Estudios Evangélicos

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Meditación sobre el tercer mandamiento (sobre la idea de un partido político cristiano, 1941)

El demonio inherente a cada partido está siempre listo para disfrazarse de Espíritu Santo. La formación de un Partido Cristiano equivale a entregarle en bandeja el más eficaz de los disfraces.

Leyendo la sección de “cartas al lector” –y muchas cosas escritas en otros lugares– aprendo sobre el creciente deseo de contar con un “partido” cristiano, un “frente” cristiano, una “plataforma” cristiana en la vida política. No hay nada que parezca ser tan seriamente deseado como un asalto del cristianismo a la política de este mundo, y nada que se imagine como tan apto para dicho asalto como un partido cristiano. Resulta curioso que no se note los problemas que esta idea trae consigo, cuando Maritain acaba de publicar “Escolástica y política” –aún no se seca la tinta en la imprenta.

El Partido Cristiano o tendrá que conformarse con afirmar qué fines son deseables y qué medios son lícitos, o bien tendrá que dar un paso más y seleccionar entre los medios lícitos aquellos que considere más viables y eficaces, dando a éstos su apoyo práctico. Si escoge la primera alternativa, habrá cesado de ser un partido político. Virtualmente todos los partidos están de acuerdo en profesar fines deseables –seguridad, un sueldo digno, y un sano equilibrio entre orden y libertad. Lo que los distingue a unos de otros son los medios que sugieren. La disputa no es sobre si los ciudadanos deben alcanzar la felicidad, sino si acaso la alcanzarán en un Estado igualitario o uno jerárquico, si acaso mediante el capitalismo o mediante el socialismo, si acaso por medio del despotismo o la democracia.

¿Qué hará, en tales circunstancias, el Partido Cristiano? Philarcus, un devoto cristiano, está convencido de que el bienestar temporal sólo puede provenir de la vida cristiana, y de que la vida cristiana sólo puede ser promovida en la comunidad si un Estado autoritario barre con los vestigios de la odiada infección “liberal”. No cree que el fascismo sea algo malo, sino que lo ve como un bien que ha sido pervertido; considera la democracia como un monstruo cuya victoria sería una derrota para el cristianismo, y está tentado a aceptar cierta ayuda fascista, en la esperanza de que sus propios amigos cristianos serán la levadura que leude la masa del fascismo inglés. Stativus es igualmente devoto e igualmente cristiano. Es profundamente consciente de la caída, y por tanto está convencido de que a ningún hombre puede confiarse más que el mínimo de poder sobre los otros; ansioso también por preservar los derechos de Dios de cualquier intromisión del César, sigue sin embargo considerando que la democracia es la única esperanza para la libertad cristiana. Estará dispuesto a aceptar la ayuda de los representantes del status quo, aunque los motivos comerciales e imperialistas de éstos apenas guarden una remota apariencia de teísmo. Finalmente, tenemos a Sparticus, también un cristiano sincero, lleno de las denuncias de los profetas y de Nuestro Señor contra las riquezas, y seguro de que el “Jesús histórico” –hace tiempo ya traicionado por los apóstoles, los padres y las iglesias– favorecía una revolución de izquierda. También él está tentado a aceptar ayuda de no creyentes que abiertamente se presentan como enemigos de Dios.

Los tres tipos representados por estos tres cristianos presumiblemente se unen para formar un Partido Cristiano. O no llegan a nada (y entonces ya acaba la historia del Partido Cristiano), o bien uno de los tres logra efectivamente levantar un partido, expulsando a los otros dos, junto a sus seguidores, de sus filas. El nuevo partido –seguramente minoritario incluso entre los cristianos, que ya son una minoría entre el resto de la población– será demasiado pequeño para servir de algo. En la práctica tendrá que sumarse al más cercano partido no cristiano que encuentre: a los fascistas si es que ganó Philarcus, a los conservadores si ganó Stativus, a los comunistas si ganó Sparticus. Sólo resta preguntarse en qué se diferencia esa situación final de aquella en la que ya nos encontramos hoy.

No parece razonable asumir que tal Partido Cristiano vaya a adquirir algún nuevo poder para leudar la masa en la que se encuentra. ¿Por qué habría de adquirirlo? Como quiera que se llame, no representará a la cristiandad, sino a una parte de la misma. El principio por el que se separa de sus hermanos y se une a sus aliados políticos no será un principio teológico. No tendrá autoridad para hablar en nombre del cristianismo. No tendrá más poder que el que la habilidad política de sus miembros le otorgue para controlar la conducta de sus aliados no creyentes.

Pero habrá otra novedad, y será una novedad desastrosa. No será meramente una parte de la cristiandad, sino una parte que pretende hablar por el todo. Por el solo hecho de llamarse Partido Cristiano acusa a los cristianos que no se le unen de apostasía y deslealtad. Estará expuesto, pero en forma agudizada, a una tentación de la que el diablo nunca nos libra, la de atribuir a nuestras opiniones favoritas el tipo y grado de certeza que en realidad solo le pertenece a la fe. Siempre es grande la tentación de confundir nuestros entusiasmos meramente naturales, aunque tal vez legítimos, con un celo santo. ¿Puede haber una más fatal preparación para eso que llamar “El Partido Cristiano” a cualquier banda de fascistas, comunistas o demócratas? El demonio inherente a cada partido está siempre listo para disfrazarse de Espíritu Santo. La formación de un Partido Cristiano equivale a entregarle en bandeja el más eficaz de los disfraces. Y una vez que el disfraz ha triunfado, sus mandamientos serán autoridad suficiente para abolir cualquier ley moral y también para justificar cualquier cosa que quieran hacer los aliados no creyentes del Partido “Cristiano”. Si alguna vez los cristianos se ven movidos a considerar que el asesinato o la traición pueden ser medios legítimos para establecer el régimen que desean, si alguna vez conciben que un simulacro de proceso judicial, que la persecución religiosa o el vandalismo son un medio adecuado para mantener tal régimen, será precisamente como resultado de este tipo de proceso. Hay que recordar la historia de las pseudocruzadas tardomedievales, la historia de los Covenanters o de los Orangistas de Ulster.

Cuando a las palabras meramente humanas se les añade un “así dice el Señor”, desciende sobre el que las pronuncia el juicio de una conciencia que parece tanto más claro cuánto más cargada esté de pecado. Todo esto proviene de pensar que Dios ha hablado cuando en realidad no ha hablado. Él no vino a dividir la herencia entre dos hermanos. “¿Quién me nombró a mí juez o árbitro entre ustedes? Por la luz natural nos ha mostrado qué medios son lícitos; para averiguar cuáles son eficaces nos ha dado cerebros. El resto lo ha dejado en nuestras manos.

 

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