Estudios Evangélicos

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Ni pobreza ni riqueza, ni la vida ni la muerte. Lo indiferente y lo esencial desde la cosmovisión cristiana

Nuestro afán por volver indiferente la doctrina y la moral revela que en realidad no nos es indiferente lo que Pablo considera que sí debiera serlo: nuestro bolsillo, el largo de nuestra vida y los patrones de masculinidad o femineidad que nuestra sociedad nos propone.

I.               Introducción

 

Pablo, como es sabido, nos nombra una serie de cosas cuyo valor cambia tras conocer a Cristo. Dice, por ejemplo, que nadie nos debe juzgar en cuanto a comida, bebida o días de fiesta (Col. 2:16). Y da libertad para comer lo sacrificado a los ídolos porque sabemos que “un ídolo no es nada” (I Cor. 8:4). Del mismo modo ha dejado de ser decisivo si acaso somos hombres o mujeres, ricos o pobres. Ni siquiera importa si vivimos o morimos. Estas cosas no sólo han cambiado su lugar en la jerarquía de valores, sino que según Pablo valen literalmente nada (Gal. 3:26-28, 5:6, Filip. 4:12, I Tes. 5:10, Rom. 14:8). Esto puede sonar chocante y, sin embargo, no es una conclusión que parezca haber sorprendido a los primeros cristianos. Oímos de tempranas controversias entre los cristianos sobre otros puntos de la enseñanza paulina, pero no sobre esto.

 

Sin embargo, eso no significa que se trate de una idea sencilla que no requiera ser bien precisada. Por el contrario, así como es importante entenderla y aplicarla, es también sumamente fácil entenderla mal. Porque es una doctrina sobre la indiferencia de lo que nos pasa, pero que fácilmente podemos acabar transformando en una doctrina sobre la indiferencia de lo que hacemos o acerca de la indiferencia de lo que creemos. Me explico: que seamos ricos o pobres es indiferente, pero que empobrezcamos a otros no lo es; que vivamos o muramos es indiferente, pero que matemos no lo es; o, como escribe Calvino sobre las riquezas: “dicen que se trata de cosas indiferentes; estoy de acuerdo, siempre que se las use de modo indiferente”[1]. Pero tenemos dificultad para asumir simultáneamente los dos puntos en cuestión, y tendemos a irnos a uno de los dos siguientes extremos. O bien oímos que según Pablo ser pobre, rico, estar vivo o muerto, son cosas sin importancia, y a partir de eso concluimos que la moralidad completa es algo indiferente, que la religión es algo espiritual sin relación estrecha con el  resto de la vida temporal, o bien rechazamos toda la idea paulina de la indiferencia, no aceptamos que pueda ser indiferente que muramos o vivamos.

 

Pero el cristianismo afirma simultáneamente estos dos puntos: que precisamente todo lo que creemos y hacemos importa, porque todo puede y debe ser hecho para la gloria de Dios, pero que a la luz de eso muchas de las cosas que nos pasan deben ser consideradas como carentes de importancia; esto es, hay estados o condiciones (no acciones ni doctrinas) que se vuelven indiferentes. Es el sentido preciso del título de este texto: no es que en la cosmovisión cristiana haya cosas esenciales y otras indiferentes, sino que ella es una visión completa de la vida, ninguna de cuyas partes es indiferente, aunque algunas sean más importantes que otras. Pero si poseemos esta visión completa de la realidad, cabría añadir, se nos volverá indiferente lo que Pablo califica como tal. Por eso he titulado “distinguiendo desde la cosmovisión cristiana”, no en ella.

 

Esto, como he señalado, puede ser fácilmente desfigurado, no sólo en el sentido de que tratemos como muy importantes las cosas que Pablo califica de indiferentes -que consideremos muy importante, por ejemplo, cuánto nos tocará vivir-, sino que también puede ser desfigurado en el sentido de que empecemos a calificar como indiferentes aspectos de esta cosmovisión que parezcan conflictivos. Lo que intento a continuación es llamar la atención sobre ejemplos significativos de los dos tipos de deformación, así como mostrar un sucesivo itinerario de malentendidos por los que en diversas corrientes se ha intentado mantener a salvo la cosmovisión cristiana precisamente calificando de indiferentes aspectos de ella.

