory Studies in Law and Religion, la más importante en ese campo.

Según Witte, con la ruptura de la unidad política y religiosa, Europa buscaba una nueva base para la organización política. Las guerras religiosas llevaron a los textos revolucionarios calvinistas, y Theodorus Beza (1519-1605, sucesor de Juan Calvino en Ginebra) escribió una obra muy importante, sobre “el derecho de los magistrados”.

En su obra Beza defendió: 1) la organización política inspirada en la “federación de tribus de Israel” como un modelo de federalismo; 2) el matrimonio, descrito como un “pacto” (y no apenas sacramento), tornándolo una institución “laica” y protegida públicamente; 3) revisó críticamente las teorías de revolución constitucional y magistrados inferiores, presentando su propia visión; 4) empleó el Decálogo como base para fundamentar los derechos y deberes de los ciudadanos; y 5) defendió la elección de los gobernantes por el pueblo.

De acuerdo con Witte, Beza lazó las bases para una teoría del pacto político constitucional, basada en la protección de los derechos individuales y en la separación de las esferas de la sociedad (Estado, iglesia, “familia”). Esa nueva política crea condiciones para una futura “sociedad civil”, y también para una futura comprensión de la justicia que considere los derechos humanos. Sus estudios confirman y amplían, por tanto, las ideas de Michael Walzer en Exodus and Revolution.

El caso del Decálogo es de nuestro interés particular aquí. En su investigación, John Witte determinó que una serie de teólogos políticos en la época de Beza comenzó a ver en los Diez Mandamientos un sistema de protecciones legales, guardando el derecho de Dios y los derechos de las personas, lo que permitió que Beza los utilizase como punto de partida para la organización política de Ginebra. Así, él veía en los mandamientos garantías de protección a la vida, al matrimonio, a la propiedad, la seguridad jurídica y contra la ganancia. En The Reformation of Rights: Law, Religion and Human Rights in Early Modern Calvinism, Witte escribe:

“En adición al requerimiento de obediencia a las leyes de Dios y de la naturaleza, el pacto político requería de los gobernantes civiles la protección y promoción de los ‘derechos y libertades’ y ‘privilegios y libertades’ de sus súbditos. ‘Las personas no fueron creadas en beneficio de los gobernantes, sino los gobernantes en beneficio de las personas’, proclamó Beza en una cita famosa. Y, a fin de proteger a las personas, sería requerido de los gobernantes proteger y respetar sus derechos básicos. Como Godmann, Beza buscó en el Decálogo una fuente conveniente y un sumario de los derechos más básicos de las personas -sus derechos a la religión, vida, propiedad, matrimonio, paternidad y reputación. Pero él también buscó, más allá del Decálogo, la ‘ley natural’, la ‘decencia común’, la ‘equidad natural’, y la ley común de las naciones para llenar la lista de derechos naturales de las personas que el pacto político protegía.”

Este hecho tiene un valor más amplio para la vida moral, pero también para la legislación: un pueblo libre de tener dicha libertad protegida por un pacto, una constitución en la cual las leyes sean establecidas y respetadas. Las leyes no son enemigas de la libertad, sino las condiciones de protección de ella.

Con esas observaciones en mente, podemos volver a nuestro Nobel de la Paz.

René Cassin y el Decálogo.

Cassin fue bastante explícito sobre lo que pensaba de la ley de Dios en From the Ten Commandments to the Rights of Man (“De los Diez Mandamientos a los Derechos del Hombre”). Por un lado, él dejó absolutamente claro que el Decálogo no tuvo un papel formal en la construcción de la DUDH, que buscaba ser el documento más universal posible; y, por otro lado, reconoció de forma inequívoca que el Decálogo no opera en lenguaje de los derechos y de las libertades individuales, sino en el lenguaje de los deberes. Pero eso no significa que no tuvo un papel sustancial en la composición de la declaración. Eso ocurrió, no obstante, de forma indirecta.

Según el relato de Cassin, encargado de redactar el primer borrador de la declaración, la presidenta de la Comisión, Eleanor Roosevelt (esposa del presidente Franklin Roosevelt), rechazó su propuesta de incluir en la carta el lenguaje de los “deberes”. Cassin observó que ella fue muy influenciada por las declaraciones estadounidense (1778) y francesa (1879), cuyos énfasis eran unilateralmente liberales, y que, en el afán de reaccionar contra el colectivismo fascista, “objetó vehementemente” la idea.

Pero Cassin obtuvo de la comisión el apoyo para una alternativa: retomar la discusión de los deberes después de enumerar todos los derechos. Así, aunque el espíritu liberal se mostró inicialmente adverso a cualquier inspiración del espíritu del Decálogo, se abrió una ventana.

