Estudios Evangélicos

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Lutero y su tiempo (1983)

Nota introductoria

Mario Góngora del Campo (1915-1985) fue uno de los historiadores chilenos más destacados del siglo XX. Este año 2020 se cumplen 35 años de su fallecimiento, que tuvo lugar el 18 de noviembre de 1985. A la vez, hace 3 años se cumplieron los 500 años de la Reforma Protestante, hecho que suscitó numerosas reflexiones. Atendiendo a estos dos hitos, en Estudios Evangélicos hemos querido recuperar este breve y significativo texto de Góngora titulado “Lutero y su tiempo”, publicado originalmente en El diario El Mercurio el día 29 de mayo de 1983. Habida cuenta del catolicismo del autor, lejos de realizar aquí un ataque antiprotestante y desprovisto a su turno de toda pretensión omniabarcante, Góngora elabora en este texto un balance sobre la actitud de Lutero en su contexto histórico. De aquí que el valor de este breve documento resida, podría decirse, más que solo en la pluma de la cual proviene, en la actitud de templanza histórica tras esa pluma. Por su origen, este texto podría resultar de interés para los católicos, pero también por ello mismo, es nuestro deseo que insume la reflexión de los evangélicos.

La versión reproducida a continuación es tomada del libro Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, publicado en Santiago de Chile por Vivaria, 1987.

LAK
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Lutero y su tiempo

Este capítulo podría corresponder adecuadamente a un panorama de los procesos históricos de larga y mediana duración que hacen comprensible la biografía del gran reformador. Pero es mejor renunciar desde luego a una tarea tantas veces cumplida en los buenos tratados. Y, respecto de la personalidad de este personaje monumental de la historia europea, las interpretaciones y retratos son tantos, y a veces de tan alta calidad, que sería pretencioso de mi parte el querer añadir algo más. Prefiero darle el título que se me ha propuesto, “Lutero y su tiempo”, un sentido diferente.

Lutero fue visto por los alemanes de su época como el hombre que les hizo tomar, profundamente, conciencia de su ser nacional: un humanista lo llamó “Padre de la Patria”. Por el lado contrario, desde el mundo católico se le apodó burlonamente “el profeta alemán”. Y fue a la vez el hombre que marcó más hondamente su tiempo: 1517, el año de sus tesis en Wittenberg, vino a ser una fecha simbólica para ambos bandos. Querríamos plantear en este artículo una reflexión de alcance histórico más general en torno a unos hechos archiconocidos de la vida de Lutero, pero que nos llevan a un interrogante: un personaje simbólico ¿es acaso reflejo de su tiempo, solo que con mayor lucidez que sus contemporáneos, que “sabe” más que ellos, según la frase de Hegel? O bien, ¿es a veces el que rehúsa doblegarse ante lo que aparece como “el llamado de la hora”? Sobre este tema, y a base de tales hechos, nos parece necesario meditar siempre de nuevo, no para probar la verdad de la idea que Lutero afirmó, sino para mostrar la veracidad de su actitud, como es lo propio de una meditación histórica.

Lutero no es solamente el tremendo enemigo del Papado, es también a veces, lo que le fue más difícil, el que supo decir “no” a quienes favorecían su acción y –aparentemente- su doctrina.

En 1522-1523 los Caballeros Libres del Alto Rhin, inmediatamente sujetos al Emperador y libres del señorío de los Príncipes Territoriales, se lanzaron a la defensa de su medieval libertad, en un movimiento armado contra el Arzobispo Elector de Tréveris. Lo capitaneaba, bajo el lema de “Libertad”, Franz von Sickingen, el último de los grandes “Caballeros Bandidos”, y los apoyaba panfletariamente Ulrico de Hutten, el feroz agitador nacional y antipapal. En el burgo de Sickingen se celebraba ya el nuevo culto, en lengua vernacular y con la comunión bajo las dos especies. La lucha contra un Arzobispo, en medio de la fermentación anticlerical de esos años, parecía ser una coyuntura evidentemente favorable a una sustancial expansión de la nueva doctrina. Pero los llamados clamorosos de Sickingen a Lutero, su esperanza de conseguir de éste una legitimación, no obtuvieron en respuesta sino admoniciones, no una justificación. Lutero seguía pensando en el horizonte de la Iglesia, de la Biblia, de la salvación por la “sola fe”, y no en la causa de los Caballeros, por muy adictos entusiastas que le fuesen.

Un segundo momento de la vida de Lutero, todavía más conocido como hecho, es su actitud ante la Guerra Campesina. Ya antes de 1517 habían estallado rebeliones contra el aumento de las cargas señoriales en el sur de Alemania, mezcladas con esperanzas escatológicas. Desde 1521 predicaba Thomas Müntzer –el personaje tan estudiado por la literatura marxista- un “Reino de Cristo” sin ley y sin propiedad; pero Lutero lo había anatematizado con su terrible verba. En 1524 estalló en Suabia y se propagó hacia el centro de Alemania la famosa gran insurrección, que alcanzó a durar tan solo unos pocos meses y fue reprimida a sangre y fuego por los príncipes, en represalia por igual ferocidad de los rebeldes. Pero de estos hechos solo nos interesa aquí la posición tomada por Lutero.