 

II.             Variaciones de lo indiferente

 

a)    minimalismo e indiferentismo doctrinal

 

Lo primero que intentaremos en este recorrido es ver cómo este modo de proceder ha operado a nivel de doctrinas. Pues por siglos existió la idea de que se podía calificar de indiferentes los bienes externos, el sufrimiento, o incluso ciertas variaciones en la forma del culto[2]. Pero hacia fines de la Edad Media ya aparece la idea de que también ciertas doctrinas puedan ser calificadas de indiferentes. Si bien su aparición medieval es muy ocasional -por ejemplo en autores como Nicolás de Cusa-, esta tendencia se dispara al iniciarse la modernidad. Es más, lo que me interesa sugerir es que éste es uno de los elementos más distintivos del proyecto moderno. Esto es, que para varios elementos característicos de la modernidad, como sus fundamentaciones de la tolerancia o su concentración en la producción, es una pieza fundamental el minimizar las diferencias doctrinales hasta el punto de volver indiferentes las doctrinas. O, por decirlo de otro modo, al proyecto moderno le es esencial un minimalismo doctrinal, minimalismo doctrinal que le es tan característico que incluso acaba siendo compartido por aquellos adversarios del proyecto moderno que nacen desde dentro del mismo (los fundamentalistas).

 

Esto podría ser mostrado en una serie muy variada de autores, pero como botón de muestra lo ilustraremos aquí desde uno de los representantes más típicos de este proyecto moderno: Spinoza, que nos permite ver esto del modo en que se desarrolla fuera del cristianismo (es un judío heterodoxo) a mediados del siglo XVII. Él es uno de los más radicales naturalistas de la modernidad temprana, uno de los padres de la crítica bíblica moderna, pero también uno de los más claros articuladores de cómo los modernos tienden a pensar la relación entre teología y política. En su Tratado Teológico-Político Spinoza afirma la existencia de una “religión católica o universal de todo el género humano”[3], pero en un sentido que claramente presupone un programa de reducción de la religión. Spinoza, en efecto, da listas -como muchos protestantes del período- de “artículos fundamentales” de la fe, pero su lista no sólo es breve -7 artículos- sino que afirma que “a la fe católica o universal no pertenece ninguna doctrina respecto de la cual pueda darse una controversia entre hombres buenos”[4]. Aunque muchos autores de dicho período creen esto, son pocos los que formulan de un modo tan elocuente el intento por construir una religión que dé unidad a una nación o a los pueblos, pero a costa de la eliminación de todo lo que pueda originar conflictos.

 

Si miramos este proyecto de pacificación en detalle, lo primero que salta a la vista en el caso de Spinoza es la eliminación de la teoría. Desde luego no es que sea eliminada del todo -el mismo Spinoza es un teórico destacado- pero la teoría es eliminada del campo de la fe y la teología, para recluirla en la filosofía. La radicalidad con que Spinoza expone esto no deja lugar a muchas dudas respecto de cómo debe ser interpretado su proyecto, altamente representativo de todo el proyecto moderno: no sólo afirma que la fe requiere “dogmas no tanto verdaderos cuanto piadosos”[5], sino que -afirma- los únicos atributos de Dios que debemos conocer son aquéllos que podemos imitar: su justicia y su bondad[6]. Respecto de quién sea Dios considerado en sí mismo, en cambio, se puede errar de punta a cabo sin que esto deba ser considerado grave[7]. En la teología sistemática esto introduce cambios enormes, así por ejemplo en la definición de la herejía: como herética define no cualquier modificación de la religión, sino que el paradigma del hereje es el que introduce en la fe la teoría, lo especulativo[8]. En esto, por cierto, tiene una notable coincidencia con su contemporáneo John Locke, quien termina su Carta sobre la Tolerancia precisamente redefiniendo la noción de herejía, afirmando que herejía es cualquier “sobreedificación” respecto de la doctrina mínima fundamental.

 

Pero esto desde luego tiene un inmediato impacto no sólo sobre la teología sistemática, que queda reducida a consejos para la vida buena -discusión sobre los atributos supuestamente imitables de Dios-, sino también sobre la teología bíblica. La Biblia aparece nombrada una y otra vez en la obra de Spinoza como palabra de Dios, pero Spinoza explicita que la entiende como palabra incorruptible de Dios sólo en cuanto contiene el núcleo mínimo-práctico de religión verdadera[9]. En contraste con eso, las epístolas paulinas contienen -como abiertamente escribe- muchas cosas de las que podemos prescindir[10]. La idea subyacente todo el tiempo es que el que introduce algo más que lo práctico, algo más que los mínimos preceptos fundamentales, está postulando como esencial algo indiferente, y con eso creando condiciones de conflicto. Y si bien en algunos autores es evidente que el rechazo a tales situaciones de conflicto nace de una genuina preocupación por el bien de los hombres, no es menos cierto que en un buen número de los teóricos del Estado moderno es otro el motor, uno que puede ser adecuadamente resumido en las promesas de seguridad y bienestar.

