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Nelson Mandela y las ironías de la historia

Los líderes políticos más efectivos son aquellos que tienen las convicciones más fuertes; pero a menudo esas convicciones y ambiciones firmes van de la mano con un carácter menos que estelar.

El jueves 5 de diciembre el presidente sudafricano, Jacob Zuma, anunció el fallecimiento de Nelson Mandela a los 95 años de edad. Una de las más significativas y vitales figuras del siglo 20, Nelson Mandela fue conocido no solo como el padre de su nación, sino como el padre de un pueblo entero[1].

Todo esto comienza en 1918 cuando Mandela, entonces conocido por el nombre de Rolihlaha, nació en la línea real de la tribu Xhosa en Sudáfrica. Después, su nombre cambió a Nelson al ser bautizado por los Metodistas. Cuando murió, era conocido por los africanos simplemente como Madiba, representando a su clan tradicional. Desde entonces, ha venido a ser una de las figuras más respetadas en el escenario mundial.

Nelson Mandela llegó a la edad adulta cuando el gobierno sudafricano de minoría blanca estaba instituyendo el apartheid, el radical sistema de segregación racial total y discriminación que obligó a la mayoría nativa africana de la nación a un estado de opresión humillante. El apartheid requirió la separación social, económica y política de blancos y negros en Sudáfrica, y era cumplido con brutalidad y fuerza asesina.

El apartheid era una estructura multidimensional de represión, humillación y prejuicio. Los estadounidenses estarían apremiados al intentar imaginar cómo es que pudo existir un sistema así, hasta que recuerden que un sistema similar de apartheid racial existió durante la mayor parte del siglo XX en los Estados Unidos, especialmente en el sur.

Bajo el apartheid, muchas de las tribus africanas fueron colocadas en tierras y territorios en que no tenían acceso a la modernidad, a los bienes modernos, o a la economía moderna. Los sudafricanos negros tenían negado el acceso a los procesos políticos, bloqueados por un sistema entero de leyes que los trataba como ciudadanos de segunda clase en la nación que los vio nacer.

El apartheid choca de frente con la comprensión cristiana sobre la igualdad de cada ser humano. Nuestra verdadera igualdad humana no está basada en una promesa política, está enraizada bíblica y teológicamente –incuestionablemente enraizada en el hecho de que la Biblia revela claramente que todo ser humano es igualmente creado a la imagen de Dios. Estamos separados y diferenciados  de otras criaturas precisamente porque como especie –seres humanos, Homo Sapiens- solamente nosotros portamos la imagen de Dios. Y portamos la imagen de Dios igualmente, hombres y mujeres, independientemente de cualquier consideración racial o étnica; y por eso –como en estos días, debemos sostener una y otra vez-, independientemente de cualquier otro tipo de consideración, incluyendo edad o estado de desarrollo.

La muerte de Nelson Mandela representa un hito en términos históricos. Pero es también, en términos de cosmovisión cristiana, una causa para nuestro más profunda reflexión acerca de la intersección de la historia y el destino, de los derechos humanos y la dignidad humana, y del carácter y el liderazgo. Nelson Mandela, mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, estuvo en contacto con lo que vino a ser conocido como el Congreso Nacional Africano (CNA). El único objetivo del CNA era derrocar el régimen del apartheid por el medio que fuera necesario.

Como joven, Mandela se unió al CNA cuando este era, para usar la única palabra que podría encajar, una organización terrorista. Y además, también llegó a ser una figura importante en el mundo de la política, un hombre de Estado. Pasó muchos años en prisión después de varios juicios por traición, debido a actos contra el gobierno de Sudáfrica. Se encontró a sí mismo en la infame Isla Robben, como prisionero por casi veinte años; y entonces pasó otra década en una prisión individual. En el tiempo en que salió de prisión a los 72 años, era considerado el único hombre que podría salvar a su nación del caos y la violencia total. Menos de cuatro años después de su liberación de la cárcel, Mandela tomó el juramento de oficio como presidente de Sudáfrica democráticamente electo.

¿Qué cambió? Bueno, podríamos decir que todo cambió.

En los 90, Mandela recibió el Premio Nobel de la Paz, compartido con F. W. de Klerk, el último de los presidentes blancos Afrikaner[2] de Sudáfrica. De Klerk compartió ese Premio Nobel con Nelson Mandela precisamente porque hubo un esfuerzo cooperativo del último presidente blanco de Sudáfrica y el primer presidente negro de Sudáfrica por instalar juntos un sistema que no llevaría a un colapso nacional, sino que crearía un futuro nacional.