El discurso de Cassin prosigue, entonces, explicando la naturaleza del Decálogo como el fundamento de la fe monoteísta y de los principios de moralidad y justicia de la fe judaica; el sentido de universalidad, proveniente de Imago Dei, la crítica de la esclavitud, por la experiencia de Egipto, y la idea de pacto. Pero el abogado mostrará también las contribuciones y fallas de otras culturas -griega, romana, china y cristiana-, destacando que apenas con la Reforma y el Renacimiento alcanzamos finalmente un tipo de conciencia de la libertad humana que permitiera el nacimiento de los derechos humanos.

“La Reforma y el Renacimiento son los que inauguran una nueva era, en los siglos 15 y 16. La primera restaura el derecho de leer la Biblia y proclama, en plano religioso, la libertad de conciencia y pensamiento, obteniendo éxito en hacer que esas ideas triunfaran en algunos países.”

Pero fue apenas con la Revolución Francesa que la nueva conciencia respecto de los derechos universales de todos los seres humanos vería la luz. Inicialmente rechazada por la Iglesia Católica y por muchos cristianos, por su asociación al espíritu antirreligioso de la revolución, su esencia fue incorporada en Rerum Novarum de León XIII en 1893 y por otras iglesias cristianas, de allí en adelante. Infelizmente, sin embargo, el progreso de los derechos e incluso su reconocimiento en el cristianismo no impidió las desgracias de la guerra y del Holocausto traídas por el fascismo, “el mayor asalto jamás intentado contra los principios de la Revolución Francesa”. Es por ello que el mundo se unió para aprobar la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Cassin recuerda esta historia con un propósito curioso: “es apropiado que hagamos una comparación entre el Decálogo, que es el punto de partida, y la presente Carta, que es nuestro punto de llegada temporal”. ¿Cuál es la principal diferencia entre los dos? El Decálogo habla de los deberes; mas la tradición de los derechos habla de las libertades y prerrogativas. No obstante, la tradición de la Revolución Francesa omite los deberes y exalta el individualismo. El propio Cassin intentó traer ese equilibrio, el que fue inicialmente rechazado.

“Con la conclusión de la lista de los derechos y libertades fundamentales, los redactores de la Declaración se vieron confrontados por la insistencia de los países socialistas de que la mención expresa fuese hecha, lo que se convirtió en el Artículo 27, de los deberes del individuo para con la comunidad. Ellos fueron apoyados por los países latinoamericanos, cuyos representantes habían adoptado una ‘Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre’ en Bogotá, en el invierno de 1948.”

Cassin no insistió para que esos deberes fuesen especificados y enumerados en la carta, pero obtuvo la mención más general sobre su existencia al inicio y al término del documento final. Y los que conocen la DUDH saben de lo que tratan tales deberes:

“Colocando nuestra atención al modo como la Declaración concibe los deberes del individuo con su prójimo, se nota que ella formula el más importante de los deberes mutuos en los siguientes términos: ‘Ellos deben actuar unos para con los otros en espíritu de fraternidad’.”

La declaración de Cassin es realmente fascinante. Ella indica que la comprensión judeocristiana (pues aquí René Cassin y Charles H. Malik estaban en pleno acuerdo) realmente operó en sentido de traer equilibrio a la DUDH, cristalizando la idea de deberes, heredera del Decálogo, en un “principio de Fraternidad”. Ahora bien, sabemos que en su primera encarnación, la de 1789, la “fraternidad” ya era heredera del principio comunitario cristiano. Curiosamente, por tanto, los judíos y cristianos, al defender los derechos, se alineaban con los liberales; y, al defender la fraternidad, apoyaron a los socialistas de entonces.

Convengamos, no todo es perfecto aquí; la reconstrucción histórica asumida por René Cassin, del decálogo a la DUDH, es indudablemente incompleta y parcialmente desorientada. Ella no considera, en primer lugar, el peso de la tradición de los derechos naturales como una de las fuentes de los modernos derechos humanos, expuesta de forma definitiva por el historiador Brian Tierney. También ignora la prehistoria de los derechos humanos en el cristianismo patriótico, discutida por Nicholas Wolterstorff, de Yale. Y, si bien es cierto, reconoce una contribución de la Reforma Protestante, parece ignorar el papel crucial de los nuevos pactos constitucionales establecidos en la Europa protestante, según los descubrimientos de John Witte Jr.

Pero sería anacrónico reprobar excesivamente a Cassin por su retrato unilateral; su trabajo fue anterior a esos desarrollos más recientes. Además, esos estudios indican que los Diez Mandamientos, a partir de su recepción e interpretación cristiana, ayudaron a preparar las condiciones morales y espirituales para que la DUDH finalmente viese la luz.