 

Lo que he dicho sobre Spinoza se puede documentar de modo casi idéntico en otros fundadores del pensamiento político moderno, como Hobbes o Locke, y es por eso que considero a este minimalismo doctrinal como una nota muy distintiva -pero por lo general insuficientemente destacada- del pensamiento moderno. Ahora bien, tan preocupante como la aparición de esta idea entre este tipo de pensadores –en los cuales no debiera extrañarnos- es el papel que ha desempeñado en la historia del protestantismo. Quienquiera que tome una obra de dogmática escrita entre 1520 y 1700 encontrará una sección dedicada al estudio de “doctrinas fundamentales”. Esta concentración en un conjunto de doctrinas tiene un origen muy preciso: es una respuesta –a mi parecer algo problemática- a un tipo de crítica católica. Los controversialistas católicos de la época podían muy fácilmente criticar a los protestantes diciendo que la dispersión de éstos en una serie de confesiones rivales constituye una demostración de que la Biblia no es tan clara como pretenden los protestantes[11]. La noción de doctrinas fundamentales en gran medida nace ahí: se afirmaba que en realidad sí estamos de acuerdo en lo fundamental, y que precisamente en esas materias la Biblia es clara.

 

Tal respuesta puede parecer satisfactoria, pero abre un camino que puede ser fatal. Pues naturalmente, en la medida en que aumentaran las controversias, se reduciría la lista de los artículos considerados fundamentales. Y retrospectivamente es fácil confirmar que esto no sólo es un potencial riesgo, sino un camino que efectivamente fue recorrido. Pues el primer paso, y común a casi todos los apologetas protestantes del período, es decir que las cosas fundamentales tienen que ser “pocas y sencillas”. Pero a esto se añade rápidamente –por ejemplo, en círculos arminianos- la idea de que las cosas fundamentales no sólo tienen que ser pocas y sencillas, y no sólo tienen que encontrarse de modo evidente en las Escrituras, sino que -afirman- las mismas Escrituras tienen que declarar fundamental algo para que lo podamos considerar tal. Como se podrá imaginar, son muy pocas las cosas que cumplen con tal listado de condiciones, y así muy rápidamente se puede tomar el camino que conduce con Spinoza a unos siete artículos fundamentales o con Locke a uno solo[12].

 

Eso nos obliga a plantear del modo más explícito posible la pregunta respecto de si el protestantismo necesariamente acabaría implicando un minimalismo doctrinal. Por lo pronto respondería a dicha pregunta de dos modos. Por una parte me parece que efectivamente hay aquí un riesgo contra el cual no estamos bien prevenidos con la idea de doctrinas fundamentales (al menos en sus versiones más corrientes). Pero por otra parte, creo que hay indicios muy notables de cómo los hombres de mayor visión espiritual e intelectual entre los tempranos protestantes advirtieron contra esto de un modo que merece ser mencionado.

 

En primer lugar, debe ser mencionado el comentario de Calvino a I de Corintios 3:10-15. Escojo este texto porque es un pasaje predilecto de los minimalistas doctrinales, pues habla de Cristo como único fundamento, y de todo el resto -paja, oro o lo que sea-, como algo que pasará por fuego, que se perderá o no, pudiendo el hombre salvarse si posee el fundamento. Calvino, al comentar este pasaje, piensa en una objeción hipotética: alguien podría decir que en este pasaje Cristo es presentado como fundamento, pero que el fundamento es sólo el comienzo -sólo una parte- de la construcción, y entonces el pasaje parecería sugerir que si bien Cristo es el fundamento, el acabamiento de la construcción, su perfección, provendría de otra parte. Pero tras plantear esta hipotética objeción contra el pasaje, Calvino afirma que si quisiese dar a entender eso, Pablo se estaría contradiciendo, ya que luego en Colosenses (2:3) afirma que en Cristo están “todos los tesoros del conocimiento y de la sabiduría”. Entonces, afirma Calvino, este pasaje de I de Corintios debe ser entendido en el sentido de que el que aprendió a Cristo, “ya se ha graduado en todo el sistema divino de doctrina”[13]. De este modo, precisamente un pasaje que podría ser usado por los minimalistas, es interpretado por Calvino de un modo que nos hace conscientes de la necesidad de tener tal sistema completo, de buscar todos los tesoros del conocimiento y de la sabiduría.