En respuesta a los “Doce artículos” de los campesinos suabos, tenemos dos escritos del reformador, en 1525. El segundo de ellos es uno de los más desenfrenados desahogos coléricos salidos de su mano; el primero es más doctrinal e importante. Dirigiéndose “a los príncipes y señores”, los acusa directamente de ser culpables del alzamiento, por sus injusticias y tiranías; Dios mismo está contra ellos; les aconseja ceder a la moderación en el castigo. Mas, enfrentándose enseguida con los campesinos, reconociendo que sus peticiones eran justas según el juicio natural y razonable, les plantea su rotunda afirmación de fidelidad al Evangelio. Los aldeanos, influidos por la misma propaganda de su doctrina, pedían designar párrocos que les predicasen “el Santo Evangelio, doctrina y mandamiento, sin agregados humanos, de modo que podamos conocer la verdadera fe en Dios”. (Recordemos que la frase “sin agregados humanos” contiene la idea esencial de Lutero, la vuelta a las Escrituras, borrando la secular deformación medieval y papal).

Pero Lutero rechaza la mezcla de las peticiones económicas justas con el Evangelio; eso le hiere a fondo en su conciencia, como la gran falsificación. Realísticamente, tampoco les cree los lemas evangélicos: “No es posible que tan grandes multitudes sean todos rectos cristianos, sino que queréis usar, según vuestro ánimo, a una gran parte de los otros de buena opinión”. Pero sobre todo afirma su doctrina. Los campesinos se exponen a la cólera de Dios, pues está escrito, y es parte de la “Teología de la Cruz” que el cristiano no debe resistir al mal. “Mía es la venganza”, dice Dios en el Viejo Testamento; “no resistáis al mal”, se manda en el Sermón de la Montaña y en las Epístolas de Pablo y Pedro. Toda potestad viene de Dios, dice literalmente Pablo, aunque sea injusta; sólo si el príncipe mandara algo contra el primer mandamiento (“La primera tabla”, en Lutero) es lícita la resistencia, pero la resistencia pasiva. La rebelión, prosigue el escrito, puede significar mayor violación al Evangelio que la que pueden cometer el Papa o el emperador; los aldeanos se convierten en “profetas del asesinato”. “Querer hacer del reino espiritual de Cristo un reino mundano exterior” es una falsificación. “La libertad del cristiano” -título de uno de sus grandes escritos- es una libertad espiritual; Cristo no ha cuidado ni de política ni de economía (“Christus non curat politiam aut oeconomiam”, dirá en una de sus “Conversaciones de sobremesa”).

Así, este hombre entrañablemente campesino, que había desahogado en su discurso “A la nobleza cristiana de la nación alemana” todo el odio aldeano contra la usura y el poder del dinero, supo sin embargo elevarse sobre ello, sintiéndose cautivo de la Palabra bíblica, y defender una idea. Ante esa Palabra dijo: “No puedo otra cosa” (“Ich kann nicht anders”). “Tal vez en ningún punto se ha elevado Lutero tan alto”, dirá Michelet, uno de los historiadores más revolucionarios del siglo XIX, refiriéndose a esa guerra.

La fidelidad al Evangelio, concretamente al “dad al César lo que es del César”, ha sido entendida de muy otra manera por la Iglesia Católica, desde Gregorio VII hasta hoy, como es bien sabido. Pero la sentencia de Jesús tiene un fondo insondable, y el hacerse cargo de todas sus interpretaciones a través del Cristianismo es un deber de probidad para la Historia (y también siempre de nuevo para la espiritualidad católica).

Naturalmente, siempre se ha enrostrado a Lutero que al adoptar esa actitud ante a los rebeldes era oportunista frente a los príncipes. Pero hay que recordar que hasta la década de 1530, se negó terminantemente a resistir al católico Emperador Carlos V, y que rehusó desobedecer al llamado a acudir a la Dieta de Worms, donde su protector sajón ya no podría cobijarlo: “Soy llamado por el Señor cuando el Emperador me llama”.

Pero también es cierto que, de 1530 en adelante, acató “la necesidad de la hora”. Los príncipes organizan la Liga de Smalkalda para defender lo que ya se denomina “Protestantismo”, en armas contra el Emperador. Lutero, entonces, cede, cae en oportunismo: “Yo por mi parte dije: di mi consejo como teólogo; pero si los juristas pueden enseñar según sus leyes que ello es permitido, yo les permitiré usar de sus leyes; que ellos vean”. Desde entonces, el “Luteranismo” ya no es dirigido por Lutero, sino por Felipe de Hesse y más tarde por los futuros príncipes protestantes alemanes o escandinavos. Se comprueba aquí lo que decía con tanta tristeza, a comienzos de este siglo, Charles Peguy: en todo sistema, sea el que fuere, hay una hora en que la Mística es devorada por la política que ella misma ha ayudado a crear.

Volviendo la mirada hacia nuestro inicial interrogante, si ser “un hombre al nivel de su tiempo” implica plegarse a “la marcha de la historia” (para usar la manida y convencional frase), o bien si ello significa saber decir “no” en momentos decisivos, la respuesta que obtendríamos de una reflexión sobre el gran “caso” histórico de Lutero será que el grande hombre todavía vivo en espíritu sabe negar, y que deposición de su conciencia frente a la así llamada “realidad objetiva” es el signo de su caída.

Pero lo que hace la profunda simpatía humana de Lutero está en que no ocultó su flaqueza, sobre todo no se la ocultó a sí mismo. Sus últimas palabras, escritas el 16 de febrero de 1546, el día antes de su muerte, terminan diciendo: “Somos mendigos. Es verdad”.