Sudáfrica sigue siendo un país profundamente aproblemado de muchas maneras, pero es una potencia económica. Como el Wall Street Journal señaló en su obituario sobre Nelson Mandela, Sudáfrica es la potencia económica de África: destaca económicamente entre el resto de naciones africanas. Y mucho de eso se debe a la transición que tuvo lugar en los 90, lejos del apartheid y hacia un nuevo futuro para Sudáfrica,  proceso que fue negociado por F. W. de Klerk y Nelson Mandela.

Nelson Mandela vivió una larga vida. Su vida abarcó la mayor parte del siglo XX y al menos la primera década y más del siglo XXI. Se retiró dos veces de la vida nacional. Sirvió solo una vez como presidente, ofreciendo un raro modelo de modestia política. Su nación nunca más ha alcanzado la estabilidad política que él le dio.

Cuando pensamos en Nelson Mandela y reflexionamos sobre su vida, y ahora en su muerte, hay muchas cuestiones sobre cosmovisión que están inmediatamente implicadas. Una de ellas tiene que ver con el hecho de que Nelson Mandela fue, en cualquier análisis honesto, un terrorista. Eso inmediatamente plantea una profunda cuestión moral. ¿Cómo puede ser honrado de este modo alguien que en algún punto recurrió al terrorismo para alcanzar un objetivo político?

Bien, ya que pensamos en esa pregunta, reflexionemos sobre hechos menos convenientes de la historia. Por ejemplo, debemos mirar a Menachem Begin, quien llegó a ser uno de los más poderosos primeros ministros de Israel,  y quien firmó el acuerdo de paz de Camp David con el entonces presidente egipcio, Anwar Sadat durante la presidencia norteamericana de Jimmy Carter. Como Nelson Mandela, Menachem Begin compartió el Premio Nobel de la Paz, pero él también fue un terrorista desde la juventud –un terrorista sionista. Estuvo directamente implicado en el bombardeo del King David Hotel en Jerusalén en 1946, que produjo la muerte de al menos 91 personas. Era conocido como terrorista; era buscado como terrorista. Y, sin embargo, posteriormente fue el Primer Ministro de Israel y también compartió el Premio Nobel de la Paz. Igualmente, Anwar Sadat, el presidente egipcio que compartió el Premio Nobel de la Paz con Menachem Begin, también empezó su carrera política como un terrorista contrario a Inglaterra.

Ya que estamos pensando sobre terrorismo, probablemente también deberíamos pensar sobre alguien de la historia de nuestra propia nación, como George Washington. Si la Revolución Americana hubiese resultado diferente, George Washington con toda probabilidad habría sido colgado como un traidor. También habría sido acusado de ser lo que nosotros hoy llamamos terrorista.

Todo esto no es para dar absolución moral a los terroristas en el caso de que ganen y eventualmente obtengan una victoria política. De lo que se trata es de recordarnos que en el proceso de la política en un mundo caído, quien para unos es un terrorista para otros es un luchador por la libertad.

En Estados Unidos, hablamos de los esfuerzos que llevaron al derrocamiento de la colonización británica como nuestra revolución nacional, el nacimiento de una nación. Los británicos lo llamaron traición.

De modo similar, Nelson Mandela es visto como un gran héroe por la gente de Sudáfrica, como lo era Menachem Begin para la gente de Israel. Ciertamente, este patrón no absuelve el uso de la fuerza. No absuelve a los terroristas de sus tácticas; solo implica que cuando hablamos de terrorismo, carácter y cambio histórico, debemos pensar honestamente.

Esa apreciación honesta reconoce que cuando miramos el proceso de cambio político -el tipo de cambio en una escala necesaria para derrocar algo tan poderoso como el apartheid- parece que la fuerza en un mundo caído, frecuentemente, se vuelve necesaria. Eso es lamentable; pero debemos notarlo honestamente. Este es un factor moral crucial en nuestra consideración de la vida y el legado de Nelson Mandela.