 

Para confirmar esta tendencia podemos luego dirigirnos un siglo hacia adelante, al siglo XVII, cuando ya está en boga la idea de doctrinas fundamentales, y ver lo que ante esto hace John Owen, el “príncipe de los puritanos”. En un discurso sobre la unidad de la iglesia introduce la idea de doctrinas fundamentales del modo en que es usual entre sus contemporáneos, pero de inmediato da un giro, para afirmar que “esto no debe entenderse como si los cristianos, y en particular los ministros del Evangelio, debiesen conformarse con el conocimiento de estas cosas fundamentales, o como si debiesen limitar su indagatoria en las Escrituras a estos puntos”. Owen nos llama, en cambio, a estar atentos a “todo el consejo de Dios”, y advierte contra maestros cristianos que se contentan con “un conocimiento superficial de principios generales”[14].

 

Por lo pronto creo que podemos sacar una conclusión muy general: que aquí hay un muro de contención contra el minimalismo, que autores como Calvino y Owen están conscientes de los riesgos de los riesgos de un programa mínimo de “doctrinas fundamentales” y que se preocupan por dejarlo claro. Pero creo que podemos dejar abierto por ahora si este tipo de advertencias son un muro de contención suficientemente robusto o si acaso no debiéramos trabajar más en reforzarlo. Las llamadas “doctrinas fundamentales” pueden ser suficientes para identificar quién es cristiano, pero no son suficientes para construir la iglesia, y por tanto tampoco para abordar la relación de la iglesia con el mundo.

 

b)    minimalismo e indiferencia moral

 

Volveré algo más adelante sobre el minimalismo doctrinal, para especificar el papel que desempeña en el liberalismo, pero antes debemos dirigir la mirada a otra arista del problema, la idea de cosas indiferentes en el campo moral. Para mostrar la presencia de la noción de lo indiferente en la discusión moral contemporánea se puede referir a un reciente artículo de una prestigiosa revista de teología, artículo en el que se encuentra una defensa de las uniones de un mismo sexo, recurriendo expresa y reiteradamente a la idea de que se trataría de algo indiferente[15]. El motivo por el que esto resulta llamativo es muy sencillo: porque si la homosexualidad es defendible como un tipo de relación en la que hay fidelidad de por vida, complementariedad, en la que se cumplen los fines puestos por Dios en la creación de los seres humanos como seres sexuados –que es lo que afirma el articulista en cuestión-, entonces la conclusión natural sería que se nos presentara la homosexualidad como algo bueno. Pero no ocurre eso, sino que se la defiende como algo indiferente. No es fácil captar todo lo que esto revela -además de mala lógica-, pero al menos indica que hay un gran atractivo de la noción de lo indiferente como mecanismo de solución de conflictos.

 

Veamos algo de la historia de esta cuestión. La idea de que el campo moral pueda ser indiferente no es un fenómeno moderno, sino algo que ya se empieza a encontrar en grupos heréticos de la antigüedad tardía. Ireneo, escribiendo en el siglo II-III reporta que entre los gnósticos circulaban precisamente este tipo de ideas: “Porque nos salvamos sólo por la fe y la caridad: todo el resto es indiferente, pues que unas cosas sean buenas y otras se llamen malas es asunto de opinión humana, ya que nada es malo por naturaleza”[16]. El pasaje es una curiosa mezcla de doctrinas de los sofistas (con su rechazo de cosas malas por naturaleza) y de desfiguración gnóstica de una noción cristiana: la centralidad de la fe y el amor sirven aquí no para reorganizar el pensamiento moral en torno a un nuevo centro, sino para dejarlo de lado como indiferente y sujeto a perpetuo cambio según la diversidad de opiniones. Cabe, por cierto, mencionar que entre las condenas levantadas por el Concilio de Trento se condena precisamente una afirmación como la recién citada, como si los reformadores protestantes hubiesen estado levantando la tesis gnóstica[17]. Pero cuán lejos está esto de representar adecuadamente el modo en que la Reforma protestante entendió la centralidad de la fe puede verse en el comentario de Calvino a dicha condena tridentina: la comenta con un escueto “amén”[18].