Consideremos el trabajo de Witte: los Diez Mandamientos tenían en la imaginación moral europea, el sentido de formular los propios derechos y libertades fundamentales, y no apenas los deberes. Además de eso, lanzaron las bases para la limitación del poder estatal en beneficio de la persona individual. De ese modo, la inspiración en el Decálogo, que llevó a Cassin a introducir el tema de los “deberes” en la DUDH, tuvo en verdad el efecto de reaproximar la declaración a sus fuentes y apartarla del radicalismo laicista de 1789. Así, el papel del Decálogo fue aún mayor de lo que el abogado judío conseguía notar, y sus énfasis, a partir de la fe judía, no fueron intervenciones extrínsecas, sino reajustes orgánicos.

La ley de Dios y los derechos humanos hoy.

Teniendo en cuenta lo que vimos hasta acá, ¿es todavía pertinente, hoy, una aproximación entre el Decálogo y los derechos humanos? La posición de Cassin al respecto me parece clara y luminosa como el sol.

“El emblema de la Declaración Universal recuerda el deber de la fraternidad humana, inspirado por el precepto magistral: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’. Puede ella participar, a pesar de su origen puramente humano, de la grandeza del Decálogo y surgir como su digna extensión.”

Por todo lo que sabemos, la DUDH de 1948, los pactos de 1966 y otras declaraciones posteriores son inclusive “demasiado” humanas cuando no, en algunos momentos opositoras a la fe religiosa. La Iglesia Católica Romana y otras iglesias cristianas han notado con preocupación, por ejemplo, una expansión desordenada del “principio antidiscriminatorio”, de un modo que lo vuelve hostil a la experiencia comunitaria normal de las religiones.

En mi perspectiva, el ascenso del “hombre psicológico” (en definición de Philip Rieff) y de la cultura W.E.I.R.D**, con su ethos individualista y sentimentalizado, radicalizó el individualismo liberal y dislocó la imaginación moral del movimiento internacional de los derechos humanos en dirección de la cultura de los “derechos sin deberes”. Por eso el dialecto hegemónico de los derechos humanos, en el presente, alejó a la DUDH de sus raíces espirituales y consolidó los temores de René Cassin.

Sin embargo, esas raíces son innegables. Y van más allá del Decálogo, alimentándose de la propia antología bíblica:

“Los derechos humanos son parte integral de la fe y de la tradición del judaísmo Las creencias de que el hombre fue creado a imagen divina, que la familia humana es una, y que todas las personas están en la obligación de lidiar de forma justa unas con las otras son fuentes básicas del compromiso judaico con los derechos humanos.”

Si eso vale para los judíos, a partir de la Torá, del profetismo y de la Biblia hebrea, ¿por qué no sería verdadero para el cristianismo? ¿Lo sería en caso de afirmar que, como Juan el Bautista preparó el camino para Jesús, la lucha judaica por los derechos humanos de cierto modo allanó el camino para la doctrina socialcristiana?

Además de eso, veo como una tarea urgente y prioritaria, para estudiosos, defensores de los derechos humanos y teólogos cristianos, en particular, la lucha para volver a equilibrar el discurso y la práctica moderna de promoción y educación en derechos humanos. Al mismo tiempo, necesitamos actualizar nuestra teología moral, especialmente en los círculos evangélicos, de modo de aproximar la ética teológica y el cuidado integral de la persona humana.

Sugiero, algo osadamente (o tal vez ni tanto, ya que fue la propuesta del propio redactor de la DUDH), que los cristianos traten la Declaración Universal de los Derechos Humanos como una extensión del Decálogo; un esclarecimiento de sus principios y una derivación de sus implicaciones morales. Que leamos los derechos humanos partiendo explícitamente de nuestra fe en Dios y en las Escrituras. Que constituyamos a nuestra theologia civilis contemporánea en diálogo crítico – diálogo y antítesis- con el moderno movimiento de derechos humanos, demostrando que sin fe en Dios no hay dignidad ni fraternidad ni derechos humanos; y que, si no respetamos ni cuidamos de la persona humana, no creemos realmente en el Dios del Decálogo.

Guilherme de Carvalho, teólogo público y cientista de la religión. Pastor de la Iglesia Esperanza en Belo Horizonte y director de L’Abri Fellowship Brasil.
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Artículo publicado en Gazeta do povo, el 7 de mayo de 2021. Traducida por Luis Pino Moyano.

* Texto tomado de la Reina Valera Contemporánea por el traductor.

** W.E.I.R.D: acrónimo formado por las palabras Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic societies. Es decir, el autor hace referencia a la cultura occidental de sociedades educadas, industrializadas, ricas y democráticas en tanto percepción propia de quienes se sienten parte de ella (nota del traductor).