Así es la cuestión del carácter y convicción. En mi libro sobre liderazgo desde la convicción, “La convicción de liderar”, menciono tanto a Nelson Mandela como Martin Luther King Jr. Ellos plantean muchas de las mismas cuestiones. Martin Luther King Jr. era conocido como un ministro ordenado. Además también era conocido como un galán en serie. Nelson Mandela vino a ser conocido como el padre de su nación, pero también era conocido como un adúltero en serie. Era un hombre que estaba profundamente en conflicto moral, y era un hombre inherentemente complejo. Su temprana filosofía política era una variante del marxismo y, a diferencia de King, Mandela renunció a la no-violencia como estrategia política. Mucho de esto es profundamente problemático para la conciencia cristiana.

Y, sin embargo, cuando miramos su legado en términos del derrocamiento del apartheid, recordamos el hecho que Reinhold Niebuhr, uno de los teólogos más influyentes de Norteamérica hacia la mitad del siglo XX, sostuvo: que hay tiempos en que ciertos hombres, ciertas figuras históricas, parecen ser históricamente necesarias, incluso si están lejos de ser históricamente perfectas. Ese parece ser, frecuentemente, el caso en un mundo caído. En un mundo pecador, un mundo en el cual cada dimensión está marcada por el pecado, los líderes políticos más efectivos son aquellos que tienen las convicciones más fuertes; pero a menudo esas convicciones y ambiciones firmes van de la mano con un carácter menos que estelar.

El carácter de Nelson Mandela, no obstante, no está limitado a su comportamiento sexual, aunque ciertamente lo incluye. También incluye su coraje personal. Su carácter moral incluye la profunda convicción que tuvo sobre el futuro de su gente. Era un hombre comprometido con la democracia: no derrocó el apartheid para poner en su lugar una dictadura de la CNA.

Cuando se trata de los derechos humanos y la dignidad humana, Nelson Mandela tiene que ser puesto en el lado de los héroes, no solo del siglo XX, sino de cualquier siglo reciente. Él es, como una visión irónica de la historia nos recordaría, uno de esos hombres necesarios. Un hombre necesario, no obstante, cuyos pies fueron hechos de barro, como su biografía revela claramente.

Hollywood está lanzando un gran film sobre Nelson Manedela, que cuenta los dos lados de esta historia. Y por el modo en que los norteamericanos quizá ven esa historia, tal vez serán confrontados con muchas de esas cuestiones de cosmovisión. Es poco probable que alguien vaya a tratar de ayudarles a pensar acerca de estas preguntas y a pensar en ellas como cristianos.

Los cristianos que admiran a Nelson Mandela deben ansiosamente afirmar que estamos agradecidos de su labor por alcanzar la libertad y la dignidad humana para su gente. Pero tal vez también deberíamos estar agradecidos de saber un poco más de la historia, de que él no solo actuó como un héroe a ser imitado en todo aspecto,  sino que es conocido como hombre moralmente complejo. Y cuando se trata de figuras en la escena del mundo, cada uno de ellos es moralmente complejo, cada uno a su propia manera.

Es por eso que una mirada a un lapso de la historia humana nos lleva a reconocer que nuestra responsabilidad cristiana es observar esta pintura moralmente compleja con valiente honestidad, a tomar todo como evidencia no solo respecto de la importancia de la historia humana, sino de que nuestra redención ultima puede venir solo de Cristo.

La gran contribución teológica de Reinhold Niebuhr fue recordarnos que la historia revela la ineludible ironía de la condición humana. Todo lo que hacemos está contaminado por el pecado humano, y los inmensos caracteres que cambian el curso del mundo usualmente demuestran graves faltas morales, incluso si logran grandes cambios morales. Nelson Mandela fue uno de esos hombres. Él era esencial -si no indispensable- para su nación y para la erradicación del apartheid. Pero ninguna vida es heroica en todos sus aspectos, y ningún héroe humano puede salvar.

Solo Dios puede salvarnos de nosotros mismos, y Él nos salva a través de la expiación realizada por el Hijo, Jesucristo. No hay salvación en otro nombre, no importa cuán venerado sea en la tierra.



[1] Publicado por Albert Mohler, Presidente del Seminario Teológico Bautista del Sur, en www.albertmohler.com.  Traducción de Luis Aranguiz.

[2] Los afrikáners provienen de la gradual inmigración holandesa al sur de África desde el siglo XVII. Gobernaron el país entre 1948 y 1994 (N. del T.).

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