 

Pero aquí tendremos que saltar toda la rica discusión medieval y protestante sobre el tema, para llegar rápidamente a un autor moderno que ya hemos mencionado, John Locke, que permite ilustrar la persistencia de esta idea. En el Ensayo sobre la Tolerancia (1667) -un texto que jamás publicó- introduce esta misma idea de lo indiferente. Ahí se trata de defender la tolerancia mutua en prácticas que son indiferentes. Nada nuevo, se dirá, si se piensa en el hecho de que Pablo ya parece sugerir eso a los corintios. Pero Locke, quien menciona en un aparente tono paulino el “comer o no comer pescado” como ejemplo de tal práctica indiferente, nombra en la misma línea, como materias igualmente indiferentes, el divorcio y la poligamia[19]. En la Carta sobre la Tolerancia (1689), que sí publicó, es bastante más cuidadoso, manteniendo el tono moralista que el liberalismo mantuvo hasta el siglo XIX. En efecto, ahí califica de indiferentes sólo ciertas variaciones del culto y de la doctrina, manteniendo intacto el campo moral. Pero su caso permite mostrar cómo desde un comienzo estuvo ya sacada la conclusión de que también en el campo moral se podía usar la noción de lo indiferente; sólo que no se hizo de modo público -publicado- hasta mucho después.

 

Con todo, me interesa mucho recalcar que esta pretensión de neutralidad moral de varios temas no es el único efecto que deja la noción de indiferencia en el campo moral. También hay otra arista del problema, que me parece igualmente problemática, y que podemos titular “la desaparición del consejo”. Quien abra una obra de teoría moral de unos siglos atrás, encontrará, aunque con variantes muy distintas, la distinción entre preceptos y consejos. Es decir, la ley estaba, por decirlo así, envuelta en un colchón, el de los consejos. Lo que ocurre con el arrollador avance de la categoría de lo indiferente es que la pareja precepto/consejo en gran medida es desplazada por la pareja precepto/indiferente: si antes había leyes y ciertas sugerencias que valía la pena sopesar, ahora tenemos por una parte leyes y, por otra parte, cosas sin importancia. Esto nos puede sorprender si estamos acostumbrados a pensar en la modernidad como una época de rechazo a la ley, a los preceptos. Pero creo que si tenemos tal imagen, es equivocada, o al menos muy imprecisa. Lo que más irrita al hombre no es que alguien en una posición de autoridad le indique un precepto que debe seguir; mucho más irritante es el consejo, pues presupone precisamente la existencia de esas fuentes más autorizadas que uno, pero nos deja de todos modos con la responsabilidad de la decisión concreta. Por eso no nos debiera extrañar la huida del consejo: la hay en nivel teórico y hay también huida a nivel de hombre común y corriente: cuando se nos dice algo y sabemos que no es un precepto, respiramos aliviados porque pensamos que entonces es algo indiferente, sin pensar que el hecho de que no sea precepto puede indicar más bien que es un consejo que debe ser detenidamente ponderado.

 

La huida a nivel teórico, por cierto, es muy fácil de constatar, y en gran medida se puede rastrear a los mismos autores en que hemos visto el problema en relación con las doctrinas. Hemos visto que Spinoza afirmaba que en la Biblia se encuentra el mínimo práctico esencial de la religión verdadera, pero que en las epístolas paulinas hay muchas cosas prescindibles. Pues bien, exactamente lo mismo se encuentra en Locke, quien escribió su obra Sobre la Razonabilidad del Cristianismo centrado exclusivamente en Hechos y los evangelios sinópticos. Al ser criticado por este carácter selectivo de su material bíblico, su respuesta fue que él sólo estaba buscando el mínimo necesario para ser considerados cristianos -las epístolas bien podía reconocerlas como inspiradas, pero prefería dejarlas de lado por estar en ellas mezclados los preceptos con los consejos[20]. Pero el hecho de haberlos separado y haber puesto sólo el precepto en el lado de lo fundamental, ha hecho que los consejos de facto pasaran a ser considerados algo indiferente. Kant, en efecto, saca la conclusión y afirma que los consejos no son parte de la moralidad[21].

 

III.           Lo indiferente y la naturaleza del liberalismo

 

En un tercer paso, tras haber dicho algunas cosas sobre la presencia de la idea de lo indiferente en el campo doctrinal y en el campo moral, quiero unir algo de cabos sueltos subrayando el papel que esto desempeña en el liberalismo. En cierto sentido ya he tratado este punto, en cuanto se suele considerar a Locke como el padre del liberalismo político. Pero lo que suele ser difícil es explicar cómo están emparentados el liberalismo político –que es un fenómeno históricamente bastante definido- y el liberalismo teológico, que parece ser un movimiento mucho más difuso. Pero creo que en este punto tenemos un elemento característico que permite mostrar ciertas afinidades estructurales. Se puede ver si consideramos los cambios en el liberalismo teológico del último siglo y medio. ¿Cuáles son esos cambios? Una explicación muy sencilla podría consistir en decir que los teólogos del siglo XIX a los que se acostumbra llamar liberales -gente como Harnack, Ritschl o Schleiermacher- están lejos de responder a lo que en nuestro lenguaje de hoy sería liberalismo: ciertamente no son relativistas, son nacionalistas, en suma: responden en muchos sentidos a lo que hoy suele ser considerado un “conservador”. Pero son minimalistas en lo doctrinal. Su discurso es sobre “Jesús como héroe moral”, y tienden a ver los sistemas doctrinales robustos como degeneración de ese mensaje ético original de Jesús. Si se quiere tener un indicador externo que nos confirme esto se puede mirar el título de sus obras: el cristianismo medieval y el cristianismo reformado de primera generación expresaba sus síntesis de lo que es el cristianismo bajo títulos como “Suma” o “Institución”. En el liberalismo teológico del siglo XIX, en cambio, la tendencia es a un título que expresa no un sistema, sino un punto decisivo: “La esencia del cristianismo” (Harnack).

 

¿Qué parentesco tiene esto con lo que hoy suele figurar como cristianismo liberal? Aparentemente ninguno: el liberal de hoy no tiende necesariamente a ser un minimalista doctrinal. Por el contrario, se presenta como un “postliberal”, crítico de lo que considera el individualismo y racionalismo de sus antecesores, muy interesado en los rasgos específicos de la narrativa cristiana y del tipo específicamente cristiano de comunidad. Pero en medio de ese foco se tiende precisamente a declarar indiferentes aquellas partes de la moralidad que parezcan ser potenciales focos de conflicto. Pero con esto, aunque en apariencia se dice todo lo contrario del liberal del siglo XIX, se realiza el mismo gesto que éste: el de huir del punto de conflicto, y afirmar que la “esencia del cristianismo” se encuentra en otro punto, al cual hay que reducir el cristianismo. Si en el siglo XIX había que reducir todo a moralidad, ahora hay que reducirlo a doctrina o narrativa.

 

Ahora bien, esto se vuelve más interesante aún si uno dirige la mirada a los adversarios aparentemente más enconados de los liberales, aquellos cristianos que adoptaron para sí mismos el título de “fundamentalistas” antes de que este término tuviese una popularizada y peyorativa connotación. Pues el punto en cuestión es que llamaban a defender lo “fundamental” contra el liberalismo, y es llamativo cómo en ese esfuerzo han seguido el vaivén del liberalismo que acabo de resumir: el “fundamentalista” de principios del siglo XX lo era sobre todo en materia doctrinal, el de hoy lo es sobre todo en materia moral. Y la retórica utilizada es la misma de un liberal del siglo XVII pero para otros propósitos: ante la decadencia moral de la actualidad, nos dice, es necesario dejar de lado nuestras diferencias para unirnos todos en lo esencial contra los liberales. Pero lo que se muestra con eso es que no se está respondiendo al liberalismo desde una concepción completa de lo que es el cristianismo, sino que se le ha respondido como su simple imagen inversa, muchas veces tan minimalista como él, mostrando así cuán moderno es en realidad el fenómeno del fundamentalismo.

 

Carl Trueman ha dicho algo similar, pero en palabras que vuelven el problema más actual aún, por tocar tendencias no del fundamentalismo de un siglo atrás, sino de las iglesias actuales: “el agotado liberalismo de ayer es el evangelicalismo de punta de hoy”[22]. En tales palabras debemos recoger una seria advertencia para quienes se dedican a la difusión de una cosmovisión cristiana. Pues tal trabajo de difusión suele ser nota característica de organizaciones paraeclesiásticas más que de iglesias, y tales organizaciones paraeclesiásticas trabajan, naturalmente, con multitud de tradiciones eclesiásticas, y se caracterizan así por al menos algún grado de minimalismo doctrinal: quien entra en estas organizaciones no suscribe para ello una confesión de fe reformada ni una confesión de fe bautista ni es necesariamente pentecostal. Se presenta simplemente como cristiano. Apenas resulta necesario decir que bajo tales condiciones es muy fácil que efectivamente el contenido doctrinal sea menor que si se está trabajando desde una tradición robusta. El mundo evangélico contemporáneo es reacio a reconocer los problemas que esto genera, pues se caracteriza precisamente por un altísimo aprecio por la actividad paraeclesiástica. Pero el tomar conciencia del problema no implica un desprecio por la misma. Simplemente significa que en medio del aprecio por ella es necesario reconocer algo más importante en la vinculación a una iglesia concreta que nos ponga en contacto con una tradición cristiana específica, dispuesta a introducirnos en una enseñanza moral y doctrinal lo más completa y detallada que sea posible.

 

IV.           Conclusión: para un recto uso de lo indiferente

 

¿Qué conclusiones se puede sacar de esto? Es fácil entender por qué es atractiva la idea de lo indiferente: porque ciertamente es liberador tener la mirada concentrada en lo esencial y no detenerse a discutir sobre lo irrelevante. Es por supuesto un signo de cierta inmadurez espiritual si sólo se discute sobre si hay que cantar con las manos alzadas o no. Pero por otra parte, vemos que la fascinación por la categoría de lo indiferente, y el minimalismo doctrinal y moral al que ha conducido, no nace sólo por un afán por concentrarse en lo importante, sino también de un afán por huir de lo conflictivo. Y me parece que a la luz de lo visto, al hacer eso se transita por un camino muy poco promisorio. Pues a lo que ha conducido, entre otras cosas, es a que no nos parezca indiferente lo que Pablo sí consideraba tal. Podríamos decir que hay una relación inversamente proporcional entre estas cosas: nuestro afán por volver indiferente la doctrina y la moral revela que en realidad no nos es indiferente lo que Pablo considera que sí debiera serlo: nuestro bolsillo, el largo de nuestra vida y los patrones de masculinidad o femineidad que nuestra sociedad nos propone. Quiero, pues, terminar con algunas ideas -nada de originales, como se verá- sobre cómo usar la categoría de lo indiferente, y sobre cómo lidiar con el minimalismo moral y doctrinal, para ver si de aquí puede salir un camino más promisorio.

 

En primer lugar, me valgo brevemente de algunas posiciones clásicas en la historia del pensamiento cristiano sobre la idea de lo indiferente. En primer lugar diría con el texto de Calvino que ya he citado que hay cosas que son indiferentes sólo en la medida en que uno mismo logre tener una relación de indiferencia respecto de ellas; y para nosotros que vivimos en el exilio, que somos justos y pecadores a la vez, que aún no hemos llegado a la meta, sería muy inapropiado presumir de tal indiferencia. En segundo lugar –y en esa misma línea-, reconocería con Tomás de Aquino que hay tipos de acción que son indiferentes -irse de paseo, sonarse la nariz-, pero que hasta el tipo más indiferente de acción puede transformarse en algo bueno o malo al añadir un elemento intencional[23]: irse de paseo a la hora de clases no es lo mismo que hacerlo en otro momento; y bajo ese prisma no hay ninguna acción individual concreta que sea indiferente. “De toda palabra ociosa que hablen los hombres -dice nuestro Señor- de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mt. 12:36). En tercer lugar, con los redactores de la Fórmula de Concordia luterana, afirmaría que incluso en los ritos, en las ceremonias, en aquello que más indiferente parece -pues toda la tradición cristiana reconoce la legitimidad de alguna variación en el culto- puede dejar de haber indiferencia: cuando el enemigo es el que intenta imponernos algo, hasta lo más insignificante se vuelve algo por lo que es lícito luchar. En palabras de la Fórmula de Concordia: “en situación de confesión o escándalo no hay nada indiferente”[24].

 

¿Qué hacer entonces con nuestra sensación de que hay cosas mucho más importantes que otras? No hay por qué rechazarla, pues es totalmente correcta. En el campo doctrinal, por ejemplo, bien se puede reconocer que hay creencias más fundamentales que otras; pero de ahí no se sigue que esas otras sean indiferentes, sino simplemente que son menos importantes. La diferencia es gradual. O, por ponerlo en otra terminología, hay una jerarquía de las verdades, según éstas se relacionen más o menos estrechamente con el centro de la fe cristiana. Pero ni siquiera lo que está más abajo en dicha jerarquía carece de toda importancia. Y verlo así, en lugar de ver un bloque de creencias fundamentales, y otro de creencias indiferentes, me parece el único modo de que se aprenda alguna vez a ver también cómo las cosas menores se relacionan -aunque sea de un modo más remoto- con el centro.

 

Si se piensa en el campo moral, por último, creo que tiene pleno sentido sugerir algo similar. Es asombroso el modo selectivo con que los cristianos de una u otra tendencia política optan por un conjunto de “valores” que van a defender -unos la limpieza del planeta, otros la familia, unos la paz, otros la sobriedad-, y miran el resto de las cuestiones morales como indiferentes, sugiriéndonos que dejemos tal o cual preocupación para poder concentrarnos en la otra que es la fundamental. Que dejemos, por ejemplo, la “ética sexual”, para ocuparnos de la “ética social” (o viceversa). Es mucho lo que se podría decir contra tales llamados, pero aquí me limito a notar cómo descansan sobre la idea de que lo que no es lo fundamental, es por tanto indiferente. Pero esto es un absurdo conforme al cual nadie puede vivir de modo consistente. Lo cierto es que también en la vida práctica hay jerarquías de bienes, cosas que importa más que otras defender o atacar, pero no hay nada que carezca de toda importancia. “Todo es vanidad” comienza diciéndonos Eclesiastés, pero pronto acaba diciéndonos que en realidad todo importa, que hay un tiempo para cada cosa.



[1] Calvino, Institución de la Religión Cristiana III, 19, 9.

[2] Al respecto cf. Svensson, Manfred. “¿Adiaphora en san Agustín?” en Traditio. Studies in Ancient and Medieval Thought, History, and Religion 65, 2010.

[3] Spinoza. Opera-Werke 2 vols., Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1979. I, 400.

[4] Spinoza, Opera I, 434.

[5] Spinoza, Opera I, 434.

[6] Spinoza, Opera I, 420.

[7] Spinoza, Opera I, 422.

[8] Spinoza, Opera I, 410.

[9] Spinoza, Opera I, 406

[10] Spinoza, Opera I, 406.

[11] Para el desarrollo de esta doctrina entre la ortodoxia y el temprano racionalismo hay una serie de iluminadoras contribuciones de Martin Kaluber. Véase su obra Between Reformed Scholasticism and Pan-Protestantism: Jean-Alphonse Turretin (1671-1737) and Enlightened Orthodoxy at the Academy of Geneva: Susquehanna University Press, Selingsgrove, PA, 1994 y “Between Protestant Orthodoxy and Rationalism: Fundamental Articles in the Early Career of Jean LeClerc” en Journal of the History of Ideas 54, 4, 1993. p. 611-636. Como se podrá ver más adelante, disiento en cambio de su intento por identificar este tipo de esquema ya en Calvino, tal como lo defiende en “Calvin on fundamental articles and ecclesiastical union” en Westminster Theological Journal 54, 2, 1992. p. 341-348.

[12] Para los vínculos de Locke con el arminianismo en este punto cf. Svensson, Manfred. “Philipp Van Limborch y John Locke. La influencia arminiana sobre la teología y noción de tolerancia de Locke” en Pensamiento 244, 65, 2009. p. 261-277.

[13] Calvino, Comentario a I de Corintios en Corpus Reformatorum 77, 354.

[14] Owen, John. The Works of John Owen (ed. Thomas Russell) Richard Baynes, Londres, 1826. vol. XX, p. 64.

[15] Bartel, T.W. “Adiaphora: The Achilles Heel of the Windsor Report” Anglican Theological Review 2007,  89, 3, p. 401-419.

[16] Ireneo Adversus Haereses I, 25, 5.

[17] Así en el canon XIX de la sesión VI: “Si alguien dijere que en el Evangelio no hay ningún precepto más allá de la fe, y que todas las cosas restantes son indiferentes (cetera esse indifferentia) o libres, o que los diez mandamientos no son relevantes (nihil pertinere) para los cristianos: sea anatema”.

[18] Calvino, Juan. Canons and Decrees of the Council of Trent, with the Antidote en Calvin, John. Tracts and Letters Banner of Truth, Carlisle, PA, 2009. vol. 3, p. 156.

[19] Locke, John. Essay on Toleration and other Writings on Law and Politics 1667-1683, eds. Milton, J. R. y Milton, Ph. Oxford: Clarendon Press, 2006. p. 275-6 y 289.

[20] Locke, John. A Vindication of The Reasonableness of Christianity en John Locke. Writings on Religion (ed Victor Nuovo) Oxford University Press, Oxford, 2002. p. 215-216.

[21] La distinción entre consejos de la prudencia y preceptos morales se encuentra en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, AK IV:418.

[22] Trueman, Carl. Minority Report Mentor, 2009. p. 219.

[23] En este punto Tomás de Aquino es por lo demás casi unánimemente seguido por los protestantes de los primeros siglos, como exhaustivamente ha documentado Sdzuj, Reimund. Adiaphorie und Kunst. Studien zur Genealogie ästhetischen Denkens Max Niemeyer, Tübingen, 2005.

[24] Libro de Concordia. Las Confesiones de la Iglesia Evangélica Luterana Concordia Publishing House, St. Louis, 1989. Solida Declaratio, X.

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